XXIII

Una mañana entró Taram-Agadé gritando en el patio del templo.

—¡Vienen desde Elam! — Decía una y otra vez, haciendo que las qadishtu y las naditu la miraran con una sonrisa, sin comprender a qué se refería.

Me encontraba ultimando un informe, que debía enviar a Gemezida, acerca de los arreglos que había realizado en el templo. Dejé la tablilla a un lado y me quedé mirando a Taram sin entender lo que quería decir. Me encantaba verla tan alegre, pero a veces seguía comportándose como la niña a la que había conocido años atrás. Por suerte, ya no tenía la costumbre de saltar sobre los cojines.

—¿Quién viene a Agadé? ¿El rey Helu?

Aquello habría sido de lo más interesante, pues me constaba que el monarca elamita odiaba profundamente al acadio, después de la guerra de conquista y posterior muerte de su padre.

—No, mejor aún — aclaró con algo de impaciencia —. Vienen un grupo de sacerdotisas. Y son de las importantes, lo mismo las conociste cuando estuviste en Elam.

Comprendí entonces el entusiasmo de mi joven amiga por aquella visita. Le había narrado mi viaje a las montañas elamitas y aquel lugar le parecía un mundo exótico y extraño, por lo que esas sacerdotisas aparecían en sus sueños con un halo mágico parecido al mío propio. Me inquietó un poco aquel anuncio inesperado, pues no lograba adivinar la razón de dicho viaje, y la verdad es que no tenía mi conciencia tranquila, desde que descubrí cómo se había aprovechado el rey de mí.

La comitiva llegó a Agadé una semana después y a su frente se encontraba una conocida mía, la gran sacerdotisa Napirasu. El grupo estaba formado por tres sacerdotisas (incluyendo a la misma Napirasu) y dos ministros que, en realidad, parecían estar un poco fuera de lugar en esa compañía. Se impartieron instrucciones desde el Eulmash para que se los ignorase. No hubo, por tanto, ni recibimiento oficial ni fiestas en su honor. Ni siquiera el recinto sagrado de Inanna tomó medidas para proporcionar alojamiento a aquellas personas. En todo momento se los trató como unos visitantes incómodos, a los que se deseaba dejar claro que sería deseable que se fueran cuanto antes.

Todo esto me molestó mucho. Y no sólo porque considerara que era una muestra de descortesía el tratar así a miembros del alto clero, sino porque en mi fuero interno, sentía que estaba en deuda con Napirasu por haberla utilizado, aunque yo también hubiese sido víctima de mi rey. No es que me considere una persona justa, y disto mucho de ser perfecta, pero tengo claro que jamás he deseado ni formar parte de los tejemanejes de Naram-Sin, ni ayudarle a llevarlos a cabo. Cada vez que he colaborado con él, fue por ayudar a los pobres ciudadanos de este reino, que siempre han sido víctimas involuntarias de su ambición, o porque, simplemente, me engañó como en Elam. Y no desearía que mis palabras parecieran un pobre intento de justificación. Soy consciente, como digo, de que no soy una persona justa, ni perfecta. Pero, por lo menos, lo intento.

Como Entu del Templo de Enlil asistí a la primera audiencia, que se celebró a su llegada a la ciudad. Ambas partes tenían prisa por zanjar cualquier asunto que estuviera sobre la mesa. A la reunión asistió Agatima en su calidad de ishtaritum mayor del Eulmash, y reconozco que me dio algo de satisfacción el ver que tenía que mantenerse en un nivel inferior al mío. Yo era una vulgar Entu sin derecho a tiara de cuernos y, mi única ventaja, consistía en poder tutear a los gobernadores, y no verme obligada a arrodillarme ante el monarca, pero ella estaba por debajo de mí y debía rendirme el correspondiente homenaje, de la misma manera que yo lo rendía a Gemezida o sus semejantes. Tampoco fui tan cruel, después de todo. Nunca la obligué a humillarse, y no porque no me hubiera gustado, sino porque recordaba los consejos de Ittibel, y tenía en cuenta que jamás debe cuestionarse a una sacerdotisa de alto rango.

También asistieron varios ministros. Lugalniba, que andaba bastante mal de salud, con las piernas hinchadas como troncos de árbol, aunque seguía con su exasperante costumbre de hacer lo posible para no contrariar al monarca; otro al que no había visto hasta entonces, y que me presentaron como Etibmer; un antiguo escriba que había sido admitido hacía poco en el consejo real llamado Urda, que no me quitó el ojo de encima en toda la reunión; Sharrish-Takal, al que ya conocía de la época de la guerra civil; otro desconocido, del que luego supe que era uno de los jueces más importantes de la ciudad, llamado Shu-Ilishu y, por supuesto, Apiyatum.

La audiencia comenzó bastante mal. Desde el primer momento nadie quiso rendir homenaje a los visitantes. Me dio pena Napirasu, que permanecía en pie en el centro de la sala de audiencias, mientras Naram-Sin se regodeaba sentado en su alto escabel, como una serpiente que va a devorar a un ratón. A su lado, se encontraba de pie Agatima, la que en ningún momento hizo ademán de arrodillarse ante Napirasu, a pesar de que ésta era una sacerdotisa de mayor categoría que ella. A pesar de todo, no pude menos que admirar a la elamita, pues demostró en todo momento que tenía una dignidad y una clase que no abundaban, precisamente, entre los presentes en la sala.

Tras los saludos de rigor, Napirasu dirigió una mirada de cólera a Agatima.

—Creí que era costumbre, entre los cabezas negras, rendir pleitesía a los altos miembros del clero sacerdotal — dijo.

—Así es, en efecto — respondió Agatima, mientras los ministros sonreían con suficiencia —. Sin embargo, Ishtar es una diosa que está por encima de todos los dioses extranjeros, así que no consideramos conveniente que sea realizado ningún acto de sumisión.

Sus palabras me enfadaron muchísimo y mi rústico carácter salió a la luz. Ahora que reflexiono sobre el pasado, me resulta curioso que casi siempre que estuve en aquella sala de audiencias, o en la habitación contigua del consejo, me comporté como una montañesa salvaje.

—Es cierto que Inanna es la diosa más grande, Agatima — intervine yo fingiendo una cortesía que no sentía en modo alguno —, aunque pareces olvidar que mi rango es más alto que el tuyo. Gran sacerdotisa Napirasu — me adelanté hacia ella haciendo que Agatima enrojeciera el rostro y guardara silencio —, la que ha hablado es una nin-dingir. Es ella la que entrega a nuestro rey su mandato por orden de la diosa, pero no es una Entu y, por tanto, no habla en nombre del panteón sagrado. Si bien Inanna es más grande que las divinidades extranjeras, Enlil, al que represento, es el que preside a nuestros dioses. Recibid su cortesía y su saludo, y comunicadlo a vuestros dioses, allá en la cima de las montañas.

Hice un ademán a los miembros de mi templo, los cuales inmediatamente se acercaron a Napirasu, se arrodillaron y besaron el suelo ante sus pies. Yo sólo incliné la cabeza, ya que era una Entu. Algunos de los miembros del clero del Eulmash, tal vez avergonzados, se arrodillaron y homenajearon a Napirasu.

—Veo que aún queda alguien que sabe hablar el lenguaje de la caballerosidad, aquí en las llanuras — dijo la elamita con algo de admiración en la voz —. Antes de que comiencen las negociaciones, desearía saber dónde puedo alojarme con mi séquito, ya que nadie se ha dignado informarme de ello, a pesar de que anunciamos nuestro viaje con varias semanas de antelación.

—El palacio real no es un lugar adecuado para alojar a miembros del clero —. Alegó Naram-Sin con voz seca, mientras se encogía de hombros y echaba una mirada indolente a su alrededor, como si fuera un tema que escapara a sus atribuciones. La verdad es que consiguió darse a sí mismo una perfecta apariencia de desprecio. Ni yo lo hubiera hecho mejor, con toda la magia de las montañas.

—Y el Eulmash, por desgracia, no puede utilizarse para ese menester, ya que aún nos encontramos en plena etapa de reestructuración y obras. Resultaría muy incómodo que un “alto miembro del clero” — Agatima recalcó con ironía esas palabras — tuviera que soportar las molestias de las obras, el polvo de los adobes, el fuerte olor de la brea...

—Podemos aconsejaros alguna buena taberna donde podréis tomar habitaciones — sugirió Apiyatum, intentando ganarse la simpatía del rey, con semejante grosería.

—Las tabernas no suelen ser aconsejables para que pernocte el clero — indiqué yo. La verdad es que estaba segura de que si Enanedu y yo, hubiéramos anunciado nuestra visita a Elam con antelación, no hubieran dudado en alojarnos amablemente en algún templo elamita —. Puedo sugerir que el séquito se aloje en alguna de esas tabernas, y la gran sacerdotisa en mi templo.

—El Templo de Enlil no posee habitaciones... — comenzó a decir Agatima.

—Cierto, no las tiene — le interrumpí yo —. Pero le prestaré mi propio cuarto para que se sienta cómoda. Yo me trasladaré a dormir unos días con alguna de mis qadishtu.

—¡Pero el Templo de Enlil ha estado también de obras!

—Cierto, pero si la gran sacerdotisa se siente molesta por el polvo de los adobes, poseemos unos baños donde podrá quitárselo de encima.

—¡No se puede consentir que una Entu de Enlil duerma en el suelo! — Protestó Agatima, insistiendo en sus intentos por frustrar mi ayuda a la elamita.

—Ahatu Agatima — dije con ironía (y bastante paciencia, pues podría haberla hecho callar) —, te podría hablar de una Entu que dormía en el suelo, que dormía bajo las estrellas y que bebía agua de cualquier pozo. Esa Entu es la más grande que ha surgido de estas tierras, y era tía de nuestro rey. Si mi madre lo hacía, no veo razones para no imitarla.

La mención a Enheduanna hizo que todos guardaran silencio. El monarca hizo un ademán de asentimiento.

—De acuerdo — zanjó la cuestión —. El alojamiento ya está decidido. ¿Cuál es, entonces, la razón por la que se nos visita desde las montañas?

Napirasu echó una mirada a su alrededor, observando que nadie le había ofrecido aún un asiento. Yo no pude hacerlo, pues también me encontraba de pie. Me miró como si no supiera bien qué hacer. Yo le hice un ademán invitándola a hablar abiertamente.

—Señor rey de Akhad... — comenzó a decir, aunque fue interrumpida por Apiyatum.

—¡Y de las cuatro zonas! — Recalcó el ministro en un tono soberbio, mientras Naram-Sin asentía.

—...Y de las cuatro zonas — prosiguió la sacerdotisa echándole mucho valor, pues no bajó su tono de voz, a pesar de la interrupción —. Mi rey ha satisfecho, hasta el momento, todos los acuerdos del tratado de amistad. Sin embargo, hay algunos aspectos que resultan demasiado onerosos para nuestro pueblo, así que desearía renegociarlos.

—¿A qué aspectos os referís? — Preguntó Naram-Sin.

—En concreto, a la obligación de los templos awanitas de pagar unos impuestos, que consideramos abusivos, por el comercio con el Eulmash de Agadé. Al igual que los recintos sagrados sumerios, nuestros templos concentran y redistribuyen el alimento, sobre todo la cebada y otros productos, entre trabajadores y personas que dependen del templo. Estamos hablando de cientos de fieles. Si se nos cobran esos impuestos, tendremos que reducir peligrosamente las raciones a esas personas. Las cosechas no están siendo buenas pues, desde hace tres años, el sol brilla demasiado sobre las montañas, y necesitamos más que nunca esa cebada para alimentar a nuestro pueblo.

—Entiendo — murmuró Naram-Sin en un tono que indicaba que le importaba bastante poco lo que la sacerdotisa contaba.

—Por otra parte — prosiguió Napirasu — se nos obliga a realizar otro tipo de negocios con intermediarios elegidos desde Agadé, lo que también resulta negativo para nuestra economía. En el caso de la venta de madera de cedro, por ejemplo — dijo mientras señalaba las vigas del techo, que estaban talladas en esa preciada materia —, se nos ha obligado a aceptar precios que son excesivamente bajos. No alcanzan, siquiera, para proporcionarle un pago adecuado a los que cortaron esos árboles, aparte de que no se nos permite elegir los comerciantes con los que trabajar. Nos estáis condenando al hambre, señor.

—No fue nuestro rey el que conspiró para atacar las llanuras con un aliado extranjero — indicó Agatima, mientras los ministros asentían. Naram-Sin le dirigió una mirada de aprecio, lo que me hizo pensar que, en el caso del rey, sí que debía existir algún tipo de cariño hacia su nin-dingir. Supongo que, después de todo, hasta las serpientes aman, pues es ley de vida.

—No es mi labor hacer política, sino representar a mi pueblo. Y mi pueblo tiene hambre — alegó Napirasu con bastante diplomacia, pues debía ser consciente de que no era ni el momento ni el lugar para discutir acerca de quién atacó a quién.

—Tal vez sea voluntad de los dioses — sugirió Agatima, que esta vez se ganó un murmullo de satisfacción por parte de los ministros.

—Ciertamente, la voluntad de los dioses es inamovible — intervine yo, haciendo que Agatima y Naram-Sin me miraran con perplejidad —. No se puede negar que, si los dioses han decidido algo, los hombres no pueden romperlo.

—Sí, así es — dijo Naram-Sin mientras me observaba alarmado, pues sospechaba, muy acertadamente, que yo iba a gastarle una mala jugada.

—En todo caso, es voluntad de Enlil que los precios se renegocien. Y para ello, creo que podremos reunirnos en mis aposentos y hablarlo con tranquilidad — concluí con el tono de voz más indiferente que pude adoptar.

—¿Qué derecho tiene el Templo de Enlil para renegociar ese asunto por encima del Eulmash? — Preguntó Agatima escandalizada.

No le faltaba razón, pues aunque yo tenía más categoría sacerdotal que ella, mi pequeño templo apenas podía competir contra el recinto de Inanna. Sin embargo, no me amilané, pues me guardaba una ficha en la mano.

—El derecho que nos otorga un contrato legal — afirmé yo —. Durante mi reciente viaje a las montañas, sellé un contrato de comercio con el templo de la gran sacerdotisa, por el cual, el recinto sagrado del Ekur puede comerciar con su templo. Si el juez Shu-Ilishu tiene la amabilidad de pasarse por mi templo, estaré encantada de enseñarle una copia de dicho contrato, sellada por la mismísima Gemezida en el nombre de Enlil.

—Si ese contrato existe, no puede ser roto — recordó el juez con voz seria haciendo que, algunos de los presentes, comenzaran a temer que acababan de perder una partida que ni siquiera había comenzado.

—Existe — confirmé —. Y si hay alguna duda al respecto, la Entu Gemezida estará encantada de proporcionar a los jueces la copia original del mismo.

—¿Pero entonces...? — Agatima estaba blanca como la pared de mi templo.

—Entonces, ahatu Agatima, el Eulmash podrá poner los precios que estime conveniente en sus negocios particulares con el templo de las montañas, mientras que el Ekur, hará lo que estime oportuno a su vez. Y, por supuesto, la gran sacerdotisa Napirasu podrá elegir, a su gusto, los contratos a realizar y los clientes a los que satisfacer.

Al escuchar aquello Naram-Sin se levantó y dio por terminada la reunión con un tono de voz que, denotaba tanta furia, que hubiera podido deshacer una nube de tormenta. Salió de la sala mientras Agatima le seguía con rapidez, de la misma forma que los buitres siguen a la manada de leones.

Napirasu se me quedó mirando y yo le hice un ademán para que nos retiráramos. Por una vez, me había dado el gusto de molestar a Naram-Sin. Desde el bofetón que le di en los baños de Nippur, no me lo había pasado tan bien.

* * *

El contrato fue comprobado por Shu-Ilishu, el cual declaró que era legal, con lo que el asunto quedó zanjado, pues Naram-Sin jamás habría cometido el error de molestar a Gemezida, que a fin de cuentas era la que corroboraba su legitimidad real.

Alojé a Napirasu en mis habitaciones y no dejé de notar que me miraba de una forma que traslucía algo de desconfianza. Supuse a qué se debía, y decidí resolver aquella situación, para lo que esperé a que llegara la hora de la cena. Justo cuando ya iba a comenzar, me levanté, me acerqué a la gran sacerdotisa, y me arrodillé ante ella.

—¡Perdonadme! — Le rogué —. ¡No fue voluntad mía, no sabía lo que mi rey se proponía hacer, os lo juro por Inanna!

—Traicionaste nuestra confianza y, sin embargo, ahora te la has jugado por nosotros.

—Os lo estoy diciendo, gran sacerdotisa, no fue culpa mía. No sabía nada. Se me engañó de la misma forma que os engañaron a vosotros. Sólo intento arreglar algo que ya está roto. No puedo cambiar el pasado, pues lo hecho, hecho está, pero puedo intentar que el futuro crezca con mejores raíces.

Napirasu lo pensó unos instantes. Luego me tendió su mano e hizo que me levantara y me sentara a su lado.

—Hay algo que me hace creer que dices la verdad — dijo con voz más amigable —. Si cometiste un error, ahora intentas enmendarlo, lo que no deja de ser un gesto muy noble por tu parte. Nos hemos informado sobre ti antes de venir aquí. Ahora eres una Entu.

—Sí — dije yo.

—Ya que estamos en un ambiente de sinceridad te reconozco que, en un principio, pensé que tu ascenso era una recompensa por tu labor en Elam. Sin embargo, ahora no lo veo tan claro... He oído que la gran Enheduanna te adoptó. Pasaste de ser su ayudante a ser su hija, nada más y nada menos.

—Sí.

—Entonces no me cuadra esta situación. Si ella te adoptó, ¿qué haces de Entu en un templo menor como éste?

—Creo que la cosa está muy clara, gran sacerdotisa.

—Es un exilio, un castigo... — aventuró Napirasu.

—Sí, lo es. Soy una persona molesta. En parte por mi naturaleza mestiza, y en parte porque, al igual que mi madre, siempre he hecho gala de cierta independencia de criterio.

—Me alegra saberlo — dijo Napirasu con algo de alegría. Luego, al ver el gesto que yo ponía añadió —: ¡Oh, no te ofendas, por favor! Me refería a que me alegro porque eso me hace ver que eres una mujer distinta a como yo había llegado a creer. Vuelvo a ver en ti a la visitante que rezó por el fundador de la dinastía awanita. Creo que esa parte honorable te viene de tu naturaleza montañesa, si me permites suponerlo.

—En todo caso, hoy me he ganado varios enemigos peligrosos — afirmé con algo de tristeza.

—¿Tal vez el rey en persona?

Negué con la cabeza.

—En realidad, no creo que nuestro rey esté demasiado interesado en los negocios de maderas y lana. Son Agatima y el ministro Apiyatum los que están detrás del intento de empobrecer a los templos elamitas. Les acabo de hundir el negocio.

—En parte sí, pero sólo tienes contrato con nuestro templo.

—Cierto — asentí con algo de picardía —, pero no dudo de que una gran sacerdotisa inteligente, en cuanto llegue a Awan, establecerá contratos con otros templos elamitas para que sus productos se canalicen, a través del suyo propio, en dirección al Ekur de Nippur, en vez de a Agadé. Tampoco dudo de que una gran sacerdotisa inteligente siga haciendo pequeños negocios con Agadé, a fin de que nadie se sienta terriblemente molesto.

«Una gran sacerdotisa de ese tipo, sabrá que se pierde riqueza en la maraña de cambios y relaciones comerciales, pero al menos, no se pasa hambre. Yo hablaré con Gemezida para que sea amable a la hora de establecer precios. No es que sea una mujer muy simpática pero, si ve en perspectiva que puede quedarse con la mayor parte del comercio de madera y lana de Elam, no creo que le importe aflojar algo la mano. Siempre la he considerado una mujer práctica».

Napirasu sonrió con afabilidad.

—Ahora entiendo por qué Enheduanna os adoptó. Espero que, a partir de ahora, aunque nuestros reinos sufran la sombra de la guerra, entre nuestros templos exista la amistad.

—Yo espero simplemente que la amistad exista, sobre todo, entre nosotras.

Napirasu me dio un abrazo, y a partir de ese día ya no volví a sentirme molesta por el viaje a Elam.

* * *

Napirasu permaneció tres semanas en Agadé ultimando negocios con mi templo. Gemezida aceptó todas mis sugerencias, tal y como yo esperaba.

Durante aquellos días llegué a crear una gran amistad con aquella sacerdotisa de las montañas. Incluso, ante su asombro, me decidí a demostrarla que yo tenía conocimientos del elamita, lo que hizo que su admiración aumentara mucho. En una ocasión reconocí, entre risas, que me había enterado de sus comentarios acerca de mis ojos, lo que no sólo no la molestó, sino que también le hizo mucha gracia.

Cuando se enteró de que había aprendido elamita a través de un esclavo de esa nacionalidad, del cual había sido amiga, me confesó que una abuela suya también había sido esclava. Por lo visto, había sido oriunda de un lejano país que se encontraba más allá de Marhasi, tras una gran cadena de montañas. Un país donde los dioses eran más antiguos que los sumerios, y donde se rumoreaba que existían montañas tan altas que sostenían el propio mundo.

Una vez que nos otorgó su perdón, también hizo buenas migas con Enanedu, llamándole la atención la diferencia de carácter que existía entre mi amiga y Agatima, y más aún cuando se enteró de que ambas eran hijas de gobernadores. Como no podía ser menos, le presenté a cierta jovencita de la familia real que se moría de ganas por ver a una elamita. También le admiró que Taram-Agadé fuera tan distinta a su padre, aunque sólo me lo confesó a mí, obviamente.

Antes de retornar a su tierra nos entregó varios presentes, y entre ellos, le regaló a Taram-Agadé dos de los preciosos cinturones de colores que realzaban el talle. Mi joven amiga los empezó a llevar con tanta frecuencia, que al final se convirtió en una moda temporal entre las mujeres ricas de Agadé, con lo que de forma involuntaria, Taram le hizo un favor a los comerciantes y artesanos del cuero de Awan, pues vendieron miles de aquellos cinturones en los meses siguientes y llegaron a exportarlos, por intermedio del Ekur, a zonas tan lejanas como Magán.

Pero si pensaba que la vida iba a ser feliz tras solucionar aquel asunto, me equivocaba. Desde el final de la guerra con Elam, Naram-Sin había seguido reclutando regimientos y haciendo levas ciudadanas. El general tenía razón. Algunas pequeñas ciudades comenzaron a protestar por las levas, pues aunque solamente se les pedían 50 o 60 hombres, en ocasiones quedaba reducido el personal laboral de algún templo, y aunque aún no resultaba catastrófico, sí que era molesto.

Naram-Sin estaba dirigiendo sus miradas codiciosas hacia el lejano norte, a las tierras de los umman-manda. Esas tierras estaban al borde del país de los hurritas, entre las montañas de los lullubis y la ciudad de Mari. No se sabía mucho sobre los umman-manda. Cuando comencé a escuchar rumores sobre la campaña que se avecinaba, busqué información en la biblioteca del recinto y poco descubrí sobre el tema. Por lo que leí, algunos ni siquiera creían que fuesen seres humanos, o en todo caso, se pensaba que era un pueblo creado por los dioses para esparcir el caos por el mundo. Lo que estaba claro es que se alquilaban como mercenarios a todo aquél que les ofreciera un pago adecuado. Tenían una existencia nómada, viviendo en aquellas llanuras del norte, y eran feroces en la lucha, aunque desorganizados.

Por lo que me informó el general Shamum, Agatima había convencido al rey con el pretexto de que, en esa zona, se refugiaban los enemigos que habían huido cuando sus ciudades se rindieron durante la guerra civil. Y no era un mal refugio, ya que se trataba de una zona de paso de caravanas con las que se podían hacer buenos negocios, aparte de la cercanía de la ciudad de Mari y la ruta hacia la riquísima y exótica Ebla.

Mientras se hacían los preparativos y Naram-Sin entrenaba regimientos, llegaron noticias que me preocuparon bastante, aunque al rey no parecieron quitarle el sueño. El general Shamum había advertido de que si Elam caía, dejaríamos el camino de las montañas abierto a todo tipo de incursiones. Resultó ser verdad. No habían pasado ni ocho meses de la caída de Elam, cuando llegaron noticias desde la ciudad de Der sobre movimientos de guerreros en las montañas.

Por lo visto, el rey de los lullubis, Satuni, había decidido cruzar el río Sirwan y atacar a sus primos gutis. Éstos, cogidos por sorpresa, fueron totalmente derrotados y se dieron a la fuga, lo que no les costó demasiado, pues si bien los lullubis habían adoptado costumbres más sedentarias y existían rumores de que poseían, incluso, una capital en las montañas llamada Lulubuna, los primos de mi madre aún dormían en tiendas y practicaban el nomadismo. Las tropas de los lullubis llegaron hasta las fronteras de Namar, donde realizaron una pequeña incursión robando, sobre todo, varias partidas de bronce.

Naram-Sin, como digo, no pareció preocuparse por nada de esto, considerándolo un simple suceso sin importancia o, cuanto menos, un asunto entre montañeses. Sin embargo, el general tenía otra opinión, pues como aseguraba: «Si han ido a por el bronce es que quieren fabricar armas. Se nos avecina una torrentera, y no logro adivinar por dónde bajará de las montañas».

* * *

Tampoco asistí a la campaña contra los umman-manda, lo que me alegró más, incluso, que otras veces, pues resultó especialmente sangrienta. Preferí quedarme en Agadé organizando los poemas de Enheduanna, clasificando sus tablillas y repasando su “Exaltación de Inanna”. Lo había dejado demasiado tiempo de lado y mi pequeño templo ya funcionaba sin problemas (aunque tampoco es que fuera un templo tan importante como para resultar complicado su funcionamiento). Enanedu me ayudó en ocasiones, pero la mayor parte del tiempo, era Taram-Agadé quien lo hacía, pues la kezertu no era excesivamente aficionada a la poesía, mientras que nuestra joven amiga, se pasaba el día intentando que yo le recitara poemas y canciones. Ya no era una niña, y en vez de magia prefería canciones de amor.

El general Shamum se quedó también en Agadé, pues no se consideró necesaria su experiencia. El propio Naram-Sin dirigió a los 7.000 hombres de infantería y 200 arqueros que componían su ejército. Se realizó la preceptiva ceremonia de despedida, dirigida por Agatima, y los guerreros partieron.

Mientras el rey estuvo fuera, a mí me tocó una curiosa tarea que se añadió a mis labores literarias, y es que una de las hijas de Naram-Sin, a la que casi no conocía, llamada Shumshani, habiendo acabado sus estudios solicitó ser sacerdotisa. Me reuní con la reina Meshalim, pues ella deseaba conocer mi opinión. El rey había pensado colocarla de Entu en algún recinto sagrado, pero en esos instantes no se encontraba ningún puesto disponible. Por otra parte, la muchacha no quería esperar.

Me informé antes, por intermedio de Taram-Agadé, acerca de su hermana, y me agradó enterarme de que se llevaba bastante bien con ella, tal vez por tener edades semejantes (Shumshani era dos años mayor). Finalmente, sugerí a la reina la posibilidad de que su hija se consagrara como qadishtu en el recinto sagrado de Utu, en la ciudad de Sippar, donde yo conservaba buenas amistades desde las visitas de Enheduanna, y aún recordaban la presentación del poema de su recinto. Así pues, y con la bendición de Meshalim (la cual volvió a demostrarme su cariño invitándome varias tardes a su jardín, mientras su marido estaba guerreando en el norte), me tocó acompañar a Shumshani a dicha ciudad para realizar los trámites y acompañarla en la ceremonia de consagración.

Una de las razones por las que se aprovechó la campaña militar, fue que el rey se había negado a asistir a cualquier ceremonia relacionada con su hija, enfadado porque ella no hubiera aceptado esperar a ser una Entu. De esa forma, se disimulaba públicamente el disgusto del rey, fingiendo que estaba ocupado luchando en la frontera. De todas formas, tampoco consintió que su esposa acudiera a acompañar a su hija. No podía negarse a que la muchacha se consagrara a un dios, pero sí podía marginarla dentro de la propia familia real.

Viajamos hasta la ciudad de Sippar acompañadas de Palili, ya que como él dijo: «¿No habrá, acaso, una bella ceremonia en la que una Entu deba deslumbrar al dios del sol?».

Al principio del viaje no hablamos casi nada la muchacha y yo, pero finalmente, la noche antes de llegar a Sippar, mientras yo divertía a Palili realizando algunos juegos de manos, ella rompió de improviso su mutismo.

—¿Sabes? — Me confesó con gran asombro por mi parte —. Quiero ser una sacerdotisa por ti.

—¿Qué quieres decir?

—Taram-Agadé hablaba mucho de tus aventuras — me explicó —. Me contaba acerca de lo que hacías con Enheduanna, y yo escuchaba también las cosas que se cuentan de ti en palacio.

—Sólo se deben escuchar las cosas buenas — aseguró Palili con una risita.

—No todas las que escuché eran buenas — dijo Shumshani —. Decían que eras una montañesa, una enemiga dentro del reino... pero he visto con los años que no eres enemiga de nadie. Eres amiga de mi hermana pequeña, y ella vio algo en ti que no vieron los demás, sobre todo mi padre, como bien sabes...

—En realidad, sirvo a los dioses. No es tan difícil de entender, aunque algunos siempre buscan razones ocultas detrás de todo.

—Eso es lo que deseo hacer yo. No quiero vivir en un palacio, rodeada de criados aduladores. Deseo ser como tú, fuerte como una roca, y ayudar a la gente cuando lo necesiten. Prefiero que algún día me recuerden por lo que hice y no por aquello que disfruté.

—No es tan fácil, ¿sabes?

—Sé que no lo es. Enmenanna es feliz siendo una Entu importante con su tiara de cuernos, pero sólo lo es porque eso le da poder, y no entiende que el poder a veces crea sufrimiento.

—Pareces ser una joven muy sabia para tu edad — comenté asombrada.

—¿Desde cuándo la sabiduría está vedada a la juventud... o a las montañesas rebeldes? — Sentenció Palili, haciendo que yo esbozara una sonrisa, recordando sus regañinas cuando viajamos juntos por primera vez por el río.

Decidí narrarles la historia de los hombres que subieron a las montañas, aunque esta vez expliqué el significado de la misma, y les hice saber que en esta vida los dioses exigen el pago por todo lo que se consigue, y que no siempre el pago es fácil, sobre todo si se anhela algo importante.

—¿Alguna vez te molestó a ti pagar por lo que es justo? — Preguntó Palili, que siguiendo su costumbre, escuchaba fascinado la leyenda.

—Palili, yo nunca he permitido que las circunstancias me impidieran hacer lo que creo que está bien hecho.

—Eso opino yo — dijo Shumshani —. Por lo que mi hermana me ha contado de ti, pensaba que eras una persona de ese tipo. Tú deberías llevar la tiara de cuernos, en vez de Enmenanna.

Aquello me recordó lo que Ittibel solía explicarme acerca de las diferencias entre unas sacerdotisas y otras.

—Nunca he deseado llevar esa tiara, no me siento preparada. Tu padre nunca lo ha entendido.

—¿Y si el último aprendizaje estuviera en el momento de la muerte? — Intervino Palili —. ¿Aceptarías entonces la tiara de cuernos?

—No lo sé, Palili, y eso me llena de temor. Porque en el fondo sospecho que, para portar esa tiara, los dioses me exigirán que haga algo que no sé si puedo aceptar. Por eso no la deseo. Está demasiado alta, en una plataforma rodeada de soledad y de miedo. Creo que solamente los dioses están convenientemente preparados para hacer el papel de tales.

—Si alguna vez aceptas esa tiara, debes saber que no estarás sola. No sólo Taram te quiere, Sheru. Desde hoy yo también deseo que me consideres tu amiga, y mi madre te respeta mucho. Al principio pensaba que eso se debía a que te llevabas mal con Agatima, pero ahora opino que también debió ver algo en ti hace años que le agradó mucho, y mi madre es buena para juzgar a las personas.

Aquella referencia a Agatima me llamó la atención, pues llevaba tiempo sospechando que la reina sufría en silencio por la relación de su esposo con la nin-dingir. Recordaba el momento, años antes, en que habíamos hablado, cuando llegué a Agadé siendo una jovencita, y desde aquel día sospechaba que Naram-Sin no le era demasiado fiel lo que, por otra parte, ella aceptaba con paciencia. Se trataba de una mujer acadia, y las acadias asumen la existencia de concubinas, tal vez no con la naturalidad de las sumerias, Iltani incluida, sino con cierta actitud de sumisión. Personalmente, yo prefería la actitud de Iltani, pues de la naturalidad puede surgir la amistad sin problemas, lo que raras veces sucede con la sumisión. Habiendo sido educada por una kezertu, no me sentía a gusto con la idea de una mujer sometida y sumisa al marido.

—Te lo agradezco, Shumshani. Y siempre que necesites consejos o ayuda, cuenta conmigo. Yo tuve una buena mentora.

La joven asintió con una sonrisa y luego me dijo mientras bajaba el tono de voz, como si se dispusiera a confesarme un secreto:

—Te regalaré yo un consejo a ti. Sé que te llevas mal con Agatima, o por lo menos ella te odia. No conozco la razón, aunque la imagino, pues he conocido a mujeres como ella y la corte real está llena. Pero deberías cuidarte de Apiyatum, el ministro. No te simpatiza.

—En realidad, eso es algo que siempre sospeché.

—¿Lo sabías ya? Pues cuídate de él. Es un hombre ambicioso que no se detendrá ante nada. No imagino lo que tiene contra ti...

—Seguramente piensa que soy un obstáculo para apoderarse de las tierras de los templos pequeños.

Pasé a informarle de la situación que se estaba creando en el reino, con la adquisición de los terrenos de cultivo de los templos dependientes de los recintos. Si iba a ser una sacerdotisa de alto rango, e iba a participar en la administración de un gran templo, más le valía estar al tanto de lo que se avecinaba.

—Si eso que cuentas es cierto — opinó Shumshani — sin ninguna duda apoyaré, desde Sippar, que los templos pequeños no pierdan esas tierras. En mí tendrá otra enemiga, y dado que Enmenanna está absorbida por sus asuntos de poder, hablaré con mi hermano Sharkalisharri, el cual creo que también te tiene simpatía.

—No sé si debieras hacerlo.

—¿Por qué?

—Yo acepto tener enemigos, dada mi posición, pero no me parece aconsejable que el heredero adquiera un enemigo poderoso antes, siquiera, de subir al trono.

No sabía bien lo acertada que estaba en mis suposiciones.

* * *

Al llegar a Sippar tuvimos noticias de que la primera batalla contra los umman-manda se había ganado. Observamos mucha alegría entre los que comentaban la noticia, pero a mí no me parecía tan maravillosa. Tuve un buen maestro en el general Shamum y era capaz, por tanto, de analizar situaciones como ésa, y desde mi punto de vista, la realidad era preocupante.

Por lo que nos informaron, el ejército había atacado al amanecer un campamento de los umman-manda y los habían exterminado por completo. Mataron a hombres mujeres y niños sin discriminación alguna. Más de 3.000 cadáveres se amontonaron en piras funerarias. Naram-Sin no era muy aficionado a hacer prisioneros, sin embargo dio órdenes de que se esclavizara, sobre todo, a las mujeres y los niños, y se llevó una desagradable sorpresa cuando, tras terminar la matanza — pues no puedo denominarla batalla — se encontró con que ninguna mujer o niño podían trasladarse a Agadé como trofeo.

La resistencia había sido feroz, ocasionándole más de 500 bajas al ejército acadio, lo que teniendo en cuenta la sorpresa del ataque, indica que se defendieron con uñas y dientes. Cuando vieron que la batalla estaba perdida, las propias mujeres mataron a sus hijos y, acto seguido, se suicidaron.

Naram-Sin se encontraba satisfecho, y envió mensajeros a Agadé ordenando realizar sacrificios, en agradecimiento, a los dioses, pero yo no entendía cómo podía considerarse aquello una victoria. Y, por si fuera poco, 500 bajas eran muchas para una campaña que acababa de comenzar. Supuse que el general Shamum estaría en esos instantes en Agadé, junto a Enanedu, consumiendo una gran cantidad de cerveza.

Pero yo tenía otras preocupaciones en esos instantes, pues la ceremonia de consagración se iba a celebrar con toda pompa. Obviamente, no iban a negarse a tener en el giparu a la hija del rey, y más si la presentaba una Entu, aunque no llevara tiara de cuernos.

La ceremonia me recordó a aquella en la que había participado hacía años, cuando yo misma fui aceptada en el recinto de Ur. Palili tuvo el detalle de peinar también a Shumshani, con lo que iba muy guapa, a pesar de que, al igual que su hermana Me-Ulmash, a la que había conocido hacía años, tenía algo de nariz, pero Palili era un genio maquillando y logró disimular aquel pequeño defecto, dejándola radiante.

Fue consagrada junto con otras tres muchachas. La ceremonia se celebró en la plataforma del templo, que refulgía bajo el sol de mediodía. Yo asistí a la misma y, al ser una Entu, se me otorgó el honor de dirigir los sacrificios. La Entu del Enunana de Sippar, Ennirzianna, se comportó conmigo con mucho cariño. Había sido amiga de mi madre, y me trató en todo momento como si yo hubiera sido su verdadera hija, y no una adoptada. Observé con agrado que en aquel templo recordaban con gran respeto a mi madre, y caí en la cuenta de que estaba dejando pasar demasiado tiempo sin hacer prosperar la labor de Enheduanna, y que debía intentar hacer algo al respecto, si es que las circunstancias me lo permitían.

Durante los sacrificios, volvió a suceder uno de esos hechos que marcan mi vida de vez en cuando y a los que ya estoy acostumbrada. Se sacrificó un buey blanco al dios Utu y, cuando el sacerdote terminó el sacrificio, me hizo entrega del cuchillo, con la mala fortuna de que me hice un corte en una mano. Ennirzianna se quedó mirando, pero yo no le di ninguna importancia, así que cerré la mano y disimulé la hemorragia.

En ese instante se adelantó un arpista y una cantante, y dieron fin a la ceremonia recitando el poema sobre el Enunana de Enheduanna. No fue tan bonito como la presentación que yo había hecho tiempo antes, pero no dejó de resultar muy emotivo. Mientras escuchábamos el recitado, una de las sacerdotisas presentes se desmayó. Se la llevaron al giparu, pensando que había sufrido una pequeña insolación, pero no se trataba de algo tan banal.

Tras acabar la ceremonia, como solía suceder, se celebró una pequeña fiesta en el palacio del gobernador. Cuando me disponía a acudir a ella, Ennirzianna me pidió que la acompañara al giparu. Por lo visto, la sacerdotisa que se había desmayado deseaba hablar conmigo. Ambas fuimos, pues, al edificio, y me encontré con aquella mujer, que estaba sentada en un escabel con gesto fatigado y muy pálida.

—¡Has venido! — Exclamó con alegría al verme entrar —. Tu mano es una señal.

Observé un momento la mano herida y caí en la cuenta de que esa sacerdotisa era una raggimtu. Ennirzianna la trataba con el mayor respeto, por lo que sospeché que debía tratarse de una profetisa de fama.

—Deseabas decirme algo.

—He visto a tu diosa, mi Entu — me dijo con una actitud de reverencia que, en parte me molestó y, en parte me asustó un poco.

—No entiendo.

—Caminas por un sendero que no comprendes, mi Entu. Vives una vida que no comprendes.

—Explícamelo entonces, por favor.

La raggimtu, que parecía sumamente afectada, bebió un largo trago de agua y se aclaró la garganta. Luego me miró fijamente a los ojos, como si deseara imprimir en mi cabeza lo que iba a contarme.

—Has atravesado ya varias de las siete puertas, y has descubierto que siempre dejas una parte de ti atrás, pero consigues algo a cambio de ello.

—¿A qué siete puertas te refieres?

—¿Aún no lo entiendes, mi Entu? — Me preguntó con una mirada que casi parecía un poco febril —. Tu diosa resplandece a tus espaldas. La veo, desnuda y fiera, con la cabellera llameante al viento. La veo, sabia, joven y rebelde; y femenina y amante. Y detrás de ella observo dioses ancianos. Hay más de una asamblea de dioses encima del mundo, ¿sabes?

—¿Te refieres a Inanna?

La sacerdotisa asintió con la cabeza.

—Siempre lo has sabido. Ella te eligió bajo las estrellas y bajo las estrellas morirás para volver a nacer.

—¿Son entonces las siete puertas de los infiernos, aquellas de las que hablas?

—Sí, ahora lo entiendes.

Reflexioné un instante sobre ello y recordé la historia del descenso de la diosa al infierno. En realidad, siempre había sospechado que si Inanna me había elegido para realizar sus designios, también quería que yo aprendiera de las adversidades, tal y como había aprendido ella. Comenzaba a arrepentirme de haberle gritado a la diosa sobre la tumba de mi madre. Tal vez mi exilio en Agadé tuviera algo que ver con todo ello. Sin embargo, en el fondo de mi corazón, esa idea me llenaba de temor, pues no deseaba que se me arrebatara a Enlilbani. Prefería mil veces verlo casado con otra, lejos de mí, incluso estaba dispuesta a renunciar a nuestros esporádicos encuentros, pero no deseaba verlo muerto.

—Entonces, la última puerta, implica mi muerte — sugerí con bastante calma.

—Hay muchas formas de muerte, mi Entu. La diosa desea que lo aceptes, tal y como ella lo aceptó. Sólo así podrás acometer tu labor, y sólo así ella triunfará sobre todas las cosas.

Le agradecí la información. Mientras abandonábamos el giparu, Ennirzianna se me quedó mirando con un gesto de admiración.

—Tienes un terrible peso sobre tus hombros, ahatu. No envidio tu destino. Creo que es espantoso que los dioses te otorguen dones que no deseas y te arrebaten todo lo que amas. Y, sin embargo, eso te convierte en una persona protegida por ellos.

—Mi madre tuvo un gran peso sobre sus hombros, mi Entu — dije yo —. Y aprendió a vivir en el estrecho margen que los dioses nos permiten. Supongo que, después de todo, la felicidad sólo les está permitida a aquellos humanos que aceptan la idea de que, sólo lo que es pequeño y humilde en el mundo, nos pertenece. Todo lo demás, es privativo de los dioses.

—Tal vez. Pero debe ser difícil tener que salvar un mundo al que no perteneces, sin saber siquiera de qué debes salvarlo.

Me encogí de hombros y, desechando toda preocupación, me dirigí al palacio del gobernador. Aquella era la noche de mi nueva amiga Shumshani, y no iba a ser tan descortés de estropeársela.

* * *

Hubo dos batallas más contra los umman-manda.

En la primera el ejército acadio fue atacado, en campo abierto, mientras se dirigían hacia lo que los exploradores habían señalado como el más grande poblado de tiendas de la zona, con lo que el rey supuso que se trataba de algo así como su capital, si es que unos nómadas poseían algo parecido a ello.

Los acadios lograron detener el ataque fácilmente con descargas de flechas, por lo que aquella primera batalla más bien fue una escaramuza que dejó un par de cientos de cadáveres de nómadas pudriéndose al sol. Naram-Sin ordenó que se rematara a todos los heridos, pues no deseaba tomar prisioneros que ralentizaran su avance.

La siguiente batalla no fue tan fácil. Me contaron que el cordero destinado para el sacrificio tenía el hígado enfermo. En otras circunstancias se habría suspendido el ataque, pero Agatima se empeñó en que debía realizarse de todos modos, pues aseguraba que Ishtar estaba junto al rey. Por otra parte, Naram-Sin había descubierto, gracias a sus espías, que la mayor parte de aquellos de sus enemigos que habían huido tras la guerra civil, se encontraban en esas tiendas de piel.

La batalla fue, por tanto, parecida al ataque contra el primer poblado, con la diferencia de que esta vez los umman-manda estaban organizados y esperando a los acadios, habiéndose reunido varios campamentos para aumentar su número. Lo que volvió a decidir el resultado de la batalla fueron los arqueros, aunque no pudieron evitar que los nómadas llegaran a las líneas acadias, pues en vez de avanzar lentamente y en orden, atacaron corriendo a toda velocidad, con lo que permanecieron poco tiempo bajo la lluvia de flechas.

La lucha fue terrible y ganaron los acadios, aunque a costa de que casi la mitad de ellos murieron. En una campaña que se presuponía fácil, el rey había perdido más o menos la mitad del ejército con el que había salido de Agadé. Tal vez Naram-Sin estuviera satisfecho, pero a mí me pareció un resultado terrible.

La venganza del rey fue también espantosa. No entiendo por qué esas personas no huyeron al saber que se acercaba, de la misma forma que habían escapado tras la derrota de sus ciudades durante la guerra civil. Supongo que estaban cansados de correr, o tal vez pensaban que sólo les quedaba la solución de huir aún más hacia el norte, a las tierras de los hurritas, o más lejos aún, lo que no les debió de atraer demasiado, por ser tierras salvajes y extrañas, donde hasta el viento sopla de otra manera.

Algunos de ellos lucharon junto a los umman-manda que los habían acogido, y murieron en el campo de batalla con las armas en la mano. Otros, con menos valor, esperaron el resultado de la confrontación en el campamento. Si tuvieron alguna esperanza de sobrevivir, debieron perderla cuando las tiendas comenzaron a arder y vieron cómo los acadios violaban a las mujeres de los umman-manda, y asesinaban a todos los que se ponían delante de ellos.

La mayor parte de las mujeres y niños lograron huir por las llanuras, ya que el ejército acadio no tenía órdenes de perseguirlos. Naram-Sin reunió a los refugiados delante de su carro y los miró con suficiencia. Algunos de ellos se arrodillaron ante él y rogaron por sus vidas. Uno de ellos, que había sido consejero de Iphur-Kish, se adelantó con un cofre en las manos.

—Mi señor — dijo —, ha pasado mucho tiempo. Todo puede olvidarse con los años. ¿Podemos comprar nuestras vidas, por lo menos? Aquí hay plata para pagar por nuestras mujeres e hijos.

—¿Estarías dispuesto a sacrificarte por tu mujer y tus hijos? — Le preguntó Naram-Sin, mientras Agatima dejaba escapar una risita.

—Yo sí, desde luego, y entrego todo lo que tengo.

—¿Y por qué no tomaste una maza y saliste a la batalla a defenderlos? — Le espetó Agatima con desprecio.

—Hay muchas formas de defender a los que se ama, señora. Unos entregan sus vidas y yo entrego mis riquezas, aunque si se desea mi vida, también la entrego.

—Las riquezas ya las tengo, y vuestras vidas las perdisteis hace ya años, cuando apoyasteis a los usurpadores — alegó Naram-Sin, mientras los rebeldes se miraban unos a otros con temor, pues sospechaban que no iban a ser perdonados.

Dichas estas palabras, los soldados acadios tomaron a los refugiados y los empalaron uno a uno, mientras Naram-Sin asistía a su agonía. Mataron a hombres, mujeres y niños sin compasión alguna, y dejaron sus cuerpos ensangrentados al sol. Sin embargo, en uno de esos rasgos del rey que siempre me han asombrado, Naram-Sin perdonó la vida de aquel hombre que se le había enfrentado, así como la de su familia. El individuo se llamaba Ur-Mud y había sido escriba en el recinto de Kish. Se le ofreció un puesto de escriba en el palacio de Agadé, y conservó su vida con el alivio que siente el que cree que todo lo ha perdido y de repente el viento cambia a su favor. Poco sabía Naram-Sin que con ese raro gesto me estaba haciendo un favor, y perjudicando a su ministro Apiyatum.

El rey dio por terminada la campaña umman-manda y decidió volver a Agadé para celebrar la victoria. Abandonó a sus tropas y, con una escolta, se adelantó hacia la capital, pues se acercaba el Año Nuevo y deseaba celebrarlo cómoda y placenteramente con su nin-dingir.

Si todos pensaban que la masacre había llegado a su término con relativa felicidad, estaban equivocados. Los 2.000 soldados acadios restantes, sin el apoyo de los arqueros, volvieron a Agadé por la ruta de los puestos del norte, que pasaba por la pequeña ciudad de Nuzi, ya que el rey no deseaba que se acercaran demasiado a Mari y prefirió que se desviaran un poco, en dirección a las montañas. La idea, por otra parte, consistía en dejar algunos soldados en alguna que otra guarnición de frontera.

Una noche, mientras el pequeño ejército dormía con la confianza del que cree que todos los enemigos han sido vencidos, una horda de guerreros atacó el campamento y lo arrasó por completo. Los 2.000 soldados fueron diezmados, y en días sucesivos algunos grupos lograron alcanzar diversos puestos acadios, en un estado lamentable y completamente aterrorizados. Al principio se pensó que los umman-manda habían seguido los pasos del ejército acadio y se habían vengado, pero luego llegaron descripciones más precisas de aquellos guerreros. Llevaban, por lo visto, barbas cortas, y se recogían los cabellos en una larga trenza que dejaban caer a su espalda. Luchaban con hachas preferentemente y las manejaban muy bien, arrojándolas a distancia, acertando en las cabezas de los soldados que intentaban protegerse con sus escudos.

No había ninguna duda. El general Shamum tenía razón y Naram-Sin estaba a punto de empezar a pagar por sus cabezonadas: los lullubis habían bajado de las montañas.

En un mundo azul oscuro
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