Capítulo VII

A la mañana siguiente, las seis prostitutas partieron nada más amanecer. Esta vez, Gerlind y sus compañeras no tuvieron que cargar tanto equipaje, ya que tras otra acalorada discusión, Hiltrud les había permitido que cargaran parte de sus pertenencias en su carreta. Las cabras tenían que esforzarse el doble, e incluso los cabritos, que ahora también llevaban un arnés, tiraban del carro con empeño. Pero cuando el camino era cuesta arriba, los animales ya no podían cargar tanto peso, y entonces Hiltrud tenía que atarse delante del carro y Marie lo empujaba desde atrás. Después de la tercera cuesta, Marie propuso que se engancharan Berta o Märthe.

Hiltrud desechó la propuesta con un gesto de desdén.

—A lo sumo, ellas obligarían a Fita a ayudarnos, y Fita se nos desplomaría a los tres pasos como un caballo decrépito.

Marie soltó un suspiro.

—Hace cuatro años jamás me hubiese imaginado que llegaría el día en que anhelaría que nos separáramos de Gerlind.

Pensó en lo amable que había sido Gerlind en aquel entonces al recibirla y en cómo la había ayudado casi con cariño a superar los primeros tiempos. Le había estado sinceramente agradecida, pero aquella vieja malvada que iba cojeando delante de ellas con el vestido sucio no era la Gerlind que Marie había aprendido a conocer y apreciar en aquel entonces. De todas formas, sentía remordimientos de no poder sentirse agradecida con la vieja prostituta. Luchó contra esa sensación y terminó por sacudírsela de encima.

—¿Qué tienes? —preguntó Hiltrud preocupada.

—Estaba pensando en Gerlind y en mí. Dime, ¿quién ha cambiado más: ella o yo?

Hiltrud soltó una carcajada.

—Es evidente que las dos habéis cambiado. Tú, para mejor y ella, para peor. Espero que ésta sea la última vez que la veamos. Sólo verla me provoca rechazo.

Marie asintió en silencio y volvió a empujar el carro.

Los días siguientes transcurrieron casi sin novedades, pero no sirvieron para calmar la ira de Marie y de Hiltrud. Su cólera se dirigía no tanto a Gerlind, sino más bien a Berta, que hacía todo lo posible por complicarles la vida. La primera noche insistió en que Marie y Hiltrud no se sentaran con las demás junto al fogón, sino que montaran sus tiendas lejos de ellas. De todos modos, exigió que hicieran guardia durante la mitad de la noche, y además hizo uso de la leña que ellas habían recolectado para su propia fogata. Hiltrud no se opuso a repartirse la guardia, ya que no confiaba en las demás y tenía miedo de perder sus cabras a manos de un oso o un lobo que anduviera merodeando por ahí.

Marie rogaba que no fueran atacadas por animales de rapiña, ya que no tenían armas adecuadas para hacerles frente. Ni siquiera el bastón forrado de metal de Gerlind era lo que había sido. La afilada punta ahora estaba gastada y se había torcido. Por eso, Marie se alegraba de que hubieran acampado cerca de una finca, aunque los ladridos de los perros resonaban con tal estruendo que amenazaban con quitarles el sueño. Pero al menos el estruendo mantendría alejados a los carroñeros.

El segundo día, Berta cazó cuatro gallinas gordas que se habían perdido en el camino y las degolló. Al verlas, a Marie se le hizo la boca agua, ya que el pollo le gustaba mucho, sobre todo preparado como lo hacía la anciana Wina en su casa, con un delicioso relleno y bien crujiente por fuera. Pero las otras cuatro no pensaban invitar a comer a sus dos acompañantes.

Hiltrud les dio la espalda y preparó una masa con harina que horneó sobre una piedra y cubrió con cebolla e hinojo silvestre. Marie observó el movimiento en el otro fogón y se estremeció al ver que las otras dejaban los pollos en el fuego hasta quemarlos por fuera y luego los devoraban medio crudos por dentro. Para eso, se quedaba con las tortillas de Hiltrud.

Al tercer día divisaron desde una loma la cumbre boscosa del monte Fürstkopf al sur y, cuando bajaron por la ladera hasta el valle para encarar la siguiente subida, vieron que el sendero por el que estaban yendo desembocaba en un camino más ancho por el cual debía de haber pasado gente con carros muy pesados, tal como podía deducirse por las huellas de las herraduras de caballos grandes, los surcos profundos dejados por las ruedas y la hierba aplastada a la vera del camino. Gerlind y Berta cayeron en una excitación febril. Las huellas les auguraban una poderosa caravana comercial, y en esas caravanas había suficientes hombres con ganas de gastar su salario en mujeres. Por eso, en lugar de buscar como de costumbre un lugar apropiado para acampar antes de que cayera la tarde, para que el grupo pudiera montar las tiendas y juntar leña para el fuego mientras aún era de día, Gerlind aceleró el paso y comenzó a instar a sus compañeras a apurarse.

—Esa caravana no nos lleva más de una hora de ventaja. Si nos apresuramos, muy pronto estaremos sentadas junto a un tibio fuego, con una copa de vino en la mano…

—Y el garrote de un gañán metido entre las piernas —la interrumpió Berta riendo.

Mucho después de la hora calculada por Gerlind, cuando la oscuridad ya se cernía sobre el paisaje, una gran fogata les indicó el camino. Gerlind señaló triunfante hacia la hondonada que se podía adivinar más que ver bajo la luz escasa.

—Allí están. Muy pronto tendremos sus zorros plateados tintineando en nuestros bolsillos.

Sin embargo, para asombro de Marie, Gerlind no salió corriendo cuesta abajo, sino que se quedó parada junto al arroyo que corría a la vera del camino, se agachó y se lavó la cara y las manos. Luego mojó un trapo en el agua, se levantó la falda y se frotó entre los muslos. Con una risa que sonaba como el balido de las cabras, les indicó a Berta y a Märthe que hicieran lo propio.

—Hay que mantener la herramienta de trabajo en orden si una quiere ganar buen dinero.

—Debería seguir con mucha más frecuencia ese principio —le susurró Hiltrud a Marie en el oído, al tiempo que se metía ella también en el agua y se quitaba el vestido para lavarse. Marie la imitó, ya que no quería llegar al fogón cubierta de polvo y de sudor.

Cuando se desviaron del camino un trecho más abajo, sintieron el eco de unos ruidos y unos vozarrones que les salieron al encuentro, como si ante ellas estuviese desarrollándose una bacanal. Marie se detuvo, desconfiada, y se quedó al acecho. Durante los últimos años se había topado con muchas caravanas y había pasado la noche cerca de ellas. Esos ruidos no eran comunes. También era extraño que la gente acampara en medio del bosque y no cerca de un albergue. Los mercaderes y los cocheros trataban de ir de albergue en albergue, ya que a cielo abierto eran presa fácil de cualquier banda de ladrones resueltos, y además corrían peligro de ser atacados y saqueados por los caballeros de los castillos circundantes. Por la noche, cuando no había testigos que pudieran dar cuenta del ataque, a los mercaderes no les servía de nada el salvoconducto adquirido a tan alto precio.

Marie intentó frenar a las demás mujeres. Pero era demasiado tarde para evitar el encuentro, ya que una voz ronca de hombre ya estaba llamando a Gerlind y a Berta.

—Eh, ¿qué hacen unas mujeres solas en el camino a estas horas de la noche?

Dos hombres se acercaron con antorchas en las manos hacia donde estaban ambas mujeres, y así descubrieron también al resto del grupo.

—¡Son prostitutas! —gritó el otro festejando, se dio media vuelta e hizo señas con la antorcha hacia el campamento.

—¡Hombres! La noche está salvada. ¡Sacad vuestras pollas! Unas prostitutas vienen en camino.

Como respuesta, se oyeron gritos de júbilo y más de tres docenas de hombres salieron al encuentro de las mujeres. Algunos alumbraban con antorchas, mientras que otros las cogían sin ninguna vergüenza, las toqueteaban y les pellizcaban el trasero y los pechos.

—¡Déjame! —Marie pegó en la mano a uno de los muchachos que se comportaba de manera demasiado salvaje. Él la cogió del mentón con fuerza y la obligó a mirar hacia la luz.

—Ésta sí que es una pichoncita endiabladamente bella. Creo que me daré el gusto de probarla ahora mismo.

Ya iba a arrojar a Marie al suelo cuando un muchacho rechoncho le puso la mano sobre el hombro.

—De esta palomita te vas a quedar con las ganas. Algo tan refinado es para los caballeros. ¿O acaso crees que ellos querrán renunciar a divertirse?

Cuando el hombre la soltó con un resoplido desilusionado, Marie deslizó la mano por debajo de su falda y asió el mango del cuchillo. Intentó pasar desapercibida y retroceder hasta desaparecer entre los arbustos, con la esperanza de lograr escapar, protegida por la oscuridad. Gerlind las había conducido a un campamento de soldados mercenarios, y Marie sabía por los relatos de otras prostitutas lo que les esperaba allí.

Los que las rodeaban eran siervos de guerra de la peor calaña, soldados suizos, lanceros suabos y gente por el estilo, que prefería cortarle el gaznate a alguien antes que tener un trabajo honrado. Incluso a la luz vacilante de las antorchas podía advertirse que sus ropas eran todo menos uniformes. Tampoco llevaban blasón alguno sobre el uniforme de guerra, de modo que no pertenecían a una expedición de campaña de un noble señor. Algunos de ellos tenían una mancha en el pecho un poco menos desteñida que el resto de la tela como si se hubiesen liberado de servir a algún otro señor, del mismo modo que se habían desprendido de su emblema.

Marie concentró todos sus sentidos en huir, pero cuando logró salir del resplandor de las antorchas y estaba a punto de dar media vuelta para zambullirse en la espesura de tinte negro, un hombre fuerte como un oso la cogió y la apretó contra su pecho.

—¡Aquí está la palomita para nuestro caballero, Lothar! Ahora me debes algo —le gritó al rechoncho.

Gerlind, que ya se había dado cuenta del grave error que había cometido, intentó negociar.

—No seáis tan brutos con nosotras. No tenemos problemas en abrirnos de piernas para vosotros. Sólo os costará unos centavos, y nos encargaremos de dejar completamente satisfecho a cada uno de vosotros.

A pesar de que se esforzaba por parecer enérgica, en su voz se traslucía una buena dosis de miedo.

Uno de los hombres se echó a reír a carcajadas.

—Si llegas a encontrar un solo ochavo en nuestros monederos, anciana, puedes llamarte afortunada. Nuestro anticipo ya lo hemos gastado hace tiempo en bebida y prostitutas. Pero de todos modos os atenderemos tan bien que no tendréis motivos para quejaros, ¿no es así, muchachos?

Miró a su alrededor con una sonrisa maliciosa y cosechó como respuesta el gesto afirmativo de aquellos hombres ávidos.

Mientras ellas seguían protestando, los hombres llevaron a rastras a las prostitutas hasta el campamento, iluminado de forma insuficiente por un gran fogón que había en medio del lugar. Marie, a quien habían arrastrado como un bulto de equipaje, pudo ver que habían levantado una suerte de empalizada para protegerse del viento con una carreta cargada con dos barriles y pertrechos de guerra, y otra más en la que había dos piezas de artillería desarmadas. Justo enfrente de la carreta con las piezas de artillería había una carpa que probablemente estaba pensada para los líderes, ya que los mercenarios se habían instalado a cielo abierto con mantas y abrigos.

Las prostitutas solían ser violadas en los caminos, Marie ya lo había oído muchas veces. Hasta el momento, ella había tenido suerte, pero por cómo se veía el panorama, esta vez sería distinto. Ahora tenía que atenerse a las enseñanzas que Gerlind le había transmitido en otros tiempos mejores. Si ya no había otra salida, no tenía sentido resistirse. Lo único que podía llegar a conseguir de ese modo era enfurecer a los hombres y, en el peor de los casos, terminar con la garganta degollada.

Cuando se abrió el telón de entrada a la carpa y un hombre joven con vestimenta de noble asomó la cabeza afuera, Marie comenzó a tener esperanzas de que la cosa no fuese tan terrible como temía.

—¿Qué es todo este alboroto? —preguntó con severidad.

—Tenemos visita —le respondió el mercenario con una sonrisa—. Unas prostitutas cayeron en nuestras manos, y a nadie le importará si les pagamos por lo que haremos con ellas esta noche o no.

—¡No queremos dinero, sólo queremos que no seáis tan brutos con nosotras! —exclamó Märthe, y luego chilló porque uno de los hombres le había metido la mano entre las piernas.

El mercenario amplió aún más su sonrisa.

—Hemos reservado una palomita para vos, hidalgo Siegward. Algo especialmente bello que seguramente será de vuestro agrado.

Marie se asustó al oír el nombre, ya que ahora sabía en manos de quién había caído. Los caballeros del castillo de Riedburg eran conocidos por llevar todos nombres que comenzaban con Sieg, es decir, victoria. El viejo caballero Siegbald von Riedburg era enemigo declarado de los parientes que la señora Mechthild tenía en el castillo de Büchenbruch y tenía fama de salteador. Asimismo, sus hijos iban precedidos de una reputación igual de mala. Si aquel hombre llegaba a enterarse de que ella había pasado el invierno en el castillo de Arnstein, descargaría en ella su furia hacia la señora Mechthild, quien en reiteradas ocasiones había enviado ayuda a sus parientes para combatir a Riedburg. Y ahí sí que podría considerarse afortunada de que la matara enseguida en lugar de mutilarla hasta dejarla irreconocible y abandonarla en el bosque para que los lobos y los osos la devoraran.

Siegward von Riedburg se pasó la lengua por los labios y la miró como si ella fuera un cordero listo para sacrificar. Era alto y de hombros anchos y poseía esa clase de figura espigada que el caballero Dietmar seguramente envidiaría. Sin embargo, sus hundidos ojos azul pálido delataban que poseía poco entendimiento, mientras que su boca abultada y húmeda y su quijada marcada permitían concluir que tenía un carácter sensual y despótico.

El hidalgo pellizcó los senos de Marie e hizo un gesto de aprobación con la cabeza.

—Bien hecho, hombres. La carne femenina es precisamente lo que me estaba faltando esta noche. Mientras tanto, divertíos con las otras prostitutas.

—Eso haremos, señor —respondió el sargento que le había traído a Marie, al tiempo que asentía con avidez—. Pero para ello tenemos que tener algo más en el estómago que el puré de cereales que hubo de cena. ¿Qué os parece si asamos estas cabras? —propuso, señalando el pequeño rebaño de Hiltrud que pastaba a la vera del camino.

—¡Quitad las manos de encima a mis cabras! —chilló Hiltrud con voz aguda, pero los hombres se revolcaron de la risa. Uno de ellos desenvainó su espada y le cortó la cabeza a una de ellas. Cuando Hiltrud lo vio, se soltó y le arañó la cara al soldado. Pero enseguida la cogieron entre varios mercenarios y la tiraron al suelo.

El hidalgo Siegward apretó a Marie contra su pecho, pero se detuvo para mirar cómo algunos de los hombres le arrancaban a Hiltrud la falda y las enaguas del cuerpo y el hombre rechoncho se le arrojaba encima en medio de los festejos incitadores del resto. Hiltrud pataleaba furiosa y lanzaba golpes al aire. Tuvieron que sujetarla entre seis para que el hombre pudiera penetrarla. Marie oyó sus jadeos excitados y hubiese querido taparse los oídos, pero el caballero le sujetaba los brazos en la espalda mientras frotaba su pubis contra ella. Para alivio de Marie, de pronto el cuerpo de Hiltrud se relajó. A pesar de la ira que sentía hacia el asesino de sus cabras, no había olvidado cómo debía comportarse una mujer ante una violación.

Mientras tanto, Gerlind y las otras prostitutas yacían también debajo de cuerpos de hombres jadeantes, mientras que otros de los mercenarios, que sabían que su turno les llegaría más tarde, sacrificaban y destripaban al resto de las cabras. Ahora Siegward von Riedburg pareció sentir que le había llegado el momento de dar rienda suelta a su excitación, ya que alzó a Marie, sosteniéndola de los antebrazos, y la cargó hasta su carpa, iluminada por una lámpara de aceite sencilla pero de mucha luz. Allí, dos hombres que estaban sentados jugando a los naipes lo miraron con gran expectación.

La semejanza entre el más joven y Siegward von Riedburg le hizo pensar a Marie que debía de tratarse de uno de sus hermanos. El otro hombre era bajo y corpulento, de espaldas anchas. Tenía los brazos largos y las piernas torcidas y cortas, lo cual lo hacía parecido al mono que habían visto con la troupe de juglares. Esa semejanza quedaba aún más de manifiesto al observar su barba negra y su cabello hirsuto. Llevaba puesto un pantalón de cuero ajustado y un jubón sin blasón ni emblema, como si fuera un siervo, aunque los Riedburg parecían tenerlo en alta estima, ya que Marie contó tres camas en el suelo, lo cual indicaba que el hombre dormía allí.

Las camas estaban tan mugrientas como si sus dueños se hubiesen revolcado en estiércol antes de dormir, y encima de las camas y en todas partes a su alrededor había prendas y armas tiradas en completo desorden. Sobre la mesa plegable del centro había tres vasos en medio de una montaña de naipes y pilas de monedas, y justo debajo, una jarra de vino vacía. Los hombres debían de haber bebido mucho, pues cuando Siegward le arrancó un beso, Marie sintió de golpe su aliento agrio.

—Desvístete —le ordenó.

Como ella no obedeció enseguida, le abrió el vestido de un tirón y le sacó los pechos.

—Así me gusta —exclamó riéndose a la vez que miraba a su hermano más joven, que bailoteó nervioso a su alrededor y preguntó si él también podría meterle mano.

—Ya sabes que nuestro padre no permite que toque a las criadas. Sólo te lo tolera a ti —le dijo a modo de disculpa.

—No debes tomárselo a mal, Siegerich. A fin de cuentas, las mujeres en nuestro hogar no sirven más que para atender a nuestro viejo carnero. Yo tampoco puedo tomar a cualquiera. Pero aquí puedes hacer lo que te plazca. Esta ramera es para todos nosotros.

Siegerich von Riedburg lanzó una risita estúpida y tumbó a Marie boca arriba sobre una de las camas. Cuando ella levantó la vista, Siegward estaba de pie sobre ella, mostrándole su miembro desnudo.

—No creo que hayas sentido uno de este calibre en toda tu vida, ¿no, ramera?

Marie podría haberle dicho que en realidad no estaba tan bien dotado, y tuvo que obligarse a simular el asombro que él esperaba.

—Oh, señor, me lastimaréis si hacéis lo que estáis pensando.

Siegward pareció muy halagado, sin embargo hizo un gesto de desdén.

—Bah, una mujer aguanta cualquier cosa. Y una ramera como tú, mucho más.

Su expresión no prometía nada bueno. Se dejó caer sobre Marie y la penetró con torpeza. Marie cerró los ojos y trató de relajar su cuerpo hasta dejarlo como una bolsa mojada. Sentía al hombre dentro de ella y sobre ella, y también sentía el dolor que le causaba su brutalidad, pero en su mente estaba viendo otra escena, una escena que durante los últimos años había reprimido como podía. De golpe, el que estaba jadeando y gimiendo encima de ella ya no era Siegward sino Utz, el cochero. Marie se puso involuntariamente tensa y abrió bien grandes los ojos. Pero allí sólo estaban el hidalgo, con el rostro completamente enrojecido y el cuerpo erguido encima de ella, y su hermano menor, que bamboleaba su miembro por encima de su cabeza, como si no pudiera esperar a que le llegara su turno.

—Después de ti voy yo —le rogó Siegerich a su hermano, como si fuera un niño pequeño pidiendo una manzana.

Siegward von Riedburg respondió sin interrumpir sus enérgicos movimientos.

—Pero sólo si el armero no se opone, pequeño. Ya sabes, debemos mantener a Gilbert de buen humor. Al fin y al cabo, tiene que derribar con sus cañones el castillo de los Büchenbruch.

—Primero iré a buscar algo de diversión en otra parte, así que os cedo gustoso mi lugar.

El armero levantó el toldo que cerraba la entrada y salió de la carpa.

Por fin, Siegward acabó, emitiendo un gruñido ronco, y le cedió el lugar a su hermano. Siegerich von Riedburg intentó reemplazar su falta de experiencia con una vehemencia exagerada, y al segundo instante ya se había desplomado sobre ella.

En ese momento volvió a entrar el armero con expresión satisfecha.

—Los hombres han abierto un tonel de vino y están emborrachándose. Si no haces nada para impedirlo, mañana no podrás moverlos de aquí.

Siegward hizo un gesto despectivo riéndose.

—Qué más da un día más o un día menos. No creo que haya diferencia. Deja que se diviertan un poco.

Sus ojos se posaron en la jarra de vino vacía, y se la deslizó a su hermano con un movimiento del pie.

—Ve a buscarnos algo para beber. No se debe degustar una avecilla tan deliciosa con la garganta seca.

Siegerich cogió la jarra y salió corriendo.

Cuando por fin Gilbert se desplomó también sobre ella y comenzó a roncar estruendosamente, rendido por el cansancio y la bebida, Marie ya había perdido la cuenta de cuántas veces la habían usado. Sentía que no le había quedado un hueso sano, por la brutalidad con la que la habían vejado, y luchó por zafarse del hombre. Pareció trascurrir una eternidad antes de que lograra quitárselo de encima.

Se puso de pie y las rodillas le flojearon por el agotamiento. De todos modos, hubiese querido seguir su primer impulso y salir corriendo. Sin embargo, las risotadas y el griterío casi animal que penetraba en la carpa desde todas partes le hicieron comprender que allí fuera los mercenarios aún no habían terminado. Como no quería caer también en las garras de esa chusma, se dejó caer sobre un banco y se quedó pensando en qué iba a pasar ahora. Se sentía asquerosamente sucia, pero no halló agua. Entonces empapó una parte de su enagua en el vino que había sobrado de los vasos y la jarra y se limpió con eso, aunque el alcohol le quemaba como fuego sus genitales lastimados. Pero eso no le importaba tanto como los chillidos agudos de sus compañeras allá fuera, que se hacían oír una y otra vez sobre los otros ruidos. Por momentos le parecía reconocer la voz de Hiltrud, pero casi siempre era Fita, cuyos gritos desgarradores parecían provenir desde el fondo de su alma.

Mientras vigilaba a los tres borrachos tendidos a sus pies, que comenzaban a revolverse en la cama y a murmurar cada vez que se oía un ruido especialmente fuerte, Marie empezó a calcular cuántos soldados les tocarían a cada una de sus compañeras. El resultado le produjo náuseas. Muchos de ellos no se conformarían con una sola vez, sino que abusarían de las mujeres hasta caer rendidos por el vino en un rincón. Marie esperó por el bien de Hiltrud y de las otras que todo aquello no se prolongara durante mucho más tiempo.

Mientras se ataba el vestido con unas tiras que cortó de la camisa del caballero y se lo limpiaba como podía con otros trapos, un odio insoportable comenzó a crecer en su interior. Estuvo a punto de degollar a los tres hombres que la rodeaban, y se puso a buscar el cuchillo, cuyo estuche le había arrancado de la pierna Siegward. Lo tomó en sus manos y pasó la yema del dedo por el filo. Cuando se acercó a Gilbert, descubrió el monedero lleno que se asomaba por la bragueta abierta.

Mientras tanto, su furia se había calmado un poco y sintió ciertos reparos en ponerle la mano encima a esos hombres. De modo que se conformó con cortarle al armero la bolsa con las monedas. También se apoderó del monedero de Siegerich. Desprender la bolsa de Siegward von Riedburg del cinturón le llevó algo más de tiempo, ya que estaba sujeta con unas fuertes correas de cuero. Cuando Marie aflojó la correa que mantenía la bolsa cerrada, casi se olvida de toda su desgracia. Si los otros dos hombres llevaban encima unas sumas más que aceptables en monedas de plata y algunas de oro más pequeñas, esta bolsa resplandecía de ducados y florines de considerable valor. Allí había dinero suficiente como para contratar a un asesino a sueldo para matar a un noble caballero, y aún más para acabar con un bastardo como Ruppert.

Marie cerró los puños triunfante. Si ese dinero le alcanzaba para llevar a cabo su venganza, toda la ignominia, el miedo y el dolor que había tenido que soportar esa noche quedarían recompensados de manera inesperada. Se levantó el vestido y se hizo un cinturón con unas tiras a las cuales sujetó la bolsa de monedas de Siegward, la suya, repleta de florines con el ciervo de Württemberg, y la de maese Jörg. Después se sujetó las tres bolsas al muslo con otra tira más de tela de manera que no se bambolearan y se delataran por el tintineo. Más tarde cosería las bolsas a su falda para poder atender a sus clientes sin necesidad de quitárselas y esconderlas primero. Las bolsas de Gilbert y de Siegerich se las colgó del cinturón junto a la suya propia, que sólo contenía peniques. Su contenido lo compartiría con las otras, ya que consideraba que ellas también merecían una indemnización por la noche que acababan de pasar.