XIII

Ittibel no se encontraba en Agadé en aquellos momentos, pues había viajado a Kish por encargo de Enheduanna, para tantear el terreno y ver de cerca la situación de la ciudad y de sus gentes. Al ser una de las kezertu más prestigiosas de Sumeria, disponía de informantes entre todas las prostitutas de cada ciudad, así como entre las shamhatu que se relacionaban con los altos cargos.

Dejé pasar un par de días antes de visitar a Taram-Agadé en sus habitaciones. La niña organizó un buen escándalo cuando me vio aparecer. Se colgó de mi cuello ante el asombro y el escándalo de los criados, y tuve que llevarla en brazos hasta un conjunto de cojines, donde nos sentamos. Me costó un buen rato calmarla, pero al fin, con gran alivio por parte de su nodriza, logré que se sosegara un poco y se limitara a permanecer sentada en un cojín.

—¿Es verdad que eres maga? — Me preguntó de sopetón, casi antes de que pudiera saludarla —. Me han contado algunas criadas ancianas, que las dragonas pueden transformar a las personas en estatuas de piedra, y que pueden hacerse invisibles a voluntad y desaparecer de la mirada de la gente.

Me reí de buena gana con su ocurrencia, aunque tomé cumplida nota de ello. Tal vez algún día me viniera bien aquella superstición de ancianas.

—No — respondí con aire divertido —. ¿Acaso te gustaría que yo desapareciera y no volvieras a verme? — La niña negó con la cabeza y yo adopté un tono de voz más bajo, para dar un aire de misterio a mis palabras —. En las montañas hay magia, pero de otro tipo, ¿sabes?

—¿Son inmortales los dragones?

—En cierto modo, mueren de otra forma — dije.

Y aproveché aquel momento para realizar uno de mis trucos. Tomé un cordón grueso con el que estaban recogidos unos bultos. Ordené a una criada que se me acercara, lo que hizo temblando de miedo. Preparé un lazo con el cordón y se lo pasé alrededor del cuello tres veces, preparando una lazada que tenía toda la apariencia de ser fuerte y capaz de estrangularla. Me volví hacia Taram-Agadé sin hacer caso de los gestos de terror de la criada, pues debía representar mi papel de dragona, y aquellos aspavientos me servían, como improvisadas “llamas de hoguera”, para desviar la atención de los presentes.

—¿Qué crees que sucedería, si diera con fuerza un tirón a ambos extremos de la lazada? — Le pregunté a la niña. Ella abrió los ojos con una mezcla de curiosidad y temor.

—La ahogarías y se moriría.

—¡Por favor, señora... sacerdotisa...! — Balbuceó la criada mientras los ojos casi se le salían de las órbitas de puro terror. Los presentes contenían el aliento, sin atreverse a respirar ante esa escena y el desenlace que, casi, adivinaban en su imaginación. Pero yo les tenía reservado otro final bien distinto.

—Tranquila — le dije yo con una sonrisa —. No soy una sacerdotisa de la muerte, no te preocupes.

Tiré lentamente del lazo, y la niña pudo ver cómo se cernía al cuello de la criada. Luego lo aflojé. Le hice a la criada un ademán amigable para que se le pasara el temor.

—¿Qué crees que pasará si yo hago lo mismo con mi cuello? — Le pregunté. La criada abrió los ojos como platos y no se atrevió a contestar.

Acto seguido, ante el asombro de los que observaban la escena, me pasé el lazo por el cuello rodeándolo con la misma triple lazada y, de repente, di un violentísimo tirón a los dos extremos del cordón, haciendo que Taram-Agadé profiriera un grito que hizo que entraran dos soldados, los cuales se quedaron de piedra al ver cómo la niña, que antes había gritado, ahora reía y saltaba sobre los cojines, mientras yo permanecía delante de ella, con una sonrisa en los labios y el cordón entre mis manos, como si mágicamente se hubiera filtrado a través de mi cuello sin hacerme el más mínimo daño. La criada, al ver aquello, se desmayó, con lo que tuvieron que llevársela inmediatamente para atenderla.

—¡Eres una hechicera! — Exclamaba Taram mientras daba palmadas de alegría y saltaba sobre los cojines, a pesar de que las criadas intentaban controlarla, consiguiéndolo a duras penas.

—Sólo en cierto modo — puntualicé cuidadosamente —. La magia solamente la pueden hacer los dioses. Los hombres sólo imitan, torpemente, aquellas cosas que suceden en los cielos.

Pasé a contarle un par de historias de las montañas y aproveché, dado que la niña me preguntó por el color de mis cabellos y ojos, para narrarle la historia de cómo los hombres habían subido hasta lo alto de las montañas, y habían sido castigados por los dioses. Le conté, pues, que mis rasgos eran una señal de los dioses para recordarle a los hombres que no debe desafiarse a quienes nos crearon.

Por unos instantes me sentí como cuando mi madre me peinaba, sólo que los roles habían cambiado, y ahora me tocaba ser la que narraba las historias. Aunque no veía a Taram como una hija, sino como a una hermana pequeña con la que compartes juegos y experiencias. Tal vez Inanna me enviaba esa niña para indicarme que mi vida, después de todo, no era tan terrible, y que si bien había perdido cosas importantes por el camino, había ganado otras.

Mi madre tenía razón. Hay que pagar el precio de vivir con una sonrisa. Y si lo hacemos, los dioses nos dejarán disfrutar un poco de su verdadera magia, a veces en las pequeñas cosas, como la sonrisa de una niña ignorada por sus hermanos.

—¿Entonces los dioses te han castigado? — Me preguntó Taram con algo de tristeza tras escuchar la historia.

—No. Me hicieron esto para que las demás personas sepan, al verme, que hay que pagar las deudas con los dioses, y que si deseas algo muy costoso en la vida, el precio a pagar será también gravoso. Sin embargo... ¿Tú crees que tengo abejas en la cabeza? — La niña negó con un enérgico ademán —. ¿Lo ves? Sólo tengo unos bonitos cabellos, aunque, ahora que recuerdo, alguien dijo en cierta ocasión, que tenía la cabeza llena de cigarras...

La niña soltó una risotada contagiosa, como sólo los niños pueden soltarlas.

—He deseado que fueras mi hermana desde el día del desfile — me confesó Taram, un poco asustada ante la perspectiva de tener que pagar un precio elevado por su deseo.

—Tranquila, Taram — le dije yo, mientras le daba un beso y la tomaba en brazos para llevarla a su lecho, pues la nodriza me hacía señas de que ya era el momento de retirarse a dormir —. Los dioses no pueden cambiar los ME, una vez que han sido decretados, así que, por desgracia, no puedes ser mi hermana, por mucho que lo desees o pidas a los dioses. Pero te diré algo que te gustará: la amistad no se regala, sino que se conquista y, por ello, los dioses permiten que sea gratuita y que dure toda una eternidad, incluso más allá del propio tiempo.

Cuando, un rato más tarde, acabé de hacer el truco de la desaparición de un anillo, Taram-Agadé dormía con una sonrisa de felicidad en los labios. Años después me confesó que, esa primera noche de nuestra amistad, soñó que volaba sobre las lejanas montañas, mientras un dragón de fuego con escamas de oro puro, le abría camino entre la tormenta, apartando las nubes con sus poderosas alas. Siempre le habían dado miedo las tempestades pero, desde ese día, no volvió a temerlas en sus pesadillas.

Hasta el día de hoy, y espero que para siempre, nuestra amistad no se ha roto, y año tras año se ha fortalecido, aunque tardé un tiempo en darme cuenta de que, la niña, había sido puesta en mi camino como una prueba de la divina Inanna, de la misma manera que me puso, a mi vez, en el camino de Enheduanna. Como bien dijo la Entu, no siempre sabemos leer los mensajes de los dioses.

Mi pequeña amiga me obligó a afrontar una dura prueba que no me quedó más remedio que aceptar, pero cuando esto sucedió, años después, ya estaba preparada para afrontar el altísimo sacrificio que la diosa me exigió. En todo caso, el precio final lo tuvo que pagar su propio padre, el rey, a la mismísima Inanna. Y, al contrario que yo, él nunca ha sabido pagar las deudas.

* * *

Debo reseñar, aunque sea con brevedad, que esa misma noche hice un descubrimiento que me llenó de asombro y, con los días, de esperanza.

Mientras retornaba a mis habitaciones, descubrí caminando por uno de los pasillos, un poco por delante de mí, al general Shamum. Me disponía a acelerar el paso para caminar a su altura y desearle las buenas noches, cuando observé que parecía tener la actitud de alguien que no desea que lo vean ojos indiscretos, así que retrasé un poco mis pasos, a fin de no incordiarlo.

De improviso, se detuvo ante la entrada de unos aposentos, en la zona donde vivían las personas relacionadas con la familia real. Yo me detuve a mi vez, pensando en dejarlo entrar y pasar luego, inadvertidamente, de largo. Alguien salió de entre las sombras de la entrada y se abrazó al general, mientras un apasionado beso se intercambiaba entre los dos.

Me quedé de piedra. La persona que besaba al general era la mismísima Enheduanna. Eso me causó una extraña sensación, como si un montón de hormigas se pasearan por mi vientre. No me molestaba que mi protectora hiciera eso, sino que, más bien, acababa de descubrir algo que no me habían dicho claramente cuando estudiaba para sacerdotisa, y es que el amor no era ajeno a las representantes de los dioses.

Ciertamente, aquello me agradó mucho. Hasta ese día me había sentido mal por mis sentimientos hacia Enlilbani. Los veía como una violación de unas normas secretas, inmutables y escritas en los cielos, y una falta de respeto hacia los dioses. Cada vez que, en lo más recóndito de mi imaginación, rememoraba esos besos furtivos, que tan maravillosa sensación dejaban en mis labios, me sentía como si desde los cielos me contemplaran con furia todos los miembros de la gran asamblea divina, y fuera una apestada y una traidora. Desde que había visto a aquellas dos kezertu en Eshnunna, había deseado ser una sacerdotisa, y creía haber faltado a las más sagradas normas del sacerdocio, al haberme enamorado del hermano de mi amiga.

Pero ahora veía ante mis propios ojos que no era nada malo. Me tranquilizaba saber que, los dioses, no iban a molestarse porque entregara mi corazón a un simple mortal. Pero aún debía aprender más cosas sobre ello, así que esperé a que entraran en el aposento, y pasé a toda prisa por delante.

Aquella noche soñé con Inanna. No sólo no estaba enfadada conmigo, sino que me sonreía.

* * *

Varios días más tarde, Ittibel volvió de Kish. Tardé en verla, pues primero se reunió con Enheduanna. Cuando nos encontramos a solas, en uno de los jardines de palacio, le confesé lo que había descubierto acerca del general y la Entu, y ante mi asombro, reaccionó con una carcajada.

—Ya sé que ibas herida, y posiblemente no estabas para fijarte en detalles, pero esa noche en que os despedí en el puerto de Ur, ¿a quién crees que me refería, cuando le dije a la Entu que diera saludos a quien “ella ya sabía”? — Me preguntó.

Recordé la escena y caí en la cuenta de que, efectivamente, la frase había sido pronunciada con intención. También recordé las miradas que, en ocasiones, había visto intercambiar a ambos.

—¿Entonces tú ya lo sabías? — Insistí, pues en el fondo, sentía la morbosa necesidad de que me diera detalles de aquella relación.

La kezertu señaló a su alrededor con un gesto indolente.

—Posiblemente lo sepa la mitad de la corte. La ciudad no, claro, pero los miembros de la corte sí, por lo menos, los más cercanos.

Aquello me extrañó un poco. Decidí pedir más explicaciones sobre ese tema, que afectaba a mis relaciones con Enlilbani. A fin de cuentas era posible que, a una diosa, se le permitieran cosas que a otras sacerdotisas no se les consintieran. También deseaba saber si ese tipo de relaciones eran conocidas en los palacios, pues me asustaba la idea de que Enlilbani hubiera intentado aprovecharse de una situación prohibida, aunque en el fondo, no creía que alguien que salva a una jovencita de una violación, fuera así. Pero por desgracia, los celos no son ajenos a las montañesas, y la lejanía del muchacho, a veces me hacía sentir mal e imaginar cosas que, en el fondo, sabía que eran demasiado absurdas.

—¿Entonces una gran sacerdotisa puede amar a quien lo desee? — Pregunté, intentando que no se notara demasiado el tono esperanzado en mi voz.

—Claro. Una gran sacerdotisa puede amar, y una sacerdotisa como tú, y hasta la kulmashitu más baja de un santuario puede hacerlo. ¿Por qué iban a molestarse los dioses con nuestros amores? A fin de cuentas — reflexionó la kezertu — tampoco les preocupan nuestros odios, por tanto...

Ittibel se encogió graciosamente de hombros, como si en el fondo le diera igual la opinión de todo el panteón divino.

No quise informarle en aquel momento de lo de Enlilbani, por alguna razón que ahora no entiendo. Supongo, que me daba un poco de vergüenza que se enterara de que me había sucedido eso. Sin embargo, el tema me tenía intrigada y fascinada a la vez.

—¿Y las naditu? ¿También pueden amar?

—¡Claro que sí, Sheru! ¿Acaso el amor es malo cuando hasta los dioses lo disfrutan? Lo que le está prohibido a las naditu — me recordó — es el sexo. Y yo siempre he pensado que es una imposición decidida por los hombres, y no por los dioses, pues tiene más que ver con las leyes de transmisión de herencias, que con los ME. Pero, en todo caso, cualquier naditu puede entregar su corazón a quien lo desee. Ni siquiera los recaudadores de impuestos pueden entrar en un corazón humano, y el amor no se puede cuantificar como un impuesto. Recuerda que, como dice el proverbio: “No todas las casas pobres son sumisas”.

—¿Y cómo sabías tú lo de Enheduanna? — Inquirí con curiosidad, y ya bastante tranquila con respecto a mis propios problemas.

Ittibel suspiró y me acarició el pelo con cariño.

—Lo sé desde que íbamos juntas a la Edubba.

—¿Desde hace tanto tiempo?

Me quedé pasmada, pues aquello no era un simple amor, sino que se asemejaba a una historia de las que el tío Ektir narraba junto a la hoguera, con amores imposibles y eternos, como los decretos de los dioses.

—Sí — asintió la kezertu con un cierto tono melancólico en la voz —. El general Shamum, en esos tiempos, era un joven oficial, y Enheduanna una muchachita como tú. Se enamoraron como dos locos, y yo tuve que cubrirlos muchas veces para que, en aquella época, nadie se enterara de su historia. Llegué a sentirme como una especie de guardiana del tesoro real.

La kezertu rió al recordarlo.

—¿Hubiera estado mal si hubiese salido a la luz?

—No exactamente — Ittibel pareció dudar un momento, como si buscara la explicación exacta a esa lejana situación —, pero el gran señor Sargón tenía planes para su hija, y en esos planes no entraba el matrimonio con ningún oficial, por muy brillante que éste fuera. Por ello, entre otras razones, al principio Enheduanna no quiso aceptar el cargo de Entu de Ur. Por una parte, le aterrorizaba ese puesto, siendo tan joven como era, ya que apenas tenía tu edad. Por otra, además, eso la alejaba de su enamorado. La pobrecilla sufrió mucho por ello, aún lo recuerdo como si fuera hoy, y me vuelvo a sentir mal como cuando venía a mi lado, y yo me sentía impotente y solamente podía abrazarla y dejarla llorar.

—No lo sabía. Ahora que lo dices... tuvo que sufrir mucho...

—Sin embargo... ¡ya lo ves! — Me indicó la kezertu —. Han pasado los años y siguen enamorados como el primer día. Seguramente, las separaciones han ayudado lo suyo.

—Hay algo que me llama la atención, Ittibel — Insistí —. ¿No es la Entu una diosa? ¿Y no está casada con un dios? ¿Entonces...?

—Eso importa poco si no te han obligado a ser naditu — me interrumpió la kezertu, que adivinó inmediatamente por dónde iban mis dudas —. El gran señor Sargón no quiso que su hija lo fuera, y sus razones tendría para ello, pues es cierto que algunas Entu son naditu, y otras no lo son. No creo que los dioses sean celosos — opinó —, y en general sólo se procura que no haya hijos fuera de ese matrimonio divino. Y aún así, cuando los hay, se los considera semidioses. En todo caso, yo soy una ishtaritum, y creo firmemente que para Inanna todas esas cuestiones se resuelven de una forma sencilla: ama siempre que puedas, ama por encima del propio tiempo, ama a todo y a todos y, si es posible, muere de amor. Y si algún dios se ofende por ello, ya se encargará la más grande de las diosas de ponerlo en su lugar.

Guardé sus palabras en mi corazón y cambié de tema, pues tenía en mente otros asuntos que me inquietaban.

—¿Y por Kish? ¿Siguen revueltas las cosas?

—Creo que Kish, por una temporada, no va a molestar al rey. La derrota ha sido un golpe terrible para la ciudad. Siguen teniendo un pequeño ejército pero, de momento, no van a utilizarlo. Iphur-Kish debe afianzar ahora su puesto como rey, dado que su liderazgo ha quedado en entredicho con la tremenda derrota recibida.

Me sentí aliviada.

—Entonces se acabó la guerra — aventuré tímidamente, aunque sospechaba que la realidad era otra.

—No fabriques el collar de la zorra antes de que la hayas cazado — me aconsejó Ittibel con un gesto preocupado en su semblante —. Ahora, los vientos peligrosos empiezan a soplar desde el sur.

—¿Te refieres, tal vez, a Amar-Girid?

Ittibel asintió con firmeza, sin abandonar el gesto de preocupación.

—Exactamente. Empiezo a tener una pequeña idea de lo que trama ese hombre. Su plan comienza a exponerse, poco a poco, pero sin pausas. No es un hombre impulsivo ni poco inteligente, como Iphur-Kish. Está claro que sabe esperar a que los higos estén maduros antes de sacudir la higuera.

—¿Y qué es lo que trama?

—¿Recuerdas que Agatima está ahora en el Eanna?

—Sí, claro — dije yo, recordando a mi antigua compañera —. Algo que sigo sin comprender, pues por más que lo pienso, no la veo de ishtaritum. Reconocerás que es una situación muy singular.

—Entenderás que tengo buenas amigas en el Eanna. De hecho, pasé un año estudiando en su Edubba, antes de dedicarme a kezertu — me advirtió Ittibel levantando divertida una ceja, como si se preparara para ofrecerme una asombrosa revelación que sólo ella conocía —. Lo que me han revelado es inquietante... Verás, el Eanna está dirigido por el hijo del gobernador de Uruk. No es como su padre, que es un hombre de fuerte carácter. Se trata, más bien, de un muchacho débil, que se deja llevar por sus consejeros. Por desgracia, vive dentro del recinto, en su propio palacete, con lo que está lejos de la influencia paterna.

—¿Quieres decir que Agatima se propone seducir al hijo del gobernador? — Aquello me extrañaba mucho, aunque tampoco era imposible, pues mi antigua compañera de Edubba era una muchacha muy bella a la que cualquier hombre desearía. Y también daba por supuesto que, cualquier acercamiento al muchacho, debía consistir en un acto de seducción, porque era imposible un matrimonio entre ambos, por muy hija de gobernador que fuese —. ¿Y que saca Amar-Girid de ese plan? — Pregunté con curiosidad.

—Es que ése no es el plan — me respondió Ittibel con un aire divertido que me desarmó por completo.

—¿Ah no?

—No está seduciendo a ese muchacho — afirmó —, sino a su padre.

Me quedé, de nuevo, asombrada. Eso era algo que no habría pasado por mi cabeza, ni haciendo un esfuerzo de imaginación.

—¡Pero ella no puede casarse con el padre! — Exclamé —. ¡Ni siquiera puede ser su concubina! ¿Qué sentido tiene seducir al mismísimo gobernador? ¿Qué gana con ello? No lo entiendo...

—Lo entenderás si imaginas, paso a paso, el siguiente proceso: primero ella actúa de tal manera que va aislando, poco a poco, al pobre muchacho de sus consejeros más cercanos; acto seguido, seduce al padre y se convierte en su concubina no oficial. ¡Nada como un poco de sexo para alegrarle las largas noches a un aburrido gobernador...! Y, finalmente, repartiendo seducción, simpatía, algo de sexo y alguna que otra cantidad de plata, comienza a formarse, entre los miembros del consejo privado del gobernador, un poco de ambiente favorable a una posible alianza con la ciudad de Ur.

—¡Ahora lo entiendo! Intenta que las dos ciudades firmen un tratado de amistad o de ayuda mutua, ¿verdad?

Ittibel meneó la cabeza preocupada.

—Eso sería lo normal, pero no lo veo tan claro. ¿Para qué utilizaría Amar-Girid a su hija en algo tan simple que se puede negociar y sellar?

—Pues ahora que lo dices, es verdad. No tiene mucha lógica montar ese plan tan enrevesado sólo para tratar un acuerdo.

—El tiempo nos dirá lo que trama — aseguró la kezertu sin abandonar su actitud preocupada. Reconozco que me contagió, y yo también pasé los siguientes días intentando cavilar en aquellos asuntos, pero sin llegar a ninguna respuesta plausible.

El tiempo, amablemente, nos proporcionó todas las respuestas, y no tuvimos que esperar mucho para ello.

* * *

En los días siguientes tuve mucho trabajo junto a Enheduanna, a la que en ningún momento confesé que la había visto aquella noche.

Hubo varios cambios en el entorno de la Entu. Así, por ejemplo, conocí al que se convirtió en su mayordomo, Adda. Se trataba de un personaje un tanto estirado y completamente convencido de su importantísima función, aunque a mí me costaba ver esa supuesta importancia por alguna parte. Se suponía que todo personaje en la corte debía tener un mayordomo, así que Enheduanna aceptó tener uno, ya que la situación indicaba que íbamos a permanecer bastante tiempo en Agadé sin volver a Ur. A mí me resultaba molesto que, cada vez que visitaba a la Entu, o ella me visitaba a mí, tuviera que ser anunciada, pero acepté aquella imposición de la etiqueta con buen humor, pues en el fondo me hacían gracia las maneras excesivamente formales de aquel hombre.

Otro cambio consistió en que Enheduanna comenzó a utilizar la ayuda de un escriba llamado Kitudu, que había realizado dicho trabajo en la corte desde los tiempos de su padre, y por tanto, tenía confianza con él. Se trataba de un hombre bastante afable, que parecía disfrutar de su trabajo como tabsarru [20] de tan importante personaje como era Enheduanna. Hasta ese momento era yo la que, durante los primeros días en el exilio, había llevado la correspondencia de la Entu y sus asuntos personales. Sin embargo, no me ofendí por la contratación de Kitudu, ya que Enheduanna dejó bien claro que deseaba eximirme de esas obligaciones, para que quedara libre de realizar con plena libertad dos labores: por una parte debía proseguir mis estudios de shugia, que andaban completamente abandonados por culpa de aquella vorágine de acontecimientos que nos rodeaban; por otra, quería que la ayudara en una labor que deseaba iniciar sin demora alguna, y de ello debo hablar ahora, pues Enheduanna era una visionaria, y los visionarios, grandes o no, son los que cambian el mundo.

Antes de ello, debo advertir que los cabezas negras poseen una gran cantidad de dioses, yo misma he llegado a consultar registros con más de 3.500 nombres. Ni los propios sacerdotes son, por tanto, capaces de recordar aquello. Los dioses son antiguos, más que el propio mundo, y con el paso de los eones, los propios dioses realizan cambios en su panteón. Es por ello, que un dios que en la antigüedad disfrutó de preeminencia, pasados los siglos puede llegar a caer en el olvido o en un completo abandono. Existe la creencia, entre algunos miembros del clero, de que la importancia de un dios y la magnitud de su poder, viene dada por el número de sus fieles, con lo que si un dios cae en el olvido, pierde todo aquello y baja puestos en el panteón divino.

Enheduanna deseaba realizar tres labores complementarias e importantes: la regulación de todos esos dioses en un panteón ordenado y común a todas las ciudades de Sumeria; el registro de las funciones de cada uno de los dioses, ya que hasta entonces existían diferencias entre unas ciudades y otras e, incluso, entre templos del mismo culto; y finalmente, la imposición y aceptación de Inanna como la más grande del panteón, lo que no era demasiado difícil, dada la devoción que el pueblo llano tenía hacia ella. Pero en este último punto, surgía el problema de las pequeñas diferencias entre la Inanna sumeria y la Ishtar acadia, que si bien no eran insalvables, debían ser tomados en cuenta.

—Tú me diste la idea de cómo hacerlo — nos comentó el día que nos reunió a Ittibel, Alane y a mí misma, para tratar el asunto —. Por una parte, el pueblo ve lo que está escrito o representado en los relieves y, por otra, basta con unificar las diversas naturalezas que se le atribuyen a la diosa. No creo que sea tan difícil, pues todas ellas están muy cercanas unas de otras.

—¿Y si alguna está equivocada? La diosa podría enfurecerse con nosotras — indiqué yo.

—Damos por hecho que esto no puede suceder — repuso la Entu —. Y la razón es sencilla. Los dioses adoptan los poderes que los fieles los atribuyen de forma natural e inherente a su naturaleza, ya que nos crearon para servirlos, y atribuir poderes y funciones a los dioses, es una forma como otra cualquiera de servicio a la divinidad. Desde que existen los ME, no es posible confundir funciones ni entre dioses ni entre humanos, pues todo está regulado desde el principio de los tiempos. Supondremos, por tanto, que todo lo que nos inspire la divina Ishtar, estará decretado en los Me, que ella misma custodia.

—Estoy de acuerdo — intervino Ittibel —. Hasta donde sabemos, los dioses no tienen problemas en adoptar poderes de unos u otros. En el caso de la divina Inanna ella, por ejemplo, se apoderó con la mayor naturalidad de los ME, que hasta entonces pertenecían a Enki, y ello no produjo ningún problema, ni para la diosa, ni para la ciudad de Uruk, donde los ME fueron depositados. Tampoco parece que ese hecho afectara al equilibrio de las cuatro zonas.

—Cierto — asintió Enheduanna —. Es por ello que, simplemente, realizaremos una recopilación. Le he pedido a Kitudu — dijo señalando al aludido que esbozó una ligera sonrisa — que escriba varias tablillas a todas las Entu y Enum de los grandes recintos sagrados. Les he solicitado que nos remitan un informe con los atributos del culto de sus dioses y les he advertido de lo que nos proponemos. No creo que les importe, más bien al contrario. Hasta el momento, debo decir que Gemezida es partidaria de la idea y que ya ha tomado disposiciones para que sus ayudantes redacten el informe, que nos llegará en un corto plazo.

—¿Gemezida está de acuerdo con todo esto? — Pregunté bastante extrañada con la noticia.

—No sólo está de acuerdo con que se realice esta labor, sino que se ha convertido en una entusiasta de la iniciativa. Obviamente — añadió Enheduanna con una sonrisa irónica en los labios —, no le comenté que la culpa la tuvo una montañesa de bonitos ojos. Tal vez hubiera cambiado de idea.

Me ruboricé un poco al escuchar su elogio.

—Gracias, mi Entu. Tampoco hubiera aceptado que se me atribuyera esto, pues creo que sólo soy un pequeño instrumento en algo que empezó, por sí sólo, hace ya tiempo.

—¿A qué te refieres, muchacha?

—A los poemas que tuve oportunidad de leer en la biblioteca de Ur. Me llamaron la atención porque no estaban construidos en la estructura formal y habitual que se estila en las ceremonias religiosas. No era un sacerdote actuando como representante, como es lo normal, sino que el que realizaba la oración, lo hacía cara a cara ante los dioses, sin miedo. En esos versos — afirmé con sencillez — ya existía el germen de un cambio, y creo que si ese cambio llega a realizarse, se deberá a una Entu, y no a una vulgar sacerdotisa. Mi mérito radica solamente, en que me gané una buena paliza por leer lo que no debía.

Enheduanna sonrió.

—¿Sabes por qué mis poemas estaban encerrados en la oscuridad de una biblioteca? — Todas nos miramos unas a otras e hicimos gestos de no saber la respuesta. Enheduanna prosiguió —. Porque nunca tuve el valor para dar el paso de cambiar algo que me resultaba rígido e inamovible. Sí que tienes mérito muchacha, porque esa noche en Nippur tú diste la cara, rompiendo con el convencionalismo y casi consiguiendo que a Gemezida se le detuviera el corazón. Ahora comprendo que tenemos una razón para dar todos los pasos que sean necesarios, para transformar este sistema, aparentemente, inamovible.

—¿Cuál es esa razón, mi Entu? — Preguntó Alane.

—Mi padre deseaba un reino unificado. Para ello colocó gobernadores de confianza dirigiendo las ciudades. También por ello me hizo nombrar Entu en un lugar tan importante como Ur. Impuso en la administración el uso de ambos idiomas, hizo muchas cosas para intentar lograr semejante unificación. Pero seamos realistas, lo que está sucediendo demuestra que nunca logró, siquiera, acercarse a una unión auténtica. Nunca hubo una unificación de facto, sino una serie de actos burocráticos que, a la larga, crearon un ambiente de resentimiento entre los cabezas negras. Se consiguió el efecto contrario a lo que se buscaba.

«Aquel día en Nippur, muchacha, me hiciste comprender que cualquier intento de unión debe iniciarse desde el corazón. No importan los idiomas, ni los dirigentes. No importa la administración ni la burocracia — al escuchar esto Kitudu hizo un gracioso gesto de desagrado —. Lo que importa es el corazón del pueblo llano. Si logramos unificar a los dioses, si logramos que se rece igual en Larsa o en Eshnunna, habremos ganado la más grande de las batallas, porque los cabezas negras serán un único pueblo con los acadios, e importará poco que una mujer casada se cubra con un velo o que muestre su rostro a todo el mundo, porque en su interior le rezará a la misma diosa que su vecina».

«Y en este punto es donde llegamos a la causa por la que os necesito. Ittibel está en las calles, en contacto con sus compañeras kezertu, entre las que tiene un gran prestigio. Tenemos que saber lo que las gentes piensan de los dioses, cómo es la devoción sencilla, al margen de boatos y grandes recintos. La devoción tal y como se concibe en los pequeños altares de los barrios».

—Cuenta con ello — dijo Ittibel.

Enheduanna me señaló con su estilo de escritura.

—A ti, jovencita, junto con Alane, os necesito para que reviséis la biblioteca de Agadé, en busca de todo tipo de documentos relacionados con las oraciones y el culto en otras ciudades. Necesitamos consultar todo ello. En los próximos meses recibiremos informes de todos aquellos Enum y Entu que se unan a la iniciativa, y creo que serán muchos pues, a la mayor parte de ellos y ellas, los conozco desde hace tiempo y sé cómo piensan. Pero necesitamos estar preparadas para el caso de que alguno se resista, pues va a ser una gran lucha teológica. Así mismo — añadió un tanto pensativa — habrá casos en que algún poder divino pueda solaparse. Se me ha ocurrido que se podría solucionar a satisfacción de todos, si nos apoyamos en las advocaciones. Así, por ejemplo, si Ninurta se dedica a la curación junto con Bau, podemos separar títulos a fin de que no se solapen el uno con la otra, y los sacerdotes de ambos cultos estén satisfechos. Pero para ello debemos encontrar información sobre todas aquellas advocaciones que hayan disfrutado los dioses a lo largo de los años en las distintas ciudades, incluyendo las que ya no se utilicen.

Ambas asentimos con entusiasmo. Para mí esa tarea resultaba ser una alegría añadida, pues iba a poder tener una biblioteca a mi completa disposición y con el permiso de una Entu por delante.

—Espero que ningún Enum se enfade por lo que estamos a punto de hacer. Tienen tendencia a ser un poco conservadores, y es toda una revolución, mi Entu — observó Ittibel.

—Los hombres nunca tuvieron el valor de mirarles a la cara a los dioses. Así pues, seremos nosotras quienes lo hagamos.

—¿Y no montarán en cólera? — Advertí yo con algo de precaución, mientras pensaba en el Shangu de Ur y los problemas que le había dado a la Entu a lo largo de los años.

Ittibel soltó una de sus risas cristalinas y me tomó cariñosamente el rostro con una de sus manos.

—¿Quién puede enfadarse ante la vista de tanta belleza? Hasta los dioses saben cuándo hay que contener el aliento.

Todas soltaron una carcajada, aunque eran conscientes de que lo que estábamos iniciando no era una tarea fácil.

—Pues bien — resumió Enheduanna — será mejor que comencemos cuanto antes, pues va a ser una labor larga y dura.

—Es posible que no la veamos terminada durante nuestras vidas — advirtió Alane.

—Cierto. Sé que yo nunca la veré terminada — reconoció la Entu—. Pero soy consciente de que ni siquiera los dioses aparecieron en un solo día, así que mejor empecemos con ánimo y sin desmayar.

—¿Y cómo lograremos que la gente del pueblo se entere de todo esto cuando por fin se organice? Porque a los templos basta con enviarlos una tablilla, pero a los campesinos... — La verdad es que en ese detalle yo vislumbraba un gran escollo.

Enheduanna me dirigió una mirada que pretendía ser seria y divertida al mismo tiempo, y que hizo que un escalofrío recorriera mi columna vertebral.

—Eso, hija mía, va a ser tu labor — debí reflejar un gesto de total estupor, pues la Entu insistió —. Cierto, no te extrañe. Tú abriste la puerta del palacio de Ereshkigal cuando hiciste aquella representación en Nippur. Yo escribiré de nuevo mis poemas, escribiré otros nuevos si es necesario. Y tú, y solamente tú, te encargarás de hacer que los campesinos vean a los dioses con sus propios ojos.

El asunto me dejó anonadada. No iba a ser un cuenco de sopa, iba a ser la mayor comilona de la historia de los hombres. Y lo peor, pensé, es que a mí me gustaba mucho “cocinar”.

¡En menudo lío estaba metida!

* * *

Dos semanas después de la reunión, mientras me encontraba consultando tablillas en la biblioteca, Ittibel entró en la misma y se me acercó con una sonrisa cómplice en los labios.

—Tengo algo para ti — me anunció —. Es un regalo muy especial que te hacemos entre Enheduanna, Alane y yo.

Y me alargó un pequeño objeto.

—¿Qué es esto? — Pregunté, aunque ya lo sospechaba.

—Es tu primer sello. Si vas a realizar trabajos de importancia a partir de ahora, necesitarás uno. La Entu deseaba regalártelo de lapislázuli, pero yo pensé que era más apropiado que fuera de azurita, traída de las montañas de tu madre.

Me fundí en un abrazo con ella. Aquello me emocionó tanto que casi no podía hablar.

—Por fin pareceré una sacerdotisa de verdad — bromeé.

—Siempre lo fuiste en tu corazón, muchacha, ya te lo dije hace años.

Tuve la tentación de comentarle lo del misterioso sello que guardaba entre mis cosas, desde la muerte de mis padres, pero de momento preferí seguir manteniéndolo en secreto. Estaba segura de que el general Shamum habría aprobado aquella decisión, pues no hay que atacar al enemigo hasta que los preparativos del ataque están completos, y no deseaba dar pistas de la existencia de ese sello antes de tiempo. Sabía que su dueño (o dueña) lo había perdido y había tenido que sustituirlo por otro, tal y como me había explicado el escriba de la biblioteca de Ur, así que no deseaba que llegara a sus oídos que el objeto había sido encontrado.

Cambié, pues, de tema, para no caer en la tentación de hablar de mi secreto.

—Ahora podré enviar tablillas por todas las cuatro zonas. Tal vez comience con una carta a Enanedu — comenté.

—Hablando de tablillas — me interrumpió Ittibel adoptando un semblante muy serio —. Acabo de recibir noticias preocupantes. Me disponía ahora a comunicárselas a Enheduanna.

—¿Qué ha sucedido, Ittibel?

—La ciudad de Uruk está muy revuelta. El gobernador murió repentinamente.

—¿Murió por causas naturales o Agatima tuvo que ver en ello?

—Nadie lo sabe, pero gozaba de buena salud antes del fallecimiento. Tampoco es que una muerte repentina sea tan extraña, pero me temo que sí, que Agatima está tras ello. Y ahora es cuando, por fin, se ve la mano y las intenciones de Amar-Girid: envía a su hija para que se convierta en amante del gobernador, y una vez realizado esto... hay venenos efectivos y que dejan poco rastro.

—¿Y el hijo del gobernador? Él dirigía el Eanna, ¿no?

—Ha sido castrado por los soldados de Uruk. Como te dije, corrían rumores de que Agatima conspiraba entre los oficiales y consejeros de la ciudad. Seguramente la plata ha cambiado de mano en grandes cantidades.

—¿Y por qué castrarlo? ¿No sería más rápido eliminarlo directamente?

—Como tú señalaste en cierta ocasión, no es lícito matar o arrojar de su cargo a una Entu o a un Enum. Pero si lo castras, te aseguras de que se centrará el resto de sus días en su carrera sacerdotal y no accederá al cargo de gobernador. No hay leyes, como tales, que digan que un gobernador debe poseer testículos, pero se da por supuesto que tendrá descendencia.

No pude evitar esbozar una sonrisa.

—En cierto modo — observé — eso nos favorece.

—¿Por qué?

—Porque ahora Amar-Girid tiene un enemigo que dirige uno de los tres mayores recintos sagrados de Sumeria, y al que su propia hija debe rendir pleitesía. Creo que ese Enum, a partir de ahora, va a estar muy interesado en las ideas teológicas de Enheduanna.

—Posees una mente afilada, muchacha — aseguró Ittibel mientras soltaba una risita sarcástica —. Efectivamente, opino como tú. Me parece que por parte del culto a Inanna, no va a existir problema alguno. Aunque las kezertu nos hubiéramos encargado de dar un empujoncito, si hubiese sido necesario.

—Entonces — concluí yo —, habrá que seguir las noticias de esa parte de Sumeria con sumo interés, pues no hay duda de que si, Amar-Girid logra colocar un gobernador títere, podrá sentirse con ganas de atacar Agadé.

Ittibel asintió y salió de la biblioteca para informar a la Entu.

Poco sabíamos que, los acontecimientos, iban a precipitarse como un nuevo diluvio. Tres semanas después llegó la noticia de que Amar-Girid había sido coronado en el Eanna como rey de ambas ciudades. Ittibel tenía razón al suponer que grandes cantidades de plata habían cambiado de manos. Las nubes se oscurecían sobre Agadé, pero el primer trueno no vino del sur, sino de un lugar que pocos esperaban, aunque supongo que al general Shamum no debió pillarlo de improviso.

Aquel lugar era el misterioso Elam.

En un mundo azul oscuro
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