Epílogo

Anno domini, 1410

La situación en el Sacro Imperio Romano Germánico y de la cristiandad católica es igualmente confusa. El rey Roberto está muerto, y Segismundo y Jobst de Moravia, que son primos, se disputan su herencia. Finalmente se impondrá Segismundo, aunque él tampoco esté en condiciones de terminar con las cartas de desafío y las ambiciones de poder de las grandes dinastías. Además, la situación de la cristiandad lo pone ante problemas prácticamente irresolubles.

No son ni uno ni dos, sino tres los príncipes de la Iglesia que reclaman el derecho de ser los descendientes legítimos de Pedro y combaten entre sí con todo su poder. Al mismo tiempo, el clero sufre una decadencia que transforma a monjes y curas puteros, a abades y obispos, en soberanos a quienes su propia riqueza y su propia grandeza les importan mucho más que las almas que les son confiadas.

En Inglaterra, el predicador John Wycliffe ya ha alzado la voz para condenar las condiciones indignas que imperan en el clero, y en Praga se levanta el licenciado Jan Hus para darles una filípica a los nobles señores. Pero cuando alguien está tan alto, es difícil que acceda de motu proprio a que lo bajen. Ninguno de los tres Papas, ni Gregorio XII en Roma, ni Benedicto XIII en Aviñón, ni Juan XXIII en Pisa están dispuestos a dimitir y allanar el camino a la unidad de la fe católica.

Por ese motivo, el emperador Segismundo llama a celebrar un concilio en Constanza. Pero sólo uno de los tres Papas se presenta en persona, y es Juan XXIII, quien espera a cambio el apoyo del Emperador en contra de sus dos adversarios. Gregorio y Benedicto envían en representación a unos partidarios suyos. Pero ¿cómo se resolverá el embrollo si los reyes de España apoyan a un Papa, los de Francia a otro y el Emperador al tercero? Tras largas negociaciones, declaran al Papa Juan XXIII incompetente y lo tachan de la lista de los Papas. Por su causa, el nombre Juan se vuelve tan tristemente célebre que durante seiscientos años no volverá a elegirlo ningún Papa. Hasta el siglo XX, con el cardenal Angelo Giuseppe Roncalli, no volverá a haber un Pontífice que adopte ese nombre, y él será el verdadero Juan XXIII. Gregorio XII termina por renunciar a su cargo voluntariamente, mientras que Benedicto XIII se niega a dimitir hasta su muerte, aunque tras la elección de Oddo Colonna, el candidato de los conciliares, a partir de entonces llamado Martín V, su influencia queda reducida a su entorno más íntimo.

Si bien el Concilio de Constanza logra solucionar la cuestión del Papa, fracasa en el resto de los puntos importantes. No se pone freno al lujo y la inmoralidad de los clérigos ni se busca un diálogo sincero con los críticos de la Iglesia. Jan Hus, que ha acudido a Constanza confiando en el salvoconducto asegurado por el Emperador, es juzgado por un tribunal episcopal, condenado a muerte en un juicio de dudosa legitimidad y quemado en la zona de Brüel, a las puertas de Constanza. A consecuencia de esta traición comenzarán las guerras husitas, que se prolongarán de forma cruenta durante varios años, y los alemanes y los checos radicados en Bohemia sufrirán una enemistad creciente.

Unos cien años después del Concilio de Constanza, en la ciudad de Wittenberg, un monje benedictino clavó en la puerta de la Iglesia sus 95 tesis, continuando de ese modo la obra de Wycliffe y de Hus y, finalmente, superando a ambos. Sin embargo, no consiguió reformar la Iglesia católica, y su protesta terminaría dividiendo a los creyentes mucho más allá de los confines del Imperio. No obstante, la polémica con la nueva confesión también tendría consecuencias dentro del clero católico y en los monasterios, que en los cien años siguientes sufrirían más cambios que en los mil años precedentes.

En el transcurso del Concilio de Constanza, la moral se volvió tan laxa que el trovador alemán Oswald von Wolkenstein definió la ciudad burlonamente como un prostíbulo que va desde una puerta de la ciudad a la otra. Es por eso que las cortesanas llegadas de otras partes debieron defenderse de la competencia desleal de las nativas de Constanza acudiendo a medios radicales. Pero muchos de los nobles señores tomaban directamente a las muchachas que les gustaban, como por ejemplo el conde de Württemberg, quien raptó a una muchacha de Constanza hija de un burgués en plena calle y se la llevó a caballo al lugar donde se alojaba.

La ciudad de Constanza habría de seguir luchando con las consecuencias del Concilio durante mucho tiempo, hasta tal punto que, para la generación posterior, el epíteto «hijo del Concilio» constituiría el peor insulto que un habitante de la ciudad podía decirle a otro.