XV

NARAM-SIN, EL PODEROSO REY DE AKHAD

“And not one will know of the war, not one

will care at last when it is done.”

(Sara Teasdale)

Estuve un par de meses bastante preocupada, pues nos llegaban noticias de que la formación de la liga contra Agadé se estaba acelerando. Temía por lo que pudiera suceder, pues si la guerra ya había comenzado con sangre, amenazaba acabar con un diluvio rojo que anegara las tierras entre los dos ríos. Naram-Sin se estaba acostumbrando demasiado rápido a su nuevo papel de conquistador invicto, como si deseara emular las hazañas de su abuelo. Pero hasta el día de hoy, sólo ha habido un Sargón de Akhad.

Enheduanna envió a Ittibel a Ur, con el fin de obtener más noticias sobre lo que estaba sucediendo. Finalmente, tras unas semanas, volvió con noticias precisas acerca de lo que se avecinaba.

En realidad, por lo visto no se había formado una liga, sino dos. Como suele suceder cuando varios lobos se juntan para repartirse el ciervo, aquellos reyes de nuevo cuño no habían logrado ponerse de acuerdo entre ellos. En cierto modo esto favorecía a los acadios, pero también los obligaba a una lucha en dos frentes, que con un ejército reducido, no resultaba nada aconsejable.

Una de las ligas la lideraba Iphur-Kish, con el apoyo de las ciudades de Kultha, Tiriva, Zimbir, Kazallu, Dilbat, Borsippa, Kiritab, Aprak y Erech. Era, posiblemente, la más débil ya que, muchas de aquellas ciudades, apenas podían poner en armas ejércitos que superaran los 800 soldados mal entrenados, pero a Iphur-Kish, supongo, le servía para creerse un gran líder. A pesar de su debilidad militar, esa liga dominaba el terreno que rodeaba Agadé, negándole el acceso a las rutas comerciales del norte, así como al río Buranum y sus canales.

La otra liga, por supuesto, la lideraba Amar-Girid, desde su nuevo cargo de rey de Ur y Uruk. Tenía el apoyo del rey de Umma, Uru-Enlila, al que Naram-Sin odiaba por su comportamiento ante los elamitas, y de las ciudades de Eridu, Lagash, Adab, Isin, Shuruppak y Nippur. Esta otra liga impedía el paso a las rutas del sur, así como al río Idigna y sus canales, con lo que el acceso al tributario Elam quedaba convertido en una quimera. Se puede decir, por tanto, que Agadé se encontraba situada entre dos ríos por los que no podía navegar, y en el centro de una telaraña de rutas de caravanas que tampoco podía recorrer. Solamente permanecía abierta la ruta hacia las montañas, ya que Eshnunna se había mantenido indiferente a todo aquel juego político, y no había declarado abiertamente su independencia, tal vez esperando a ver en qué quedaban las cosas. En todo caso, resultaba un magro consuelo que sólo se pudiera comerciar con las montañas. Naram-Sin podía justificar aquello, no como una guerra de conquista, sino como una simple autodefensa contra un enemigo cruel y despiadado.

También recibimos noticias, esta vez por parte de Gemezida, de que el padre de Enanedu, aunque se había unido a la liga de Amar-Girid, no parecía estar en buenas relaciones con él. Mi amiga me envió unas tablillas, donde me comunicaba que su padre había rechazado el ingreso de Agatima en el Templo de Inanna de Nippur. Alegó que, aunque se sentía honrado por el ofrecimiento de su aliado, esa sacerdotisa ya estaba en un puesto concreto e importante del Eanna, y que el cambio no sería conveniente para su futuro, ya que significaría perder categoría, al pasar a ocupar un puesto en un templo menos importante que el de Uruk.

Reí bastante con aquellos mensajes, aderezados con afiladas observaciones de mi amiga acerca de lo que hubieran hecho en el templo con aquella serpiente. Reconozco, sin embargo, que me sentí muy aliviada al terminar de leerla, pues me imaginaba que, si Agatima hubiera entrado en Nippur, habría intentado de nuevo la jugada de Uruk, seduciendo al gobernador y aislando a su hijo, aunque yo tenía pocas dudas de que la hubiera salido mal el intento. En Nippur gobernaba una sangre distinta que no se dejaba seducir por la plata, pero como dice el proverbio: “Una serpiente en un corral, hace que se revuelvan las gallinas”.

Con todo ello, a Naram-Sin se le presentaba el dilema de cómo reaccionar ante aquellos obstáculos. Tenía varios enemigos delante, con sus correspondientes ejércitos, y no podía iniciar una guerra en varios frentes, pues para ello habría tenido que desguarnecer los puestos lejanos del norte. Me enteré por Enheduanna de que en una de las reuniones que se celebraron para tratar ese tema, Shamum le convenció de atacar primero en algún punto débil, e ir luego buscando el enfrentamiento uno por uno.

—Si esperamos a que nos ataquen ellos — alegó el general — nos tendremos que enfrentar en campo abierto, o tras nuestras murallas, a dos grandes ejércitos que pueden sumar, entre ambos, más de 30.000 guerreros. Es mucho mejor salir de nuestra ciudad e ir a por ellos, empezando por los más débiles — concluyó.

—¿Y dónde sería más aconsejable asestar el primer golpe? — Preguntó Naram-Sin.

Shamum guardó silencio unos instantes y luego esbozó una ligera sonrisa. Incluso varios meses antes, habría dado la misma respuesta.

—En Kish.

Y, de aquella forma tan simple, las nubes negras de la tormenta se dirigieron hacia la ciudad que se había atrevido a violar las sagradas murallas de Agadé.

* * *

Kish cayó como las hojas de un árbol, y Naram-Sin no tuvo que romperse la cabeza para conseguirlo. Ya lo había dicho el general Shamum: Iphur-Kish era un hombre gafado.

Sólo habían transcurrido cinco meses desde que se firmara el tratado de hermandad entre Akhad y Awan, cuando un ejército de 5.000 hombres al mando de uno de los subordinados del general Shamum, apoyado por 200 arqueros y 40 carros de guerra, partió hacia la batalla, en un trayecto que no iba a ser demasiado largo, ya que Kish se encontraba a poca distancia de Agadé.

La falange acadia llegó al anochecer, tras haber caminado a buen paso desde que amaneciera. Ante el asombro de los ciudadanos, se limitaron a plantarse ante las murallas, fuera del alcance de las flechas, sin hacer un solo ruido. Montaron las tiendas tranquilamente, sin provocaciones ni amenazas. Permanentemente, una falange de 1.000 hombres, que se relevaba cada cierto tiempo, estaba plantada frente a las murallas, en total silencio. A la mañana siguiente, Iphur-Kish, extrañado tal vez de que no le enviaban el correspondiente muñeco de sebo, envió como embajador a uno de sus ministros, que antes de la rebelión, había sido un rico comerciante de maderas. El ejército acadio no dio señales de vida ni respondió de ninguna forma. El improvisado mensajero tampoco volvió.

A lo largo de tres días, mientras la inquietud crecía dentro de las murallas de la ciudad, Iphur-Kish fue enviando, uno tras otro, a varios mensajeros, esta vez simples soldados. Ninguno de ellos regresó y el ejército acadio continuó guardando un completo mutismo. Dentro de la ciudad la inquietud dio paso al miedo. No se trataba de un sitio formal y declarado, sino que era una situación que desconcertaba a todos y que amenazaba con crear un clima de histeria en la ciudad.

La noche del tercer día, Iphur-Kish consultó a sus ministros, alguno de los cuales aconsejó presentar batalla a la mañana siguiente. Los demás, sin embargo, tenían demasiado presente la derrota en Agadé, y conocían también las noticias del triunfo ante los elamitas, por lo que optaron por aconsejar que la ciudad se resignara a un sitio prolongado, con la esperanza de que llegara algún ejército de rescate procedente de la liga que Iphur-Kish había formado. Se decidió, pues, esta última opción, pero Namtar les tenía reservada una amarga sorpresa que, ni en sus peores pesadillas, hubieran podido imaginar.

Cuando los primeros rayos de sol asomaron en el nuevo amanecer, desde las murallas de la ciudad pudo observarse el horrible espectáculo de varios cuerpos empalados. Se trataba del ministro y los mensajeros, los cuales estaban amordazados para que no se escucharan, en la oscuridad de la noche, sus gritos de dolor. Por si el espectáculo de esos cuerpos palpitantes y ensangrentados, no fuera bastante horrible, a sus pies aparecían esparcidas las cabezas de los que habían muerto en el intento de conquista de Agadé, las cuales Naram-Sin había ordenado conservar en tinajas de vino.

Los ciudadanos de Kish corrieron a las murallas para ver el espectáculo, cuando se esparció por la ciudad la noticia de semejante crueldad. Desde su palacio, Iphur-Kish dio instrucciones para que los soldados impidieran el acceso de la gente a las murallas, pero gran parte de los guerreros estaban tan aterrados como los civiles, con lo que las órdenes apenas fueron cumplidas, y una gran multitud se congregó gritando, llorando y gimiendo de miedo y de dolor al ver aquello.

Iphur-Kish volvió a impartir órdenes de que se dispersara a la multitud. Al ver que nadie le hacía caso, se puso personalmente al frente de 50 soldados de su guardia personal y, montado en un carro de guerra, se acercó a las murallas.

Nadie le prestó atención a pesar de sus gritos, así que hizo que su escolta cargara contra la multitud. Al principio, todo pareció ir bien. Sin embargo, todo acabó torciéndose al final. Me contaron tiempo después, que la culpa la tuvo uno de los soldados de la guardia que, en vez de apartar al gentío con el asta de la lanza, apuñaló con la misma a una anciana que estaba de rodillas ante él. Resultó que era la madre de uno de los arqueros que se encontraban en lo alto de la muralla, el cual, a su vez, atravesó el cuello del soldado de la guardia con una flecha. Lo que ocurrió después fue muy confuso, y pocos detalles pude obtener de lo sucedido. Los compañeros del arquero, bajaron de las murallas y cargaron contra los soldados de la escolta real. Al ver esa escena, los ciudadanos empezaron a arrojar objetos y a intentar apoyar a los soldados de la muralla. Inmerso en una surrealista confusión, y tras perder totalmente la calma, Iphur-Kish huyó hacia el palacio en su carro. Cuando vieron esto los componentes de su propia guardia (los que quedaban vivos) se unieron a la multitud y corrieron en masa hacia el palacio, donde los soldados que lo protegían se limitaron a apartarse, sin voluntad alguna de enfrentarse a aquella turba enloquecida.

Dicen que encontraron a Iphur-Kish escondido en una de las cocinas, y que entre varias personas lo sujetaron de brazos y piernas y lo ahogaron en la gran tina que se suele utilizar para almacenar el agua. Luego, sobre la misma mesa de despiece, cortaron la cabeza al cadáver y, esa misma turba, cantando y gritando alabanzas hacia Naram-Sin, se encaminó a la puerta de las murallas ante la que se encontraba el ejército sitiador. Salieron de la ciudad y se dirigieron soltando vítores en dirección de los acadios, mientras un cordelero sostenía la cabeza de Iphur-Kish clavada en una lanza. El resto de la familia real pudo aprovechar la confusión y escapar, temporalmente, en dirección a las montañas del noreste y las tierras de los umman-manda, donde se decía que ya había decenas de refugiados, algunos desde los tiempos de la muerte del rey Rimush.

De esa forma, el ejército acadio conquistó la ciudad sin perder un sólo soldado. Naram-Sin acababa de recuperar una de las joyas perdidas de su corona. Podía estar satisfecho.

Inanna, por el momento, parecía protegerlo.

* * *

Una de las dos ligas, tal y como supongo que esperaba el general Shamum, había quedado descabezada con solamente dos batallas. En realidad fueron tres, porque Naram-Sin envió de nuevo el mismo ejército ante las murallas de Sippar, tal vez intentando repetir el truco. Esta ciudad decidió resistir, cuanto menos, para salvar el honor, ya que no para alcanzar una victoria que consideraban problemática. Así pues, sacaron a campo abierto su propio ejército, que era el más numeroso de las ciudades que quedaban de la liga, y se produjo una escaramuza que no me atrevo a definir como batalla pues, en realidad, se asemejó a las aventuras que el anciano de la aldea contaba en mi niñez: «Avanzaron con sus mantos de metal, y nos vencieron en el tiempo que un lobo cubre a una loba».

Naram-Sin optó por ser generoso con Sippar, al igual que lo había sido con Kish, y se contentó con ejecutar a los cabecillas y miembros de los gobiernos rebeldes. Hubo, pues, depuración, pero no excesiva porque gran parte de los que vieron peligrar sus vidas, pusieron pies en polvorosa camino de las tierras norteñas. Con esta nueva derrota la liga se deshizo, y el resto de ciudades enviaron embajadores a besar los pies del monarca, entregarle regalos y realizar ofertas de buena voluntad y de lealtad.

Como en los otros casos, Naram-Sin ejecutó a algunos cabecillas y perdonó al resto, mientras unos cuantos aprovechaban la oscuridad de la noche para aumentar la población de los umman-manda.

Al monarca acadio le seguían sonriendo los dioses, así que aprovechó para tomarse unos meses aumentando el número de regimientos reales con levas ciudadanas de las ciudades derrotadas, así como para recaudar los impuestos perdidos con los intereses correspondientes. Mucha gente que ya había satisfecho los impuestos a sus nuevos monarcas, tuvo que pagar de nuevo, por lo que se vio obligada a pedir préstamos a los templos, y más de uno acabó teniendo que venderse como esclavo o dejando deudas a sus nietos.

Acto seguido, y como primer paso para destruir a la segunda liga, que como he dicho, era la más fuerte, colocó a su hijo Lipitili como gobernador de Marad, ciudad que constituía una especie de frontera natural entre el norte, ya reconquistado, y el rebelde sur. Algunas rutas de caravanas pasaban por esa ciudad, que fue reforzada con varios regimientos, con lo que cortó el acceso de la liga a los suministros norteños.

Nosotras, mientras tanto, andábamos muy ocupadas con nuestra labor, que en ningún momento abandonamos, a pesar de las batallas.

La primera en unirse a nosotras en la reforma, fue Gemezida. Junto con el mensaje donde se informaba de la situación política de Nippur, nos envió un informe pormenorizado y muy minucioso (como le gustaba a ella hacer las cosas) acerca del culto a Enlil: sus advocaciones, su historia, sus oraciones y ritos, etc. Aunque pueda parecer que nos facilitaba las cosas, resultó una desagradable madeja que me tocó desenredar, mientras leía decenas de tablillas en las que se decía, por ejemplo, que un Shangu determinado, en tal fecha concreta, había decidido cambiar la cerveza de aceitunas por cerveza de trigo en alguna de las comidas de Enlil. Definitivamente, quedé convencida de que el problema del culto, no era la limpieza de las baldosas, sino el número de copas del servicio.

No debe resultar extraña aquella actitud de Gemezida ante la rebelión, ofreciendo datos políticos de relevancia a los que, potencialmente, eran enemigos de su ciudad. Si yo conocía algo de Gemezida, tras haberla tenido de profesora, es que ella estaba convencida de que la casta sacerdotal se encontraba, en el orden del mundo, por encima de los gobernantes, y que los asuntos políticos no tenían ninguna relevancia ante los dioses.

En parte yo le daba la razón pero, al contrario que ella, era consciente de que los asuntos políticos hacían morir a las personas. Dudo que Gemezida haya estado jamás en una batalla. Yo sí. Y, por ello, sé que una actitud de superioridad sirve de poco cuando las flechas surcan el cielo. En todo caso, aquello me sirvió para darme cuenta de que, si Enheduanna conseguía llevar a buen término su proyecto de unificación teológica, la casta sacerdotal quedaría por encima de las rencillas entre ciudades y reyes. Me preguntaba cómo iba a resolverse, el problema hipotético, de dos reyes enemigos jurando que Inanna los protegía ambos. Supongo que, por cosas como ésta, hay tantos dioses en el mundo, y unos gobiernan en unos países y otros en otros. Por ello nunca he pensado que los dioses de las montañas de mi madre estén molestos conmigo, pues yo sigo las instrucciones de quienes rigen el lugar en donde vivo. Tal vez la política, a pesar de lo que opinaba Gemezida, se encuentre más cercana a los dioses de lo que pensamos.

Lo primero que le preocupó a Enheduanna, tras leer el extenso informe de Gemezida, es que ésta daba por supuesto que Enlil iba a ser el gran dios del panteón.

—Yo deseaba que Ishtar lo fuera — comentó con cierto aire de fastidio, uno de los días que nos reunimos para poner en común los datos que íbamos recogiendo —. Y lo cierto es que, el culto a Enlil, tiene mucha raigambre en el sur, y no van a aceptar que Ishtar esté por encima.

Ittibel asintió.

—Y, desde luego, la ciudad de Uruk tampoco va a aceptar el predominio de Enlil sobre Inanna — recordó.

—Y entre los pastores del sur y pescadores de las marismas de Eridu y Ur, Nannar es el más grande — añadió Alane, tal vez para dejar claro que ella era una qadishtu de Ur.

—Esto nos plantea un bonito problema — murmuró Enheduanna mientras hacía un ademán de fastidio.

Permanecimos unos instantes en silencio, sumidas en nuestros pensamientos. Yo jugueteaba con mi estilo de escritura, sin saber muy bien qué hacer. En un momento dado, dirigí casualmente mi mirada del estilo hacia la figura de Kitudu, que esperaba, mansamente sentado en un cojín, a que Enheduanna le dictara algo.

—Kitudu, ya sé que hay un escriba-jefe en cualquier templo. Sin embargo — pregunté —, ¿cómo se establecen las jerarquías entre escribas por debajo de él? O lo que es lo mismo... ¿Cómo se sabe que un escriba es más importante que otro?

Ante aquella extraña pregunta, todas levantaron las cabezas con asombro. Supongo que debieron pensar que me aburría mucho con aquel problema.

—¿Qué tiene eso que ver...? — Comenzó a decir Alane, pero fue interrumpida por un ademán de Enheduanna, que sospechaba que yo había tenido otra de mis locas ideas.

Kitudu se encontró, de repente, en el centro de atención de cuatro mujeres, lo que le agradó tanto como el hecho de poder demostrar su sabiduría y utilidad en algo.

—No es tan difícil — explicó con un gracioso aire de suficiencia —. La importancia la ilustra la labor que realiza el propio escriba.

—Según eso — insistí yo —, tú eres muy importante. Estás al servicio de una Entu, eres su Tabsarru, nada más y nada menos.

—Cierto — concedió con satisfacción el escriba.

—Y, sin embargo, hay escribas-jefe en esta ciudad que te superan en categoría. Ellos son los jefes y tú un simple escriba, pero tú realizas una labor más importante, ¿verdad?

—Por supuesto.

—Muchachita — intervino Enheduanna con un poco de ironía —. ¿Piensas convertir a los dioses en escribas?

Ittibel dejó escapar una graciosa carcajada que contagió a Alane. Yo también estuve a punto de reír. No me imaginaba al ceñudo Enlil, con sus grandes barbas, rasurándose el cabello para tomar nota de los deseos de su esposa.

—No, mi Entu — aclaré —. Es, simplemente, algo que estaba pensado. Nuestro problema consiste en que hay dos ciudades que desean que su dios prevalezca en lo alto del panteón, ¿verdad? — Todas asintieron, incluso Kitudu, que parecía interesarse en el tema —. Veamos... — Continué yo —. La Entu ya dijo claramente que las advocaciones tendrían una gran importancia y que deberían ser ordenadas adecuadamente. Yo haría, por tanto, lo siguiente: podemos aceptar que Enlil sea el dios más grande, porque por un lado, gran parte de la gente lo siente en sus corazones, y esto es importante, como bien sabe Ittibel.

«Por otro lado, el hecho de que Enlil se coloque en lo alto del panteón, no le resta importancia a su nieta, sino al contrario. Muchas de las historias de la diosa indican que ella fue aprendiendo, poco a poco y, a veces con dificultades, hasta alcanzar un alto grado de sabiduría y poder —. Todas volvieron a asentir nuevamente —. Yo sugiero el panteón, por tanto, como una estructura de escribas, sin que tengamos que denominarlo así, para evitar susceptibilidades. Enlil es como el escriba-jefe. Dirige, organiza y preside desde su sitial los diversos asuntos que deben realizarse. A sus pies se encuentran los demás escribas que realizan sus labores, pero algunos de ellos tienen labores más importantes que otros. Algunas, incluso, importantísimas».

«Enlil es el dios de las tempestades, pero Inanna es diosa del amor, del sexo, de la guerra... Es como el escriba que realiza la labor más trascendental. Todo el mundo sabe quién es el escriba-jefe, pero las peticiones y los encargos se realizan al escriba importante. Dejemos, pues, que Nippur se lleve la cabeza del panteón, y concedamos a otros dioses las labores relevantes, como a Inanna las anteriormente nombradas o, en casos, como el de Ur, la sabiduría de Nannar y el curso de las estrellas».

—Según eso — indicó Alane —, en realidad ya no sería necesario realizar discusiones acerca de qué dios está por encima de otro. No tendremos que pelearnos con los Enum o las Entu por esos detalles.

—Cierto — dijo Enheduanna —. Sólo tenemos que separar advocaciones y poderes, tal y como siempre he venido sospechando. Puede que alguno de los viejos dioses pierdan algo en el intercambio, pero pertenecen a ciudades que poco peso tendrán en el conjunto total. Los dioses que realmente importan son cinco o seis, y si reconocemos la importancia de su labor... no habrá problema alguno. Todo transcurrirá como el agua en una acequia. Y eso nos lleva a otro pequeño detalle que se le escapa a Gemezida — concluyó —, y es que mientras Inanna siga siendo la protectora de la corona real, no sólo su grandeza estará apoyada por su propio poder divino, sino por el poder humano.

—Lo que, por otra parte — indiqué yo —, tal vez sea peligroso, ya que si la corona cae, también cae el panteón.

—No creo que eso pueda pasar — opinó Ittibel —. La diosa ya se encargará de que no suceda.

Me encogí de hombros, pues siempre he tenido, como buena montañesa, mi propia forma de enfocar los problemas.

—En todo caso, mi Entu —, dije mientras dirigía una mirada hacia Enheduanna, que no me quitaba ojo de encima —, ya que algunos piensan que el poder de los dioses radica en el número de sus fieles, habrá que evitar lo que acabo de decir, por el simple método de ganarse los corazones de esos fieles. La gente tiene el corazón más grande de lo que los gobernantes piensan, y eso hace que se pueda cobijar en él a las diosas más grandes.

Tras estas palabras, Enheduanna dio por terminada la reunión. Cuando nos levantábamos para retirarnos, Kitudu se apartó a un lado para dejarnos pasar. Yo salía la última. Cuando pasé a su vera, carraspeó, lo que hizo que me detuviera.

—Habríais sido una buena escriba en un tribunal — me dijo.

Aquello me hizo gracia, y acepté de buena gana aquel singular homenaje de alguien, cuya simpatía, en los años siguientes me iba a reportar beneficios. En realidad, después de haber pasado días enteros en la biblioteca, ya tenía cierta idea de que estábamos asistiendo a un cambio sustancial en el panteón. No es que los dioses estuvieran cambiando puestos entre ellos, sino que, los fieles, empezaban a mirarlos con otros ojos, tal como yo había captado en aquellos lejanos versos que me habían supuesto un castigo.

Los viejos dioses representaban hecatombes caídas del cielo, como Enlil el diluvio y el viento tempestuoso, o poderosos dadores de vida como Anu y el sol. Pero cuando nuestra reforma acabara, los dioses poderosos representarían poderes más cercanos a los humanos, como la bondad, la compasión, el miedo o el sexo.

Y tenía claro, e Ittibel estaría de acuerdo conmigo, que Inanna iba a ser, de facto, la más grande porque, ¿qué puede haber en el corazón humano que supere el amor, el sexo o la guerra?

* * *

El siguiente paso de Naram-Sin fue terrible, y lo dio en dirección a Umma. Antes de ello, se celebraron en el Templo de Inanna de Agadé varias ceremonias para implorar la ayuda de la diosa, pues esta vez la apuesta iba a ser más alta. Y no es que el ejército de Umma fuera más poderoso, que no lo era, sino que se encontraba más profundamente metida en territorio enemigo, y para ir hasta allí debía pasarse cerca de Nippur. Si Amar-Enlil salía de su ciudad y se nos enfrentaba con su ejército... las cosas podrían ponerse difíciles.

Otra de las ceremonias que se realizaron implicaba la misteriosa labor de los barum y las raggimtu, los cuales estuvieron un mes consultando entrañas de animales. Sin embargo, a pesar de que los vaticinios aparentaban ser favorables, lo que decidió a Naram-Sin a dar el paso, fue la profecía de una anciana raggimtu de nuestro templo, la cual tuvo un extraño sueño en el que veía un águila azul intentando capturar entre sus garras a un pequeño cachorro de león. Cuando estaba punto de alcanzarlo, se echaba hacia atrás sin una razón aparente, y se perdía en el horizonte, mientras el cielo se oscurecía y una lluvia de sangre envolvía y empapaba al cachorro.

Dado que el león era uno de los animales votivos de Inanna, y el azul era el color del lapislázuli, se interpretó que Nippur no iba a ser un problema. Y es cierto que eso sucedió.

Antes de proseguir debo señalar que, aquella anciana raggimtu, el día que nos conocimos cuando llegué a Agadé, aún convaleciente, ante el asombro de Enheduanna, Alane y otras personas presentes, me tomó de una mano y me dijo: «Eres la dragona que dejó de ser dragona. Eres la mujer que dejó de ser mujer. Eres la sacerdotisa que dejará de ser sacerdotisa. Abandonarás todo lo que eres y morirás para volver a vivir, porque encontrarás la vida para otros. Caminarás en un campo de fuego como una furia celestial, pues contra un dios te enfrentarás y, cuando vuelvas a pisar un templo, lo harás siendo una diosa». Sé que Enheduanna conservaba, en su biblioteca personal, profecías acerca de ella misma, algunas de las cuales se pronunciaron incluso en su nacimiento, pero por desgracia nunca llegué a encontrar ninguna.

Supe, gracias a otro mensaje de Enanedu, que Amar-Girid había estado en la ciudad de Nippur, visitando a su padre, y que algo había sucedido entre ellos. Supongo que debo sentirme agradecida de nuevo hacia aquel hombre por lo que hizo. Según me contó mi amiga, durante la cena Amar-Girid comentó la estancia de mi protectora en esa ciudad. El gobernador intentó zanjar al asunto, alegando que habíamos sido huéspedes suyas, y que el honor y las antiguas normas de cortesía y hospitalidad, le obligaban a darnos asilo.

En un momento dado, la discusión subió de tono, y Amar-Girid afirmó que, aunque le resultaba difícil entender el hecho de que hubiese protegido a una acadia, no lograba comprender en forma alguna, que hubiera protegido y curado a una montañesa asesina de sumerios.

Ante esto, Amar-Enlil se levantó y dio por terminada la cena. Al día siguiente se hizo público que Nippur se separaba de la liga, cuando aún no había habido ninguna batalla contra Agadé. Amar-Girid declaró públicamente que, cuando acabaran con la guarida de los acadios, se encargaría de ser rey de Nippur, dado que el gobernador no había deseado colocar en su cabeza la corona de esa ciudad. Como bien dice el proverbio: “El criado siempre lleva la ropa sucia”.

En todo caso, mi amiga Enanedu no tardó en intentar bajarme, graciosamente, los humos: «Mi padre no lo hizo por defenderte — me advertía en su mensaje —. Lo hizo, simplemente, porque tú le pareces más bonita que Amar-Girid».

* * *

Tuve que participar, de nuevo, en una batalla. Y eso me disgustaba muchísimo. Enheduanna vino a comunicármelo un día que me encontraba jugando con Taram-Agadé. Cuando entró en las habitaciones, adiviné enseguida lo que iba a decirme. En realidad, su rostro era tan expresivo, que hasta la niña supuso que algo malo sucedía y me agarró de la mano, con tanta fuerza, que casi me hizo daño.

—Volvemos a salir con el general Shamum — dijo con una voz despreocupada, con la que intentaba infundirme ánimos —. Necesitan la ayuda de los dioses, y la de una pequeña general que inspira a los oficiales.

—¿Vas a morir en la guerra? — Me preguntó la niña mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.

—Tranquila, Taram — le susurré al oído con toda la dulzura que pude poner en mi voz —. Incluso muerta, yo volvería para estar contigo.

La despedida fue alegre para las tropas, pero triste para mí. Esta vez sumaban unos 7.000 guerreros, pues Naram-Sin quería, por una parte, que Nippur no fuera obstáculo en caso de que tuviera tentaciones de atacar a las tropas acadias por el camino y, por otra parte, para enviar un mensaje a la liga en el sentido de que Agadé ya no estaba indefensa, y que había logrado incrementar sus efectivos gracias a las levas ciudadanas de las ciudades que se habían rendido a Naram-Sin.

El viaje pudo haber sido peor pero, por lo menos, me quedaba el consuelo de que Ittibel me acompañaba esta vez. Otro hecho que me animó un poco fue que a la semana de estar viajando, nos topamos en el camino con una delegación de Nippur, justo en el límite de sus tierras.

El general Shamum se adelantó hasta ellos, y Enheduanna y yo lo acompañamos. Resultó que la comitiva estaba formada por el gobernador Amar-Enlil, dos de sus generales y tres ministros, así como una de las sal-me más ancianas del Ekur y algunos cortesanos. Y entre estos últimos vislumbré, mientras el corazón me daba un vuelco en el pecho, el rostro de Enlilbani. El general detuvo su carro a unos pasos de la comitiva.

—¿Venís a declarar la guerra? — Preguntó.

—Justamente deseábamos preguntaros lo mismo, general — repuso Amar-Enlil —. A poca distancia de aquí se encuentra el ejército de Nippur. Si deseáis una guerra contra nosotros, éste es un lugar tan adecuado como cualquier otro. En cambio, si lo que deseáis es nuestra hospitalidad, traigo corderos y bueyes que pueden asarse y consumirse en compañía.

—No tengo órdenes de mi señor de guerrear contra Nippur — alegó el general —, pero es el rey quien debe decidir si esos corderos se consumirán.

El general envió rápidamente un mensajero a comunicar las noticias a Naram-Sin, el cual contestó que aceptaba de buen grado el convite, con la condición de que se celebrara el festejo en un lugar neutral, equidistante de ambos ejércitos. Así pues, se colocaron las tiendas en un punto elegido por los generales, y allí acudimos esa noche las sacerdotisas para cenar con ambos gobernantes. No sé si Enheduanna notó que yo me había arreglado más de lo habitual, y que llevaba puesto un kaunake que había pedido prestado a Ittibel.

Cuando cayó la noche y, mientras esperábamos el comienzo de la cena, me escabullí y me dediqué a rondar por los alrededores buscando a Enlilbani. Estuve un buen rato sin encontrarlo, hasta que una mano fuerte me agarró del brazo. Me volví y allí estaba él. Por lo visto, había estado también buscándome. Nos dimos un beso largo y profundo, tan largo como el tiempo que llevábamos sin vernos, y luego me abracé a él, casi sin saber qué decir. Al final sucedió lo que, por otra parte, era de esperar, y es que entre besos y caricias, gastamos el poco tiempo que se nos concedía contándonos lo que había pasado desde que nos vimos por última vez en Nippur. Supe, en ese momento, que había logrado colarse en la comitiva gracias a que ahora era escriba de alto rango en el Ekur, y de esa forma había podido acompañar a la sal-me.

Cuando ya no pudimos demorarnos más, entramos en la gran tienda en la que se celebraba el convite, ya que si no, alguien habría podido sospechar. Durante toda la cena, Enlilbani estuvo escribiendo mensajes en el aire, disimuladamente, unas veces con los dedos y otras con el cuchillo. La situación me recordaba los días en que me enseñó a escribir en los jardines del recinto de Ur. Yo le respondía de la misma forma, escribiendo disimuladamente en el aire. No pudimos escribirnos todo lo que hubiéramos deseado, ya que era difícil leer de esa forma, y teníamos que repetir continuamente las frases, pero aquello que pudimos decirnos, bastó por todo el tiempo que habíamos estado separados. No repetiré, sin embargo, las palabras que fueron intercambiadas, y lo dejaré a la imaginación de quien lea estos recuerdos, pues unas palabras escritas en el aire, deben guardarse en el fondo del corazón.

A lo largo de la cena pude escuchar la conversación entre Naram-Sin y Amar-Enlil. El rey intentó varias veces que el gobernador prestara, de nuevo, pleitesía a la corona. Llegó a ofrecerle riquezas y cargos en un intento descarado de soborno.

—No puedo hacerlo, mi señor — concluyó finalmente Amar-Enlil —. No tengo nada contra el reino de Akhad, pero el pueblo de Nippur es quien ha decidido y debo prestarme a lo que desee.

—¿Desde cuándo la gente decide lo que se debe hacer y lo que no? — Preguntó Naram— Sin mientras varios de los cortesanos acadios rompían en carcajadas.

—Puede que así sea en Agadé, mi señor. Pero en Nippur aún se conservan las viejas costumbres de las asambleas de ancianos, y ellos son los que aconsejan mi camino. Yo no porto una corona, ni vela por mi seguridad una diosa.

Pensé en esos instantes que tenía mucho más mérito enfrentarse al mundo con la sola ayuda del valor propio, y no dejar que los dioses resolvieran el problema a cada instante, como Naram-Sin hacía. Me hubiera gustado que los papeles se intercambiaran, y que Amar-Enlil fuera el rey. Pero, por otra parte, aquello pondría las cosas más difíciles con Enlilbani, si es que ya no lo estaban.

—¿Sigue, entonces, sin haber acuerdo? — Insistió el rey con un tono de voz más duro que antes, como si intentara intimidar al gobernador.

—Así es, mi señor. Reitero lo que le dije al general hace ya tiempo. Yo no levantaré la mano contra Agadé, pero espero que Agadé haga lo mismo.

—¡Pero eso no impidió que os unierais a la Liga de Ur!

—Cierto — concedió mansamente el gobernador, que seguramente en su fuero interno se sentía molesto por haber dado aquel paso —. Lo hicimos y no voy negarlo. Pensé en ese momento que había una justificación para unirme a la liga. Y la justificación era que parecía que las reivindicaciones de Amar-Girid tenían cierta razón. Luego descubrí que el rey de Ur no es de mi agrado, ni favorable para mi pueblo, y actué en consecuencia.

—Querréis decir “el rey usurpador de Ur” — puntualizó severamente Naram-Sin.

—No, mi señor. Lo dicho, dicho está. Él ha elegido ser rey y, como tal, deberá ser tratado, ya que su pueblo le ha aceptado. Para lo bueno y para lo malo, para vivir como un rey o morir como tal.

—También los gobernadores pueden vivir y morir como tales — gruñó Naram-Sin, mientras se levantaba dando por terminada la velada.

—Por supuesto, mi señor — repuso Amar-Enlil, mientras se levantaba a su vez y realizaba una cortés inclinación de cabeza —. Y si ese momento llega, espero enseñar a mi pueblo y a mis hijos cómo debe morir un buen gobernador.

Mi admiración hacia aquel hombre subió tan alto como las más altas murallas de Ur. Al lado de Naram-Sin era un gigante en palabras y en actos, pero yo sospechaba que eso no bastaba para enfrentarse a ejércitos.

Viendo que ambas comitivas iban ya a separarse, busqué febrilmente a Enlilbani para despedirme de él, y de nuevo fue el muchacho quien me encontró a mí. Nuestra despedida consistió en un solo beso. No hubo tiempo para más actos, ni para más palabras. Sólo una mirada entre nosotros que cerraba definitivamente un pacto indisoluble. Aunque nos separaran jornadas de distancia y ejércitos enfrentados, estaríamos siempre juntos.

Me quedé mirando tristemente cómo, a lo lejos, las antorchas se desvanecían en la oscuridad. Ittibel se colocó a mi lado y me apretó cariñosamente la mano.

—Le quieres mucho, ¿verdad? — Me preguntó de repente.

Me sorprendió la pregunta, aunque luego supuse que nos había descubierto mientras nos reencontrábamos.

—Sí — me limité a contestar, pues la verdad es que no tenía ánimos para más explicaciones.

—Es muy guapo, y creo que además es un buen chico, como su padre — comentó la kezertu —, pero ya sabes que nunca podrás ser su esposa, ¿no? — Le dirigí una mirada dolida que equivalía a reconocer que ya lo había pensado, aunque aún albergaba alguna tenue esperanza. Ittibel comprendió lo que aquella mirada quería decir —. En circunstancias normales pondrías ser una qadishtu y casarte con él, e incluso darle descendencia, pero... es hijo de un gobernador. Él nunca podrá casarse contigo. Está destinado a otra. Lo sabes, ¿verdad?

—Sí — volví a contestar con un nudo en la garganta.

Ittibel me dio un beso en la mejilla y me acompañó, cogida de la mano, hasta que volvimos al campamento acadio.

Una vez en la tienda, a solas, intenté hacer que una bolita de granito se convirtiera en una de cuarzo. No pude. Mis manos no lograban extraer la magia de las montañas.

Esa noche no quise mirar las estrellas.

* * *

La marcha prosiguió hasta Umma, sin que nada interrumpiera al ejército acadio. Y esto es una vergüenza que cayó sobre los miembros de la liga, pues ninguna ciudad acudió en ayuda de Umma, a la que se sabía condenada por Naram-Sin, el cual había dejado claro que su odio hacia la misma no terminaría hasta que cubriera sus calles de sangre. El rey de Umma, Uru-Enlila, envió desesperadamente mensajeros a pedir ayuda a Adab o a Shuruppak, para que salieran al paso del ejército de Agadé o, por lo menos, entorpecieran su paso, pero ambas ciudades dieron la callada por respuesta. Ni siquiera la cercana ciudad de Lagash contestó a los requerimientos de auxilio. Tal vez su nuevo rey recordaba la vieja enemistad que había existido entre ambas ciudades durante siglos, y las guerras que había habido entre ellas.

Umma se encontraba sola ante la tormenta que se avecinaba, y no podía enfrentarse a ella aunque, por lo menos, le echó más valor que cuando pasaron los elamitas por sus tierras.

Naram-Sin respetó los campos cercanos tal vez, no por generosidad, sino porque comprendía que iba a necesitar las cosechas intactas. La ciudad fue rodeada y sometida a sitio, lo que incluía cortar los canales Iturungal y Gibil, que se unían en la ciudad. Para ello Naram-Sin utilizó una pequeña flota de barcos. No disponía de suficientes para intentar un ataque a la ciudad, como hubieran podido hacer los de Kish tiempo atrás al atacar Agadé, pero sí tenía bastantes para cortar ambos canales e impedir el paso de cualquier embarcación.

El sitio se prolongó tres largos meses, durante los cuales los acadios no realizaron ningún intento de atacar la ciudad. Naram-Sin deseaba que se fueran muriendo de hambre, poco a poco, mientras él se alimentaba con los frutos de los campos de los alrededores. En alguna ocasión llegaron a rapiñar alguna cosecha perteneciente a Lagash, pero el rey de esa ciudad optó por no darse por aludido.

Ningirsu, dios protector de la ciudad, no quiso enfrentarse a la furia de Inanna, y no puso sus sanadoras manos sobre una población en la que, además del hambre, comenzaron a cebarse las enfermedades.

Cuando ya se cumplían tres meses del sitio, una delegación salió de la ciudad. La formaban el hijo del rey y la Entu del recinto sagrado de Shara e intentaban conseguir un acuerdo. Sabían que Naram-Sin deseaba una venganza, pero tal vez pensaban lograr que algunos pudieran escapar o, por lo menos, que se librara del castigo la gente de la ciudad. Pero el rey se afirmó en su soberbia y se negó a negociar con ellos, echando de su tienda sin contemplaciones al hijo del rey, como si fuera un vulgar pordiosero. La Entu, desesperada, se dirigió a la tienda de Enheduanna. Nada más entrar, tras ser anunciada por Adda, se arrojó a los pies de mi protectora llorando. Enheduanna la levantó y la abrazó, e hizo que se sentara a su lado.

—Ahatu — dijo la Entu de Shara, que se llamaba Enninsunzi —. ¡Es demasiada muerte, es demasiada! ¡Y tú lo sabes! Pero el rey, tu sobrino, no quiere escuchar la voz de la razón. No quiere escuchar la voz del sagrado Shara, que ama la vida de los inocentes, y sólo persigue a los malvados.

—Mi sobrino es como es, siempre lo ha sido — asintió Enheduanna.

—¡Tienes que hacer algo, ahatu! ¡Por Inanna, por Anu, por tu sagrado marido, haz que el corazón del rey se conmueva!

—No sé si el rey estará dispuesto a escucharme, Enninsunzi.

—Por lo menos inténtalo. ¡Hazlo por los inocentes! Ellos no tienen la culpa de las decisiones de sus amos, ellos deben vivir. La gente muere de hambre y los árboles en los templos se agostan y resquebrajan. Que el rey imponga un castigo, pero no la muerte, ahatu. Es un río de sangre que, cuando comience, nos ahogará a todos.

Enheduanna se mantuvo pensativa unos instantes, y luego dijo: «Haré lo que pueda, aunque en estos instantes no tengo un recinto sagrado a mis espaldas».

Quiso que Enninsunzi, que llevaba en su rostro las señales de las privaciones del sitio, se quedara a comer con nosotras, pero la Entu de Umma sólo aceptó un vaso de leche fresca. Cuando se retiró, Enheduanna volvió a quedarse pensativa mientras, de vez en cuando, meneaba la cabeza con cierta desesperación.

—¿Qué puedo hacer yo? — Murmuró —. No tengo un recinto sagrado tras de mí.

—Nos tienes a nosotras — le recordó Ittibel.

Enheduanna sonrió débilmente, salió de la tienda, y se encaminó a la de Naram-Sin. No supe de qué hablaron, pero sé por el general Shamum que se escucharon gritos, y no en reducida cantidad, precisamente. Cuando la Entu volvió estaba roja de rabia y no quiso hablar con nosotras, pero algo tenía en mente.

Aquella noche entré en su tienda ya de madrugada, y me la encontré despierta, paseando de un lado a otro, sin poder dormir.

—Quédate a mi lado esta noche — me pidió con un tono de voz que me intranquilizó —. No hables, no hace falta. Quédate en silencio, solamente permanece aquí, conmigo.

Así lo hice, y me senté en unos cojines. Enheduanna siguió paseando de un lado a otro durante un largo rato, tanto que creí que iba a quedarme traspuesta, aunque con un gran esfuerzo logré evitarlo. No hablamos nada. Luego ella se acostó y se quedó dormida, con un sueño lleno de pesadillas que le hacían murmurar entre dientes. Le tomé de la mano, y así pasamos esa terrible noche, hasta que Anu mandó la luz sobre el mundo, e iluminó con ella las tinieblas que perseguían nuestros corazones.

Tres días después comenzó el ataque a la ciudad. Sólo duró una hora, y los acadios no llegaron a conquistar ningún lienzo de muralla, aunque pusieron las escaleras en ella y llegaron a lo alto, puesto que fueron rechazados a costa de un gran esfuerzo por los defensores.

Finalmente, tras aquel ataque que casi podría considerarse como un amago de conquista, los defensores, desesperados, abrieron las puertas. No llegué a saber si por alguna orden de su rey, por iniciativa propia sugerida por el miedo, o por alguna rebelión espontanea como en Kish.

El ejército acadio se abalanzó por las calles de Umma como las aguas de una presa rota, e inició una terrible matanza. Al saber lo que estaba sucediendo, Enheduanna montó en cólera: «¡Me lo prometió! — Exclamó furiosa —. ¡Me lo había prometido!».

Se dirigió en busca de Shamum, pero éste se encontraba junto al rey, y varios oficiales menores nos informaron de que las órdenes de saqueo habían sido impartidas por Naram-Sin en persona. Al oír aquello, Enheduanna subió a un carro de guerra e hizo que la siguiéramos en otro. Nuestros vehículos se dirigieron a toda prisa a la ciudad, de donde partía un estruendo terrible de gritos, golpes y muerte.

Atravesamos calles sembradas de cadáveres y vi escenas horribles que aún, pasados los años, pueblan de tarde en tarde mis sueños. El suelo estaba cubierto de hombres, mujeres y niños degollados, y riachuelos de sangre se reunían en el centro de las calles, creando un cauce sangriento que despedía un olor dulzón y nauseabundo. Vi mujeres que estaban siendo violadas por los soldados, algunos de los cuales no eran acadios, sino sumerios que meses antes habían tenido a Agadé por enemigo, y ahora hacían con aquellas mujeres lo que habían soñado hacer con las acadias.

Llegamos ante el recinto del Templo de Shara, el cual se encontraba en una zona a la que aún no había llegado la mayor parte del ejército acadio. Cientos de personas intentaban entrar en él. Logramos pasar a duras penas y Enheduanna se reunió apresuradamente con Enninsunzi, que se encontraba aterrorizada al saber lo que estaba pasando en la ciudad.

Enheduanna hizo que todos los fugitivos entraran en el recinto, que ya estaba atestado de refugiados, y luego las sacerdotisas y los sacerdotes, con la estatua de Shara al frente, se colocaron en la entrada. Nosotras nos pusimos junto a ellos y esperamos la llegada de los acadios, que cada vez nos parecían más cercanos, pues los gritos de muerte que escuchábamos a lo lejos, nos servían para percibir la sangrienta ola que se movía por las calles.

Un violento grupo, de unos veinte o treinta soldados, llegó hasta el recinto e intentó entrar. Enheduanna se adelantó junto con la Entu de Shara, que llevaba puesta la tiara de cuernos, y se les enfrentó.

—¡No podéis entrar, esto es territorio sagrado! — Gritó con voz tonante. Y se plantó ante ellos.

—¡El rey ha dado órdenes de que...! — Intentó hablar uno de aquellos hombres, pero Enheduanna le interrumpió.

—¡Esta es la casa de un dios! ¡Las órdenes del rey no entran aquí!

El soldado volvió a insistir, atraído por el posible botín que podría conseguir allí dentro.

—¡Tengo órdenes y las cumpliré! — dijo.

Enheduanna se adelantó hasta casi tocar al soldado y se encaró con él.

—¡Mírame bien, soldado! — Gritó —. ¡Soy Enheduanna, hija del gran señor Sargón de Akhad! ¡Entu y Zirru del recinto sagrado de Ur! ¡Yo soy Ningal! Si das un solo paso más en dirección a esa entrada, haré que todos los demonios del otro lado, capitaneados por Pazuzu, te persigan hasta que tus huesos blanqueen al sol en una eternidad sin descanso.

Los soldados vacilaron temerosamente al escuchar esto, pero yo temía que la tentación del botín acabaría por imponerse a la figura de la Entu. En una de mis manos ocultaba una pequeña daga, y estaba dispuesta a repetir la jugada del giparu de Ur y destripar al primero que se me acercara con malas intenciones, aunque esta vez no dudo de que me hubiera costado la vida.

Sin embargo, cuando uno de aquellos soldados, más envalentonado que los demás, hizo ademán de avanzar, se escuchó un silbido cortante y la punta de una lanza asomó por su pecho, mientras una bocanada de sangre salía de su boca y se desplomaba como un muñeco roto.

El general Shamum acababa de aparecer en su carro de guerra, acompañado de su escolta personal. Bastó con un solo grito y la vista de aquel cadáver para que los guerreros se dispersaran como polvo en el viento.

—¡Fuera de aquí! ¡Este lugar es sagrado! ¡Quien entre aquí morirá a mis manos!

Suspiré aliviada. Nos habíamos librado por los pelos, como la gacela del león cojo. Aquellas personas no iban a morir ese día, después de todo. La Entu de Shara se deshizo en lágrimas y se abrazó a Enheduanna. Y así estuvo un buen rato, hasta que logramos convencerla de que debíamos organizar a los refugiados, ya que la tragedia aún no había llegado a su fin.

Y aquello era cierto, pues miles de personas murieron aquel día en Umma. Sólo se libraron los pocos cientos que se refugiaban en el recinto. Si aquello molestó a Naram-Sin, nunca lo supe. Supongo que sí, pero poco podía hacer contra la fuerza moral de su tía. Se conformó con empalar a todos los miembros de la familia real, hombres, mujeres, niños e, incluso, dos bebés de pocos meses. No dejó uno solo con vida.

Los miembros del consejo real fueron despellejados vivos, y sus cabezas cortadas y colocadas en las murallas de la ciudad. Las mujeres de sus familias (las que habían sobrevivido a las violaciones) fueron vendidas como esclavas. La población fue arrasada y destruida en gran parte, aunque las murallas fueron respetadas, pues Naram-Sin no estaba tan loco como para olvidarse de que, siendo de nuevo Umma una ciudad del reino, estaba demasiado cerca de la frontera con Elam.

Cuando, semanas después, estuvimos de vuelta en la capital, lo primero que hice fue acudir a las habitaciones de Taram-Agadé, para que comprobara que aún seguía con vida.

Conseguí transformar ante ella la bolita de granito en otra de cuarzo, lo que indicaba que la magia había vuelto a mis dedos, pero algo había cambiado. Cuando la niña me miró a los ojos, me preguntó qué me sucedía. Yo estaba sonriendo y le dije que no pasaba nada, pero sabía que no todo estaba bien.

Había vuelto de Umma con algo dentro. Una oscuridad rojiza que intentaba arrojar de mí, pero que hasta el presente ha acompañado mis sueños, como una ponzoña que me susurra en la oscuridad y que se adhiere a mis pensamientos. Hasta el día de hoy he logrado dominarla, pero permanece allí, oculta y acechante, esperando el momento en que pueda volver a salir a través de mis ojos y mis manos.

Tal vez ésa es la mirada real de los dioses: fría, cruel y al mismo tiempo creadora y luminosa; oscura y roja como la sangre y atronadora como los gritos de una multitud agonizando, pero también verde y rumorosa como un bosque de cedros, alegre como el zumbido de una abeja y azulada como las luces del alba.

La magia de las montañas me ayuda a contenerla. Me ayuda, simplemente, a recordarme que puedo permanecer delante de una puerta, esperando la crecida que llega, y que puedo respirar hondo y enfrentarme a la marea, y demostrarle que yo soy la muralla donde se estrellará. Hubo un momento, en aquella vorágine de horror, en que nosotras fuimos una llamita en medio de un páramo oscuro. Una pequeña luz azulada iniciando el amanecer.

En todo caso, algo bueno salió de aquel desastre de Umma. A partir de ese día, un nuevo dios, Shara, se unió a la campaña de Enheduanna por la reforma del panteón.

En un mundo azul oscuro
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