XVIII
“¿Quién es bastante grande para alcanzar el cielo?
¿Quién es bastante grande para abrazar la tierra entera?”
(Trad. Sumerio)
Las celebraciones nublaron mi entendimiento. Debí adivinar, al ver el texto, que se avecinaban años de duelo y de muerte para el reino.
“Naram-Sin, el Fuerte, Rey de Akhad:
Cuando las cuatro zonas del mundo se rebelaron contra él, y por el amor con que Ishtar lo amó, venció nueve batallas en un solo año, capturando a los usurpadores que se habían rebelado.
En agradecimiento a que con grandes dificultades afianzó las raíces y la hegemonía de su ciudad, con Ishtar en Uruk, con Enlil en Nippur, con Ninkhursag en Kish, con Enki en Eridu, con Sin en Ur, con Shamash en Sippar, y con Nergal en Kuta, como poderoso rey de las cuatro zonas del mundo lo desearon.
Aquél que dañe esta inscripción: que Shamash, Ishtar y Nergal, comisario del rey, y la totalidad de esos dioses arranquen su raíz, y esparzan su semilla.”
No habían sido, en realidad, nueve batallas en un año, y tampoco todas se ganaron holgadamente, pero con el tiempo he aprendido que la realeza necesita un cierto espacio para maniobrar en la imaginación de aquellos a quienes gobierna. El texto estaba escrito en la parte trasera de una estatua que Naram-Sin decidió regalar al Ekur de Nippur. En poco tiempo había pasado de ser rey de Akhad a rey de la gran llanura entre los dos ríos, aunque resultaba curioso ese título, dado que otros reyes gobernaban partes de aquellas cuatro zonas del mundo. Poco sospechaba yo por aquel entonces que la mente de Naram-Sin anhelaba robar esos territorios a sus reyes, y colocar su pesado pie sobre ellos. Tal vez, si se hubiera detenido en ese punto, en ese momento glorioso de su vida, hoy el reino viviría en paz, y las llanuras no estarían llenas de huesos blanqueando al sol, y yo llevaría una vida tranquila y apacible, tal vez leyendo mis amadas tablillas en alguna biblioteca, o continuando fielmente la labor de Enheduanna. Pero, como ya he dicho, los dioses tenían proyectos para mí, y si los tenían para Naram-Sin, éste hizo al final su completa voluntad, y si ésta coincidió con la de los dioses, es algo que no sabremos hasta que estemos en los palacios de Ereshkigal. En todo caso, dudo que al rey se lo recuerde en los tiempos venideros como a un nuevo gran señor Sargón. Invencible o poderoso, tal vez sí, pero con la admiración que deja el buen gobierno, lo dudo.
Aproveché los primeros días de mi estancia en Ur para recuperar viejas amistades. De aquellos días debo reseñar mi reencuentro con Sharrat, y los agradables ratos que pasé en los jardines con Akkilu, Agisa y la niña. Era consciente de que mi situación había cambiado, y que ahora yo era una de las mujeres que vestían el kaunake de lino, pero no deseaba que aquello influyera en mis antiguas amistades. Eran mi riqueza, y no deseaba perderla. Supongo, por tanto, que resultaba a los ojos de las demás sacerdotisas un ejemplar extraño, pues no es habitual que se relacione con la gente baja alguien que ya no se arrodilla ante un gobernador o un rey, y a quien el protocolo obliga solamente a una inclinación de cabeza.
Justamente a los pocos días de haber retornado a Ur, se nos invitó a palacio para una cena de despedida, antes de que Naram-Sin volviera a Agadé. En la cena tuve que soportar la figura de Agatima, aunque opté por no hacerle ni caso. Me lamento ahora, pasados los años, de no haber podido darme cuenta de la inmensa ambición que corroía su interior, y que tanto ayudó a Naram-Sin a empujarlo en busca de sus quimeras. Hice de tripas corazón y saludé con la mayor deferencia, incluso me arrodillé ante ella, pues era ahora una ishtaritum mayor, y ella me devolvió el saludo con una sonrisa que casi hasta parecía cariñosa.
En realidad la serpiente se había aposentado en el hogar del zorro, y éste no iba a tardar mucho en tener problemas. De momento, Naram-Sin se contentó con colocar a un nuevo gobernador en el palacio de Ur, trasladó a Kudiya a la guarnición de Nippur, y se largó de vuelta a Agadé.
Respecto a mis otras antiguas amistades, Zanka, la shamhatu, se había casado con un fabricante de perfumes, y ahora dedicaba la mayor parte de su tiempo a ampliar el negocio de su marido, aprovechando los contactos que había hecho en sus tiempos de shamhatu. Ya sólo ejercía como prostituta sagrada en las fiestas del Año Nuevo, en las que seguía colaborando con el culto a Inanna. Este aspecto de los cabezas negras, el hecho de que dejan a sus mujeres dirigir negocios y adquirir riquezas, es algo que he constatado que otros reinos no comprenden. De todas formas, creo que un pueblo que deja que las mujeres representen a los dioses, no tiene por qué tener problemas en dejarlas que se labren un futuro. Por otra parte, como dijo una vez la buena de Nineana, si la mujer muere antes, el marido se beneficia con la herencia. Tal vez esos pueblos deberían aprender a ver el lado práctico de la vida, aspecto en que los cabezas negras los superan.
Precisamente Nineana también había logrado casarse. Me hizo mucha gracia enterarme de esto, pues aún recordaba que ella era muy pesimista en esa cuestión, y que se quejaba de que los hombres no se fiaban de las prostitutas. Pero por suerte para ella, se equivocó, y encontró un buen marido en el dueño de unos campos de palma datilera. Supe que por intermedio de los contactos de Ittibel, había logrado un préstamo de un templo, y había abierto una taberna cerca del puerto, además de un pequeño negocio de fabricación de vino de palma que vendía en su propio local. Todas las tardes, sin falta, salía de su taberna y se reunía con las prostitutas del puerto, a las que acompañaba en los ritos del atardecer. Su taberna resultaba un tanto singular, ya que era la única que no disponía de esposas de la cerveza, sino de mujeres libres ejerciendo el oficio.
La primera tarde que Ittibel y yo acudimos a realizar los ritos en el pequeño altar del puerto, se montó un buen revuelo entre aquellas mujeres. Sabía que yo era su niña, su leyenda, la muchacha humilde que ahora vestía de lino, su “pequeña diosa” como algunas me seguían llamando, pero supongo que debido a las habladurías acerca de mi herida, y las posteriores que corrieron sobre mi participación en la guerra (y que la imaginación popular debió inflar bastante), mi imagen entre ellas se había transformado en algo casi inconmensurable. Aquellos primeros días tuve que hacer esfuerzos para que comprendieran que yo seguía siendo la misma jovencita que compartía sus tostadas de avena con mantequilla. También en eso, supongo, debí resultar una sacerdotisa extraña, aunque Ittibel fue una buena mentora y me enseñó a desenvolverme con naturalidad.
Volver a reunirme con mis amigas fue una gran alegría para mí, pero noté que me faltaba algo. Me sentía rara. Todas ellas hacían referencias a mi — casi — muerte, y a las guerras en las que me había visto involucrada, y yo les relataba mi aventura, pero me daba cuenta de que lo hacía de una forma impersonal, como si temiera revelarles lo que guardaba en mi interior. Me sentía como la cronista imperfecta de un mundo complejo, y aunque a veces tuve la tentación de acudir a la taberna de Nineana, sentarme ante una de las mesas, y compartir una jarra de cerveza con ella mientras le describía el dolor de la oscuridad de Umma que llevaba en mi corazón, luego me echaba hacia atrás y encerraba mis pensamientos en lo más profundo, como si temiera que salieran a la luz e incineraran aquel pequeño mundo que los dioses me habían permitido recuperar.
Lo que menos me atrevía a confesar era que tenía pesadillas. De noche, en ocasiones, revivían esas terribles escenas. La mayor parte de las veces me veía de nuevo abrazando aquel cuerpo inerte que se parecía a Enlilbani, sólo que esta vez era él y nos encontrábamos solos en un enorme páramo cubierto de sangre. Pasé varios meses angustiada, hasta que poco a poco fueron remitiendo, y sólo volvieron — y vuelven — a mí de tarde en tarde.
En general, supongo que debía darme por satisfecha, ya que tras el desacuerdo que hubo entre nosotras por la muerte de Amar-Girid, volví a reconciliarme con Enheduanna y ésta dio instrucciones para que yo pasara a residir en el giparu, cerca de ella, entre las qadishtu y naditu de su séquito personal. Se me hacía extraño dormir todas las noches a pocos codos de distancia de donde había matado a aquellos dos hombres, aunque curiosamente, ese detalle nunca me produjo pesadillas.
Y esto de vivir en un giparu constituía otra situación chocante, pues yo no era naditu, ya que ningún contrato familiar de tal situación me unía al templo, ni tampoco era una qadishtu como tal. Supongo que se me consideraba lo segundo, aunque era una extraña qadishtu sin familia que me respaldara al otro lado de las murallas del recinto, y desde luego, si hubiera deseado casarme, y bien sabía Inanna que lo hubiera hecho sin pensarlo un sólo instante, con una persona en concreto, esa persona no hubiera podido hacerlo con una qadishtu tan poco importante y de tan poca fortuna.
Varios meses después de mi retorno a Ur, tuve que realizar un pequeño viaje con Enheduanna a la ciudad de Nippur, lo que por razones obvias me llenó de alegría. Al llegar tuve la satisfacción añadida de comprobar que las murallas se estaban reconstruyendo, así como arreglando los daños del terremoto en el recinto sagrado de Enlil. El templo refulgía al sol con su nueva capa de revoco blanca, destacando como delicados bordados de un chal, unos bellos diseños azules en la parte alta de sus muros.
Gemezida deseaba que Enheduanna acelerara el proceso de su cruzada personal. Lo malo es que tras una charla que duró una tarde entera, ambas quedaron convencidas de lo que yo ya sospechaba, y es que iba a ser una labor de años. Sin embargo, las dos se pusieron de acuerdo en que el primer acto podría darse en una fecha cercana, y que debía consistir en una repetición del recital que, tiempo atrás, había causado tanta impresión en el Ekur. La idea esta vez era repetirlo en la ciudad de Ur, con la asistencia de varios de los Enum y Entu que se habían unido a la iniciativa, aprovechando la Fiesta del Año Nuevo.
El disgusto llegó para mí cuando me enteré de que Enlilbani no estaba en Nippur. Había viajado a Agadé, para resolver unos problemas burocráticos relacionados con el envío de las tablillas de impuestos a la capital del reino. Tuve, pues, que tragarme mi decepción (Ittibel me había regalado un bonito collar de azurita y ámbar, y deseaba estrenarlo con Enlilbani).
Me dediqué, entonces, a proporcionarle a Gemezida algunos buenos consejos que le ayudarían en la resolución de esos problemas, ya que como me había encargado de la recepción de las tablillas, sabía a qué escriba se debía regalar un kaunake, y a qué ministro — Apiyatum — podría agasajarse convenientemente si viajaba a Nippur.
Por un momento supuse que Gemezida había empezado a tomarme simpatía por aquel pequeño servicio que le hice, pero no tardó en volver a actuar como si yo no existiera, así que pasé el resto de los días en compañía de Enanedu, la cual parecía necesitarme más que el recinto de Enlil, pues se había cumplido un año de la muerte de su padre.
Fue entonces cuando supe que mi amiga tenía conocimiento de lo de mis relaciones con su hermano. Y lo supe de forma un tanto brusca, aunque supongo que Enanedu era consciente de que no existía otra forma más suave de digerir las noticias que me iba a dar.
—Mi hermano se casará en unos meses. Creo que deberías saberlo — me informó una tarde, mientras cenábamos en la pequeña casa dentro del recinto del Templo de Inanna, en la que vivía desde la muerte de su padre.
—Espero que sea inmensamente feliz y que tenga hijos tan buenos como él y, por lo menos, una hija tan peligrosa como tú — dije, en un intento de disimular que notaba como si la puñalada del costado me la hubieran repetido en el corazón. Era la misma sensación que había sentido cuando, convaleciente, había visto entrar a Enlilbani del brazo de su hermana en mis habitaciones. Volvía a sentirme molesta e insegura, y aquello no me gustaba nada.
Enanedu sonrió levemente y luego permaneció un rato en silencio, saboreando un dátil, sin saber muy bien qué hacer. Comprendía mi necesidad de ser dura, dada mi naturaleza montañesa, pero también era mujer y sabía lo que se fraguaba en mi interior. Finalmente me pasó un brazo por los hombros, como solía hacer desde los tiempos de la Edubba.
—Habrías sido una esposa perfecta para él — comentó de repente. Debí poner una graciosa cara de estupor, así que volvió a sonreír —. ¿Creías que no lo sabía, Sheru? Bueno, en realidad no sé si me enteré desde el principio, o pasado un tiempo, pero él me lo confesó. Siempre he sido su confidente, por lo que era lógico que me lo dijera. ¿Quién iba a saber, mejor que yo, cómo resquebrajar esa capa de piedra con que las montañesas recubrís el corazón?
Asentí con la cabeza, ya que Enanedu tenía razón. A veces mi cabezonería es un arma de doble filo, y tiendo a cortarme mis propias manos con ella. Aunque bien pensado, tampoco fui tan indiferente con Enlilbani. Sólo me resistí lo justo para quedar bien ante mí misma.
—Reconozco que estoy aliviada — afirmé —. Pero ahora me siento como una idiota por no habértelo dicho antes. Te agradezco que seas comprensiva y no intentes tirarme por la ventana.
—No importa — comentó mientras se encogía de hombros y tomaba otro dátil, fingiendo una irónica indiferencia —. Lo habría hecho, pero luego recordé que eras la única amiga que puede apuñalarme sin pensarlo dos veces, y el Templo de Inanna perdería a su ishtaritum más bella. Además — añadió cambiando el tono irónico por uno de cariño —, eres la mujer que mejor lo ha tratado nunca.
Me extrañó mucho aquella frase.
—¿Qué quieres decir? — Pregunté.
—Ser un muchacho cojo y un poco tímido no te convierte en el rey de las fiestas. Todas las mujeres que se le acercaban, lo hacían solamente por ser hijo del gobernador, no por sus méritos personales, y eso a él le disgustaba muchísimo. Tú fuiste la primera que lo aceptó sin darle ninguna importancia a su futura herencia. ¡Por Inanna, que las montañesas sois muy raras...! — Mi amiga no pudo contenerse y añadió aquel detalle con su lengua afilada.
—¿Y quién es ella?
—Puedes estar tranquila, la he elegido yo. Es una buena muchacha. Dado que ya no va a ser gobernador, y que es un funcionario importante del templo, consideré lógico elegirle a una mujer salida del clero. Los padres de ella son un nashpatu y una qadishtu del Templo de Bau en Eshnunna.
Al escuchar aquella referencia a una ciudad tan cercana a la aldea donde había nacido, una ligera alegría me envolvió, aunque no la suficiente para acabar con mi melancolía.
—Si es de esa zona, será una buena chica — afirmé.
—Por eso la elegí entre las varias candidatas posibles. No pensaba que fuera a ser de tan lejos, pero una de mis primas me informó sobre ella, tras volver de una visita a las kezertu de Eshnunna.
—Perfecto entonces, me alegro de que todo salga bien — dije. Y luego me sumí en mis pensamientos, que la verdad es que no eran muy alegres. Enanedu debió notarlo, así que me dio un pescozón.
—¡Sheru, por Inanna, no seas tonta! — Me gritó —. ¡Puedes seguir estando con él! Esto es el país de los cabezas negras, no uno de esos lugares incivilizados de los que nos hablaba Gemezida.
—Lo sé, pero no será igual... supongo... no sé... — La verdad es que me sentía hecha un lío. ¡Claro que sabía que no había ningún problema en continuar mis relaciones con él! Pero mi parte montañesa me repetía al oído que las cosas no estaban tan claras y, por otra parte, me aterrorizaba, sin saber muy bien la razón, la opinión que la muchacha pudiera tener de mí. Supongo que si Ittibel hubiera estado allí, con nosotras, habría soltado una carcajada y habría dicho: «¡Con naturalidad, Sheru! ¡Todo se resuelve con naturalidad! No es una competición por un hombre si tú no quieres que lo sea. Deja que Inanna resuelva las cosas a su modo...».
—Tú de momento hazlo, ya tendrás tiempo de arrepentirte cuando seas una anciana y se te caigan los dientes — me aconsejó Enanedu. Aunque yo pensé para mis adentros que ella lo tenía más fácil, pues una ishtaritum no es esposa de nadie, mientras que una qadishtu extraña y pobre, puede serlo en potencia.
—¿Piensas que alguna vez llegaré a estar así? — Pregunté un poco divertida y con ganas de no insistir en el tema de Enlilbani.
—¡No, ni hablar! ¡Seguro que en las montañas tenéis algún conjuro que evita que los dientes se caigan!
Solté una carcajada y le conté, por primera vez, la circunstancia que hizo que mis padres unieran sus vidas. Enanedu se había equivocado. Los conjuros efectivos para los dientes los tienen los cabezas negras. Permanecimos juntas varios días, y yo intenté quitarle importancia al asunto.
No sé si Enanedu se convenció, pero en todo caso, ya no volvimos a tocar ese tema.
Cuando volvimos a Ur, me encontré con que tenía dos trabajos importantes que realizar. El primero consistió en que Enheduanna me encargó que supervisara la gestión del Enamtila, el pequeño Templo de Enlil que existía en Ur. Por lo visto su Entu no era muy hábil, ni con las cuentas, ni controlando los sangrados que los escribas aplicaban a las mismas, por lo que Gemezida le había solicitado a Enheduanna que echara una mano. Se me encargó, pues, a mí el trabajo, aunque la Entu no me aclaró nunca si Gemezida sabía que yo era la que le iba a mejorar las ganancias a su templo.
El segundo, más agradable para mí, es que me tuve que poner manos a la obra y volver a preparar un grupo de personas con el que volver a representar el recital de la “Bajada de Inanna a los infiernos”. Por supuesto, volvía a contar en el papel principal con Sharrat, y esta vez no sólo tenía a mi disposición un grupo de locas jovencitas como la anterior, sino que pude contratar músicos, y convencer a sacerdotes para que participaran de forma activa en el espectáculo. Reconozco que la ayuda de Sharrat fue fundamental, ya que no sólo tenía su bonita voz, sino que ya era la profesora de música con más prestigio del santuario. También pude disponer de la ayuda de las compañeras kezertu de Ittibel, que se encargaron de la parte correspondiente a la diosa. Enheduanna decidió darme carta blanca con más seguridad que la última vez, sabiendo ahora lo que iba a suceder, y la utilicé bien, como veremos luego.
Fue un mes y medio de intenso trabajo, pero al final quedé satisfecha.
Las fiestas del Año Nuevo dieron comienzo de forma más multitudinaria de lo que habían sido en los últimos años, ya que ahora estaba de nuevo en el giparu la Entu, y las gentes de la ciudad y de los campos de alrededor sentían que había una alegría nueva en el ambiente.
El primer día transcurrió como en un sueño, y lo pasé recibiendo junto con Alane y Ninkinda a los diversos Entu y Enum que se aposentaban en la ciudad, algunas en nuestro giparu; otros y otras en edificios del recinto sagrado, el palacio del gobernador o en los templos de su dios, si existía en la ciudad, como sucedió por ejemplo con la Entu de Enki de Eridu, que se alojó en el Dilmún, donde se especializaban los escribas, detrás del Templo de Nannar.
Gemezida, como Entu del gran Enlil, protagonizó una aparición espectacular, llegando al puerto en un bellísimo barco de madera pintado de blanco y plata, y adornado con lapislázuli. También pude conocer ese día a Zimrri-Lim, el Enum del Eanna de Uruk, al que habían convertido en eunuco por iniciativa de Agatima. Resultó ser un joven afable, que desde el primer instante no dejó de traslucir su simpatía hacia la Entu de Ur, por haber sido ésta enemiga de Amar-Girid. Con él viajaba la anciana Entu de Anu, del recinto sagrado de la Kullaba de Uruk, que se pasó un buen rato enumerando los pillajes que Amar-Girid había hecho en su recinto. Reconozco que me escandalicé al saber que se había comportado como un vulgar ladrón. Muchas de las estatuas y piezas robadas se encontraban aún en Ur, y Enheduanna ayudó a catalogarlas y devolverlas al recinto de Anu.
Lo que iba a celebrarse era algo muy especial, ya que todos aquellos grandes sacerdotes y sacerdotisas habían renunciado, por un año, a realizar aquella fiesta tan señalada en sus recintos, y habían aceptado viajar hasta Ur dejando sustitutos/as en sus templos, simplemente, para dar un ejemplo a los que aún no se habían unido. Un mensaje de unidad y de aceptación, en suma, del proyecto de Enheduanna.
No acudí a la recepción y posterior fiesta que el gobernador ofreció en el palacio. Tenía una cita importante con uno de los acompañantes de la Entu de Nippur. Por fin, en una habitación vulgar de la taberna de Nineana, pude enseñarle a dicho acompañante el collar que me había regalado Ittibel. Y digo bien cuando indico que le enseñé el collar, pues mis ropas tardaron poco en permanecer cubriendo mi cuerpo. Yo me decía para mis adentros: «Naturalidad, Sheru, tómalo con naturalidad». Pero no. ¡Cómo podría tomarlo con naturalidad, si mi piel se estremecía cada vez que su aliento revoloteaba sobre ella...! ¡Si con cada beso que me daba, mis piernas temblaban, mi corazón amenazaba con salirse de mi pecho, y yo se los devolvía con creces...!
En realidad, reconozco que fue una noche más agridulce de lo que me hubiera gustado recordar. Por una parte, me inflamé tanto que, por momentos, sentí que la propia Inanna se apoderaba de mí, lo que fue placentero y bueno para ambos, pero por otra, no lograba quitar de mi cabeza lo que Enanedu me había dicho en Nippur. Y lo peor es que no sabía cómo comentárselo, pues no sabía si se iba a ofender o molestar.
Él debió notarlo, pues de repente, comenzó a navegar de tal manera dentro de mi vientre, que el fuego que me invadía rebosó de mis entrañas y me envolvió hasta que casi no podía respirar, y mi parte montañesa salió a su vez, como un dragón victorioso y rugiente de mi interior y acabé desgarrando a arañazos su espalda. Y en ese momento ya nada me importó, ni el futuro, ni las costumbres de los cabezas negras ni, Inanna me perdone, la propia diosa.
Cuando mi león dejó de navegar, caí en el lecho postrada, jadeante y sudorosa, sin saber muy bien lo que había sucedido, esperando que fuera una compensación de la diosa por los malos momentos que me había hecho pasar.
Me disponía a abrazarlo, como había hecho siempre hasta ese momento, pero él me volvió a sorprender abrazándome a mí. Me envolvió en sus brazos y estuvo un rato aspirando el perfume de mis cabellos y acariciándome. Luego me dijo al oído: «Ahora ya sabes que, aunque me case, siempre te tendré entre mis pensamientos».
—¡Enanedu te ha dicho...! — Repuse un poco sorprendida.
—Sí — me confirmó él mientras me acariciaba los desordenados cabellos —. Es la mejor hermana que pueda tener alguien. Sabía que ambos lo íbamos a pasar mal, sin saber quién debía dar el primer paso para contarlo, así que decidió intervenir ella.
—Es una gran amiga y una gran hermana — suspiré y cerré los ojos.
No estaba muy segura de que aquello hubiera arreglado la situación, y seguía teniendo una bola de piedra en mi interior, cada vez que pensaba en ello, pero también estaba decidida a que esa noche, por si se tratase de la última, fuera mía y solamente mía. Y de Enlilbani, claro...
Y tuvimos toda una larga y maravillosa noche para demostrárnoslo.
El día más importante de todos, el último de las fiestas, comenzó con una gran ceremonia religiosa. Desde los tiempos del gran señor Sargón, nunca se habían reunido tantos grandes miembros del clero. Varias procesiones ceremoniales se realizaron desde los distintos templos (y en caso de que no existieran, desde algún barco del puerto) hasta el recinto sagrado. Todas ellas eran seguidas multitudinariamente por la gente de la ciudad, pues como era costumbre, se arrojaban panes y dátiles a la multitud.
Cada vez que una procesión llegaba al recinto, la estatua del dios correspondiente era subida a la plataforma del Templo de Nannar, y se colocaba de cara al gran patio. A lo largo de la mañana el borde de la plataforma fue, por tanto, colmándose de imágenes divinas adornadas, con toda pompa, con los vestidos más ricos de que disponía cada templo.
Por la tarde, todos los grandes sacerdotes y sacerdotisas en conjunto, realizaron una ceremonia especial. Primero esperaron todos ellos, cada uno junto a la estatua de su dios, y con una sacerdotisa de alto rango a su lado sujetando una rama de higuera. Luego Enheduanna salió del Templo de Nannar, acompañada de un séquito de sal-me, sal-ishib, qadishtu de alto rango, y alguna naditu relevante.
Participé en la ceremonia de forma muy cercana, pues al contrario que las otras sacerdotisas y miembros del clero, que tuvieron que arrodillarse a los pies de la plataforma por falta de espacio, porté la rama de higuera de Nannar, por orden expresa de Enheduanna. Me había ordenado también que descubriera mis cabellos, para lo que Palili me hizo un peinado especial en el que destacaban tres largas trenzas que me llegaban hasta la cintura, sobre las que tuve que acomodar la diadema de “falsa realeza” como yo solía denominarla, desde aquel día en que el rey me ordenó llevarla en ceremonias oficiales.
Los distintos Enum, así como las Entu, empezando por Gemezida, que no dejaba de mirar con cierta aprensión mis cabellos, se fueron adelantando por turno hasta la estatua de Nannar. Allí se representó un acto, el cual recordaba el sellado de la Tabla de la Vida por parte de los grandes dioses del panteón, para lo que Gemezida había traído de Nippur una reproducción de la misma que se había colocado a los pies de las estatuas de Enlil y Nannar.
Una vez que los “dioses” habían sellado la tabla y reconocido, por tanto, a Enlil como el jefe de la asamblea divina, se dio paso a los sacrificios. Supe, por Enheduanna, que se había pensado realizar algo para afianzar la importancia de Inanna en el panteón, pero se había decidido a última hora que tal vez eran demasiados asuntos a la vez, y que aquello podría conseguirse más tarde, cuando se hubieran popularizado los “poemas de los dioses”, para lo que Enheduanna tenía pensado visitar una buena cantidad de ciudades y realizar ceremonias especiales en todas ellas.
Me alegré, sobre todo, por Ittibel, que ese día estuvo junto a mí en lo alto de la sagrada plataforma. Y es que, como Agadé no envió representante alguno, ya que hubiera tenido que acudir Agatima, y ésta no parecía entusiasmada por tener que hacer de acompañante-ayudante de Zimrri-Lim, se decidió que el Enum fuera acompañado de la kezertu más importante de Ur, que era mi amiga, la cual, por tanto, llevó como yo la rama de higuera.
Y debo decir, ahora que lo recuerdo, pasados los años, que aquel día los asistentes a la ceremonia no fueron capaces de quitar los ojos de Ittibel, y que aunque Enheduanna no se atrevió a resaltar el papel importante de Inanna, hubo una diosa reencarnada caminando por la plataforma.
Como eran muchos dioses, hubo una gran cantidad de sacrificios, y en algún momento la plataforma llegó a parecer la puerta trasera de una carnicería, lo que a mí me resultó molesto, pues me convertí por culpa de ello en la protagonista de un hecho singular. Cuando estaban sacrificando el buey correspondiente a la diosa Inanna, un chorro de sangre manchó mi kaunake, lo que resultó curioso, pues ninguna otra sacerdotisa había recibido salpicaduras, a pesar de encontrarnos bastante apretadas en aquella plataforma. Por si fuera poco, el nashpatu no realizó bien su trabajo, y el buey, a pesar de sangrar abundantemente, sobrevivió al degüello. Iban a realizar un segundo intento, pero Zimrri-Lim decidió perdonar al animal, el cual vivió largos años, una vez repuesto de la terrible herida, en el recinto del Eanna. Enheduanna volvió a dirigirme una de sus miradas inquisitivas, y observé que tras la ceremonia se reunía disimuladamente con algunos barum y raggimtu, y sospecho que fui yo la protagonista de sus consultas.
Aquella noche, el recital transcurrió tal y como se suponía. Utilicé la misma estructura que la otra vez, aunque en esta ocasión disponía de más medios, así que pude añadir más personajes, los participantes no tuvieron que representar más de un papel y pude incluir otros elementos de adorno, como coros adicionales.
Los grandes sacerdotes y sacerdotisas asistieron a la representación desde una grada, junto al gobernador y su familia, dejando que los ciudadanos de Ur se sentaran en el suelo tal y como años antes había sucedido en Nippur. La diferencia es que esta vez no se celebró en el recinto de Nannar, en el que no había espacio suficiente, sino delante del palacio del gobernador, en una enorme plaza acondicionada para la ocasión.
Algunos de los efectos que había ideado pude hacerlos más impresionantes. Así, por ejemplo, la gran llamarada del dios Enlil, resultó tener un tono azulado y ya no fue tan improvisada como la otra vez, con lo que ganó en espectacularidad y fue acogida con un sobresalto por los presentes.
La nube de trocitos de tela blanca del dios Nannar fue sustituida por una nube de pétalos de rosa blanca, que hizo que parte del público derramara una buena cantidad de lágrimas, al recordar los hechos acaecidos al final de la guerra.
Incluso, me permití incluir un detalle inesperado en el pasaje, ya que cuando el fiel Nishibur clamaba ante el dios Enki, se escuchó inesperadamente una voz procedente de la grada de los grandes miembros del clero. Y es que días antes, el Shangu del recinto sagrado de Enki de Eridu, se interesó por el recital y se había dejado caer por los ensayos. Al comprobar su interés, le propuse aquel gracioso cameo, y decidí que nadie, salvo la Entu de Enki de Eridu que debía dar su aprobación, supiera lo que iba a suceder. Por ello, cuando las gentes volvieron la cabeza y miraron a la grada, vieron al Shangu, adornado con una falsa tiara de cuernos y una larga barba rizada, cantando el texto:
¿Qué pasó?
¿Qué es lo que ha hecho mi hija?
¡Inanna, Reina de todas las tierras! ¡Sagrada Sacerdotisa celestial!
¿Qué ha pasado?
Estoy triste. Estoy afligido...
Luego bajó de la grada y se dirigió hacia Nishibur, entregándole la criatura kurgarra, ni macho ni hembra, que debía sustituir a la diosa en los Infiernos, mientras cantaba de cara al público:
Acudid al inframundo,
y entrad como moscas por la puerta.
Ereshkigal, la Reina del infierno, se está lamentando
con los gritos de una parturienta.
No hay sábana que la cubra.
Sus senos están descubiertos.
Su cabello se arremolina alrededor de su cabeza,
como el tocado de una Entu...
Luego, se retiró con disimulo. Debo decir que cantó admirablemente bien y que fue ampliamente felicitado tras el recital.
Esta vez nos dejaron acabar, y yo pude hacer el papel de Dumuzi, al final del espectáculo, aunque pude notar que estuvo a punto de ocurrir lo que la anterior ocasión. Tal vez la presencia de tanto gran sacerdote y gran sacerdotisa hizo que las gentes sencillas se contuvieran un poco, y se reservaran para el final de la obra, momento en que las ovaciones se asemejaron al diluvio del bueno de Utnapishtim.
Enheduanna fue felicitada por los presentes y, como era de esperar, comenzaron a lloverle peticiones acerca de sus “poemas de los dioses”, influyendo además el hecho de que el poema de Ningirsu se estrenaba en Lagash durante aquellas fiestas del Año Nuevo, y que días después llegaron noticias de que había sido un éxito entre las gentes de esa ciudad.
En todo caso, el Descenso de Inanna también fue un éxito para las gentes de Ur. Una semana después, mientras me encontraba con Ittibel en la taberna de Nineana, escuché cantar a uno de los pescadores el lamento de Nishibur. Nunca un cántico de un pescador resultó tan agradable a mis oídos.
Ittibel me dio una palmada cariñosa en el muslo.
—Al final va a resultar que ambas teníais razón — Dijo.
—¿Es que lo dudabas?
—Tenía gran confianza en tus habilidades, pero como yo no asistí a lo de Nippur... Sí, reconozco que no las tenía todas conmigo.
—¿Y ahora qué piensas?
—Ahora pienso que el futuro va a ser muy difícil, porque no hay duda de que esto va por buen camino, pero no conozco ningún camino donde no haya piedras, en ocasiones puntiagudas — aseguró Ittibel con el ceño fruncido.
—Eres como el pobre, que si tiene sal no tiene pan.
—Yo no tengo magia de las montañas, me apaño con lo que improviso. Pero Sheru, te reconozco que algo me tiene asustada.
—¿El qué?
—¿Y si esto es más grande de lo que suponíamos? Habrá más que piedras. Encontraremos muros enteros de rocas de las montañas que se opondrán a nosotras.
—Tal vez tengas razón, pero habrá que confiar en Inanna — opiné encogiéndome de hombros.
—Eso, siempre — murmuró Ittibel mientras bebía un sorbo de cerveza.
Mi despedida de Enlilbani fue más alegre de lo que habría supuesto. Ambos nos habíamos hecho ya a la idea de que nuestra relación iba a transcurrir así, entre una visita y otra, y teníamos claro que debíamos aprender a aprovechar aquellos instantes que los dioses nos regalaban, por lo que intentamos enfrentarnos al futuro con ánimo.
Estuvo largo rato abrazado a mí, sin hablar. Desde el día del recital no había hecho ningún comentario acerca del mismo, y eso me tenía hecha un manojo de nervios al suponer que no le había gustado, así que no pude contenerme y le pregunté:
—¿No me dices nada sobre el recital?
Enlilbani jugueteó un rato con una de mis trenzas, haciéndome esperar la respuesta con algo de morbosa complacencia.
—Hay momentos en la vida — dijo por fin —, en que la más grande de las ovaciones, es un silencio.
Le pagué aquel elogio con el más dulce de mis besos, mientras en mi interior rezaba a Inanna para que aquello pudiera repetirse.
Una vez acabadas las celebraciones del Año Nuevo, mi trabajo junto a Enheduanna comenzó a volverse frenético. Al igual que en Agadé, tuve acceso pleno a la biblioteca del recinto sagrado, que era más grande y antigua que la de la capital.
Volví, pues, a reanudar mis relaciones con Eluti, el cual se alegró bastante al verme. Por aquellos días, los poemas de los dioses avanzaron a gran velocidad, mientras Enheduanna rellenaba frenéticamente tablillas, y siempre me pedía mi opinión, con lo que a veces me tocaba pasar largo tiempo en sus habitaciones.
Trabajaba sin descanso, sospecho que porque se había dado cuenta, al igual que yo, de que aquella labor podía exceder el término de su vida. Alguna de las noches se quedó dormida a mi lado, y tuve que acostarla y arroparla en el lecho, como si yo fuera la madre y ella la hija. En otras ocasiones se intercambiaron los papeles y fui yo la que se quedó dormida, aunque fueron las menos, pues mi juventud me proporcionaba fortaleza ante el cansancio. Así que a veces, aprovechaba que Enheduanna se había dormido para leer algunas de las tablillas que se habían quedado a medias, y los proyectos de poemas que estaban iniciados, con el fin de darle a mi protectora alguna idea al día siguiente o, cuanto menos, alguna opinión constructiva.
Una de esas noches sucedió un momento mágico. Y sí, he dicho mágico, porque hay momentos en que no somos capaces de darnos cuenta de que los dioses han colocado su mano en algún hecho de nuestra vida cotidiana, y en otras ocasiones captamos que algo se pasea por nuestro corazón, y suponemos que tal vez es que en esos instantes un dios nos está mirando y, por tanto, ese momento debe ser recordado.
El momento del que hablo es de esos últimos, y sucedió al año siguiente de finalizada la guerra. El año que Naram-Sin humilló al rey de Magán, Mannudannu.
Enheduanna se quedó dormida aquella noche, mientras hablábamos de unas correcciones al poema de Nannar. Me agarraba de la mano en esos instantes mientras leía su tablilla, y noté cómo esa mano se aflojaba y la tablilla caía en su regazo. Solíamos trabajar junto a su lecho, para prevenir esos momentos, así que acosté a la Entu en su cama y la cubrí con una manta. Luego me senté en su escabel, con la intención de clasificar las tablillas para que se las encontrara ordenadas a la mañana siguiente.
De improviso, mis ojos se vieron atraídos por unos textos que no identificaba con el dios Nannar. En una tablilla pude leer:
Dueña de todos los decretos sagrados,
luz cegadora.
Mujer infalible llena de brillo,
Cielo y Tierra son tu abrigo...
Los versos parecían un texto dedicado a Inanna, y la fuerza de aquellas simples palabras me cautivó. En otra tablilla encontré otro retazo de lo que parecía el mismo esbozo de poema:
Con un: “¡ya es bastante para mí!, ¡ya se colmó el vaso!”
he dado comienzo, ¡oh dama exaltada! a este poema sobre ti,
que yo te recito a media noche
y el solista repetirá a medio día...
Aquellos otros versos eran de un atrevimiento como nunca había leído antes. Enheduanna se colocaba, ahora más que nunca, ante la vista de los dioses y proclamaba sus anhelos, sus esperanzas e, incluso, sus problemas:
Yo la Entu, yo Enheduanna,
porto el canasto ritual,
y entono la invocación.
Pero he sido arrojada al pozo de los leprosos.
Yo, incluso yo, no puedo vivir sin tu presencia.
Otros me hicieron recordar hechos recientes que ya habían sucedido:
Como una golondrina me arrojó por la ventana,
y mi vida se ha consumido.
Él me hizo caminar por las rocas de la montaña,
él me arrancó la tiara de Entu.
Las manos me temblaron unos instantes y supe que era algo importante. Que se había iniciado un proceso cuyo final no estaba al alcance de mis ojos, pero que sí lo estaba en la mente de una diosa, porque no tenía duda de que Inanna nos estaba mirando en esos instantes.
—¿Te gustan? — Preguntó una voz cansada desde el camastro. Apenas supe qué contestar.
—Los poemas de los dioses son bonitos, pero esto... — tomé aire y lo pensé un instante —. Esto es el inicio de una hoguera.
—¿Son bellos?
—Son más que bellos, son parte de una vida. Hay una vida humana unida a la divinidad. Mi Entu — añadí —, os habéis atrevido a mirar a los ojos de los dioses y ellos no os están fulminando. Tal vez sea éste el momento que ellos nos designan. Los nuevos dioses que dirigen el panteón no se sienten molestos por la mirada de los hombres, y creo que estas palabras agradarán a la diosa.
—¿Te gustan, entonces? — Me volvió a preguntar Enheduanna con voz agotada, mientras sonreía débilmente.
—Mi Entu — me levanté y paseé por la estancia nerviosamente —, esto es difícil incluso para mí, es demasiado real. Necesitaría la magia de todos los dioses de todas las montañas del mundo. ¡Hay tanta fiereza, y belleza, y... vida...! Hay fuego que sólo puede recitarse con fuego, y viento tempestuoso que sólo puede recitarse con los rayos de una tormenta como fondo... Tengo miedo, mi Entu.
Me volví hacia ella y vi que se había quedado de nuevo dormida. Volví a arroparla, y dejé las tablillas en su lugar. Observé detenidamente su rostro, que traslucía un enorme cansancio, pero también había una clara mueca de felicidad. No pude resistirme, y le di suavemente un beso en la frente.
Luego me retiré a mis aposentos. Aquella noche soñé que estaba en lo alto de una gran montaña. La tormenta rugía a mi alrededor y yo temía caer al vacío. Las voces de los dioses sonaban en lo alto, como el estruendo de miles de truenos que amenazaban con reventarme los oídos, y gritaban una y otra vez:
Mujer infalible vestida de brillo,
Cielo y Tierra son tu abrigo.
Cuando ya no podía más grité esas palabras, y en mis sueños, una mano que identifiqué como la de un dios de la montaña, fiero y anciano, rebelde y terco, pero valiente y amigable, tocó con un dedo mi cabeza. Moví las manos para hacer desaparecer un anillo, y una luz cegadora salió de mis dedos y de mis cabellos y barrió el mundo a mis pies, como una riada de los grandes ríos... y la tormenta desapareció.
Me desperté en mi lecho.
Fue la primera vez en mi vida que fui capaz de interpretar un mensaje de los dioses. Ahora sabía algo de lo que Inanna deseaba de mí, pero no conocía el camino para llevarlo a cabo. Decidí seguir teniendo paciencia y esperar.
Poco sabía que el camino, al igual que el sueño, estaría acompañado de terribles rugidos de tormenta.