VIII

Mis obligaciones como sacerdotisa me aburrían muchísimo. Proseguir mis estudios, como he dicho, me agradaba, pero cada pocos días debía dedicar una jornada completa al servicio del recinto.

La primera vez que me tocó hacerlo no lo vi tan malo, pues implicó el permiso para entrar en el templo. Aquello me parecía algo mágico, así que acogí la perspectiva con mucho interés.

El interior no era muy grande, cosa que ya esperaba al contemplarlo desde fuera. Permanecía en una ligera penumbra pues solamente estaba iluminado por unos cuantos hachones. Las paredes eran de ladrillo cocido recubierto de estuco, y los laterales aparecían adornados con dibujos de plantas, animales y dioses, representando la creación del mundo. El altar principal se encontraba al fondo del templo y sostenía una estatua de Nannar. A los lados del edificio había pequeñas cellas con estatuas de Ningal y Utu. Cada uno de los altares estaba cubierto, en todos sus lados, por paneles de terracota con relieves representando pasajes de la vida del dios o diosa correspondiente. Las columnas se adornaban con conos de barro pintados de colores y clavados en el estuco, que se combinaban formando bellos mosaicos geométricos.

Una vez descubierto el gran secreto, todo comenzó a volverse rutinario y aburrido. Mi labor consistía en ayudar al clero que realizaba el servicio diario de los dioses. Cuatro veces al día debía disponerse una comida ante ellos, para lo cual se colocaban mesas y menaje adecuados.

Tuve que aprender el orden cuidadosamente, pues no se permitía ningún fallo. La primera comida, que se celebraba por la mañana, consistía en lo siguiente: a la derecha de Nannar se colocaban cinco vasos de oro, tres de ellos con cerveza de cebada y dos con cerveza de trigo. A la izquierda se colocaban otros siete vasos de oro, cuatro con cerveza de cebada y dos con cerveza barata de cántaro, como la que se bebía en las tabernas humildes, además de un vaso con cerveza de aceitunas. Delante de él se colocaban dos vasos de alabastro conteniendo leche de oveja y un vaso de plata con vino de uva.

Los demás dioses del templo recibían la misma cantidad de bebida, excepto el vino de uva y la leche de oveja que se cambiaban por leche de cabra. Todo ello era igual en cada una de las cuatro comidas, con la excepción de la tercera, que se suministraba a principios de la tarde y en la que no se incluía leche y sí, en cambio, agua de avena.

Para cada uno de los cuatro almuerzos se servían veinte carneros cebados de dos años que habían sido alimentados sólo con cebada; seis carneros que sólo habían sido alimentados con leche; treinta carneros de calidad inferior, como los que se podía adquirir a cualquier carnicero de la ciudad, y cuya alimentación había sido vulgar y variada; a todo ello se añadía un ternero que aún estuviera en la lactancia y dos bueyes adultos bien cebados, junto con una cantidad variable de ocas asadas, patos y aves acuáticas.

Asimismo, en cada una de las cuatro comidas variaba el número de panes y pasteles. En algunos días determinados el pan era de cebada y, en otros, de avena. Unos días se acompañaba con dátiles y otros con pasteles de manteca y bizcochos de sésamo y almendra.

Cuando un servicio era presentado ante los dioses había que desalojar antes los manjares de la comida anterior, que se enviaban a los comedores y casas particulares de los sacerdotes y de algunos empleados del templo. Toda esa comida, al haber pasado por las manos de los dioses, se consideraba sagrada, lo que no impedía que el Shangu utilizara parte de ella para revenderla en un mercado cercano al recinto sagrado, lo que nunca me agradó, pues lo veía como una falta de respeto a los dioses. Yo aceptaba los trucos del Shangu para enriquecerse como algo inherente a la sociedad de los cabezas negras, pero eso último no me gustaba nada.

Obviamente, tras repetir aquello muchas veces, debiera terminar por memorizarlo sin problemas, pero era tedioso y no me satisfacía nada. No sentía que aquellas tareas me llenaran.

Otra operación que se realizaba era el lavado matinal de las estatuas y la sustitución de ropa, maquillaje y adornos, aunque a mí no se me permitía participar en esa labor. Entre las sacerdotisas que se encargaban de ese servicio, se daba por supuesto que llegar a conseguir cambiar el kaunake a un dios, era el culmen de una existencia, y solían ser puestos que se compraban a un precio elevado. Yo pensaba que no era para tanto. Y, sin embargo, tal vez debiera haberlo pensado de otra forma, pues a mí me reservaban la tarea más molesta y humilde de fregar los suelos del templo con agua purificada por las sal-ishib, frotando las baldosas de terrazo con un trapo que se renovaba todos los días y que, tras ser utilizado y secado al sol, se quemaba en la ceremonia de la caída de la tarde, para que los dioses fueran conscientes del trabajo realizado en su honor.

Reconozco que mi labor como ayudante no fue muy satisfactoria, pues me equivoqué bastantes veces. Se daba por supuesto que la ceremonia tendría que repetirse desde el principio, pero las sacerdotisas, que ya habían tenido malas experiencias con otras aprendices antes que yo (y la cosa venía de siglos atrás), recurrían al truco de considerar que el acto sólo era efectivo si la copa, o lo que fuera, era tocada en último lugar por una sacerdotisa veterana. Así pues, si me equivocaba en el orden de un plato, la veterana de turno sólo se veía obligada a cambiarlo de sitio alegando que el acto aún no había sido hecho.

Lo malo es que, por culpa de mi torpeza, debieron recurrir demasiadas veces a ese recurso, y ello llegó a oídos de Enheduanna, junto con la noticia de mi poca falta de aplicación en aquellos menesteres, así que un día se presentó de improviso en el templo mientras yo comprobaba que la primera comida estaba a punto.

—También las shugia deben hacer tareas aburridas — me dijo nada más verme sin que yo supiera reaccionar, pues me había pillado de improviso —. El servicio a los dioses es tan importante como observar los cielos de noche. ¿Piensas que eres especial sólo porque estás estudiando asuntos más elevados? ¿Crees que eres superior a tus ahatus porque vas a mirar las estrellas?

—Perdonadme, mi Entu — dije yo completamente azorada mientras me arrodillaba a sus pies —. No me quejo de estas tareas, pero no puedo evitar que me aburran.

—¿Preferirías algo más importante? ¿Tal vez una tiara de cuernos?

—¡Oh no, por supuesto! ¡Yo no sería capaz de hacer una labor así, y os pido perdón por mis errores! Intentaré enmendarme y prestar más atención a mis obligaciones como sacerdotisa.

—Harás bien — volvió a insistir Enheduanna —. Porque una tiara de cuernos es un peso tan terrible que algunos días mis espaldas se resienten. Por otra parte, deberías saber que esto no es para siempre. Si de verdad quieres ser una buena shugia, cuando acaben tus estudios superiores lo serás, y ya no volverás a fregar suelos, pero antes de ello darás ejemplo tal y como hacen las demás, pues hasta las más pequeñas labores en honor de los dioses son importantes.

—No son los suelos los que me aburren, sino el número de copas.

Enheduanna me dirigió una mirada que parecía indicar que sospechaba que yo, en el fondo, no tenía remedio, y que siempre iba a subsistir una parte rebelde dentro de mí, lo que hasta el día de hoy ha sido cierto. He aprendido a soportar con paciencia los malos tragos de la vida, pero sigo siendo la hija de una montañesa.

—En ese caso — añadió con un tono autoritario en la voz — mañana te presentarás en el giparu, donde se te ordenará una tarea suplementaria, a fin de que aprendas a ser más diligente. La realizarás junto a estas obligaciones, que a partir de hoy deberás hacer cada dos días, con lo que durante una temporada apenas podrás salir por la ciudad.

Y se fue sin permitirme contestar nada.

* * *

Esa nueva tarea era un castigo, sin lugar a dudas, pero a mí me pareció un sueño.

En cinco semanas el recinto de Nannar iba a realizar una visita de cortesía al de Nippur. Este tipo de visitas entre dioses son muy normales y se realizan cada seis o siete años. En nuestro caso, nos tocaba ser los visitantes, porque Nannar era hijo de Enlil, con lo que por cortesía y etiqueta divina, debía ser el hijo el que acudiera al padre y no al revés, tal y como sucedería entre simples mortales.

Este tipo de ceremonias implicaban un fasto increíble y, a lo largo de varios días, en el Templo de Nippur se celebrarían actos religiosos, banquetes, intercambio de regalos y, por supuesto, algunas actividades artísticas, entre las que solían destacar recitados, actuaciones de los músicos de los santuarios e, incluso, actividades extraordinarias, como la exhibición de titiriteros y animales amaestrados. Para ambas ciudades, sobre todo para la anfitriona, eran unos días de gran fiesta en los que los ciudadanos eran regalados con banquetes al aire libre costeados por el recinto sagrado.

Mi labor, a modo de castigo, iba a consistir en reunir a un grupo de sacerdotisas jóvenes y preparar el recital de algún poema.

La cosa parecía sencilla y, como me había ordenado la Entu, tendría que realizarla en paralelo con mis obligaciones ayudando en el templo. Sin embargo, pensé que era una buena ocasión para demostrar a mi protectora el agradecimiento que sentía hacia ella por sus favores, así que resolví utilizar por sorpresa algún poema de Enheduanna.

Me dirigí a la biblioteca y pasé allí tres días rebuscando entre tablillas. Primero consideré usar el que, tiempo atrás, me había conseguido el disgusto con Gemezida, pero cuando lo localicé y vi el sello que estaba impreso en el barro de la tablilla, pude comprobar que otras con el mismo sello se guardaban en aquellas estanterías. Así pues, me dediqué a leerlas y me decidí por uno de los poemas, que debo decir que en su conjunto me encantaron. Mi amiga Ittibel tenía razón al decir que Enheduanna era una gran poetisa.

Reunir a las sacerdotisas que iban a tomar parte en el recital no fue difícil, pues todas deseaban quedar bien con el santuario, aparte de que la perspectiva de viajar a Nippur y participar en las fiestas, era demasiado atractiva. La primera a quien se lo solicité fue a mi amiga Sharrat, que disfrutaba de la voz más bonita de la Edubba. El asunto más difícil fue convencer a los músicos del templo para que colaboraran en mi pequeño proyecto, pero tras explicar durante largo rato mis ideas a su jefe, llegaron a la conclusión de que era algo tan original que tenían curiosidad por ver en qué quedaba todo.

Durante cinco frenéticas semanas ensayamos, y debo decir que mis compañeras no entendían tampoco lo que deseaba conseguir. Y es que pensaban que, simplemente, Sharrat iba a recitar el poema acompañada de música, como solía ser habitual, pero yo tenía en mente los consejos del tío Ektir y no estaba dispuesta a que fuera así de sencillo, sino que deseaba ofrecer a los que asistieran un espectáculo que se recordara en años, y que dejara al Templo de Nannar y a nuestra Entu, en el mejor lugar de todos, con la oportuna ayuda de la magia de las montañas.

Tuve que pedir el auxilio de varios artesanos del templo, que aunque al principio no parecían dispuestos a obedecer a una jovencita, finalmente fueron más colaboradores cuando la Entu dio órdenes de apoyarme en lo que pidiera.

No sé si Enheduanna llegó a sospechar lo que me proponía. Supongo que imaginaba que me estaba volviendo diligente y aprendiendo, de paso, a dirigir y coordinar a un grupo de personas. Además su ayuda me resultó fundamental cuando tuve que recurrir a telas y elementos de los almacenes del recinto, lo que hizo que el Shangu se escandalizara y protestase. Enheduanna le hizo callar con el argumento de que, una ocasión semejante, merecía el uso de unos pocos recursos. Tal vez ella misma se preguntara si un recitado hacía necesaria la utilización de todo eso, pero quizás pensara que las telas iban a ser empleadas en adornos, vestidos o algo así, lo que no estaba lejos de la realidad.

También tuve que contar con la valiosísima ayuda de Ittibel, que nos asesoró en cuestiones de ropa y adornos diversos, aunque tampoco lograba comprender lo que me proponía hacer.

—Es una locura que rompe con todos los cánones — me repitió varias veces —. Estás juntando un batiburrillo de cosas y, seguramente, lo único que vas a conseguir es que la pobre Sharrat apenas pueda lucirse. ¿No sería mejor que te limitaras a vigilar que a tu amiga no se le olviden los versos?

Pero Ittibel no sabía que yo era discípula del tío Ektir, aunque reconozco que algunas noches me fui a dormir con un fuerte dolor de cabeza, y es que montar un recital con la magia de las montañas no es tan fácil como parece y, más aún, si los que colaboran contigo no son conscientes de lo útiles que resultan las llamas de una hoguera.

* * *

El viaje comenzó en medio de una gran excitación.

Se habían reservado para el séquito doce grandes barcos de transporte. La embarcación donde viajaría la Entu, junto a la estatua del dios Nannar, había sido fabricada en Eridu, y era la nave más elegante que había visto nunca. Estaba construida con madera de cedro especialmente escogida, con las bordas plateadas y adornada con telas de seda blanca, traída de más allá de las montañas, la cual constituía toda una novedad, pues hacía poco que se conocía aquel tejido y su precio era elevadísimo. En ese barco también viajaban los regalos que se entregarían al Templo de Nippur, bien envueltos y ocultos para que nadie supiera hasta el último momento de lo que se trataba, aunque nadie dudaba de que serían de una gran riqueza. En ocasiones algunos templos contratan espías para averiguar con antelación los regalos del oponente, con el fin de no quedar en mal lugar o, incluso, superarlo en riqueza y originalidad.

Las sacerdotisas jóvenes nos trasladábamos en uno de los barcos de transporte secundarios, y debo decir que era bastante más lujoso que el que me había llevado a Ur cuando era una niña.

Si pensaba que iba a repetir en sentido inverso el viaje de mi niñez estaba equivocada, pues la ruta fue más larga y se desvió por canales secundarios para visitar algunas ciudades del camino, alargando en bastantes jornadas la longitud del recorrido. La razón de aquel desvío era doble, ya que por una parte se buscaba aumentar el prestigio y la influencia de Ur en ciudades cercanas y, por otra parte, ya que nos tocaba ser los visitantes, se intentaba dejar un rastro de fama y expectación a lo largo del trayecto.

Así, en la ciudad de Enegi la Entu fue aclamada por los habitantes que esperaban en el puerto y homenajeada por la pequeña guarnición. En esa ciudad se hizo entrega al recinto sagrado de una estatua de granito de Ningal, así como varios ornamentos de oro para el culto del Templo de Utu. Aquel día se unió a nuestro cortejo un grupo de elamitas que llevaban osos amaestrados, y que habían sido contratados por el santuario para realzar las celebraciones. Pude, por tanto, practicar el idioma con ellos, ante su asombro al descubrir que una sacerdotisa podía hacerse entender en su lengua. Aquello me reportó alguna ventaja, pues les caí tan simpática (ya procuré yo esmerarme en ello) que acabaron colaborando en el recital sin pedirme nada a cambio, sólo por el placer de tomar parte en ello y hacerle el favor a una sacerdotisa que hablaba su despreciado idioma.

Tras abandonar Enegi el cortejo fue detenido, en varias ocasiones, por los habitantes de pequeñas aldeas, que se arremolinaban en la orilla del canal vitoreando a la Entu. En todos los casos se cumplimentó adecuadamente a los ancianos de los poblados regalando kaunakes, sacos de cebada e incluso, en una ocasión en que el dirigente de la aldea era un antiguo veterano del ejército del gran señor Sargón, la Entu le hizo entrega de uno de sus propios anillos, ante lo que aquel anciano cayó de rodillas y le besó la mano deshecho en lágrimas.

Finalmente hicimos una breve parada en Shuruppak, para entregar un arca de plata al Templo de Enki, como homenaje al Utnapishtim cuyo diluvio tantos disgustos me había dado en la Edubba.

La llegada a la ciudad de Nippur fue tan apoteósica que, por momentos, creí estar soñando. A cierta distancia de la ciudad se encuentra el suburbio de Drehem, donde sus habitantes viven, sobre todo, del trabajo en los corrales de cría de ganado del Ekur. Debido a esta circunstancia, desde mucho antes de penetrar en el Ninbirdu, el gran canal del puerto de Nippur, miles de personas aclamaban al cortejo desde ambas orillas del río, causando un espectáculo tan impactante que aún lo veo si cierro los ojos y pienso en ese día. En el puerto se encontraba el gobernador Amar-Enlil, padre de mi amiga Enanedu, rodeado por soldados y acompañado de un séquito deslumbrante.

El gobernador subió al navío de la Entu para cumplimentarla, ya que Enheduanna no iba a descender hasta la tarde, momento en que se realizaría la primera ceremonia, en la que Nannar saludaría a su padre Enlil. El gobernador resultó ser un hombre atractivo, a pesar de que llevaba el cráneo totalmente rasurado. A lo largo de los días pude captar retazos de su conversación, y gracias a ellos descubrí de dónde había sacado mi amiga su aguzado ingenio, ya que su belleza, como Enanedu me había contado en alguna ocasión, la había heredado de la madre.

Para animar la espera hasta la tarde, los elamitas desembarcaron y comenzaron a hacer juegos malabares y exhibiciones con los osos, ante la diversión de los habitantes de la ciudad. Algunas mujeres elamitas que los acompañaban exhibieron danzas típicas de su tierra, alguna de las cuales me recordaba ligeramente a las de las montañas de mi madre. En un momento en que estaba distraída observando sus evoluciones, una mano me dio un leve pellizco en una oreja. Me volví rápidamente y una Enanedu vestida con un estilo que me recordaba a Ittibel, se echó en mis brazos.

—Dime que no han vuelto a castigarte, ahora que no estoy allí para defenderte — dijo.

—Bueno — respondí yo mientras la abrazaba a mi vez —, alguna me he ganado desde que te fuiste, pero ya no maltratan mis pies. Ventajas de ser una sacerdotisa. ¿Ya entregaste tu vientre a algún león fornido? — Pregunté.

—Por supuesto — asintió ella con una pícara sonrisa.

—¿Y qué tal fue?

Enanedu se encogió de hombros.

—¡En fin...! Digamos que me convencí de que Inanna tiene razón cuando ordena hacerlo por compasión. O no era tan fornido, o me pegaste algo de dragona y el león se volvió cordero.

Reí de buena gana ante su observación y luego añadí: «Por cierto, compruebo que tienes los ojos de tu padre».

—Los ojos son de mi padre, la sonrisa es de mi madre, el resto de mí misma... es tuyo para lo que queda del día.

Soltamos unas risas y, cogidas de la cintura, subimos al barco para que saludara a Sharrat y a Zanka y, ya de paso, contarnos las últimas novedades en nuestras vidas.

* * *

La ceremonia de la tarde dio comienzo con un espectacular desfile procesional desde los barcos del puerto, que había sido acordonado por los soldados del gobernador, hasta el recinto sagrado de Enlil.

El desfile lo encabezaban cien soldados de la guarnición, cubiertos con los mantos de metal y portando lanzas adornadas con banderolas de tela gris. Otros veinte soldados, cerrando el desfile militar, portaban pesadas mazas de bronce. Detrás de ellos, y en primer lugar, las sacerdotisas más jóvenes caminábamos con guirnaldas de flores en las manos, mientras cubríamos nuestros cabellos con turbantes blancos. A continuación nos seguían las sacerdotisas principales con chales grises, bordados de blanco, en sus cabellos, y ramas de higuera en las manos, junto a las cuales caminaban los sacerdotes principales con kaunakes grises adornados con mechones de lana y bonetes blancos en la cabeza. Detrás de ellas, la estatua de Nannar lucía imponente en un carro tirado por cuatro bueyes blancos. La estatua llevaba puestas las galas más ricas del santuario y el carro lucía cubierto de flores y telas costosas de seda blanca, creando una especie de arco por encima de la figura divina. Enheduanna se erguía junto a la estatua del dios, vestida de forma similar a como la había visto el día de mi ceremonia de consagración. La tiara de cuernos destacaba sobre una peluca especialmente fabricada para la ocasión.

Al paso de la comitiva, la multitud aplaudía y recogía los regalos que algunos criados del templo de Nannar arrojaban, como panes de cebada y puñados de dátiles e higos secos. Sin embargo, cuando el carro llegaba a su altura, todos se arrodillaban y bajaban la cabeza con sumisión.

Finalmente llegamos al recinto de Enlil, del que no pude descubrir mucho, salvo percibir que era tan grande como el de Ur y que parecía tener una disposición similar, aunque el Templo de Enlil se encontraba en la esquina del gran patio, en vez de frente a la puerta de entrada.

En lo alto de la plataforma aguardaba al cortejo Gemezida, a la que casi no reconocí envuelta en un kaunake-chal azul adornado con hilos de plata. Ya no llevaba su habitual turbante, sino que cubría la cabeza con una elegante peluca sobre la que se acomodaba la tiara y una serie de adornos plateados, que daban más majestuosidad a su figura. Al igual que Enheduanna, portaba en las manos un largo bastón, solo que en este caso era de plata pura con relieves que representaban el diluvio.

La estatua de Nannar fue bajada del carro y se la trasladó, mientras todos nos arrodillábamos, menos las Entu que sólo bajaron la cabeza, hasta el interior del Templo de Enlil, donde permanecería unos días visitando a sus padres.

Gemezida dio un beso a Enheduanna a modo de saludo, y ambas se sentaron en lo alto de la plataforma en sendos escabeles de madera de cedro. A su lado se colocó de pie el gobernador, que llevaba una maza de bronce como símbolo de su cargo. Acto seguido comenzó el intercambio de regalos, que fue acompañado por las exclamaciones de asombro y aprobación de los presentes, así como por frecuentes aplausos.

El dios Enlil regaló a su hijo Nannar un elefante con los colmillos adornados de plata, siete toros salvajes, doscientas palomas, así como varias decenas de pájaros exóticos, algunos de los cuales no había visto jamás. También se entregaron varias cajas con pequeñas estatuas de dioses menores talladas en piedras de colores, fardos de lana de cabra de las montañas, como aquella con la que comerciaba el socio de mi padre y, finalmente, siete grandes cestos de lapislázuli de la mejor calidad con un peso total de diez talentos.

El dios Nannar, a su vez, hizo entrega a su divino padre de un extraño animal que habían traído los comerciantes de más allá del mar al puerto de Eridu, el cual tenía un larguísimo cuello y manchas en la piel. Aparte de ello, doce bueyes blancos; cien aves de los pantanos de Ur, cuyos huevos se consideraban un manjar exquisito; dos cestos de seda blanca comprada más allá de las montañas; varias pequeñas estatuillas plateadas de dioses; ornamentos del mismo metal para la diosa Ninlil, entre ellos pendientes, diademas y una vulva; y, finalmente, varias decenas de lingotes de plata con un peso de cinco talentos en total.

Una vez acabado el intercambio, y mientras diversos escribas y sacerdotes se encargaban de almacenar convenientemente los presentes, nos dirigimos hacia un gigantesco patio ajardinado que se abría entre el recinto de Enlil y el Templo de Inanna, donde se celebró el banquete de bienvenida.

Fue el primer banquete oficial al que asistí en mi vida, y tuve la suerte de que a las sacerdotisas jóvenes se nos colocara en un lugar al borde del gran patio, pues gracias a ello, pude acercarme a las representantes del Templo de Inanna, entre las que se encontraba Enanedu, y pasar la velada con ella.

—Estarás acostumbrada a fiestas como ésta, ¿no? — le pregunté.

—Por supuesto — respondió con un cierto aire indolente —. Pero las otras ocasiones — añadió mientras nos dirigía a Zanka, Sharrat y a mí una mirada de cariño —, no estuve tan bien acompañada.

* * *

Las fiestas de la visita divina duraron una semana. Todos los días, tras la ceremonia de la tarde, se celebraban actos con recitales de música o poesía a los que podía asistir la multitud, por realizarse en el gran patio donde se había ofrecido el banquete de bienvenida. El Templo de Enlil logró apuntarse un tanto con su conjunto de músicos, que resultó ser más grande y espectacular que el de Nannar, aunque nuestro templo recuperó prestigio con el espectáculo elamita la noche siguiente. Uno de los días, el espectáculo fue ofrecido por las sacerdotisas del Templo de Inanna, las cuales mostraron una selección de poemas amorosos de los que se recitaban en el rito de la hierogamia [17], que fue entusiásticamente aplaudido por la gente.

El último día asistían el gobernador y los ciudadanos principales de Nippur, así como algún miembro de la familia real que se había desplazado desde Agadé para las celebraciones. Se les reservó un estrado de madera junto al escenario para que estuvieran separados de la multitud, que asistía a los espectáculos sentada en el mismo suelo. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que, efectivamente, tal y como venía sospechando desde tiempo atrás, el gobernador de Ur, Lugalanne, no debía llevarse bien con Enheduanna, pues ni su hija ni él habían acudido a una fiesta tan importante.

El evento dio comienzo con un gran triunfo para el Templo de Nippur, pues había contratado en secreto y, hecho traer de la mismísima corte real, a uno de los declamadores más famoso del reino, el cual recitó, acompañado por un arpista, varios pasajes favoritos de Gemezida extraídos de la Epopeya de Gilgamesh.

Finalmente llegó nuestro turno. Tengo muy claro que Enheduanna había supuesto que Gemezida iba a hacer lo mismo que ella, y exhibir a un grupo de sacerdotisas jóvenes, o si no, malamente habría confiado aquel acto a una novata como yo.

El poema de Enheduanna que había encontrado en la biblioteca describía la bajada de Inanna a los infiernos. Apenas podía contener mis nervios, y menos al pensar que Sharrat, que tenía el papel principal, había participado con demasía en los banquetes de aquellos días y, las ropas que le habíamos preparado, corrían el riesgo de no caberla.

Nuestro recital empezó cuando mis colaboradores elamitas apagaron los hachones que, hasta ese momento, iluminaban el escenario. Todo el gran patio quedó a oscuras. Yo había instruido a Sharrat para que subiera al escenario, se colocara en el centro, y permaneciera unos momentos en medio de la oscuridad, mientras el público asistente guardaba un expectante silencio, sin entender por qué la estructura de madera se oscurecía en vez de llenarse de luz y de participantes, como se hacía habitualmente.

Pasados unos instantes, la voz de Sharrat que, como he dicho ya, era maravillosa, comenzó a cantar, pareciendo que salía directamente de la oscuridad para extenderse por el patio:

An galta ki galce jectuggani naan.

Dijir an galta ki galce jectuggani naan.

Inanna an galta ki galce jectuggani naa.

Ninju an muuncub ki muuncub kurra baeaed.

Inanna an muuncub ki muuncub kurra baeaed...

(Ella, desde su alta cumbre, decidió bajar al gran abismo.

La diosa, desde su alta cumbre, decidió bajar al gran abismo.

Inanna, desde su alta cumbre, decidió bajar al gran abismo.

Mi Señora abandonó el cielo, abandonó la tierra, y al otro mundo descendió.

Inanna abandonó el cielo, abandonó la tierra, y al otro mundo descendió...)

Después del primer verso fueron saliendo, coincidiendo con los versos pares, y sucesivamente, las sacerdotisas que conformaban el coro, uniendo poco a poco sus voces a la de Sharrat y sosteniendo cada una en las manos una pequeña lámpara de aceite. Se colocaron a ambos lados del escenario dejando a Sharrat en medio de ellas y rodeada por la penumbra. El coro guardó silencio mientras Sharrat cantaba la descripción de las ciudades y templos que Inanna había abandonado para ir a su aventura. En este punto del poema comenzaron los instrumentos a tocar, uno por uno, representando a cada una de las ciudades. Cada vez que se nombraba un templo, un objeto relacionado con su ciudad era colocado, simbólicamente, por un elamita a los pies de mi amiga. Así, por ejemplo, al nombrar el Templo de Inanna de Nippur, el Baratushgarra, se colocó a sus pies un objeto de madera pintado de azul, simulando el lapislázuli que hacía famosa a la ciudad del gran río. Acto seguido la narración, acompañada por el coro y los músicos casi al completo (sin la percusión), describía cómo la diosa iba vestida.

Colocó sobre su cabeza la corona de las llanuras,

y su aspecto era radiante.

Arregló sobre su frente los oscuros rizos,

ató las pequeñas cuentas de lapislázuli alrededor de su cuello,

dejó que la doble hilera de cuentas descansara sobre su pecho,

y envolvió la túnica real alrededor de su cuello.

Untó sus ojos con el ungüento llamado “que venga, que venga”,

se ató el pectoral llamado “ven, hombre, ven” sobre su pecho,

deslizó la pulsera de oro en su muñeca,

y llevó en la mano la vara de medir y la línea de lapislázuli.

Y adornó su rostro con hierbas...

Sharrat quedó convertida en la diosa Inanna gracias a los consejos que Ittibel nos había proporcionado, mientras se le entregaban los atributos de su rango. Una de las sacerdotisas, vestida de hombre y con una falsa barba rizada, hizo el papel del fiel criado Nishibur, cuando Sharrat le suplicó que pidiera ayuda al dios Enlil en caso de que algo saliera mal.

La sacerdotisa se dirigió hacia un lateral que daba al templo de Enlil y allí, tras el alto muro que separaba el patio del recinto sagrado, y ante la sorpresa de los presentes, una gran hoguera preparada por los elamitas estalló en llamas (un bonito efecto que se me ocurrió a última hora) mientras el fiel criado reclamaba ayuda para su diosa:

Oh, padre Enlil, no permitas que tu hija quede muerta

en el otro mundo,

no permitas que tu buen metal sea molido y reducido a polvo

en el otro mundo,

no dejes que tu buen lapislázuli sea quebrado, y convertido

en piedra de picapedreros...

Una vez cantado aquel largo pasaje, cambió de posición mientras los elamitas detrás del muro apagaban la hoguera con presteza, se colocó ante el estrado en donde estaba sentada Enheduanna junto a las autoridades, y rogó a Nannar por su hija:

Oh padre Nannar, no dejes que tu hija quede muerta

en el otro mundo,

no permitas que tu buen metal sea molido y reducido a polvo

en el otro mundo,

no dejes que tu buen lapislázuli sea quebrado, y convertido

en piedra de picapedrero...

Al final del pasaje, el criado era saludado con una lluvia de trocitos de tela blanca simulando los rayos de la luna. El poema prosiguió hasta que la diosa llega al palacio de lapislázuli de Ereshkigal, que fue representado colocándose dos sacerdotisas que hacían el papel de demonios, disfrazadas con unas falsas alas y garras de ave de rapiña en los pies, delante de unas antorchas sostenidas por los elamitas tras una gran tela azul, con lo que sus sombras se proyectaban amenazadoramente en la tela.

Sharrat habló con los demonios. Las participaciones de la diosa eran acompañadas por flautas y las de los demonios por un enorme estruendo de percusión. La diosa fingida fue desnudándose de sus siete atributos, tal y como narraba el poema, hasta que quedó desnuda y murió, cayendo al suelo y permaneciendo completamente inmóvil.

El escenario volvió a sumirse en la oscuridad, de tal manera que sólo se distinguían las voces del coro, enumerando las tribulaciones del fiel Nishibur para salvar a su ama, el cual cantó sus partes al pie del oscuro escenario iluminándose con una lámpara de aceite.

Al final del poema, cuando Inanna resucita triunfante y vuelve al mundo con la ayuda de Enki, Sharrat volvió a recuperar sus ropas mientras el escenario estallaba en una explosión de luces. Un círculo de llamas azuladas circundaba el borde y el coro sostenía antorchas. El triunfo de Inanna era recibido con alegría y ésta volvía a su palacio rodeada por una multitud de demonios, con lo cual los instrumentos de percusión se unieron al resto y el poema prosiguió, acompañado por el coro y los músicos en pleno:

Y hay quienes caminan por delante de ella,

llevando mazas en la mano.

Y quienes caminan a su lado,

con armas a sus costados.

Hay quienes la preceden.

Hay quienes preceden a Inanna.

Seres que no conocían la comida y el agua,

que no comían harina,

que no bebían ni libaban vino...

Llegado ese momento, con una radiante Sharrat vestida como la diosa y, acompañada del coro, que con mantos de colores fingían ser demonios y sirvientes divinos, sucedió algo increíble. En el instante en que Inanna llegaba a la puerta de su palacio e iba a ser recibida por su marido Dumuzi, que era yo misma disfrazada de hombre con otra rizada barba postiza, un rumor sordo comenzó a resonar entre las gentes sencillas que observaban el recital sentadas en el suelo del patio. Justo cuando iba a hacer mi entrada, el rumor se convirtió en esporádicos gritos de aprobación, los cuales, a su vez, se transformaron en una ovación estruendosa que me impidió cantar mi parte.

Eché un vistazo al patio y vi que el público estaba en pie, aplaudiendo y gritando alabanzas a la diosa. Aquello no fue sólo un éxito. Fue una apoteosis increíble, y la obra no pudo concluir pues la gente estaba en estado de euforia, y no hubo forma de conseguir que se calmaran y guardaran silencio. Sharrat tuvo, pues, que callar, y los músicos dejaron de tocar, y no nos quedó más remedio que saludar en el escenario mientras los asistentes nos arrojaban pétalos de flores.

Dirigí mis ojos hacia donde estaban sentadas las Entu y observé que Gemezida estaba blanca como una estatua de alabastro. En cambio, Enheduanna tenía la boca abierta en un gesto de estupor, y apenas lograba reaccionar ante las felicitaciones que le llovían por todas partes.

Yo tuve que atender también a una gran cantidad de felicitaciones, pero me las arreglé para que derivaran hacia Sharrat y su preciosa voz, ya que me sentía extrañamente asustada por lo que había sucedido. Me preguntaba qué habría pensado el tío Ektir de haberlo visto.

Esa noche no fui capaz de conciliar el sueño, así que subí a la terraza del edificio donde pernoctábamos las sacerdotisas, y me quedé mirando las estrellas en silencio mientras, por primera vez en todo el día, me invadía una agradable sensación de paz. Sharrat subió un rato después y se sentó a mi lado.

—¿No crees que ha sido lo más increíble que hemos vivido nunca? — Me preguntó casi en un susurro.

—Sólo ha sido un cuenco de sopa — respondí yo con un suspiro.

—¿Qué?

—No te preocupes, Sharrat — añadí —. Sólo es algo que entienden las estrellas, allá lejos, sobre las montañas.

* * *

A la mañana siguiente, y sin que aún hubiera podido asimilar la escena de la noche anterior, recibimos las participantes la invitación, transmitida por Alane, para darnos un baño en las instalaciones del Templo de Inanna, junto al de Enlil. Supongo que las sacerdotisas de Inanna estaban agradecidas por haber elegido un texto referido a la diosa para aquella jornada, y pensaron que un baño sería agradecido antes de emprender el viaje de vuelta a Ur, al día siguiente.

En los baños me encontré con Enanedu, la cual me presentó a la prima que había asistido a nuestra ceremonia de consagración. Empezamos a hablar y noté que se morían de ganas por comentar el espectáculo, pero que no se atrevían. Cuando ya por fin se rompió el hielo e íbamos a explicar los pormenores (y de paso Sharrat iba a tener la oportunidad de volver a convertirse en el centro de la fiesta, repitiendo el canto de algunos pasajes), se presentó la mismísima Gemezida, que estaba de visita en el Templo de Inanna. Decidió tomar un baño con nosotras, lo que coartó en cierto modo la celebración, pero no me importó porque el agua fresca en la piel me estaba quitando cualquier resquicio de nervios que me quedaran de la noche anterior, y no estaba dispuesta a estropear aquel momento por mis antiguas relaciones con Gemezida, la cual, por cierto, centró su atención en Sharrat.

En aquel instante se produjo otro de esos acontecimientos que los dioses colocaron en mi camino, y que hasta años después no supe que eran fundamentales en mi vida.

Un grupo de hombres bastante borrachos, que claramente llevaban toda la noche de celebración, hizo su entrada en la sala, lo que inicialmente no tendría que haber resultado molesto. No era costumbre prohibir a los hombres la entrada en los baños donde había mujeres desnudas, aunque en este caso se trataba de un baño sacerdotal. Estaba claro que esos hombres debían ser de alta condición, o la guardia no les habría dejado irrumpir de esa guisa.

Una vez hecha la entrada comenzaron a burlarse, llevados por los vapores del alcohol, del cuerpo de la Entu Gemezida, que reconozco que no era precisamente una representación adecuada de una diosa. Mi genio de montañesa volvió a salir y me enfrenté a ellos sin pensarlo dos veces.

—¡De rodillas! — Grité haciendo que los recién llegados callaran repentinamente. Uno de ellos pareció que iba a seguir hablando pero yo, sin pensarlo un momento, le propiné un terrible bofetón que casi lo tiró de espaldas —. ¡Ella es Ninlil! ¡Arrodíllate! — Insistí.

En ese instante caí en la cuenta de que el hombre al que había golpeado, era el mismo que me había maltratado en el palacio de Agadé unos años atrás. A pesar del tiempo transcurrido, pude reconocer las facciones altaneras de Naram-Sin. Creo, hoy día, que no influyó en mi reacción la mala experiencia de mi niñez sino que, simplemente, me encontraba eufórica por la noche anterior y mi genio de montañesa sobrepasó la altura de las cumbres de las montañas. Aquellos hombres debieron aterrorizarse al ver a una jovencita de rasgos exóticos, completamente desnuda, dándole órdenes al mismísimo heredero de la corona acadia, o tal vez creyeran que la propia Inanna se había colado en los baños.

—¡Arrodillaos! — Repetí de nuevo con un tono de voz más imperioso todavía —. ¡Ahora!

No sé si Naram-Sin, llevado por sus instintos naturales, hubiera deseado matarme en ese mismo instante. Supongo que hubiera sido lo normal. En todo caso, si estuvo a punto de suceder, me salvó una voz autoritaria pero amable que surgió de entre aquel grupo de juerguistas.

—Perdonadme, señora. No éramos nosotros los que hablábamos, sino un demonio que nos poseyó unos instantes.

Quien así se había expresado era el mismísimo general Shamum, el cual se adelantó, se arrodilló ante Gemezida, y besó el suelo ante sus pies. Permaneció en esa posición mientras los demás, uno por uno y con cierta vacilación, comenzaban a arrodillarse. El último que quedó en pie fue Naram-Sin. En ese instante hizo su entrada Enheduanna atraída por los gritos, la cual se quedó pasmada al ver aquella escena cuyo significado no logró captar.

—¿Qué está sucediendo aquí? — Preguntó.

—No pasa nada, ahatu Enheduanna —. Le tranquilizó Gemezida, que hasta entonces había permanecido en silencio, sin dar crédito a lo que estaba pasando —. El heredero real ha venido a presentarme sus respetos y no sabía que no era el momento adecuado. El general se lo estaba explicando ahora mismo.

A regañadientes, Naram-Sin se arrodilló ante Gemezida y besó el suelo. Luego se levantó con un gesto de furia y se retiró a toda prisa seguido de sus compañeros. El general se retrasó un momento y se me quedó mirando.

—Veo que no sólo te has convertido en una preciosa jovencita sino que, además, aprendiste mucho. Te han enseñado adecuadamente.

—He tenido buenos maestros — le dije con una sonrisa —. Alguno de ellos jugaba muy bien con el tablero.

El general esbozó otra sonrisa y, luego, se quitó un manto con el que había estado protegiéndose del relente durante la juerga nocturna y me cubrió con él.

—Hagamos que la belleza de los dioses se guarde solamente para quien se la merece — añadió. Y luego se retiró tras dirigir una mirada significativa a Enheduanna, que aún no lograba entender lo que allí había sucedido.

Cuando al día siguiente nos encontrábamos en el puerto, embarcando para regresar a Ur, y yo me estaba despidiendo de Enanedu, Enheduanna se desvió del camino a su barco y se me acercó. Me miró a los ojos y sólo me hizo una pregunta:

—¿Por qué elegiste aquellos versos? — Me preguntó.

—Porque eran bellos, y el barro no bastaba para lucirlos. Pensé que así estaban mejor, cerca de la gente, cerca de sus corazones.

La Entu me sonrió con mucha dulzura y luego, sin mediar más palabras, se dirigió seguida del séquito a su barco.

—Espero que no te estén guardando la sopa en las montañas — observó Enanedu con aire divertido —, porque se va a enfriar.

En un mundo azul oscuro
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