XIV
En este caso no hubo muñeco de sebo, ya que los elamitas tienen sus propias costumbres a la hora de hacer la guerra.
Llegaron noticias de que el rey Hisepratep, de la ciudad elamita de Awan, había reunido un ejército de 10.000 hombres con el que avanzaba hacia la ciudad de Umma. Enheduanna volvió a ser convocada a las reuniones del consejo, con lo que pude enterarme de los pormenores, aunque esta vez la Entu prefirió ir acompañada por Kitudu a modo de secretario. En cierto modo me alegró, pues eso no me impidió estar informada de todo lo que pasaba, y me ahorraba crearme más problemas con el rey. Sentía que ya había tenido suficientes experiencias con la realeza.
Lo cierto es que en aquellos trágicos momentos, Agadé no disponía de demasiados soldados. Y no es que hubiera perdido muchos en la defensa de la ciudad, pues las bajas habían sido mínimas, sino que se notaba, y mucho, la pérdida de las levas ciudadanas, por culpa de la independencia. Además de eso, algunos de los refuerzos venidos del norte habían vuelto a ser enviados a proteger las fronteras, pues en un momento tan delicado, Akhad no podía permitirse perder las rutas de comercio (y de hecho, algunas se habían perdido, de ahí que pulularan menos comerciantes y caravanas por la antigua capital).
Se habían logrado crear un par de nuevos regimientos con los antiguos prisioneros de Kish y parte de los refuerzos norteños, pero aquello significaba que, incluso con los nuevos aportes, el ejército disponible para una batalla no llegaba, en total, a los 6.000 hombres, número claramente inferior al del ejército elamita que se acercaba.
La sumisión de las fronteras con Elam se hacía necesaria, pues Agadé se suplía de cobre y otros metales en aquél lugar de las cuatro zonas. También estaba en la ruta por la que llegaban determinados productos a Agadé, como la lana de más allá de las montañas. Perder todo aquello significaba un desastre militar y económico que el reino acadio no podía permitirse.
El general Shamum aumentó inmediatamente el ritmo del entrenamiento de las tropas disponibles, pero no hacían más que surgir nuevos problemas. Uno de ellos, consistía en que se disponía de pocos arqueros. Sólo existían los presentes en el ataque a Agadé. Se habían podido añadir unos 200 arqueros sumerios, pero sus armas eran menos efectivas que los arcos acadios. No eran arcos compuestos y estaban hechos de blanda madera de palma datilera, lo que hacía que tuvieran poca potencia y alcance. Básicamente sólo servirían, como decía el general, para hostigar a un enemigo en retirada, pero no para detener un ataque decidido. Al final, y con el objetivo de evitar estorbos, Shamum optó por dejar en Agadé a los arqueros sumerios para la defensa de la ciudad, y centrar su estrategia en los 250 arqueros acadios de que disponía, que bien empleados podían dar un buen juego y, con un poco de suerte, marcar la diferencia.
Sin embargo, pude observar que ordenaba fabricar una gran cantidad de lanzas, lo que me llenó de estupor, pues no teníamos tantos soldados como para portarlas, y así se lo manifesté un día que asistí a uno de los entrenamientos.
—Serán útiles, pequeña general — así me llamaba con cariño desde aquellos días del ataque a Agadé —, ya lo verás. Es como en el Juego de Ur. ¿Cómo logras detener a un contrincante que se manifiesta demasiado audaz y con prisas? ¿Cómo utilizas su ansia por llegar a la salida, haciendo que se vuelva en su contra?
—Colocando obstáculos en su camino — sugerí —, o para ser más exactos, mis propias fichas.
—Exacto — asintió el general, satisfecho al ver que recordaba sus enseñanzas —. Y como yo no dispondré de fichas en el campo de batalla, tendré que recurrir a algo más afilado, y a ser posible, en gran número. Cuantos más enemigos me ataquen, más obstáculos afilados necesitaré.
Observé cómo un grupo de soldados se entrenaban arrojando las lanzas contra muñecos de paja. Algunos de ellos lo hacían desde carros de guerra, con lo que fallaban en demasiadas ocasiones, pero curiosamente, aquello no parecía importar al general, lo que no cuadraba con su carácter detallista.
—Parece que no tienen mucha puntería los de los carros — comenté con algo de fastidio —. ¿No deberían aplicarse más?
El general Shamum se encogió de hombros y me guiñó un ojo, lo que me desconcertó aún más que aquella mala actuación de los aurigas.
—No importa, ya que no necesitaré puntería. Te contaré una historia: hace ya muchos años, el gran señor Sargón — me informó — tuvo que enfrentarse a unos enemigos del norte. Habían capturado un par de puestos armados en la ruta de caravanas norteña, y arrasaban todo lo que encontraban a su paso, creando intranquilidad y desasosiego entre los comerciantes. Éstos recurrieron al rey implorando que los ayudara contra aquellos enemigos.
«El gran señor Sargón envió un pequeño destacamento comandado por un joven oficial, que se estrenaba en el mando con esa aventura. El oficial descubrió cómo enfrentarse a un ejército más grande con otro más pequeño. Y la solución consistía en poner obstáculos molestos en el camino del enemigo. Si detienes la carga de un atacante, y haces que se estrelle contra tus murallas, o contra las murallas de tus escudos, habrá perdido la mitad de la batalla antes siquiera de haberla comenzado. Lo importante es sangrar las fuerzas del que ataca».
—¿Y el joven oficial no se llamaría Shamum, por casualidad? — Pregunté yo con una sonrisa.
—¡Oh, bueno, no recuerdo...! — Respondió el general con otra sonrisa —. Ése es un nombre muy común entre los acadios, ¿no crees? Pero seguro que era un oficial muy guapo.
—Y muy inteligente — añadí yo.
—Hay muchas formas de inteligencia, muchacha. Tú pareces poseer la que sale de la mente y la que procede del corazón. No las pierdas nunca.
Espero haber seguido su consejo hasta el día de hoy.
Por si no estaba suficientemente mala la situación, las noticias empeoraron cuando supimos que el rey de Umma, había concedido paso franco por sus tierras al ejército elamita.
Aquello enfureció por completo a Naram-Sin, pues si el pequeño ejército de Umma se hubiera enfrentado a Elam, nuestras probabilidades hubieran aumentado, debido a que los elamitas habrían sufrido bajas inevitables en la batalla, disminuyendo por tanto el número de enemigos a batir. Estaba claro que Umma, una vez independizada de Akhad, no iba a tener detalles con sus antiguos amos.
Naram-Sin juró que haría pagar a los de Umma por semejante afrenta. Personalmente, yo opinaba que el monarca de Umma no tenía muchas posibilidades donde elegir. No creo que hubiese ganado una batalla contra Elam él solo y, posiblemente, su ciudad habría sido saqueada y destruida. También está claro que podría haber ofrecido una alianza a Akhad para luchar juntos, aunque esta última posibilidad suele ser muy remota cuando acabas de independizarte de tu posible aliado. A Naram-Sin todo eso le importaba poco, desde luego. Se veía de nuevo entre la espada y la pared, lo que le ponía furioso.
En todo caso, ese impresionante cúmulo de circunstancias adversas, hizo que el general Shamum decidiera librar la batalla en algún lugar cercano a Agadé. La razón era que el ejército acadio estaría más fresco, y más cercano a un posible refugio en caso de desastre. Obviamente, los elamitas llegarían a la batalla cansados y sin un abrigo a donde retroceder.
Por mi parte, y conociéndolo bastante bien, adiviné que el general Shamum deseaba elegir él mismo el campo de batalla, y no librarlo todo al azar. Observé que, durante unos días, se encerró con sus oficiales en la biblioteca consultando viejas tablillas y mapas de comerciantes. Los mapas eran muy burdos, pero las descripciones del terreno que los acompañaban, resultaban bastante más interesantes a la hora de localizar un campo de batalla adecuado.
Supuse también que Shamum no deseaba someter a los pueblos dependientes de Agadé a los rigores de una guerra. Nos llegaban continuas noticias de aldeas que eran saqueadas al paso de las tropas de Elam, tanto para robar el alimento, como los animales. Las mujeres eran violadas por los soldados y los templos quemados. Sólo Umma y sus terrenos habían sido respetados por haber concedido paso franco a Elam, lo que me confirmó que al rey, efectivamente, no le quedaban muchas opciones donde recurrir.
En una ocasión, mientras salía de la biblioteca y se detenía para saludarme, pregunté al general por la razón del ataque a Agadé, ya que yo había estado convencida de que los problemas vendrían de Ur.
—Los elamitas — me informó el general — fueron conquistados por el gran señor Sargón. Él hizo que ejecutaran a su rey tras la batalla, y ordenó que no sólo pagaran tributo a Akhad, sino que tuvieran que abrir las rutas de comercio más allá de las montañas. Y ello implicaba cederle a Akhad una parte sustanciosa de las ganancias que se consiguen por poseer esas rutas.
—¿Entonces lo que pretenden es quedarse con esas rutas de nuevo?
—No es tan fácil de resumir, pequeña general — me dijo con amabilidad —. Por una parte, lo que acabas de preguntar es un hecho incontestable. Desean quedarse, sin lugar a dudas, con las rutas de caravanas. Y, por otra, piensan establecer una zona de dominio que incluiría las montañas de tus antepasados, ya que son ricas en metales como el cobre o el estaño, con el que se fabrica el bronce. Hasta ahora, la mayor parte de la producción de esos metales acaba en Agadé, ayudando a construir las lanzas y las mazas de guerra. Si los elamitas se quedan con la exclusiva del comercio con las montañas, podrán en un par de años crear un ejército aún mayor que el que poseen actualmente.
—Y aún así, han creado un ejército formidable, para ser sólo una ciudad — señalé yo, mientras pensaba que 10.000 hombres equivalían a un tercio del ejército que llegó a tener el gran señor Sargón.
—Cierto, lo que me hace pensar que han ocultado partidas de metal a los recaudadores del rey, y que tienen algún aliado que ignoramos. No son tontos esos elamitas, y no conocemos todas las ciudades que hay más allá de las montañas.
Yo había conocido suficientes elamitas en mi vida como para estar segura de que no tenían un pelo de tontos.
—¿Morirán muchos en la batalla? — Pregunté con tristeza mientras pensaba en mi viejo amigo Akkilu.
—Eso lo sabremos en unos días. Y he dicho “hemos” — aclaró el general —, porque nuestro ejército parte pasado mañana y Enheduanna lo acompañará, para que los dioses nos ayuden. Y supongo que ella te llevará consigo, lo que me tranquilizaría un poco.
Aquella revelación me dejó un poco perpleja.
—¿Por qué?
—Porque un ejército que tenga a su frente a un gran general, tiene esperanzas de alcanzar la victoria, pero si además cuenta con una pequeña general, el triunfo es seguro.
Shamum rió con ganas su simpática broma, y yo le seguí la corriente y reí a mi vez, pero no estaba tan segura de su afirmación. La pequeña general no deseaba más guerras en su vida.
Partimos de madrugada para que las gentes de Agadé no vieran la marcha del ejército. El general decidió que, ante las malas noticias que se amontonaban, no deseaba escenas de dolor para no desmoralizar a los soldados, algunos de ellos bisoños. «La victoria — afirmaba — es siempre merecedora de un desfile. Pero los llantos lo arruinarían todo».
Enheduanna sospechaba que yo iba a pasar un mal trago, así que hizo lo posible para procurar que, el corto viaje, me resultara llevadero. Más tarde supe que dio órdenes a Adda para que estuviera pendiente de mis deseos, con el fin de que me distrajera de mis pensamientos sombríos, lo que no consiguió, por desgracia. Estuve todo el trayecto de mal humor, y me temo que los que me rodeaban lo pagaron en varias ocasiones.
Fue un viaje corto, como he dicho. Shamum había elegido un lugar cercano al río para presentar batalla, el cual estaba más o menos a jornada y media de Agadé. La elección era inteligente. Si los elamitas nos ignoraban y se dirigían a la ciudad, el ejército acadio podía maniobrar y atacarlos por la espalda, y si decidían plantarnos cara en aquel punto, según Shamum (y yo le creía sin lugar a dudas) era ideal. Presentaba una llanura larga en la que podía formar cómodamente la falange acadia, y avanzar sin los problemas que habían tenido los de Kish en Agadé.
Estuvimos esperando cinco días, acampados en una colina cercana, hasta que finalmente llegaron los elamitas.
Al ser más que nosotros, el tamaño de su campamento impresionaba. Todo el horizonte parecía estar cubierto de tiendas y de columnas de humo producidas por las fogatas de campamento. Por la noche, el horizonte se iluminó con aquellos fuegos, pareciendo que los dioses deseaban luz para asistir a la tragedia que se avecinaba.
Shamum envió, como era costumbre, un mensajero al rey Hisepratep para acordar las condiciones de la batalla, junto con un amable obsequio en la forma de un kaunake de lino ricamente bordado. Los elamitas decidieron atenerse a las reglas y se decidió que la batalla se celebraría al día siguiente por la mañana. Otro cualquiera tal vez habría decidido atacar cuando fuera su voluntad, sin atenerse a normas establecidas, pero estaba claro que el rey Hisepratep adivinaba la victoria en su mano, al comprobar la inferioridad del ejército acadio. Actuaba, pues, como un león que juega con la presa antes de devorarla.
La madrugada antes de la batalla me vestí con mis galas de sacerdotisa y acompañé a Enheduanna hasta un improvisado altar. Avanzamos entre los soldados que se arrodillaban al paso de la Entu. Algunos temblaban visiblemente, mientras algún veterano les susurraba al oído palabras de ánimo. Curiosamente, yo no temblé. No tenía miedo, pues había asumido que Inanna me reservaba para algo, y que por tanto, pasara lo que pasase, aquel día estaba en manos de la diosa.
Junto al altar nos esperaban dos sacerdotes del templo de Enheduanna completamente desnudos, lo que hacía que intentaran disimular los temblores que les producía el relente de la noche, acercándose al fuego del altar más de lo habitual. Enheduanna me había ordenado que llevara puesta mi diadema real, lo que al principio no entendí.
Uno de los sacerdotes susurró al oído del cordero, preparado para el sacrificio, las frases de rigor. Cuando el otro sacerdote se disponía a cortar el cuello del animal, Enheduanna lo detuvo con un gesto imperioso y me ordenó que repitiera yo la ceremonia, lo que era algo anómalo, pues siempre era realizada por sacerdotes, aunque realmente no existía ninguna norma, como tal, que prohibiera que la llevara a cabo una sacerdotisa.
Me acerqué al oído del animal, y no estando demasiado segura sobre qué hacer, le susurré en ambas orejas, en idioma guti: «Dile a Inanna que estoy dispuesta. Mi vida siempre ha sido suya».
Me separé del cordero. Acto seguido, tras realizarse el sacrificio, y escuchar los vítores de los soldados al constatar que el hígado se encontraba en perfecto estado, comprendí lo que Enheduanna deseaba. Quería que los guerreros vieran, hablando con los dioses, a la que había sido inspirada por Inanna en Agadé. Me halagaba aquello, pero también me asustaba la perspectiva de que achacaran una posible derrota a mi culpa.
El ejército acadio formó disciplinadamente en tres grandes falanges de cinco filas. Entre ambas falanges y, detrás de las mismas, se colocaron varias decenas de carros de guerra. Supuse que ésa era la táctica a la que el general se refirió días atrás cuando me narró sus aventuras con los nómadas del norte, pero no terminaba de verla clara.
Los carros sumerios son lentos y torpes en el giro, por lo que se utilizan solamente para explotar la derrota, persiguiendo a los vencidos. No entendía el sentido de colocarlos en plena zona de combate.
Tras los carros formaron los arqueros. Todos ellos clavaron varias flechas en el suelo, lo que indicaba que habían recibido órdenes de realizar descargas rápidas, por lo que mantenían aquellos dardos a mano con el fin de disparar lo más rápido posible.
Durante la noche, varios soldados habían colocado señales disimuladas en el campo, a distancias medidas cuidadosamente. Así, los oficiales de arqueros podían ver desde la colina, cerca del campamento, aquellas señales que indicaban distancias de 60, 120, 180, 240 y 300 codos.
El ejército elamita, que no disponía de carros, se posicionó como una masa abigarrada a 1000 codos de distancia de los acadios. Mientras esperaban la orden de ataque, realizaron un estrépito infernal golpeando los escudos y vociferando gritos e insultos dedicados a los acadios.
Desde mi posición podía ver cómo algunos de los soldados bisoños del general Shamum, intentaban disimular los temblores, pero no podían impedir que las puntas de sus lanzas se movieran. También llegué a ver a alguno que otro vomitando sobre su posición, sin atreverse a abandonarla. Me los imaginaba tras sus escudos, asustados y deseando que fueran más grandes para que pudieran cubrirlos por completo. En mi fuero interno, recé una oración a Inanna para que fuera misericordiosa con aquellos pobres muchachos, que por primera vez iban a descubrir el olor de la sangre.
De improviso, resonó un fuerte estruendo de tambores, y los elamitas comenzaron a avanzar a buen paso hacia las falanges acadias.
—No imaginaba que fuera a ser tan fácil — murmuró el general Shamum, que se encontraba a mi lado, junto a Enheduanna. Yo le dirigí una mirada perpleja, aunque no hice comentario alguno. Me tranquilizaba la sonrisa en los labios del guerrero veterano, pero no lo veía tan claro como él. Se notaba que nos ganaban en número y se acercaban con ganas de ganar la batalla. No les faltaba la moral. Sin embargo, permanecí relajada y no sufrí ningún temblor, ante lo que el general comentó en voz alta: «Si nuestra pequeña general no tiembla, señores oficiales, es que tenemos clara la victoria».
Varias risas acogieron ese comentario. Sonreí amablemente al general, pero seguía sin hacerme gracia la situación, aunque me resignaba a ella.
Cuando los elamitas estaban a punto de rebasar las señales que indicaban los 300 codos, lo que sucedió poco después del comentario del general, pues como he dicho caminaban a buen paso incitados por sus oficiales, el general Shamum hizo un ademán a un soldado que portaba un gran cuerno, el cual ejecutó un largo toque.
Los arqueros acadios tensaron los arcos y comenzaron inmediatamente a arrojar una continua lluvia de flechas contra los elamitas. Estos, al principio, no reaccionaron, pero cuando alcanzaron la marca de los 240 codos y resonó un nuevo toque de cuerno, cayeron en la cuenta de que muchos de ellos se desplomaban retorciéndose de dolor, ya que las flechas acadias mordían su carne con gran violencia, agravada por el hecho de que los elamitas no llevaban mantos de metal, sino solamente petos y defensas de cuero curtido.
Al llegar a la marca de los 180 codos, observé que varios auxiliares (muchachos jóvenes, casi niños) corrían agachados por delante de los arqueros, reponiendo las flechas clavadas en el suelo, que ya casi se habían terminado, con lo que los arqueros pudieron así mantener el ritmo de lanzamiento, que ya comenzaba a ser casi infernal.
Desde donde estaba, casi podía vislumbrar el sol brillando en las gruesas gotas de sudor que resbalaban por sus rostros, pero aquellos soldados profesionales continuaban tensando y disparando sin descanso. Sabía, por haberlo intentado en Ur años antes, que se necesitaba una gran fortaleza física para tensar tantas veces un arco compuesto acadio. No pude dejar de admirar a esos titanes, tirando una y otra vez de las cuerdas de sus armas, sin hacer caso al dolor de los brazos y a la espalda, rígida por el esfuerzo.
Cuando se escuchó el toque de los 120 codos, vi con estupor que de los carros salía una lluvia de lanzas en dirección a los soldados enemigos que, cada vez, estaban más y más quebrantados. Ahora entendía lo que me había dicho el general Shamum. Era cierto que no necesitaba puntería, pues en aquella cercana masa amorfa, casi todas las lanzas encontraban un destino sangrante. A tan corta distancia, era imposible fallar.
También comprendí lo que el general se proponía, pues observé cómo a 60 codos de distancia, el enemigo vacilaba y se veía entorpecido por los que caían atravesados por lanzas o flechas. En aquel instante, los soldados de la falange acadia comenzaron a golpear sus escudos con las lanzas, así como el suelo con los pies, mientras marcaban el ritmo de un canto guerrero. Los elamitas hicieron ademán de retroceder, pero sus oficiales los golpearon con látigos, con lo que volvieron a reanudar la carga. Sin embargo, ya no llevaban el mismo ímpetu del principio. Claramente se encaminaban a la muerte con el temor en sus corazones. Ya no era un ejército enfervorecido y seguro de la victoria, sino un grupo de asustados combatientes que acababan de tomar conciencia de su propia mortalidad. Shamum lo había conseguido, había quebrado la carga elamita.
Cuando llegaron cerca de los escudos acadios, los arqueros dejaron de disparar, no así los soldados de los carros, a quienes ahora los auxiliares suministraban lanzas. El ejército elamita se estrelló contra los escudos acadios con un estruendo formidable, que pasó a convertirse en gritos de dolor y en el sonido seco y frío de las lanzas.
Las primeras filas se limitaron a aguantar el peso de la carga con sus escudos mientras, los de la segunda fila, ensartaban con sus lanzas a los que se descuidaban. Los de las filas de atrás usaban su peso para impedir que la falange retrocediera. De vez en cuando algún soldado de la primera fila caía herido, siendo sustituido rápidamente por el que estaba detrás.
Durante un largo rato la situación se mantuvo en equilibrio, sin que los elamitas pudieran hacer vacilar a los acadios, que conseguían matar a muchos de los enemigos, pues como dije, estaban peor protegidos con sus petos de cuero.
Mientras esto sucedía, los arqueros se desplazaron hacia la colina y subieron hasta media altura de la misma. Allí volvieron a formar en tres filas y, esta vez, utilizaron las flechas de sus carcajes, que aún estaban sin usar. Dirigieron sus proyectiles contra la masa de soldados elamitas, y tras varias descargas lograron que ésta se desbaratara y comenzara, por fin, a retroceder. Los oficiales volvieron a recurrir a sus látigos, pero el general Shamum hizo un ademán y dos notas de cuerno resonaron.
Al escuchar aquella nueva señal, la falange acadia comenzó a avanzar lentamente, pero sin pausa, marcando los pasos con el ritmo del canto guerrero. Los de la fila delantera empezaron a apuñalar con sus lanzas, abriendo paso a la falange. Los elamitas se deshicieron como la harina en un cuenco de agua caliente, y retrocedieron desordenadamente sin hacer caso alguno de sus oficiales.
Cuando ya los elamitas huían en desbandada, tres nuevos toques de cuerno hicieron avanzar a los carros de guerra, que comenzaron a hostigarlos con lanzas, haciendo que huyeran aún más rápido.
Miré hacia donde antes había formado la falange aguantando al enemigo, y contemplé un espectáculo terrible de cuerpos retorciéndose en el suelo, cubiertos de sangre. Algunos intentaban arrancarse las flechas en medio de gritos de dolor, mientras otros agonizaban, intentando detener en vano el torrente de sangre que se escapaba de sus gargantas, abiertas por las lanzas.
Fui consciente de que la batalla había terminado, y cerré los ojos. Volví a abrirlos cuando noté que me besaban una mano. Varios oficiales jóvenes nos rodeaban a Enheduanna y a mí, y nos besaban las manos y el borde del kaunake.
Observé de nuevo el espectáculo sangrante al pie de la colina y volví a cerrar los ojos, intentando evitar que las lágrimas se me escaparan, pues no habría quedado bien ante aquellos rudos soldados.
Una mano se posó en mi hombro. Me di la vuelta y vi al general Shamum, el cual me envolvió en un abrazo. Luego, al notar que estaba temblando, aunque él no sabía que no era de miedo, sino de impotencia, me susurró al oído.
—No es malo tener corazón, mi pequeña general. Nos ayuda a soportar el horror que nos rodea en la vida.
Luego se dirigió hacia su tienda tras impartir varias instrucciones a sus ayudantes. Yo permanecí un rato en lo alto de la colina, mientras me calmaba un poco. Cuando más tarde llegué a la tienda del general, sorprendí a Enheduanna besando apasionadamente a Shamum. Esta vez me vieron. Salí de la tienda y esperé fuera.
Al rato salió la Entu y observé que estaba ruborizada y nerviosa. Hizo ademán de esbozar una disculpa, pero yo la interrumpí.
—No es malo tener corazón, mi Entu — le dije —. Nos ayuda a soportar el horror que nos rodea en la vida.
Me arrodille y besé el borde de su kaunake. Luego me retiré y, tras dar unos pasos, me volví a mirar. Ella me sonreía y comprobé que tornaba a entrar en la tienda del general.
Por alguna razón, aquello me consoló de los horrores del día y noté algo de calidez en mi corazón.
Volvimos a Agadé, donde se celebró un gran desfile en el que me negué a participar, a pesar de que Enheduanna insistió un poco. El general Shamum recibió los correspondientes honores, ante los que se limitó a comentar con una sonrisa: «Vinieron al viejo estilo, y al viejo estilo los recibí».
Esa frase se hizo famosa en la ciudad y se comenzó a hablar del “viejo estilo del general”. Pocos sabíamos que, tras pronunciarla, había añadido: «Y si eso hubiera fallado, les habría arrojado a la cabeza mi bacinilla, que era la única arma que me quedaba en el arsenal».
La celebración se vio, en parte, empañada por las noticias que me trajo Ittibel. Amar-Girid había comenzado a mover sus fichas, y estaba negociando una liga de ciudades contra Agadé. Estaba claro que había decidido que su ejército no era suficiente para arrasar a los acadios, así que deseaba crear una gran alianza para enfrentar a Naram-Sin y destrozarlo en un único ataque.
Ittibel desplegó a sus contactos en varias ciudades, con el fin de averiguar cómo se realizaban las diversas negociaciones, pues si a Amar-Girid le salía bien la jugada, Agadé podría perfectamente desaparecer de la faz de las cuatro zonas. Yo suponía, tal y como le comenté a Ittibel, que ahora que Naram-Sin había derrotado a los elamitas, se convertía en alguien más peligroso a los ojos del rey de Ur. Ittibel coincidió conmigo.
Curiosamente, Naram-Sin fue generoso con los elamitas, que habían tenido muchas bajas en la batalla. Dio órdenes de cuidar a los heridos y de devolverlos a sus tierras. En vez de disponer la muerte del rey Hisepratep, que había caído prisionero, se limitó a tratarlo como un huésped real y acordó con él un tratado de hermandad. El castigo, por llamarlo de alguna forma, se redujo a la entrega de una buena cantidad de cobre y al compromiso de seguir pagando tributos. Con ello Awan conservaría su independencia allá, en la lejana frontera. Imaginé que hacía aquello para cubrirse las espaldas ante un posible futuro ataque de los ejércitos sumerios.
Cuando dos semanas después salía del templo, tras ayudar a Enheduanna a realizar la ceremonia de la tarde, vi que unos operarios levantaban una estatua del rey en el mismo sitio donde estuvo empalado el oficial de Kish. Me acerqué a leer el texto del pedestal y comprobé, con cierta desazón, que el monarca comenzaba a creerse su propia suerte. Decía:
“Naram-Sin, amado de Ishtar, comisario de Anu, protegido de Enki, vencedor en el campo de batalla. Sojuzgador de Awan. Yo, Naram-Sin, el poderoso rey de Akhad.”
Suspiré, cerré los ojos, y me encomendé a Inanna ante las tormentas que sabía que aún estaban por llegar.