XII

Cuando se hizo el recuento de bajas, se pudo comprobar que los de Kish habían perdido a la mitad de sus hombres. Solamente quedaba un oficial vivo, aunque ligeramente herido en un brazo, lo que no le atrajo el perdón del rey. Naram-Sin decidió ejecutarlo de una forma que diera ejemplo y eso, desde antes de los tiempos de su tío Rimush, implicaba mucho sufrimiento y bastante sangre. Me preguntaba si Naram-Sin crearía campos de prisioneros, o si ejecutaría a 35.000 enemigos en un solo día, como había hecho anteriormente su tío. Esa idea me horrorizaba, al imaginar a Nippur arrasada por la guerra.

Pero el pueblo de Agadé sentía que caminaba al borde de un terrible abismo, y que se había librado por los pelos de caer en él, con lo que, de momento, la idea más inmediata era celebrar la gran victoria de una forma que se recordara durante mucho tiempo y, ya de paso, que diera ejemplo de cara a los rebeldes que habían escapado a la corona acadia. Que Naram-Sin, momentáneamente, considerara poco aconsejable la reconquista del reino, no implicaba que en un futuro la situación no cambiara.

Así pues, se decidió celebrar una ceremonia de victoria tres semanas más tarde. En un principio, el rey también quiso ejecutar a todos y cada uno de los prisioneros enemigos, pero Enheduanna logró disuadirle con la ayuda del general Shamum. El general le hizo observar que, ante la escasez de soldados, resultaba más aconsejable incorporarlos a regimientos acadios, tal y como su abuelo había hecho antaño. Si el método había funcionado antes, también podría funcionar ahora.

Por el momento Iphur-Kish seguía reinando en su ciudad, pero el general Shamum tenía pocas dudas acerca de que no iba a conservar mucho tiempo la cabeza, pues como decía jocosamente, estaba muy claro que los dioses no lo favorecían con demasiado entendimiento, y todas las empresas en que se metiera corrían el riesgo de fracasar, o como suele decirse aún hoy día al sur de los dos ríos, Iphur-Kish era un hombre de esos que cada vez que se meten en el agua, se vuelve fétida.

Siempre he pensado que los miembros de la corte acogían las opiniones del general con evidente regocijo, porque eran incapaces de entender cómo una simple sacerdotisa había ideado la derrota de todo un rey. En el fondo yo estaba de acuerdo con ellos, pero al contrario que esos hombres, era muy consciente de que la mano de Inanna me guiaba con firmeza por caminos que eran difíciles de comprender.

En cuanto al rey, a mí, personalmente, me parecía que Naram-Sin era el tipo de persona que estaba demasiado ansioso por conquistar tierras y colocar su figura en las estelas de victoria, pero preferí callarme, pues ya había hablado demasiado. El tiempo me ha demostrado que tenía razón, y que si bien su abuelo fue un gran jugador, posiblemente inspirado por la misma Inanna, su nieto, aunque afortunado, nunca ha sabido cuándo retirarse del juego. ¡Y bien que el reino lo ha pagado!

Por tanto, cinco días antes de la celebración volví con mi protectora a la sala del consejo. No es que esta vez Enheduanna hubiese sido convocada, sino que se nos pensaba informar amablemente de las disposiciones que se habían tomado para la celebración, lo que no nos parecía mal, pues las sacerdotisas íbamos a tener un papel relevante en la misma, y debíamos, por tanto, estar avisadas.

Naram-Sin se encontraba conversando relajadamente con un artesano al que yo veía por primera vez. El general Shamum nos advirtió al entrar de que se trataba de uno de los mejores escultores acadios. Por lo visto, Naram-Sin deseaba que se realizara un gran relieve, conmemorando la victoria, en uno de los muros del Templo de Ishtar.

—A ver qué te parece, tía — dijo el rey, que estaba eufórico y ya no se encerraba en sí mismo, como cuando días atrás el enemigo lo acechaba —. Lee el texto, escultor — ordenó.

El escultor examinó cuidadosamente unas tablillas que estaban encima de la mesa del consejo, y leyó con algo de dificultad, pues se notaba que lo suyo era utilizar el martillo y el cincel, en vez del estilo de escribir: «Naram-Sin, amado de Ishtar, protegido de Enlil, comisario de Anu, rey de Akhad, venció a diez mil guerreros del usurpador Iphur-Kish, a los que mató e hizo prisioneros. Fue ayudado por los dioses en la persona de la sacerdotisa Sheru, y sus manos fueron armadas con la maza y el arco con que aplastó a sus enemigos...».

Enheduanna me apretó disimuladamente la mano y me dirigió una sonrisa. Estaba claro que, ni ella misma, esperaba que su sobrino fuera tan generoso como para nombrarme en un monumento público. Yo tampoco me lo esperaba y me asombré al escuchar mi nombre, a pesar de lo cual, no estuve de acuerdo con ello. Recordaba demasiado bien los charcos y los riachuelos de sangre, así como al hombre muerto que se parecía a Enlilbani y, de repente, caí en la cuenta de que me asqueaba todo aquello.

—No escribirás ese texto, escultor — dije con el tono de voz más serio que pude adoptar. Todos los presentes se quedaron en silencio observándome. Pude notar que, tras los ojos de Naram-Sin, se movía una sombra de desconfianza. Claramente, pensaba que yo pretendía convertirme en la protagonista del relieve. ¡Qué poco me conocía entonces, y qué poco me conoce ahora!

Volví a insistir, sin arredrarme por las caras de estupor que me rodeaban.

—Eliminarás del texto toda referencia a mi persona — proseguí —. El rey nunca debe ser empequeñecido por nadie. Así pues, escribirás que fue la propia Inanna la que le sugirió la estrategia para vencer lo que, por otra parte, y dado que yo soy una sacerdotisa, posiblemente sea la estricta realidad.

—Tienes la oportunidad de pasar a la posteridad, montañesa — me recordó Naram-Sin con algo de asombro en la voz —. Tal vez a partir de ahora te sumas en la oscuridad y no vuelva a saberse de ti. Podrías pedir, incluso, que la estela se te dedique en exclusiva — sugirió, con la evidente intención de tantear mis intenciones.

Yo negué obstinadamente con la cabeza.

—Lo que el pueblo ve, es lo que está escrito y representado. Puede que no sea la verdad, pero para ellos lo será tanto como si hubiera sucedido así. No deseo la posteridad, mi señor, sino representar a los dioses con dignidad y ayudar a los que los sirven, pues como dicen los sabios:

“Quien tiene mucha plata es, sin duda dichoso;

quien posee mucha cebada es, sin duda, dichoso;

pero, el que nada posee, puede dormir”.

Una gran carcajada acogió mis palabras. Naram-Sin me dirigió una mirada inquisitiva a los ojos, como si intentara extraer de ellos una verdad que pensaba que se le escapaba. Finalmente, sonrió.

—Yo puedo dormir perfectamente, en todo caso — comentó haciendo que se rieran más aún los consejeros. En realidad, había tenido muchos días de insomnio mientras el enemigo nos acechaba, pero siempre queda bien afianzar una versión favorable de la historia, sobre todo si los que la escuchan están dispuestos a creerla. Acto seguido añadió con un tono más afable —. Pero si ésa es tu decisión, que sea aceptada. Se eliminará toda referencia a tu persona y se escribirá lo que has sugerido. Por cierto, en el texto final que no se haga referencia alguna a que dejamos entrar al enemigo en la ciudad. Que se haga énfasis en los soldados que salieron a campo abierto a enfrentarse con el enemigo.

—¿Por qué, mi señor? — Preguntó uno de los presentes —. ¿No es mejor dejar constancia de la astucia de la que hicimos gala?

Naram-Sin negó enérgicamente con la cabeza.

—¡No! Los cabezas negras han imitado nuestras tácticas militares. No deseo que en el futuro imiten nuestra astucia. Y, desde luego, que nadie diga que el enemigo puso contra las cuerdas a Naram-Sin y logró pisar la sagrada ciudad de Agadé.

Cuando volvíamos a nuestros aposentos, Enheduanna me tomó del brazo e hizo que me detuviera en medio de uno de los pasillos.

—¿Por qué has decidido esto? — Me preguntó con inquietud —. Él tenía razón. Pudiste pasar a la posteridad. Serías tan famosa, que cualquier cónclave te aceptaría como Entu.

—Hace tiempo se lo dije, mi Entu — repuse yo —. No deseo la tiara de cuernos. No creo que mis hombros sean lo bastante fuertes para sostenerla, y tampoco es mi deseo que se me recuerde como la causante de dolor y destrucción. Prefiero la negrura del olvido, acompañada del amor de mis amigos, a los brillos de una fama cimentada con tanta sangre.

Enheduanna me miró a los ojos, pero no como había hecho el rey, intentando descubrir alguna oscura conspiración a su persona, sino con una mirada cargada de ternura, cuyo sentido no pude descifrar en ese momento.

—Te haré una sola pregunta entonces: ¿por qué?

—Nosotras representamos a los dioses, cierto — dije —, pero sólo ellos tienen derecho a dañar y a hacer sufrir. Algunas personas disfrutan con esos actos, pues tal vez creen que les proporcionarán un poco del poder de la divinidad, pero yo no lo pienso así. Es mi humilde opinión, mi Entu, que el verdadero poder de los dioses está en que pueden hacer algo y, al mismo tiempo, optar por no hacerlo; pueden matar y no matan, pueden arrojar sobre la humanidad un nuevo diluvio, pero no lo hacen. Pueden, en suma, ejercer el supremo poder de no actuar.

—Es una idea interesante la tuya — me indicó la Entu, lo que me tranquilizó bastante, pues sospechaba que había vuelto a extralimitarme con una de mis opiniones de montañesa —. Reconozco que en alguna ocasión lo había pensado. Y, sin embargo, tú has sido la causa de la muerte de cientos de soldados. Eres consciente de ello, supongo, pues vi tus lágrimas aquella tarde.

Suspiré con un cierto sentimiento de impotencia.

—Yo no pude elegir entre la destrucción y el perdón, mi Entu. Tuve que actuar con lo que tenía y cuando pude hacerlo. Los dioses me colocaron entre la daga y la pared, y eso es una idea que me atormenta, porque por una parte pienso que la responsabilidad de aquella sangre es de ellos y, por otra, me niego a escapar a mi culpa. Debería sentirme orgullosa, pero no es así, y esto me asusta mucho.

—Entiendo, Sheru — asintió Enheduanna —. Supongo que el problema está en que todos te miran como a una montañesa, y a los dragones se les supone una crueldad natural que, por lo visto, no existe.

—Los dragones de montaña perdonaron la vida a mi padre, mi Entu. Gracias a ese extraño acto de misericordia, yo existo hoy día. No sé lo que Inanna desea que haga en la vida, pero tengo muy claro que la diosa inspiró a unos hombres crueles un acto de compasión. Y si la diosa de la guerra puede ser misericordiosa, aunque sea por pragmatismo... pienso — concluí un poco vacilante —, que debo aprender de ello, pues opino que la diosa me envía un mensaje oculto en todo lo que ha pasado, y aún no sé leerlo correctamente.

Enheduanna me acarició el cabello y me pasó cariñosamente un brazo por los hombros, y de esa guisa me llevó a mis aposentos. Por suerte, ningún criado llegó a vernos, pues no habrían entendido la escena. Aquella noche llegué a la conclusión, tras pensarlo un rato, de que aquel asunto ya estaba zanjado, pero me equivocaba. En realidad tuvo una consecuencia inesperada que me ha afectado hasta el día de hoy.

Al día siguiente, mientras Alane, Enheduanna y yo, leíamos juntas unas tablillas de poesía, el consejero Lugalniba, acompañado por el general Shamum, entró en nuestros aposentos tras hacerse anunciar. El consejero llevaba puestas sus mejores galas, lo que le proporcionaba un aire bastante pomposo a la escena.

—¿Qué es lo que deseáis, Lugalniba? — Le preguntó Enheduanna, pensando que se la requería para algún asunto oficial, lo que hubiera tenido lógica, dada la forma en que se había arreglado nuestro visitante.

—En realidad, mi Entu, el asunto que me trae aquí tiene que ver con ella — respondió el consejero señalándome. Enheduanna levantó una ceja con evidente estupor y nos miró a Alane y a mí.

—¿Y qué asunto es ése que tiene que ver conmigo? — Inquirí bastante extrañada, pues siempre existía la posibilidad de alguna virulenta jugada del rey hacia mi persona. Lo mismo, había creído descubrir alguna mala intención en mi decisión del día anterior.

El consejero nos mostró una tablilla que llevaba impreso el sello real. Enheduanna la tomó con evidente interés, mientras Lugalniba nos explicaba su contenido.

—Por orden del rey, y a partir del día de hoy, en todos los actos oficiales llevaréis la diadema de plata.

El anuncio me llenó de estupor.

—Pero yo no soy hija de rey — alegué —. Soy hija de plebeyos y nací en una simple y vulgar aldea...

—¡Eso no importa! — Me interrumpió Lugalniba con algo de impaciencia. Por lo visto, su misión no le agradaba demasiado y deseaba acabar cuanto antes —. Nadie os ha otorgado un título real, por tanto, no os convertiréis en parte de la familia del gran señor Naram-Sin. Es solamente algo simbólico.

El general Shamum intervino amablemente, intentando que la escena no se volviera más molesta de lo que ya resultaba.

—Como bien dijisteis, muchacha, lo que importa es lo que la gente ve escrito o representado, aunque no sea la verdad — me recordó —. Sin daros cuenta le habéis creado al monarca un problema, pues aunque el pueblo llano sabrá por el relieve que él fue el elegido de Ishtar para ganar la batalla, no es posible evitar que los rumores aparezcan con el tiempo. Muchos en la corte sabían que una sacerdotisa, inspirada por la diosa, sugirió la estrategia, y los rumores corren más que las gacelas.

—Entonces, ¿es un hecho? — Preguntó Enheduanna mientras le dirigía al general una mirada cuyo significado no entendí.

—Es un hecho — concluyó el general —. En los actos oficiales deberás llevar la diadema de plata, para que la gente del pueblo piense que Ishtar sigue colocando su mano protectora sobre la familia real. No eres descendiente de Sargón, pero las gentes tendrán que ver la diadema.

Ambos se arrodillaron ante la Entu y se dirigieron a la puerta. De repente, como inspirado por una idea repentina, Shamum se detuvo a medio camino y, dejando que Lugalniba abandonara la estancia, se volvió hacia mí.

—Por si te sirve de consuelo, joven sacerdotisa, te diré que no se me ocurre nadie más adecuado para llevar esa diadema, aparte de algunas pocas personas, una de las cuales se encuentra en este cuarto — no pude dejar de notar que a Enheduanna se le escapaba una ligera mueca de agrado al escuchar esto —. Creo que podrá aconsejarte acerca de cómo llevar ese peso. Ella lo ha soportando durante muchos años de forma magistral, a pesar de que nadie esperaba que lo hiciera.

Se retiró tras dedicarle una inclinación de cabeza a Enheduanna, acompañada de una sonrisa que fue contestada, por mi protectora, con otra.

—¿Y ahora qué? — Pregunté cuando nos quedamos a solas. Alane se acercó a mí y apoyó su mano en mi hombro.

—Pues ahora tendrás que obedecer las órdenes del rey, pues algo de razón tiene. ¡Te advertí de que no hablaras! — Me recordó Enheduanna.

—Pero yo... — Balbuceé bastante asustada, sintiendo que los acontecimientos corrían más rápido de lo que podía digerir —. No tengo diadema y ni siquiera dispongo de medios para adquirir una. Incluso aunque deseara obedecer con toda mi voluntad, no podría, y el rey lo sabe. Seguramente es una forma que ha ideado para fastidiarme.

—Seguramente lo es. Y está muy claro que él es consciente de que no puedes adquirir una diadema, pero hay algo que él no sabe, y es que llevo tantos años llevando esto, que ya me pesa demasiado. Tómala, Sheru, y haz que me sienta orgullosa de habértela regalado —. Y, al decir esto, Enheduanna se quitó su propia diadema y me la alargó.

—Pero mi Entu... Es vuestra diadema... ¡Yo no...!

—¡Tú sí, muchacha! Puedes aceptarla y lo harás. Yo ya tengo bastante con la tiara de cuernos.

Alane recogió la diadema de manos de Enheduanna y la colocó en mi cabeza con cuidado. Luego se separó unos pasos para admirar el resultado.

—¡Por Uttu, mi Entu! — Exclamó —. Parece una estatua de Ishtar.

—Lo parece, sí — asintió Enheduanna con una sonrisa —. Y es una buena diadema. Me la regaló mi propio padre cuando cumplí los trece años, aún recuerdo ese día, que dicho sea de paso, no fue muy feliz para mí...

Me arrodillé e intenté besarle los pies.

—Mi Entu, os agradezco todo lo que hacéis por mí, y os juro por la propia Inanna que llevaré esta diadema, de tal manera, que sólo sentiréis orgullo.

Enheduanna me tomó de los hombros y me obligó a levantarme.

—Hay algo que me dice que será así, jovencita. ¿Sabes? A mi padre le hubiera encantado esto. A fin de cuentas, era hijo de un jardinero y seguramente se habría reído mucho con la ocurrencia de su nieto. Me temo — aseguró — que Naram-Sin no sabe demasiadas cosas acerca del carácter de su abuelo.

Alane y Enheduanna se rieron con aquella observación, pero yo me preocupé. El gran señor Sargón era hijo de un jardinero, cierto, pero conquistó las cuatro zonas del mundo. Yo me veía con esa joya, tan pequeña y desamparada, como el lejano día que quedé abandonada en medio del campo. Puede que fuera una pequeña diadema, pero para mí pesaba tanto como un recinto sagrado.

* * *

El día de la celebración llegó por fin, aunque debo decir que no me sentía entusiasmada con ello. Sin embargo, como sacerdotisa tenía unas obligaciones que cumplir, así que puse a mal tiempo buena cara.

Enheduanna me ofreció la posibilidad de prestarme un kaunake más elegante para participar en la fiesta, pues se iba a realizar la ceremonia religiosa con el máximo boato, pero yo rechacé el ofrecimiento y preferí llevar mi kaunake de lino blanco. A pesar de ello, me preparé tal y como Ittibel me había enseñado, y pude recurrir a la ayuda del buen Palili el cual, a pesar de estar muy ocupado con la propia Entu, no quiso renunciar a arreglarme.

—¿Quién puede, hoy día, peinar la imagen de una diosa? — Comentó cuando le hice, con cierta timidez, mi petición.

—Gracias, Palili. Y esta vez quiero algo diferente.

—¿Algo que nadie se espere, como una apetitosa torta de manteca tras un día de duro trabajo?

Y el peluquero esbozó una cómplice sonrisa. Efectivamente, yo quería algo distinto que, al principio, le extrañó. Pero dado que esa misma noche le llevaron una torta de manteca a sus habitaciones, no tuvo razones para quejarse.

Cuando, a la mañana siguiente, nos reunimos todas las sacerdotisas para dirigirnos a la puerta de palacio, Enheduanna se quedó mirándome con un gesto algo perplejo en el semblante.

—Te has hecho rizar los cabellos como una kezertu — observó.

Tuve que pasar una sesión de tortura, al tener aquellos cabellos tan largos, pero deseaba homenajear de alguna forma a mi amiga Ittibel, que no iba a poder asistir a la ceremonia. Tal y como había manifestado el día anterior a mi protectora, sólo llevaba puesto el sencillo kaunake de lino blanco, aunque me había tatuado las manos y el cuello, haciendo que los intrincados diseños destacaran contra la blancura del kaunake. Renuncié a tatuarme el costado, pues cada vez que iba a iniciar la labor, me venía a la memoria el rostro de Enlilbani, y no me sentía capaz de continuar. Asimismo, junto con la diadema real, llevaba en los cabellos el amuleto azul de Inanna que me regalaran en Eshnunna. Creo que conseguí un buen equilibrio entre austeridad y armonía, pues como dice el proverbio: “la belleza del manzano, se muestra en una única flor”.

—Así destacará más la diadema — le expliqué yo —. Las kezertu caminan por las calles, y yo no deseo que nadie piense que ahora me quedaré en los palacios. Fui una jardinera a la que los dioses llevaron de la mano hasta una plataforma sagrada, y no deseo renunciar a mis orígenes.

Enheduanna sonrió y me dio un beso en la frente.

—Da igual cómo lo lleves — dijo —. Estás preciosa. No necesitas adornos para refulgir como una joya.

—Ni mi Entu para ganar sus corazones — dije a mi vez.

—¿Y cómo te parece que va la Entu? — Me preguntó mientras daba una vuelta en redondo para que la examinara. Yo había pensado que iría cubierta de joyas como un miembro de la familia real, pero había coincidido con mi opinión y se había puesto un kaunake de volantes muy sencillo, en el que solamente destacaba un bordado blanco en los bordes. En los cabellos, en vez de la típica peluca recargada, se había colocado un turbante con bordados de hilo de plata. Observé con asombro que caminaba descalza, sin sandalias.

—Creo, mi Entu, que el pueblo de Agadé tendrá hoy algunos asuntos adicionales que comentar en las tabernas — y al decir esto me quité las sandalias y se las entregué a un criado para que las devolviera a mi cuarto. Enheduanna me apretó la mano con una sonrisa y pareció que iba a decirme algo, pero luego cambió de idea.

Esperamos en la entrada de palacio a que llegara la comitiva real, lo que no tardó en suceder.

Naram-Sin caminaba delante de todos e iba muy elegante, vistiendo un traje militar completo. Cubría su cabeza con un casco metálico que imitaba la forma de sus cabellos rizados, incluyendo un elegante moño en la nuca, y a su espalda se observaban dos grandes mazas de bronce. En la cintura lucía un puñal ceremonial con la empuñadura de oro y marfil. Supe por Alane, que me lo comentó en voz baja, que aquella daga había pertenecido al gran señor Sargón, que la había estrenado el día que fue coronado como señor de las cuatro zonas.

Dos pasos por detrás, lo escoltaban varios miembros del consejo real elegantemente vestidos, aunque sólo me resultaba familiar el consejero Lugalniba, que se había colocado, ostentosamente, una cinta dorada en la frente que le confería un aire un poco gracioso, dado que poseía dos grandes y frondosas patillas.

Fue entonces, al aparecer los miembros del consejo real, cuando pude ver por primera vez a algunos de los familiares de Enheduanna, de los que había oído hablar, pero a los que hasta entonces nunca había tenido oportunidad de conocer.

Detrás de Naram-Sin, junto a los miembros del consejo, se encontraban sus hijos Sharkalisharri, el heredero, y Simat-Ulmash. También conocía la existencia de otros hijos del rey, como Nabi-Ulmash, o Lipitili, de los que se hablaba en los corrillos de palacio como futuros gobernadores de alguna ciudad, pero no los vi por ninguna parte, lo que me desilusionó en cierto modo.

Sharkalisharri me pareció algo apocado. Al lado de su padre, daba la sensación de ser uno de esos jóvenes que ansían obtener la aprobación paterna, pero ésta nunca llega. Su mirada se dirigía continuamente de un lado a otro, y más parecía una fiera enjaulada que un hijo de rey. No me pareció que los consejeros le demostraran demasiado respeto. Por otra parte, debo reconocer que ni siquiera el traje militar le sentaba bien. Parecía fuera de lugar con aquel atuendo marcial, como si lo hubiera pedido prestado a otra persona y no mereciera llevarlo. No apareció su esposa, de la que, según Alane, estaba muy enamorado.

De las mujeres de la familia real, vi a la reina Meshalim de lejos, lo que tampoco tuvo mucha importancia, pues más tarde la conocería más a fondo. Se encontraba presente, y a su lado, Me-Ulmash, que debía andar en esos instantes, más o menos, por la edad que yo tenía cuando perdí a mis padres. Se trataba de una niña muy morena, con los cabellos largos y profusamente adornados con flores de oro y lapislázuli. Vestía un chal-colgante de color azul, adornado con cortos flecos dorados y rizados. Hubiera resultado bastante bonita si no fuera por una gruesa nariz que afeaba el conjunto. Me hizo pensar con melancolía en el aspecto que debí presentar el día que Enheduanna me encontró.

Otra de las hijas de Naram-Sin, presentes en la ceremonia, era Enmenanna. También era muy morena, incluso de tez, casi tanto como mi amiga Ittibel. Aún recuerdo cuando la vi por primera vez, en el momento en que Enheduanna y yo nos acercábamos al grupo. Llevaba una túnica blanca bordada en su extremo inferior con hilos de colores, y adornada con largos flecos plateados que casi arrastraban por el suelo. Se cubría con un chal enrollado al talle y se sujetaba el escote con una bonita fíbula de bronce con la cabeza de un león. Me pareció que, si alguna vez una muchacha había parecido ser hija de rey, ésa era Enmenanna. Tenía más o menos mi edad, pero si pensé que por ello íbamos a simpatizar enseguida, me equivocaba, pues lo primero que noté es que me dirigió una mirada altanera, que me recordó inmediatamente a las maneras de Agatima.

Enheduanna saludó a las mujeres de la corte real, mientras ellas se arrodillaban, y luego, tras hacerme un rápido ademán de despedida, salió de palacio y se dirigió hacia un carro de guerra que esperaba su llegada.

Observé que otros carros de guerra, tirados cada uno por una pareja de onagros elegantemente adornados, aguardaban a que los miembros de la familia real subieran. Naram-Sin ya lo había hecho y había partido, dando comienzo el desfile de la ceremonia de celebración. A lo lejos se escuchaban los vítores del gentío. Pensé que, ya que Enmenanna y yo disfrutábamos de una edad semejante, lo normal sería que fuéramos en el mismo carro, así que la seguí mientras se dirigía al que había escogido. Al darse cuenta de ello, se volvió hacia mí con un semblante bastante hosco que me dejó sorprendida.

—¡Ni se te ocurra subir en mi carro, montañesa! — Me espetó —. Puede que ahora lleves la diadema de mi tía, pero ni eres mi prima, ni eres mi hermana. Tu sitio está caminando tras la comitiva.

—Perdonadme, señora — repuse yo —. Nadie me ha explicado el protocolo, no entiendo de estas ceremonias y reconozco que, seguramente, parezco fuera de lugar. Pero, en todo caso, sigo siendo una sacerdotisa, no una montañesa.

Enmenanna me dirigió una mirada de fastidio, como dando a entender que no lograba comprender por qué me habían permitido representar a los dioses, y que aquello constituía uno de los grandes errores del reino. Yo le sostuve la mirada con firmeza, pues consideré que ya que se había atrevido a insultarme con semejante término, tenía derecho a saber lo que valía el carácter de una dragona. Tras unos instantes de pugna, bajó los ojos.

—Bien — concedió —. Pues sube a un carro, al que te dé la gana, pero no al mío.

Subió a su vehículo y dio orden de partir. Yo me quedé allí, viendo cómo los otros miembros de la familia real, incluyendo algunos familiares, subían a sus carros. De repente una mano me tocó en el codo. Me volví y me encontré con una niña de unos seis o siete años de edad que me sonreía. Llevaba puesto un turbante azul que le confería un aire muy gracioso, con su pequeño kaunake blanco bordado de plata.

—Puedes acompañarme en mi carro — me invitó con una graciosa sonrisa. La mujer que se encontraba a su lado me dirigió una mirada cargada de inquietud. Seguramente era su nodriza, y temía lo que una dragona pudiera hacerle.

—Gracias — le dije yo, y sin esperar a que pudiera añadir algo más, me agarró de la mano, hizo un gesto a su nodriza, y se dirigió a uno de los carros. El conductor la ayudó a subir.

—Me han dicho que te llamas Sheru — comentó con mucho desparpajo cuando estábamos ya montadas en el vehículo, y esperábamos a que llegara nuestro turno de partir. Me pareció que era un poco descarada para su edad, pero me hizo gracia, pues era la única que me había dedicado un gesto de simpatía.

—Sí — asentí —. ¿Y tú?

La niña se estiró como si deseara ser un poco más alta para darme una importante noticia.

—Soy Taram-Agadé, hija de Naram-Sin... rey de Akhad... comisario de Anu... eh... y de... la reina Meshalim... eh... su amada esposa — anunció como si estuviera recitando la lección ante el padre de una Edubba, lo que le hizo parecer aún más graciosa.

—Encantada de conocerla, señora — dije yo, mientras fingía una inclinación de cabeza. La niña soltó una risa infantil y escandalosa que casi me contagió. Noté que algunas personas del público, que veían la escena a cierta distancia, la miraban con simpatía. Estaba claro que era la típica niña pequeña a la que todos los criados adoran. Me pregunté si Palili me había visto así cuando nos conocimos. En todo caso, mis risas nunca fueron tan estruendosas.

—No hagas caso a la tonta de Enmenanna — me aconsejó mientras adoptaba un aire protector, que también me pareció muy divertido —. Tampoco se acuerda siquiera de que yo existo porque soy la pequeña, pero hoy todos me mirarán a mí, ya verás.

—¿Por qué? — Pregunté mientras me picaba la curiosidad.

—Porque estaré con la sacerdotisa que venció a un ejército. Todos mirarán este carro y serán incapaces de desviar la mirada, porque eres tan bonita que nadie se fijará en que soy sólo una niña.

—Gracias.

—¿Sabes? — Me soltó de repente con cómica seriedad — Me gustas.

—Gracias, Taram.

—Yo lo dije antes, me gustas.

—Tú también me gustas.

—Sí, ya te he dicho mi nombre — comentó con picardía.

—Pues en ese caso, me gustas dos veces — aseguré siguiéndola el juego.

—Vale, pues nos gustamos las dos, pero recuerda que yo más [19].

Solté una carcajada y me encantó comprobar que, mi nueva amiga, tenía tanto sentido del humor. La pequeña me tomó de la mano.

—Me gustaría tener una hermana como tú, que viviera aventuras interesantes y luego viniera por las noches a contármelas.

—Bueno — comenté mientras apretaba su mano —, tal vez pueda ir algún día a contarte alguna, si me dan permiso, claro.

—Lo hablaré con mi madre.

Había llegado nuestro turno, así que el conductor arreó a la pareja de onagros que tiraba del carro, e iniciamos nuestra andadura.

El desfile transcurría desde el palacio real hasta una de las puertas de la ciudad, luego corría a lo largo de la muralla, y al llegar a la puerta que había sido destruida para vencer a los de Kish, y que ya estaba de nuevo en plena reconstrucción, subía por la avenida que tanta sangre había recibido días atrás hasta llegar a la gran plaza, delante del Templo de Ishtar en obras, en cuya plataforma iba a celebrarse la ceremonia religiosa.

El desfile lo abría el propio rey, seguido del carro del general Shamum, que iba flanqueado por los ocho soldados que más se habían distinguido en la batalla, y que habían sido ascendidos de rango. Por ello, portaban lanzas ceremoniales adornadas con banderolas plateadas y rojas (la plata para indicar la distinción real, y el rojo por la sangre que habían hecho derramar al servicio del rey).

El único oficial superviviente del ejército de Kish iba atado con un dogal al cuello, que lo unía al carro real. Presentaba un aspecto lastimoso: despeinado, sucio, con el cuerpo cubierto de ronchas y con su viejo uniforme hecho jirones, pero intentaba comportarse con algo de dignidad, aún a sabiendas de lo que le esperaba.

Toda la ciudad se arremolinaba a ambos lados del camino gritando de alegría, aclamando al rey y arrojando pétalos de flores, para que las ruedas del vehículo real no pisaran el polvo. Tras Naram-Sin y el general, desfilaban los carros de sus hijos y, tras ellos, los de los consejeros reales, que como dije, iban vestidos con sus mejores galas. Cada uno de los carros iba acompañado de dos arqueros a pie. Por suerte, la velocidad no era mucha, pues si no, los pobres arqueros habrían acabado derrengados.

La comitiva continuaba, acto seguido, con las mujeres de la familia real. Las que estaban casadas se habían colocado velos cubriendo el rostro, según la costumbre acadia. Taram-Agadé y yo cerrábamos aquel grupo, y tras nosotras desfilaba la falange de soldados que había luchado esa tarde en la sangrienta avenida, deteniendo durante medio día los intentos de evasión del enemigo.

La pequeña niña tenía razón, ya que el público enloqueció al vernos. Cubrieron el carro con una lluvia de pétalos de flores, mientras gritaban el nombre de mi nueva amiga, la cual respondía saludando con una de sus manitas, mientras con la otra no me soltaba en ningún momento, como si me quisiera hacer partícipe de su pequeño momento de gloria. No hay duda de que disfrutaba de aquello como del más exquisito de los sueños. Evidentemente, era más querida por las gentes sencillas del pueblo, que por sus propios hermanos y hermanas mayores.

Cuando llegamos a la entrada de la plaza, el público guardaba un relativo silencio, tal vez porque el largo desfile había hecho disminuir el entusiasmo inicial ante el paso del carro real, o por el hecho más probable de que en uno de los laterales de la plaza aguardaban amontonados un grupo de soldados enemigos. Naram-Sin había dado órdenes de que uno de cada cincuenta fuera cegado y puesto a acarrear agua en los pozos y canales públicos de la ciudad. Los demás fueron perdonados e incorporados a un regimiento acadio, que se estaba formando con soldados veteranos llegados por fin, días antes, del lejano norte. Pero antes de ser perdonados, tuvieron que realizar la terrible tarea de elegir quiénes de entre ellos debían ser castigados y cegados. Por suerte, no me vi obligada a asistir a la escena.

Justo en ese instante, a la entrada de la gran plaza, un grupo de carros se había detenido, originando un pequeño retraso. Estuvimos un rato aguardando a que se despejara el camino, pero luego, viendo que la cosa iba a tardar un poco más, se me ocurrió una de mis locas ideas de montañesa, y decidí hacerle a mi nueva amiga un regalo especial. Así pues, me volví hacia Taram con una sonrisa cómplice en los labios.

—¿Quieres que te recuerden durante años, y que se hable de ti tras este desfile como si fueras la gran protagonista?

—¡Claro! — Respondió ella abriendo los ojos como platos —. ¿Pero cómo...?

—Las montañesas somos magas — le susurré al oído mientras hacía un gesto para que lo guardara en secreto —. Tú déjate hacer.

Me bajé del carro y la tomé en brazos. Acto seguido, y sin hacer caso de los arqueros que no sabían qué hacer ante aquella nueva situación, me dirigí caminando lentamente a través de la gran plaza en dirección al estrado real, con la niña abrazada a mi cuello. En uno de los laterales, se oyó una voz que gritaba: «¡Es una de las nuestras! ¡Y lleva a la niña Taram!».

Al mirar fugazmente hacia ese lugar, pude distinguir a un pequeño grupo de shamhatu que estaban acompañadas por dos kezertu, las cuales se señalaban los cabellos rizados mientras me dirigían gestos de reconocimiento. Les sonreí y proseguí mi camino. La multitud se contagió de los gritos de aquel pequeño grupo y, al rato, mientras aún nos encontrábamos a medio camino, toda la plaza rugía en una gigantesca aclamación hacia Taram-Agadé. Los gritos no habrían sido menores si la propia niña, armada con un garrote, hubiera derrotado ella sola al ejército de Kish.

Llegamos finalmente al pie de la plataforma donde se encontraba el estrado real, en el cual esperaban sentados los miembros de la familia del rey rodeados por la corte. Dejé a Taram en el suelo y ella, ante los gritos de alegría de la gente, me estampó un beso en la mejilla. Luego se dispuso a subir al estrado, no sin antes realizar un pequeño gesto infantil, arreglándose el kaunake y saludando al público con una graciosa reverencia. Me agradó observar que a Naram-Sin se le escapaba una sonrisa de orgullo. Estaba claro que adoraba a esa niña, y Taram no iba a ser otra Agatima.

Subí a la plataforma y me senté entre las sacerdotisas, junto a Alane, la cual se inclinó hacia mí y me susurró al oído: «Por lo visto, no sabes cuándo callarte pero, en cambio, siempre sabes cuándo hacer gestos en público».

No contesté, pero pensé que haberle dado una alegría a mi pequeña amiga, merecía un poco de exhibicionismo por mi parte. Además, no pude dejar de notar que, las propias sacerdotisas, aún intentaban contener las risas que les había causado los gestos de la niña.

La ceremonia comenzó con el sacrificio de un enorme toro. El recién ascendido Shangu del nuevo templo de Enheduanna, se encargó de susurrar al oído del animal las peticiones reales, así como el agradecimiento por la fortuna en la batalla. Las entrañas resultaron estar en perfecto estado, con lo que el público prorrumpió en gritos de alegría. Luego Enheduanna se adelantó hacia el borde de la plataforma acompañada de una ishtaritum. Ésta levantó los brazos y oró en voz alta:

¡Divina Ishtar, puta celestial!

¡Estrella de la tarde, hieródula de los dioses!

Bendice a tu siervo Naram-Sin, amado de Nannar.

Bendice a tu pueblo y otórgale la victoria.

¡Divina Ishtar, vaca celestial!

Inunda de sangre los sueños de nuestros enemigos.

El pueblo se regocija con tu triunfo,

Las gentes bailan a tus pies, ¡oh tormenta de la guerra!

¡Divina Ishtar, dueña de todos los ME!

Lleva la muerte a nuestros enemigos...

Al término de la oración, llegó el momento final de la ceremonia. Se obligó a los prisioneros a levantarse a latigazos. Algunos de ellos no podían ver nada, al haber sido cegados, pero podían escuchar. Los que conservaban los ojos, intentaban mirar a otro lado, pero varios guardias los castigaban con los látigos sin mostrar la más mínima piedad.

Dos soldados, del grupo de los que escoltaban al general Shamum, cogieron de los brazos al oficial enemigo, que seguía intentando aparentar dignidad, aunque miraba a uno y otro lado con nerviosismo. Lo tumbaron sobre un bloque de piedra, que había sido colocado a los pies del estrado en el que Naram-Sin permanecía de pie, con una de las mazas ceremoniales en la mano.

Le propinaron varios latigazos, que logró soportar con entereza sin soltar una sola queja. Luego lo castraron, ante lo que ya no puso aguantar más y dio un grito horrible. Observé cómo la reina tapaba los ojos de Taram-Agadé, y la cubría con parte de su chal, para que no contemplara la terrible escena.

Tras la emasculación, el prisionero fue cauterizado con un metal al rojo, añadiendo nuevos gritos de dolor al anterior. Acto seguido le quemaron la lengua con el mismo trozo de metal y le arrancaron los ojos. Algunos de los prisioneros lloraban y gemían, mientras las gentes de la ciudad se burlaban de ellos y les arrojaban piedras y dátiles podridos.

Finalmente, los dos soldados tomaron de los brazos al pobre guiñapo humano, que apenas parecía tener ya fuerzas para gemir. Lo llevaron ante una estaca de unos cuatro codos de longitud que estaba clavada en medio de la plaza, y lo empalaron. El oficial gritó al principio, pero luego, poco a poco, fue bajando la cabeza y allí se quedó en silencio, sufriendo pequeños espasmos mientras la estaca se teñía lentamente de rojo.

—Algunos duran hasta dos días — comentó Alane, que se había dado cuenta de mi expresión de horror.

—¡Ojalá ésta fuera la última de las muertes! — Suspire yo —. ¿Cuánto durará esta maldita guerra?

—Bastante más de dos días, bastante más de dos años... a veces... toda una vida.

Decidí que, si eso era verdad, yo no podría volver a soportar una ceremonia como ésa.

Estaba muy equivocada.

* * *

Dos días después se me dio aviso de que la reina me estaba esperando en sus jardines particulares.

Me resultaba curioso que nuestra reunión se realizara en el lugar donde había encontrado por primera vez, de forma tan aparatosa, a Naram-Sin. La reina Meshalim estaba casi sola, apenas acompañada por dos soldados que se mantuvieron todo el rato junto a la entrada del jardín. Se encontraba sentada en un cojín, bajo el peral donde Naram-Sin me había maltratado. Ese día no parecía una reina, sino una simple mujer acomodada, pues no vestía ni con riqueza ni con distinción. Sólo llevaba un kaunake sencillo de lana y cubría sus cabellos con un simple chal de tela sin ningún adorno, como el que cualquier criada podía llevar en palacio.

Me tomó la mano con cariño cuando saludé.

—Así que eres la famosa sacerdotisa de la que habla todo el mundo... Bueno — rectificó —, en realidad Enheduanna me ha hablado bastante de ti. Creo que te tiene bastante estima.

—Sólo soy lo que los dioses decretan que sea.

La reina sonrió con simpatía al escuchar mis palabras.

—Eso también me lo había advertido tu Entu: que tienes la curiosa costumbre de no aceptar los cumplidos ni los halagos, como si creyeras que no los mereces. Es una característica difícil de encontrar en un palacio como éste — hizo un gesto invitándome a tomar asiento en otro cojín, frente a ella —. ¿Puedo ver tus cabellos? Por favor, no te ofendas, es sólo que el otro día estabas preciosa — siguiendo la costumbre que había adoptado en Ur, había cubierto mi cabeza con un turbante, con el fin de no llamar la atención a mi alrededor. Descubrí mi cabellera y la reina la acarició con admiración —. Cuéntame tu historia, si no te es mucha molestia.

Narré someramente la historia de mi vida, que ella escuchó en silencio, cerrando de vez en cuando los ojos, como si de esa forma pudiera imaginar mejor las escenas que le contaba. Cuando terminé, estuvo un rato en silencio. Luego rompió a hablar repentinamente con un cierto tono de tristeza en la voz.

—También fui feliz en mi niñez, como tú, aunque mi padre era rico, ¿sabes? Por eso sé lo que es sentir una pérdida... También me casé por amor, como tus padres. Me casé con el joven más guapo de esta zona del mundo o, incluso, de las cuatro zonas. ¿Crees que el amor se termina alguna vez?

Me asustó que estuviera intentando convertirme en confidente de algún asunto íntimo pero, por otra parte, sentía simpatía y pena por aquella mujer. No sabía cómo actuar ante aquello, y yo sólo era una jovencita que pensaba que no le estaba permitido amar.

—Yo, señora, aún no he vivido tanto el amor como para saberlo, aunque la divina Inanna podría decir que es un sentimiento bueno a sus ojos, con lo que puede durar mucho.

La reina asintió lentamente.

—Ésa es la respuesta de la sacerdotisa... ¿Y cuál es la respuesta de la mujer...? — De improviso pareció avergonzarse de lo que había dicho —. ¡Soy una tonta, perdóname! Tu labor no es ser consejera, sino intermediaria ante los dioses — cambió de tema y sonrió un poco —. Mi pequeñita me ha dicho que eres su amiga, ¿verdad?

—Creo que Taram es una niña muy inteligente. Congeniamos enseguida en la ceremonia — no pude dejar de sonreír al recordar el espectáculo que ambas habíamos dado.

—Eso me dijo. Para ser exactos, lleva dos días hablando de ti sin parar, y ya comienza a marearnos a todos — dejó escapar una pequeña risa —. Quiere que la visites en sus habitaciones de vez en cuando. ¿Accederías a ello?

—Estaría encantada de hacerlo — respondí.

—En ese caso, yo misma me encargaré de avisar donde corresponda, para que tengas acceso a esa zona de palacio.

—Pero...

—Tranquila — se adelantó a mis objeciones —. Mi marido no dirá nada. Adora a la niña, así que no se negará a que la visites. Para él, tú serás como un juguete más del que ella disfruta. No te ofendas por ello, por favor — me rogó con cierto apuro —. Él es así, pero yo pienso de otra forma. Si es verdad lo que Enheduanna me ha contado de ti, creo que serás una buena influencia para Taram, y está en una edad en que necesita ese tipo de influencias. Es difícil para ella no tener verdaderos amigos, y que ni siquiera sus propias hermanas la traten fraternalmente, pero en familias poderosas, estas cosas suceden.

—Entiendo...

Estuvo en silencio otro rato, mientras contemplaba las ramas del peral. Hubo momentos en que pareció que iba a romper a llorar, pero logró contenerse.

—Perdóname por lo de antes. Mi corazón es sólo mío, y no tenía derecho...

—No necesitáis mi perdón, señora. El corazón lo pusieron los dioses, y aunque muchas sacerdotisas no seamos esposas, también tenemos un corazón. Yo también amo, y él está lejos. Os comprendo más de lo que suponéis.

—Gracias, te lo agradezco — me apretó la mano con cariño —. Ahora, si no te importa, desearía estar un rato a solas.

Abandoné el jardín con sentimientos encontrados. Por una parte, me alegraba la noticia de que iba a poder relacionarme con Taram-Agadé, pero por otra, sentía una extraña tristeza, al ver por primera vez en mi vida, que también las reinas y los reyes podían sufrir.

Era algo que tenía ganas de comentar con Ittibel.

En un mundo azul oscuro
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