VI

En los siguientes meses tuve que trabajar mucho, tal y como Ittibel me había advertido, pero fue agradable, pues me dio la oportunidad de conocer a bastante gente, ya que la kezertu se movía por los barrios humildes como pez en el agua.

Desde el primer día, siempre que nos encontramos, ayudé a Ittibel con la ceremonia de la tarde en el pequeño altar del puerto. Allí conocí a algunas de las prostitutas, incluyendo a las que me habían besado el borde del kaunake dejándome tan sorprendida.

Una de ellas, oriunda de Lagash, se llamaba Nineana, y era una viuda que había quedado sumida en la pobreza cuando su marido murió en una batalla, tras ser reclutado a la fuerza por el rey Rimush. Al igual que otras mujeres en su estado, buscó huir de la miseria ofreciéndose al Templo de Inanna como kulmashitu, pero para su desgracia tenía una cicatriz en la frente, con lo que fue rechazada. Fue entonces, tras intentar buscarse la vida en Ur, cuando las kezertu de la ciudad la recogieron y le ayudaron a establecerse como prostituta en la zona del puerto. Su mayor sueño había sido tener hijos, pero entre que se había quedado viuda, y que había sufrido un par de abortos, sus esperanzas eran ya escasas.

—¿Por qué no buscas algún pescador y lo intentas con él? — Le pregunté yo en una ocasión.

—Porque los hombres desconfían de las prostitutas — respondió ella.

—No lo entiendo. Pues ofrécete como shamhatu y ganarás respeto social, ¿no? Así tendrías muchos pretendientes persiguiendo tu kaunake.

—Eso tampoco serviría de mucho — aclaró Ittibel —. Los hombres desconfían de las prostitutas porque ellas no pueden darles lo que buscan en realidad, que es apoyo y comprensión en sus problemas. Placer te lo puede dar cualquier mujer, pero las sacerdotisas y las prostitutas no son madres ni esposas.

En ese momento se acercó a nosotras una muchacha joven y elegante. Ittibel me la presentó y me informó de que era una shamhatu llamada Zanka, como mi amiga de la Edubba. Era casi tan morena como mi mentora, pero sus ojos no parecían tan expresivos y oscuros, aunque llamaba la atención por sus cabellos, que despedían unos bellísimos reflejos rojizos. Vestía con una gran riqueza, lo que me hizo pensar desde el principio que sus clientes debían vivir en palacios, y no andaba equivocada. Las prostitutas del puerto solían mostrar con descaro algunas partes de su anatomía, con el fin de convencer a los posibles clientes, mientras que Zanka ocultaba sus encantos bajo una capa de sofisticación. Evidentemente, era una mujer que sólo mostraría la piel en un ambiente rico, cómodo y elegante. Al conocer el tema de nuestra conversación, la shamhatu dejó escapar una carcajada.

—Y lo que es peor — añadió a lo dicho anteriormente —. Somos independientes, y eso es algo que se digiere mal, tanto en el sexo como en la vida.

Ittibel asintió con ironía.

—Cierto, los hombres nos respetan y nos admiran. Saben que vivimos en esa fina línea que separa lo humano de lo divino y, por ello, nos observan con un cierto temor. Pero saben que por eso no pueden imponernos su voluntad. La mano de la propia Inanna descansa sobre nuestras cabezas confirmando nuestra independencia. Una prostituta hace lo que quiere y cuando quiere. Puede que seamos complacientes en el lecho, pero la diosa nos hace leonas como mujeres.

—Pero he visto en la taberna algunas jóvenes que obedecían las órdenes que les daba el dueño, cuando las requería algún cliente — observé yo.

—Sí, pero esas muchachas que viste son “esposas de la cerveza” — me aclaró Ittibel —, o sea, son esclavas compradas por el dueño de la taberna que le hacen aumentar los ingresos. De la misma manera que un esclavo que trabaje en los canales, aunque esté bajo la protección de Enkimdu, no deja de ser un esclavo, ellas están bajo la protección de Inanna, pero no serán libres hasta que compren su libertad, como hizo ella — y al decir esto señaló a otra prostituta que se acercaba a nosotras —. Ella es Shatirra. Fue esposa de la cerveza en una taberna de Agadé y compró su libertad. Desde entonces es independiente, como las demás.

—Y tú me prestaste la plata — añadió la aludida besando una mano de Ittibel, que prosiguió explicándome.

—A un hombre le gusta imponer su voluntad sobre su compañera. Por ello, las leyes especifican que una mujer casada está más supeditada al hombre que una soltera, aunque siga siendo dueña de su dote. Sin embargo si desearas, por ejemplo, buscarte un amante, tendrías que pedir permiso a tu marido, mientras que él puede disponer, incluso, de concubinas.

—Entiendo.

—Sin embargo — intervino Zanka — si te hartas de tu marido puedes irte a un templo como qadishtu, y él no podrá objetar nada.

—¿No se enfadaría?

—Bueno — especificó Ittibel —, habría que tener en cuenta, por ejemplo, que no haya hijos menores en el matrimonio, pues deberías quedarte a cuidarlos. Pero si no tienes hijos o éstos son mayores, puedes hacerlo. Alane es una qadishtu y está casada.

—No lo sabía — dije con admiración.

—Pues sí, tuvo un niño que murió a los dos años de edad por las fiebres. Luego sufrió algún aborto, como Nineana, y su marido la maltrataba. Así que se fue al templo, y allí se encuentra desde entonces.

—¡Y bien feliz que está el mamarracho de su marido también! — Opinó Nineana, que claramente se sentía identificada con Alane por lo de los abortos.

—¿Por qué?

—Porque hace su vida con sus amantes, tiene un gran prestigio social porque su esposa es qadishtu de un gran templo, y encima Alane ha amasado una aceptable fortuna que, si muere antes de su marido, éste heredará.

—Vaya...

—Es uno de esos acadios que gustan de la plata — añadió Nineana con cierto tono de rencor en la voz.

—¿No te gustan los acadios? — Pregunté yo.

—La mayor parte no. Imponen sus leyes y sus gobernantes y se llevan los impuestos para gastárselos en su pequeño paraíso de Agadé.

—¿Y Enheduanna?

—La Entu es una buena mujer — intervino Zanka adelantándose a Ittibel, que iba a contestar a la pregunta —. Cuando llegó aquí, recién salida de la Edubba, era muy jovencita y nadie creía en ella y, de hecho, el anterior Shangu le hizo la vida imposible. Pero es inteligente y sabia, y supo ganarse a las sacerdotisas y a los trabajadores del templo. Otro asunto son sus hermanos...

—Debes tener en cuenta, Sheru — añadió Ittibel —, que ella era la hija menor. Algo así como Agatima, pero con la diferencia de que el gran señor Sargón la adoraba, aunque no dudó en utilizarla para sus fines, aunque eso es otro tema... La gente la quiere, porque ha dado mucho prestigio al templo y a la ciudad, pero...

—¿Pero?

—Es un poco distante. ¡No me interpretes mal! Ten en cuenta que yo soy una kezertu, y trabajo junto a la gente — especificó mientras mis nuevas conocidas sonreían asintiendo —. Ella permanece dentro de un giparu del que sale para asuntos elevados, de estado, de negocios... La gente la ve pasar simplemente...

—¡Pero ella es muy simpática! — Quise dejar bien claro.

—¿Conoces a la Entu hasta ese punto? — Preguntó Zanka con asombro.

—Bueno, he hablado varias veces con ella — repuse yo.

—¡Muchachas! — Gritó Zanka con aire divertido —. ¡Acabamos de conocer a la futura Entu de Ur!

—No sé si de Ur — añadió Ittibel tras una de sus risas cantarinas —, pero os puedo asegurar que esta niña llegará lejos. ¡Ya me ocuparé yo de ello!

Me apretó la mano con cariño y, como ya era la hora y el sol empezaba a ocultarse, nos acercamos al altar para realizar la ceremonia de la tarde.

* * *

Una de las tardes que salí a pasear con Enanedu tuve la oportunidad de acercarme al cuartel de la ciudad, el cual se encontraba junto al palacio del gobernador y no lejos, por tanto, del recinto sagrado. Enanedu tenía un primo materno entre los que comandaban la guarnición. Mientras caminábamos hacia el edificio, me comentó que en tiempos del gran señor Sargón, Agadé poseía una guarnición de miles de soldados con regimientos profesionales, pero que tras las revueltas contra el rey Rimush, se habían establecido pequeños acuartelamientos en las distintas ciudades. Como el número de soldados acadios profesionales había disminuido, las guarniciones solían estar formadas por pequeñas cantidades de soldados sumerios locales, que en caso de guerra y, tras el adecuado entrenamiento, podían aumentarse con levas. Su primo, un oficial alto, muy delgado y con cierto aire arrogante, llamado Kudiya, me acogió con gran amabilidad y nos enseñó las instalaciones, que tampoco es que tuvieran mucho que ver. Noté que una de las razones por las que se comportaba tan amablemente conmigo era porque mi padre había sido un sumerio. Me pregunté cómo habría actuado si yo hubiese sido acadia.

Tal vez lo más interesante consistió en observar cómo se adiestraban los soldados, ya que ese entrenamiento me recordaba las narraciones del anciano de la aldea. Gracias a ello, después de transcurridos varios años desde que escuché aquellas bélicas aventuras, comprendí lo que había querido decir al contarnos que los enemigos acadios avanzaban cubiertos con mantos de metal. Y es que los guerreros vestían unas pesadas capas de piel cubiertas con placas metálicas, parecidas a las que había visto llevar a los soldados de Eshnunna, pero mucho más pesadas. Tan pesadas que, cuando Kudiya me invitó a levantar una de ellas, apenas pude hacerlo, ante las carcajadas de los presentes.

Tampoco pude tensar un arco, aunque Kudiya nos explicó a su prima y a mí que había de ser muy fornido el que lo hiciera, pues se trataba de un arco compuesto acadio que poseía una gran potencia y podía, incluso, atravesar a cierta distancia esos pesados mantos acorazados. La guarnición de Ur contaba con pocos arqueros, ya que la mayoría estaban en Agadé, y los que había, como explicó Kudiya, se dedicaban en una batalla a acosar al enemigo que avanzaba hacia los soldados.

Éstos últimos se protegían con grandes escudos de mimbre cubiertos con una piel curtida. En este caso sí que pude levantar aquellos escudos que eran tan altos como yo, aunque con un poco de esfuerzo. Uno de los soldados me alargó una lanza, que me pareció molesta de manejar, aunque ellos lo hacían con bastante soltura. «El truco — explicaba Kudiya — está en que no hay que zarandearlas, sino solamente pinchar con ellas hacia delante».

La mayor parte de los guerreros se entrenaban con esas lanzas, aprendiendo a apuñalar maniquíes de madera y, en algunos casos, a arrojarlas con cierta puntería.

—¿Y si arrojas la lanza? — Pregunté yo —. ¿No te quedas desarmado?

Kudiya me enseñó en un almacén unas mazas de bronce bastante imponentes, dagas y siparrus. Éstas últimas me recordaban a una hoz, como las que usaban los campesinos. Tomé una de éstas últimas e hice ademán de apuñalar a un enemigo invisible.

—Así no se hace — me corrigió Kudiya —. No se ha diseñado para apuñalar, sino para degollar. Mientras el enemigo se cubre con el escudo, la usas para cortar su cuello por sorpresa. Si deseas apuñalar a alguien, recurre a una daga.

Tomé una y la blandí con facilidad, pues no pesaba mucho, aunque al tacto resultaba maciza.

—¡No! — Me corrigió Kudiya, con paciencia, de nuevo —. Nunca blandas el arma o se lo pondrás fácil. Apuñala de abajo a arriba, en el vientre, bajo el ombligo. Así — me dedicó una demostración fingida que me arrancó un involuntario escalofrío —. ¿Ves? De esta forma lo pillas por sorpresa, dejas poco espacio para detener la puñalada, y sus intestinos se desparraman por su propio peso, dejándolo incapacitado en caso de que no muera inmediatamente.

—Está claro que todo lo basáis en la sorpresa — comenté un tanto intranquila, al caer en la cuenta de que aquello no eran juguetes, y de que esos hombres se dedicaban a un oficio terrible.

Salimos al patio donde los soldados realizaban ejercicios de lucha, tal y como, en numerosas ocasiones, había visto jugar en menor escala a muchachos, tanto en mi aldea, como más tarde en los jardines. Obviamente resultaban bastante más violentos. Allí, en aquel patio, descubrí que no se necesita una gran fortaleza para vencer a un enemigo más fuerte. El general Shamum tenía razón. Si conoces a tu adversario puedes aprovecharte de sus defectos, como su exceso de impaciencia. Vi cómo soldados más pequeños hacían morder el polvo a otros mayores, simplemente haciendo con habilidad que perdieran el equilibrio o haciendo gala de una mayor velocidad y agilidad.

—Conoce a tu enemigo y aprovecha sus defectos. Dale lo que desea — comenté mientras observaba la escena.

Kudiya me dio una palmada en el hombro que casi me derribó por tierra y se rió a carcajadas.

—¡Palabras sabias, si señor! Pero si no te quedan ni recursos, ni armas, ni fuerzas... ¿Qué harías?

Yo me quedé mirándolo unos instantes y luego dije: «Sonreír».

Los soldados acogieron aquella respuesta con una nueva carcajada y Kudiya se declaró vencido. Era un hombre muy caballeroso, no hay duda.

* * *

Los meses siguieron pasando y poco a poco fui encontrando mi lugar en aquel pequeño mundo. Alternaba visitas a Akkilu y Agisa (que habían pensado casarse al año siguiente, cuando ella pudiera comprar un puesto de cocinera más alto que el que tenía), con las visitas a Ittibel. No entiendo cómo no se cansó nunca de mí y de mi ingenuidad.

Reconozco que no me esperaba esa actitud de hostilidad hacia los acadios, ya que a mí me habían acogido con mucho cariño, y aquello era algo que yo no podía olvidar. Sin embargo, me ayudó a asimilarlo el ver que todos respetaban a Enheduanna.

Cierto día le comentaba a Ittibel lo que, en cierta ocasión, me habían informado acerca de que el Shangu y ella no se llevaban muy bien. Ittibel asintió con naturalidad y me dijo: «El Shangu es hijo de un gobernador, y le gustaría ser como su padre. Por otra parte — añadió — tú no has ayudado a mejorar sus relaciones».

Aquella frase me dejó perpleja y le pedí que me lo explicara.

—El Shangu no era partidario de que una jardinera estudiara en la Edubba. Tuvieron una discusión bastante grande, por lo que me contó Alane.

—Sí, eso ya me lo habían comentado — dije —. Pero Enheduanna es la Entu y lo que ella ordena...

—Enheduanna es la Entu, pero no es una necia — me interrumpió Ittibel —. Si hubiera dado esa orden, ahora tendría una camarilla de sacerdotes, comandados por el Shangu, dispuestos a hacerle la vida imposible,

—¿Entonces? ¿Qué quieres decir...?

—Quiero decir, mi niña, que Enheduanna paga tus estudios con su fortuna personal.

Me quedé perpleja.

—No lo sabía — musité.

—En Agadé deben estar muy extrañados de que se le estén pagando unos estudios a una chica misteriosa, aunque Enheduanna tiene sus propios métodos para salirse con la suya.

—No lo sabía... — Volví a repetir.

—Las mujeres siempre acabamos descubriendo sistemas originales para hacer cosas inauditas. ¿No sabes que, a fin de cuentas, inventamos la civilización?

—¿Qué? Eso no nos lo contó la gran hermana.

—¿Nunca te han narrado la Epopeya de Gilgamesh?

—¡Claro! — Asentí con cierta vehemencia —. Es la historia favorita de Gemezida. Nos ha obligado a copiar varios pasajes numerosas veces.

—¿Recuerdas el episodio de Shamhat?

—Si. Shamhat es la prostituta sagrada que consigue que el hombre salvaje, Enkidu, se vuelva civilizado.

—¿Y cómo lo consigue?

Vacilé un poco intentando recordar, pues no era de las partes que Gemezida nos repetía una y otra vez.

—¿Acostándose con él...? — Aventuré.

—Exacto. Se acuesta tantas veces con él, que Enkidu deja de ser un salvaje y acaba integrándose en la sociedad y haciéndose amigo de Gilgamesh. ¿Entiendes ahora? Somos las mujeres las que traemos la civilización, y es el sexo el que vuelve al hombre civilizado.

—E Inanna es la diosa del sexo...

—También has captado eso. Inanna es la que, en realidad, civilizó a los hombres. El hecho de que tuvieran técnicas de riego, agricultura o ganadería, era irrelevante. Todo eso sirve de poco si, en realidad, no aceptas unas normas civilizadas para vivir. Te voy a contar un secreto: Inanna es la diosa más grande. ¿Sabes por qué?

—¿Tal vez porque posee los ME y disfruta de grandes poderes? — Volví a aventurar de nuevo.

—No. ¿De qué le sirve a un dios su poder, si pierde a sus seguidores? ¿De qué sirve la divinidad ante el olvido de los fieles y un templo vacío, lleno de polvo? Inanna es la más grande del panteón divino porque es la única que conoce la compasión. Ella acepta a todos los hombres y mujeres sin distinción alguna entre ellos, y los entrega su propio sexo.

—Pero ella castigó al jardinero — alegué yo, recordando la historia de la violación de la diosa.

—Cierto, pero lo hizo porque no fue un acto voluntario. El jardinero no tuvo un sexo normal con la diosa sino que, al no pedirle permiso, la vejó. Pero eso no es lo más importante en este asunto. ¿Piensas que los dioses se preocupan por los hombres?

Yo negué con la cabeza y, en parte, recordé la discusión que había mantenido con Gemezida. Ittibel prosiguió explicándomelo: «Los dioses crearon a los hombres para su servicio. No se preocupan por nosotros. Les da igual que un gobernante haga morir de hambre a su pueblo o que ayude a huérfanos y viudas. Mientras la comida se plante ante sus estatuas cuatro veces al día, el resto no les incumbe. No les importa si sufres, o si te quedas sola en el mundo. Sólo quieren que los adores y los regales tus homenajes».

«Sin embargo, Inanna sí que sabe que los hombres sufren, porque ella ha sufrido. Ella sabe que los hombres mueren, porque ella murió. Ella conoce la codicia de los hombres porque, a su vez, ella codició los ME. La diosa ha visto la luz y la oscuridad en el corazón humano y ha participado de ello. Por supuesto que, al igual que los demás dioses, desea tu adoración y tu fervor pero, por lo menos, está dispuesta a darte algo a cambio, y te entrega su propio sexo a través de las ishtaritum, a través de las otras prostitutas sagradas, de los assinum [13] e, incluso, de todas aquellas prostitutas que lo hacen por amor a ella. Cuando yo me acuesto con un hombre, no es Ittibel la que hace el amor, sino que es la propia Inanna reencarnada, y es mi obligación regalar a ese hombre el mismo placer que la diosa le daría. Yo no rechazo a un hombre por ser feo. No los elijo, porque Inanna es compasiva y permite que los hombres conozcan un poco de la divinidad a través de mí, al igual que la diosa otorgó el don de la civilización a Enkidu a través de Shamhat».

—Entonces — pregunté —, ¿es la empatía divina lo que hace que te acuestes con quien te lo solicite?

—Sí — afirmó la kezertu —. Es la compasión. Es el único acto de simpatía que los hombres hemos recibido de los dioses desde que fuimos creados. Por ello Inanna se reencarna en todas nosotras y, por ello, es la más grande. ¿Recuerdas el texto que te rogué que leyeras el primer día, cuando me ayudaste con la ceremonia de la tarde?

—Sí — dije yo. Y recité el mismo:

Yo soy la que vuelve el hombre a la mujer.

Yo soy la que vuelve la mujer al hombre.

Yo soy Inanna.

—Ese texto — me explicó Ittibel — resume la esencia de la diosa. Ella hace que los hombres y las mujeres se atraigan mutuamente y que haya sexo entre ellos, e Inanna participa de ese don, como te dije antes, porque ella está en todos nosotros, en hombres y mujeres, cada vez que yacemos en un lecho, que es el lugar donde todo se comparte y se oculta. Y ella, al participar de nuestras penas, nuestras alegrías e, incluso nuestros placeres, se convierte en una parte de la humanidad. No importa que sean cabezas negras, dragones montañeses, eblaítas, hurritas o elamitas. Inanna es la más excelsa porque supo también solidarizarse con los más pequeños, que somos nosotros.

—Gemezida dice que sólo los cabezas negras son civilizados — recordé yo.

—Y se equivoca por completo. Tú sólo eres cabeza negra en parte. ¿Eres, pues, incivilizada? — Yo negué con la cabeza —. Hasta los dragones de montaña pueden ser civilizados, pues la civilización, como te he dicho, es la aceptación de unas reglas comunes. No es una diadema que se coloca sobre la cabeza de una. Y, las sacerdotisas, representamos esas reglas.

—¿Y los sacerdotes?

—También, pero nosotras adornamos más — se apresuró a contestar Ittibel con picardía.

—¿No simpatizas con los sacerdotes? — Pregunté.

—En general sí. Pero muchas veces pienso que, si las normas del clero fueran distintas y su culto dependiera en exclusiva de los hombres, lo más seguro es que en vez de ishtaritum, los templos abundarían en esposas de la cerveza.

Con conversaciones como ésa, cada vez fui admirando más a la kezertu y, al mismo tiempo, entendiendo que el hecho de ser sacerdotisa, no me evitaba tener que librar una guerra por mi lugar en un templo o en la misma sociedad. La propia Enheduanna, como me había contado, tuvo que luchar duramente para ganarse el respeto de los que la rodeaban y servían, y ese respeto era parte de lo que una sacerdotisa debía transmitir. Sin embargo, había una palabra nueva, poco habitual en el lenguaje religioso, que se me quedó grabada a fuego en la cabeza. Esa palabra era “compasión”.

* * *

Una de las muchas cosas que Ittibel me enseñó fue a “reflejar un algo”, como decía ella. Lo primero que hizo, aunque parezca paradójico, fue mostrarme cómo caminar.

—No debes dar pasos como una campesina pisando terrones —, me decía mientras Zanka, la shamhatu, se reía e intentaba colocarme una bandeja con dos huevos de pato en la cabeza —. Debes moverte con sutileza, de una forma grácil. ¿Crees que una diosa se movería como haces tú?

Yo sufría horrores intentado no dejar caer los huevos. Y no era fácil, pues se trataba de sostenerlos mientras evitaba que mis caderas se movieran en exceso. Pero eso sí, tenía que moverlas, porque si no “parecería un oficial de arqueros” como bromeaba Ittibel. Creo, sinceramente, que un arquero hallaría más fácil tensar su arco con una sola mano que yo, que por las noches llegaba al dormitorio derrengada y, a la mañana siguiente, me levantaba con dolor de riñones. «¿Cómo puede moverse algo sin moverlo? — Rumiaba yo para mis adentros».

Y la verdad es que, pasadas varias semanas, comprobaba que sí se puede, aunque para ello tuve que romper muchos huevos de pato.

Me instruyó también en el uso de los ojos, y Zanka nos ayudó en ello pues, como me explicaron ambas, una sacerdotisa debe mirar a las personas seduciéndolas, pero sin llegar a proyectar la mirada que usaría una prostituta en busca de un cliente, pues una diosa en la tierra no haría tal cosa. Tuve que observar e imitar a Zanka y comparar su estilo con el de Ittibel. Al principio, no captaba la diferencia, pero con el tiempo descubrí que la mirada de la shamhatu era incitante, y la de la kezertu era acariciante pero firme. La una decía “aquí te estoy esperando” y la otra decía “pero no pasarás de donde yo te permita”. Ensayé aquello durante muchas semanas y, al principio, sólo logré meterme en líos, como cuando cierto día la ensayé al entrar en la Edubba y conseguí, ante mi asombro, que dos de los alumnos de Dadamum sufrieran una repentina y abultada reacción bajo sus faldellines. Ittibel estuvo tres días gastándome bromas a costa de aquello, y Nineana me regaló un pastel de cebada y miel que, por lo visto, era costumbre entregar a las prostitutas del puerto cuando conseguían su primer cliente. Al principio no supe reaccionar, pero luego lo tomé como una broma muy divertida por parte de unas mujeres que me habían aceptado, y que sabían lo que yo intentaba conseguir.

También me enseñaron a maquillarme y vestirme con elegancia. Algunas cosas me pillaron por sorpresa, pues no las conocía, como la de acostumbrarme a limpiar mis dientes todos los días con unas ramitas que Ittibel me suministraba. Reconozco que, al paso de unas semanas, mi sonrisa resultaba más agradable de ver. Nuestras hermanas ishtaritum utilizan esas ramitas en abundancia, pero he comprobado que no todas las sacerdotisas las usan o conocen. Yo, hoy día, obligo a mis ahatus a emplearlas diariamente. No sé si es una prueba de civilización, como diría Gemezida, pero creo que, si representamos a los dioses, ellos agradecerán esa mejora en la imagen.

Aprendí pequeños trucos para realzar la belleza, como usar aceite de oliva en el aseo del cabello. Incluso, descubrí el secreto de los tonos rojizos de la morena cabellera de Zanka: lavados ocasionales con vino de uva y ungirlos con aceite de nuez. Dado que los míos no eran oscuros, Ittibel me instó a lavarlos con agua de avena y, para cuidar mi piel, que nunca fue demasiado morena, me instruyó en la preparación de pasta de harinas de almendra y habas con aceite de oliva, o la que uso más a menudo hoy día de arcilla, miel y aceites de palma y almendra.

El primer día que empezó a enseñarme aquellas cosas, me condujo hasta una taberna elegante, cercana al palacio del gobernador. En el piso superior tenía alquilada una habitación donde, supuse, recibía a los que deseaban reunirse con la diosa, aunque esos asuntos me los confirmó más tarde. Una vez en el interior del cuarto, me hizo quitar el kaunake y quedarme totalmente desnuda. Me observó detenidamente durante unos instantes.

—Bien, muchachita. El arte de vestirse es muy sutil. Debes sugerir, en vez de enseñar. Debes hacer que ellos imaginen lo que no conocen. Veo que, de momento, tienes dos bellas manzanitas que, algún día, harán pensar a los hombres en un frondoso manzano. Debes, por tanto, sujetarte el kaunake para que parezcan un poco más grandes, pero sólo un poco.

—¿Por qué sólo un poco? — Pregunté mientras me ponía un poco colorada.

—Porque los hombres siempre imaginan el tamaño un poco más grande de lo que es. Si dejas el kaunake algo suelto, se desesperarán imaginando lo que hay debajo.

Aprendí también a usar sandalias, después de tantos años caminando descalza, y a depilarme, aunque no entendía la necesidad de depilar las piernas si iban a estar cubiertas por el kaunake hasta los tobillos. «Para que parezcan las piernas torneadas de una estatua divina» — Decretaba Ittibel con su risa cantarina.

Otro asunto que resultó ser tan problemático como el caminar, fue saber mover las manos.

—Tus manos deben ordenar, deben dirigir y señalar el camino. Pero no debes asustar a los fieles con ellas — advertía Ittibel —. Deja que sean los dioses los que castiguen. Tú, mueve la mano como si fueras a acariciar, firme, pero acogedora. Nunca tomes la mano de alguien de forma directa. Acerca tu mano a la suya, como si fuera un regalo que le otorgas. Que piense que está siendo beneficiado por los dioses.

«Reserva la firmeza — decía — para las oraciones. Entonces alza tus manos a lo alto, valiente, sin vacilaciones. Que los dioses te admiren en la plataforma y sepan que están siendo bien representados y que, quienes están a tus pies, se convenzan de que lucharás e intercederás por ellos. Deberás pues, tener manos de general, de madre y de amante».

En esos días me enseñó también a dibujarme tatuajes con henna. Los más importantes, me dijo, se colocaban en cuatro zonas: en las manos, el cuello, en los pechos y en los costados. «Las manos, porque así realzarás su belleza y pensarán que no las utilizas para trabajar o hacer tareas pesadas, sino para acariciar suavemente con ellas — me explicó —. En el cuello, porque así sabrán dónde deben darte el más atrevido y secreto de los besos; en los pechos, para que todas se sientan bellas, incluso aquellas cuyos pechos ya están vencidos por la edad o son imperfectos. Los pechos saludan al hombre cuando llega al mundo y lo amamantan, así que ningún hombre los ve con desagrado, aunque no sean perfectos. Otro asunto es que sean demasiado orgullosos para reconocerlo. Y, finalmente, en los costados, procurando que algo del tatuaje se adivine por encima del borde del kaunake pues, de esta forma, aquellos que te admiren sabrán que ese tatuaje lo reservas para aquél que tendrá la dicha de compartir tu lecho. Soñarán con él y odiarán a un hombre al que no conocen, de la misma manera que los hombres odian y aman a los dioses».

Todo esto produjo una revolución en el dormitorio de las aspirantes a sacerdotisas, pues antes de una semana tuve que enseñar a Enanedu a tatuarse con henna y, a veces, nos pasábamos una tarde entera pintándonos las manos la una a la otra.

—Se supone que la que va a ser ishtaritum soy yo — gimoteaba Enanedu fingiendo quejarse —. Y resulta que tú vas a ser la seductora del santuario, no es justo.

—Bueno pues, en ese caso, Nannar me lo agradecerá en tu nombre — alegaba yo riéndome.

Aún hoy día Enanedu y yo nos tatuamos mutuamente las manos, como una ceremonia íntima y secreta que sólo nosotras entendemos. Algún día mis manos ya no serán tan bellas, me temo, aunque espero que las tardes sigan siendo soleadas y alegres. Y, en todo caso, ya no es Nannar quien debe agradecerlo.

* * *

Otras veces empleaba mi tiempo jugando con el tablero que me había regalado el general Shamum. Enanedu se aficionó a jugar conmigo, y todavía viene muchas tardes a este jardín y debo sacar el viejo tablero para ganar otra vez, pues debo decir que casi siempre la he ganado, y nunca se cansa de perder. También jugaba con Akkilu pero, como dije, debía hacerlo cuando no estaba Enanedu, pues seguía sin acceder a relacionarse con un esclavo, aunque aceptaba esa costumbre mía como lo que, supongo, creía ser una extravagancia propia de las gentes de las montañas.

En cierta ocasión, mientras mi amiga y yo jugábamos en los jardines, apareció el padre de la Edubba y se puso a observar nuestro juego con mucha atención. Tras vencer a Enanedu, el anciano dijo:

—Hace mucho tiempo que no juego a esto. En mis tiempos, cuando era un joven estudiante en la Edubba de Agadé, solíamos dejar pasar muchas horas con ello. ¿Puedo disputar una partida contra ti, hija nuestra? — Me solicitó con mucha amabilidad. No esperaba aquella petición así que, inmediatamente, le invité a sentarse ante mí.

Me sentía muy nerviosa ante la perspectiva de disputar una partida con el mismísimo padre de la escuela. Así que, al principio, cuando aún sólo tenía dos fichas en juego, comencé perdiendo. Sin embargo, fui tranquilizándome poco a poco y decidí observar a fondo a aquel anciano. Caí en la cuenta de que presentaba una clara tendencia a seguir las normas al pie de la letra, como si acabara de leer en una tablilla el procedimiento del juego.

Por esa razón opté por jugar de forma un tanto errática, realizando a veces jugadas que no tenían mucha lógica lo que, supongo, acabó por ponerlo nervioso y, cuando mi última ficha se colocó en la casilla de llegada, todavía le quedaban a él tres fichas sobre el tablero. Bien es cierto, lo reconozco, que tuve algo de suerte con las cantidades que me salían en los dados.

El anciano se quedó en silencio unos instantes y luego, también en silencio, se levantó y se fue sin decir nada.

Enanedu me dirigió una mirada asustada y me dijo: «Espero que te guarden un plato de sopa en las montañas, porque allí vas a ir de cabeza». Yo le arrojé en broma una rama del suelo y salimos corriendo hacia el dormitorio.

A la mañana siguiente, cuando hice mi entrada en la Edubba, Dadamum me hizo llamar, y antes de que yo pudiera decir nada, comenzó a hablarme.

—Te agradezco, hija nuestra, que me hayas hecho recordar aquellos tiempos de mi juventud. También te agradezco que me hayas permitido recordar la razón por la que dejé de jugar —. Yo escuchaba sus palabras estupefacta, pues esperaba que me dijera algo desagradable o, incluso, que me castigara —. Supongo, hija nuestra, pues llevo observándote desde que viniste a esta Edubba, que tú también estas aprendiendo cuáles son tus defectos, aunque te haya tocado humillarte para caer en la cuenta de ellos.

Ante esta referencia velada a la humillante escena con Gemezida, enrojecí hasta las orejas y asentí con la cabeza.

—Lo intento, padre nuestro — afirmé con un hilo de voz —. Aunque a veces se me olvida.

—No te preocupes, hija nuestra — dijo él con amabilidad —. Todos nos olvidamos a veces de las cosas. Me recuerdas a una jovencita que hace años fue mi alumna, allá en Agadé, y a la que costó mucho aprender a escribir en sumerio.

—Supongo, padre nuestro — sugerí — que a muchas alumnas les ha ocurrido eso.

—Sí — asintió él con un ademán cansado, mientras sacaba una vieja tableta de escritura de una envoltura de lino —, pero no todas han llegado a ser Entu. Esto era de ella. Creo que estará más seguro guardado en tus manos. Esta tableta debe pertenecer a alguien que sepa demostrar que ama el conocimiento, y que está dispuesta a luchar por adquirirlo. Creo que es tu caso...

Tomé aquel viejo objeto con reverencia.

—Gracias, padre nuestro — dije mientras se me hacía un nudo en la garganta y luego, tras vacilar un poco, añadí —. Sabéis quien soy yo. Sólo me tengo a mí misma en el mundo. No sé con qué podría obsequiaros para agradeceros...

—No es necesario, hija nuestra — me interrumpió él —. Algún día, tal vez, si Nidaba te ilumina, se te ocurra algo con que obsequiarme. A veces, los regalos más inesperados y más humildes, son los que más llenan al hombre. De momento, me has regalado un recuerdo, y eso vale mucho.

Me hizo un ademán con la mano para que me dirigiera al aula donde Gemezida me esperaba con impaciencia. El resto de la mañana me lo pasé en una nube, y cometí un par de errores que permitieron a la gran hermana ensañarse otro poco conmigo. No me importó. Nunca habría imaginado que, en silencio, el anciano me apreciaba tanto. Él no lo sabía, pero aquél sí que fue un gran regalo.

* * *

El día de la ceremonia de consagración llegó al fin. Fue el año que el señor Manishtusu levantó una estatua de Ningirsu junto al canal Nanagugal, como homenaje a la ciudad de Lagash.

La ceremonia se iba a celebrar a la caída de la tarde y comenzó de forma poco agradable. Mientras las otras muchachas se preparaban por sus propios medios, algunas en sus hogares, otras en el recinto sagrado tras concertar un pago con peluqueros u otros artesanos, yo me dirigí hacia el cuarto de Ittibel, donde había quedado con ella. Me habría gustado que nos preparara a Enanedu y a mí, pero como buena hija de un gobernador, mi amiga había hecho traer de Nippur a su propio peluquero, a una vestidora, una maquilladora, y a todas aquellas personas que, supongo, necesita la hija de un dirigente para brillar en una ceremonia. Pero no quiero tener la lengua tan afilada como ella. Mi amiga siempre habría brillado, incluso, sin disponer de todas esas personas ayudándola.

En una plaza me interrumpió el paso una multitud que asistía a las palabras que un pregonero leía subido a un estrado de madera. Me detuve unos instantes para escuchar.

El pregonero hacía pública la sentencia de castigo para una mujer infiel, que por lo visto, había tenido un amante sin permiso del marido. La aludida estaba de rodillas a su lado, completamente desnuda, mientras se daba lectura a la sentencia y, delante de ellos, se encontraba el bastidor de una cama. Supuse que se trataba del lecho marital.

Una vez leída la sentencia, dos ayudantes del pregonero tomaron a la mujer de los brazos, la tumbaron sobre el bastidor y un barbero le rasuró, con poco cuidado por su parte, el vello púbico. Luego le dieron unos latigazos en la espalda mientras el marido llevaba la cuenta en voz alta.

Una mano me tocó el hombro y al volverme vi a la shamhatu Zanka y a Nineana, que me sonreían. Iban a ayudar a Ittibel a prepararme para la ceremonia.

—¿Ves cómo, de alguna manera, los hombres nos consideran inferiores? — Me indicó Nineana haciendo un ademán hacia la escena que se desarrollaba encima del estrado, mientras se escuchaban los gritos de dolor de la castigada.

—Supongo que por esto algunas van a los templos como Alane, ¿no? — Comenté yo —. Si el marido te hubiera requerido como cliente, Zanka, ¿lo aceptarías?

—Ishtar nos ordena que aceptemos a todos los hombres — aseguró la aludida —. Pero eso sí, le cobraría el triple.

Nineana se rió con ganas al escucharlo.

—¿Por qué le han rasurado el pubis? — Pregunté yo con curiosidad.

—Para que quede constancia de que no merece ser una mujer. Así pues, la devuelven a su estado de niña.

Asentí, aunque no entendí demasiado su explicación. Todavía estaban recientes en mí algunas de las explicaciones que Agisa me había tenido que dar cuando, aquella tarde tiempo atrás, me convertí en mujer, y ciertamente se relacionaban con cambios en el cuerpo y cosas que se hacían en el río con los chicos, pero pensé que semejante ley era un poco tonta. Me encogí de hombros y nos dirigimos, abriéndonos paso entre el gentío, hasta la taberna donde Ittibel tenía su cuarto. Por suerte, todo el mundo cedía el paso a la shamhatu con respeto, lo que nos permitió llegar sin perder demasiado tiempo.

Cuando entramos en la taberna el dueño, un acadio muy simpático llamado Taribum, que era gran amigo de Ittibel, hizo que los clientes me dedicaran un aplauso.

—No todos los días entra en mi casa una futura diosa — exclamó entre carcajadas, mientras los presentes me felicitaban efusivamente. Dos de las esposas de la cerveza deseaban subir con nosotras, pero sendos clientes las requirieron, y tuvieron que conformarse con esperar unas horas.

Al entrar en el cuarto de Ittibel me topé con una cara conocida que hacía tiempo que no veía.

—¡Palili! — Grité de alegría al ver al obeso peluquero, el cual abrió sus enormes brazos para acogerme entre ellos —. ¡Nunca hubiera esperado verte!

—¿Acaso creías que iba a consentir que mi niña preferida fuera peinada por otro? — El peluquero seguía con su costumbre de responder con preguntas, lo que me hizo recordar aquellos días no tan lejanos de mi niñez, en que me peinó por primera vez.

Lo primero que hicieron las tres mujeres fue untarme el cuerpo con aceite y unos polvos blanquecinos, y me frotaron con una piedra pómez, hasta que estuve convenientemente depilada. Luego Zanka me rasuró el vello púbico cuidadosamente. Esto no me lo esperaba, así que me extrañé.

—¿Acaso me castigan por ser sacerdotisa? — Pregunté con algo de ironía.

—No, jovencita — respondió Ittibel —. Pero vas a nacer de nuevo como diosa. Así que, durante unas horas, volverás a tu niñez. Observé que guardaban en una bolsita de cuero el vello y pregunté por qué lo hacían.

—Se lo ofreceremos a Inanna en la ceremonia de mañana — respondió Nineana con algo de misterio —. Así ella te protegerá y te hará parecer ante los asistentes como una imagen de ella misma.

Acto seguido me dieron un baño, pero esta vez no me entregaron los habituales polvos negros, sino que Ittibel me dio otros de color grisáceo que despedían un perfume extraño. Me lavé con ellos y noté que mi piel quedaba, no sólo limpia de suciedad, sino suave y tersa. Me untaron el cuerpo con un ungüento que me refrescó el escozor de la depilación, Finalmente, me lavaron los cabellos cuidadosamente y me los masajearon con aceite de oliva.

En ese instante, Palili entró de nuevo en el cuarto, pues lo habían echado del mismo mientras me aseaban y se había bajado a la taberna a beberse una jarra de cerveza, mientras le contaba a los parroquianos cómo me había conocido. Sacó los utensilios de su oficio y me realizó un bellísimo peinado consistente en varias pequeñas trenzas recogidas a ambos lados de la cabeza, combinadas entre ellas formando un intrincado diseño. Dos trenzas más largas caían por mi espalda hasta mi cintura. Mientras me peinaba, volví a notar en sus manos el aroma de la primera vez que me peinó y, por un momento, imaginé que algo de mi madre estaría conmigo en la ceremonia.

Acto seguido, Ittibel dibujó esmeradamente en mis manos y costado sendos tatuajes de henna, tal y como semanas antes, me había explicado que debía realizarse. En aquella ocasión no me tatuó las otras partes pues, según dijo, no debía dejar en mal lugar a mis compañeras. Esto hizo que Nineana y Zanka se divirtieran con ganas mientras hacían algunas sugerencias acerca del diseño.

Mientras la henna se secaba me pintó los labios con un pigmento rojizo, usando para ello un pequeño aplicador de marfil. Entretanto, Zanka quemaba una bolita de incienso esparciendo un agradable perfume por la estancia. Hecho esto se acercó a mí y, cuidadosamente, me bosquejó una raya negra en los ojos con la ceniza del incienso que, previamente, había mezclado con un aceite aromático y polvo de antimonio. Después de ello, Ittibel sustituyó a Zanka y me aplicó en los párpados un ligero toque con polvos de azurita. Para finalizar, con la misma mezcla que había utilizado Zanka para pintarme la raya de los ojos, me perfiló cuidadosamente el entrecejo, aunque como mis cejas no eran precisamente negras, aclaró el color de la ceniza con otros polvos que tenía a mano. Mientras hacían todo aquello, Palili me pintaba cuidadosamente las uñas de las manos y de los pies.

Una vez acabado el peinado, el tatuaje y el maquillaje, Ittibel, ayudada por las dos prostitutas, dispuso sobre el lecho una serie de objetos, siete en total. Se volvió hacia mí e hizo que sus dos compañeras se sentaran.

—Sheru — me dijo —. Hoy vas a ser por primera vez la representante de una diosa. Tal vez al principio no seas una representación muy grande, pero vamos a procurar que los que te vean lo piensen. ¿Te contó Gemezida la historia de Inanna y su descenso a los infiernos?

—Sí. Nos dijo cómo tuvo que morir, cómo resucitó y cómo, gracias a ello, venció a su hermana Ereshkigal.

—Recuerda esa historia, Sheru, pues todas las devotas de la diosa deben estar obligadas a tener su fuerza de voluntad y su espíritu de sacrificio. Si lo haces así, ella te defenderá y protegerá de todo mal. Y una diosa que vuelve a la vida tras estar muerta, tiene el poder de vencer todos los obstáculos —. Yo asentí recordando la historia. Ittibel prosiguió:

«Cuando Inanna llegó ante las siete puertas del mundo del otro lado [14], tuvo que entregar los siete objetos que llevaba encima, uno en cada puerta. Primero entregó sus sandalias — y al decir esto Zanka le hizo entrega a Ittibel de unas bonitas sandalias adornadas con pequeñas piedras azules la cual, a su vez, me las colocó en los pies. Ittibel prosiguió la historia —. Después de las sandalias, en la segunda puerta, tuvo que hacer entrega de sus joyas. En la tercera entregó sus ropas, en la cuarta los cuencos dorados que cubrían sus divinos pechos; en la quinta entregó su collar, en la sexta sus pendientes y, finalmente, entregó su corona».

Mientras nombraba cada objeto, me iba pasando cada una de las cosas que había sobre el lecho. Primero me entregó como joya, una bonita pulsera de bronce con adornos de cornalina. Luego me pasó el kaunake de lino que iba a estrenar como sacerdotisa en la ceremonia. Era sencillo, con unos adornos de hilo blanco en los bordes. Era evidente que no era nuevo, aunque no parecía que lo hubieran utilizado más de una o dos veces. Cuando vio que me quedaba observándolo me sonrió, y me dijo por lo bajo: «Debía ser un secreto, pero te hubieras enterado de todas formas, pues de tonta no tienes un pelo. Esto lo estrenó hace años una jovencita que ahora lleva una tiara de cuernos y, aunque parezca humilde y sencillo, lo bordó la reina Tashlultum [15]».

La noticia hizo que me diera un vuelco el corazón y me invadió la alegría. Luego, sin perder tiempo, me comentó que no podía llevar unos cuencos dorados, pues los ocultaría el kaunake, así que me pintaron los pezones con un pigmento oscuro parecido a la henna, para que trasparentaran un poco en el kaunake, lo justo para que se notara que estaban ahí, pero sin que llegaran a distinguirse bien. En cuanto el pigmento secó, me ayudaron a ajustarme el vestido “un poco suelto para que sueñen con tus pequeñas manzanas”, como me había enseñado Ittibel. Lo siguiente de lo que me hizo entrega fue una cinta de cuello de hilos azules, rojos y amarillos entrelazados en un diseño geométrico, y adornada con pequeñas figuras de cervatillos talladas en piedras de colores. Acto seguido, unos pendientes de bronce adornaron mis orejas, lo que me hizo recordar que, días atrás, Enanedu me había tenido que agujerear los lóbulos con la sangría consiguiente, mientras gritaba jocosamente que había logrado hacer sangrar a una dragona de montaña. Llegué a la conclusión de que la tortura había merecido la pena.

—Queda la corona — dijo por fin la kezertu.

—Pero no tenemos una corona para ti, cariño — advirtió Zanka con algo de pena.

—Tenemos otra cosa — añadió Nineana mientras esbozaba una enigmática sonrisa.

Palili hizo que me sentara de nuevo, y extrajo con mucho cuidado de una bolsa de cuero unos objetos coloridos que me llamaron la atención. Cuando me fijé más de cerca, vi que eran estrellas de ocho puntas fabricadas con pétalos de flores.

—Hay alguien en los jardines del recinto — comentó Ittibel — que nos sugirió esta idea. Los ha recogido esta misma mañana. Y Palili, que es un genio, ha fabricado las estrellas con algo de hilo y de habilidad.

De nuevo me llené de alegría al escuchar aquella alusión a Akkilu. El peluquero me colocó con cuidado las estrellas entre las figuras que formaban mis trenzas, y las sujetó con esmero.

—¡Por Uttu! ¿No es ahora una pequeña diosa? — Preguntó al acabar satisfecho su labor. Y acto seguido, la pequeña diosa le dio un beso en la mejilla que casi le tiró al suelo.

No, no era una diosa. Pero tal vez era la dragona más feliz de las cuatro zonas del mundo al saber que mi riqueza — mis amigos — había aumentado en aquellos meses. Por un pequeño instante me pregunté qué habría dicho mi hermana al verme.

* * *

Cuando bajé a la taberna, todo el mundo se puso en pie mientras Taribum hacía que me aplaudieran de nuevo. Las dos esposas de la cerveza se arrodillaron ante mí y me rogaron que les impusiera mis manos. Me quedé sin saber qué hacer, pero Ittibel me hizo un pequeño ademán con disimulo, así que les puse la mano izquierda sobre la cabeza. Luego las bendije señalándolas con la mano derecha y el pulgar levantado hacia arriba, tal y como había visto hacer a otras sacerdotisas.

—Que Nannar os sea favorable e ilumine vuestras noches oscuras — les dije mientras Ittibel asentía con satisfacción. Y, al escuchar esto, toda la taberna en pleno estalló en un nuevo aplauso.

Caminé por la calle como en sueños. La gente se detenía al verme y hacían comentarios sobre “la pequeña nueva diosa”. Yo no sabía qué hacer ni qué decir pero, gracias a los dioses, Ittibel estuvo todo el rato a mi lado dándome consejos en voz baja.

Cuando llegué al recinto sagrado, que por suerte, como dije, estaba cerca de la taberna, todas las prostitutas del puerto estaban allí esperándome y comenzaron a aplaudir y a cantar, haciendo que los soldados de la puerta se vieran obligados a contenerlas.

Pasé al recinto acompañada solamente de Ittibel, pues no se permitía el paso a las demás, no porque fueran prostitutas humildes del puerto, sino porque era un acto religioso de tipo privado.

La ceremonia se realizó en la gran plataforma del templo. El patio estaba cubierto de ciudadanos principales, escribas, funcionarios, soldados, sacerdotes y sacerdotisas; familiares en general de las aspirantes que aquel día serían aceptadas por el templo.

En primer lugar, y mientras los músicos acompañaban nuestros pasos, avanzamos todas nosotras hacia la plataforma caminando lentamente, y nos arrodillamos en lo alto del borde de la misma y a ambos lados de la ancha escalera de subida, de espaldas a los asistentes y siguiendo un estricto orden que habíamos ensayado días atrás bajo la supervisión de Gemezida. Enheduanna salió del templo vistiendo un kaunake de volantes inmaculadamente blanco, adornado con hilos de plata. En los cabellos llevaba puesta la tiara de cuernos y, en una de sus manos, sostenía un largo bastón blanco de marfil con adornos de plata. Alane la seguía un par de pasos por detrás con una gran rama de higuera en las manos que, en una de las clases, Gemezida nos había explicado que representaba el árbol de la vida. Detrás de ambas, otras dos sacerdotisas sal-ishib portaban jarras de agua purificada para ungir el altar. La comitiva la cerraban un grupo de diez sacerdotisas qadishtu y naditu, en algún caso parientes de las aspirantes. Todas ellas vestían de blanco, salvo una ishtaritum que llevaba un chal azul sobre los cabellos, y que más tarde supe por Ittibel que se trataba de una prima de Enanedu, venida del Templo de Inanna de Nippur para asistir a la ceremonia.

La comitiva se colocó delante y a ambos lados del altar, y un nashpatu se acercó llevando un buey que colocó a la vista de los que observaban desde abajo. Otro nashpatu acercó un cordero blanco. Las dos sal-ishib lavaron el altar cuidadosamente y, luego, se retiraron unos pasos. En ese instante, mientras los músicos se detenían y se hacía un completo silencio, salió del templo el Shangu totalmente desnudo, el cual se colocó junto al buey.

Enheduanna se volvió hacia la oscura entrada del templo y exclamó con una voz clara que se escuchó en todo el patio:

¡Nannar, nuestro señor y mi esposo!

Tu mirada llega hasta las montañas.

Tú iluminas la noche con tu majestad

mientras los durmientes se arropan con tu poder.

¡Nannar, mi amado esposo y señor!

Bendice a tus nuevas siervas.

Ellas ahora son tus hijas.

Habla con la asamblea de los dioses

para que las acepten,

pues ahora, ellas son sus siervas.

¡Nannar, nuestro señor y mi esposo!

La oración siguió unos instantes mientras algunas sacerdotisas quemaban incienso en el patio, creando una aromática nube de humo. Tras terminar la oración, Enheduanna hizo una señal al Shangu, el cual acercó los labios a la oreja del buey y musitó unas palabras. Seguidamente, se colocó al otro lado y volvió a repetir el proceso en la otra oreja del animal. Gracias a las clases de Gemezida yo sabía que le pedía, en una oreja en sumerio y en la otra en acadio, que llevara nuestras peticiones al dios Nannar. Luego se separó del animal y el nashpatu le cortó el cuello de un tajo. Un enorme chorro de sangre saltó hacia arriba. La misma ceremonia se repitió con el cordero y un nuevo surtidor rojizo se dirigió hacia lo alto. Observé por el rabillo del ojo que Enheduanna se extrañaba de ello y comentaba algo por lo bajo con Alane. El nashpatu abrió el vientre del cordero y examinó las entrañas. Pareció detenerse advirtiendo algo. Luego extrajo el hígado y lo elevó al cielo.

Enheduanna rezó otra oración y acto seguido pasó a imponernos las manos una por una, mientras Alane colocaba sobre nosotras la rama de higuera. Cuando llegó ante mí noté que dirigía una rápida mirada al nashpatu, pero luego me impuso sus manos. La imposición de manos terminó con una leve caricia en mis cabellos, tan leve que nadie la advirtió, salvo yo.

La ceremonia acabó entre los aplausos y las exclamaciones de los asistentes, casi ahogados por el estruendo que montaban los músicos, y las recién consagradas pudimos bajar de la plataforma recordando que, aunque nuevas sacerdotisas, aún no teníamos permiso para entrar en el interior del templo. Me acerqué a Ittibel, que había estado hablando con Alane.

—¿Qué es lo que ha sucedido, que los ha puesto nerviosos? — Pregunté.

—Es muy raro que la sangre salte hacia lo alto con tanta fuerza y en ambos casos. Además — añadió — el nashpatu ha encontrado una mancha azul en forma de estrella en el hígado del cordero.

—¿Y eso es malo?

—Están consultando a los barum y a las raggimtu, pero creo que tardarán días en sacar una conclusión, pues tendrán que leer muchas tablillas para comprobar si hay precedentes.

—¿Y tú qué piensas que significa?

—Yo creo — afirmó con bastante convicción la kezertu — que Inanna nos avisa de que algo muy importante va a suceder, y que los que han asistido a esta ceremonia lo vivirán y serán sus protagonistas. Pero no te preocupes, disfruta hoy de tu día.

Por supuesto que disfruté del día, pero aquellas palabras no me dejaron tranquila del todo.

* * *

Debíamos dirigirnos al palacio del gobernador Lugalanne, donde nos presentarían al gobernante, pero primero eché una carrera hacia los jardines, donde un Akkilu exultante me estaba esperando rodeado por los jardineros, que empezaron a gritar de alegría al verme. Habían asistido a la ceremonia espiando por encima del muro de separación, y apenas habían podido contenerse.

—¡Mi pequeña diosa! — Exclamaba Akkilu — ¡Y es mi amiga! — Repetía una y otra vez.

Yo le quise agradecer su regalo de forma especial, así que esbocé unas torpes palabras en elamita, lo que hizo que casi intentara levantarme en brazos, aunque se contuvo al darse cuenta de que podía deshacer en unos segundos la labor de mis amigas, y dejarme hecha un guiñapo. En ese instante se presentó Agisa, que había logrado escaparse un rato de las cocinas del templo, y le hice entrega de una de las estrellas de pétalos de mis cabellos, ante lo cual intentó arrodillarse a mis pies, cosa que no consentí, y la envolví en un abrazo mientras se deshacía en sollozos.

—Tranquila, Agisa — le dije —. Siempre serás mi pareja de baile.

Finalmente, les advertí que debía acudir sin dilación al palacio del gobernador y ellos me acompañaron hasta el pequeño muro. Los trabajadores de los jardines me despidieron con unos gritos que, desde aquel momento, me acompañarían parte de mi vida.

—¡Ella es nuestra pequeña diosa! — Decían haciendo que yo enrojeciera de vergüenza —. ¡Miradla! ¡Ella es de los nuestros!

Con esos gritos en mis oídos, llegué al palacio del gobernador, en cuya entrada me esperaban Alane e Ittibel. Entré con ellas y llegamos al salón de audiencias tras atravesar varias estancias atiborradas de gente. No pude evitar captar las miradas de admiración que saludaban mis pasos por aquellas estancias. Cuando comenzó la ceremonia de presentación, las nuevas sacerdotisas entramos una por una en la sala de audiencias y saludamos al gobernador con una inclinación mientras Enheduanna, a su lado, nos presentaba. Me sentí rara al saber que, por primera vez en la vida, ya no tendría que arrodillarme ante un gobernador, sino solamente hacerle una inclinación.

No dejé de notar que el gobernador no parecía emocionarse al ver a Agatima convertida en sacerdotisa, a pesar de que iba bellísima. Este hecho me produjo bastante pena y me compadecí de ella. Con los meses me había ido dando cuenta de que, más que una figura a odiar, era un personaje trágico en una fábula triste.

Cuando me tocó avanzar, recordé los consejos de Ittibel y caminé, miré a los presentes y me moví con gracia y delicadeza, tal y como había aprendido. Al llegar ante el gobernador, observé que estaba con la boca abierta y me miraba fijamente. Realicé una graciosa inclinación y le alargué la mano con aquel movimiento acariciante que la kezertu me había enseñado. Lugalanne, por primera vez en la noche, titubeó y pareció no saber qué hacer con sus propias manos. Luego tomó la mía con un gesto afectuoso, tal y como había hecho con mis compañeras. Enheduanna me presentó.

—Sheru, natural de Eshnunna.

—¡Por Nannar! — Exclamó el gobernador sin poder contenerse, haciendo que se levantaran numerosos comentarios en la sala, mientras Ittibel esbozaba una sonrisa de triunfo —. Hoy nos ha visitado una diosa, mi Entu. Deberíais ponerla de estatua en el interior del templo. Podrías ser una reina, pequeña sacerdotisa — me aseguró.

—Soy lo que los dioses han decidido que sea, mi señor —. Respondí con una entonación de voz lo más modesta posible —. Y si los dioses han decidido que brille en esta ciudad, debe ser porque desean favorecer a sus gentes y al gobernante al que, ellos mismos, han elegido. Yo sólo soy su instrumento.

—¡Bien dicho, muchacha! — Asintió Lugalanne. Luego añadió dirigiéndose a Enheduanna —: Preparáis unas sacerdotisas bellas, prudentes y sabias, mi Entu.

Enheduanna sonrió con satisfacción aunque más tarde, a lo largo de la velada, no pude dejar de notar que no parecía llevarse bien con el gobernador, el cual resultaba bien distinto a su hija, siendo un hombre afable y simpático.

A pesar de que a las nuevas sacerdotisas no se nos permitió asistir al banquete, fue una de las noches más bonitas de mi vida y aún la recuerdo con cariño. Y fue también una noche de sorpresas, pues me enteré de que Enanedu se iría a Nippur a proseguir sus estudios, como ishtaritum en el Templo de Inanna. Sentí una gran pena, pues la quería como a una hermana, aunque me quedaban Sharrat y Zanka, aparte de las nuevas amigas del entorno de Ittibel.

—¿Y qué harás cuando llegues a Nippur, allí sola, sin tu demonio personal que soy yo? — Le pregunté con aire despreocupado, intentando que no se me notara la tristeza que sentía.

—Bueno... — Me respondió Enanedu haciéndome un guiño —. En cuanto me instale como ishtaritum, me buscaré un joven guapo y agradable y perderé mi virginidad con él.

Aquello me dejó de piedra, pues aunque alguna vez habíamos tonteado hablando de muchachos entre nosotras, no había imaginado que Enanedu estuviera tan decidida a probar con el sexo aunque, como luego caí en la cuenta, si iba a ser una prostituta sagrada, era normal que empezara cuanto antes.

—¡Pues sí que te das prisa! — Comenté sin saber muy bien qué decir, pues para mí, en esos instantes, el sexo me recordaba mi desagradable experiencia con el miserable de Lanusa.

—¿Acaso piensas que voy a reservar mi vientre para el viento? — Me preguntó Enanedu riendo —. Además — añadió — yo soy la más guapa de la Edubba. Lo lógico es que me lleve cuanto antes al león más vigoroso. Vosotras podréis distraeros con alguna gacela risueña que otra...

Le propiné un codazo en broma y quedamos en que la acompañaría al puerto el día que se fuera. Y ya de paso, decidí en mi fuero interno hablar con las prostitutas de allí, para prepararle alguna broma inesperada a modo de despedida.

En ese instante me di cuenta de que no había visto a Gemezida en la ceremonia, cuando lo normal era que la gran hermana acudiera a la presentación, junto con el padre de la Edubba. Dadamum no había podido asistir debido a su mala salud, pero no tenía noticias de que Gemezida estuviera enferma. Así pues, me acerqué a Alane y le pregunté por la maestra.

—¿No lo sabías? — Me informó la Qadishtu —. Gemezida se fue hace dos días a Nippur y ya no volverá. Debiste estar tan ocupada preparándote para la ceremonia, que no te enteraste.

—¿Por qué se ha ido? ¿No estaba a gusto en este templo?

—La Entu de Enlil murió hace un mes, tras una larga enfermedad en el estómago. El claustro de sacerdotisas eligió en ausencia a Gemezida como Entu de Enlil, y el rey ha aceptado el nombramiento.

Me quedé de piedra. Había tenido de profesora a una Entu, nada más y nada menos.

—Bueno — comenté —. Espero que no haga sufrir mucho a las sacerdotisas que la han elegido.

—No deberías ser tan dura con ella — me reconvino Alane —. Ella era como era, pero no te odiaba.

—¡Qué va! — Exclamé yo —. ¡Mis pies pueden jurarlo!

—Estás confundida — insistió Alane —. ¿Recuerdas el día que solicitaste consultar diccionarios en la biblioteca? Pues bien, ella fue la que intercedió por ti ante la Entu. Si no llega a ser por eso, no hubieras tenido acceso, pues el Shangu se hubiera subido por las paredes.

—Pero... — Balbuceé —. Pensaba que ella estaba en contra. Recuerdo que aquel día dejó escapar una sonrisa al ver que yo iba a darme contra un muro de dificultades. Lo hizo para ver cómo fracasaba.

—Pues te equivocaste al interpretar su sonrisa. Seguramente sonrió porque se sintió identificada contigo. Ella fue una jovencita inteligente como tú, y pertenecía a una familia con pocos recursos. Su padre era un comerciante de pescado que tuvo que venderse como esclavo para pagar unas deudas. Ella ingresó en la Edubba del Ekur, y un día solicitó consultar tablillas en la biblioteca. Se lo denegaron por ser humilde y tardó años en obtener el acceso.

—No lo sabía...

—No, ella era demasiado orgullosa para decírtelo. Tuvo que luchar como una fiera para llegar hasta donde está ahora. El claustro del Ekur la ha elegido por sus méritos aparte de que, antes de morir, la anterior Entu sugirió su nombre, y ello siempre tiene mucho peso en una elección.

—Lo siento mucho, Alane. Si llego a saberlo...

La qadishtu me sonrió con paciencia.

—No pasa nada, jovencita. Está muy claro que tú no sabías nada. Pero, sin embargo, tu aprendizaje apenas ha empezado aún, y tendrás que considerar que eres una muchacha brillante que aún no sabe juzgar a las personas. Pero aprenderás, no te preocupes.

Ésa fue la mayor sorpresa de la noche. Y no era más que la primera de las que la vida iba a depararme en los siguientes meses.

En un mundo azul oscuro
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