Capítulo IV

En cuanto anocheció y el vino bebido en la feria comenzó a envalentonar el corazón de los hombres, Hiltrud estuvo muy atareada. Lamentaba que Marie no pudiese trabajar con ella. Juntas habrían hecho un gran negocio, ya que muchos de sus clientes le preguntaron por la chica. La noticia de que había recogido a Marie por el camino, ataviada con la túnica de la deshonra, ya había llegado hasta la ciudad, y el rumor encendió las fantasías de numerosos hombres. Para lograr que los clientes más ansiosos la dejaran en paz, Hiltrud explicó que Marie no podría trabajar hasta que su espalda azotada se curase. La mayoría se conformó con esa explicación, pero uno de los clientes insistió obstinado, alegando que había otras formas de hacerlo con una mujer sin necesidad de ponerla de espaldas contra el suelo.

Hiltrud negó enérgicamente con la cabeza.

—Pero ninguna de ellas es del agrado de la Santa Iglesia.

—Tal vez tú estés dispuesta a hacerme ese favor. Ven, enséñame tu hermoso trasero.

El hombre observó a Hiltrud como un perrito hambriento suplicando comida y juntó las palmas de las manos.

Ella se dio cuenta de que estaba aflojando y suspiró.

—No te saldrá barato.

En lugar de responder, el hombre le entregó varias monedas. A la luz del sol del crepúsculo, Hiltrud advirtió un centelleo dorado. Nadie le había ofrecido jamás tal cantidad por pasar un par de minutos en la tienda con ella. Tal vez Marie me traiga suerte, pensó, mientras se inclinaba y se levantaba la falda.

Marie se había vuelto a sentar fuera junto a la carreta, ya que allí se sentía más segura que a la sombra de un árbol solitario. Desganada y sin hambre, bebió unas cucharadas del caldo de carne en el que flotaban las amargas hierbas medicinales. Pero cuando comenzaron a oírse los jadeos del hombre desde la tienda, dejó caer el cucharón y se tapó los oídos. Sus gemidos y gruñidos le recordaban demasiado los horribles momentos que había vivido en el calabozo. Para escapar de esa tortuosa memoria, se puso de pie y se mezcló entre la muchedumbre de los visitantes de la feria. Pero la reacción de la gente a su alrededor le hizo entender muy pronto lo que significaba ser una desterrada. Al verla, las mujeres respetables cogían sus faldas para evitar cualquier tipo de contacto con ella, al tiempo que regañaban a sus maridos, quienes la miraban sin ningún tipo de inhibición o incluso intentaban acercársele.

De pronto, advirtió tras el manto de lágrimas que le cubría los ojos a un grupo de borrachos que dirigía unos groseros comentarios a un par de criadas. Aquellos hombres avanzaban hacia ella, así que Marie se apresuró a meterse en otra galería de puestos. Pasear por el mercado bajo la protección de un padre tierno y generoso, responder a los atentos saludos de los vecinos y picotear dulces era otra cosa; ahora sólo podía observar todo desde la distancia, con nostalgia.

Marie comenzó a sentir miedo y quiso regresar rápidamente a la tienda de Hiltrud, pero no encontró el camino y se quedó mirando confundida a su alrededor. Cerca de allí, un grupo de juglares entretenía a los espectadores con sus números acrobáticos y su música exótica. Cuando ella retrocedió ante un lanzallamas, una muchacha se le acercó y le puso delante una canastita de mimbre en la que ya tintineaban unas cuantas monedas.

Marie bajó la cabeza, avergonzada.

—No tengo dinero.

La juglaresa lanzó un resoplido y levantó la mano como si fuera a pegarle.

—Entonces no tienes nada que fisgonear. Fuera de aquí, ramera.

Marie se precipitó hacia el borde del mercado y pronto descubrió el árbol bajo el cual pastaban las cabras de Hiltrud. Al dirigirse hacia allí, pasó por un puesto en el que un hombre mayor ofrecía frutas bañadas en miel y frutos secos. El aroma que despedían era tan exquisito que se le hizo la boca agua. Como no tenía dinero, apuró el paso. Pero no logró llegar muy lejos, ya que el dueño del puesto corrió detrás de ella y la cogió del brazo.

—¿No te apetece una pera bañada en miel, doncella?

—No puedo pagarla.

Marie esperaba que con estas palabras el hombre la dejara ir. Pero, lejos de ello, él la atrajo más hacia sí, hasta que sus caras estuvieron a punto de tocarse.

—No acepto dinero de una muchachita tan bella como tú. Ven conmigo a los matorrales y te regalaré la pera más linda que tengo —dijo, deslizándole la mano por el escote. El susto que se llevó Marie le dio las energías suficientes como para zafarse y salir corriendo.

Para su alivio, el hombre no la siguió, sino que se limitó a gritarle:

—¿Qué pasa contigo? ¡Sé que eres la pequeña prostituta que vino con Hiltrud! Si quieres la pera, debes ganártela.

Marie se estremeció y siguió dando tumbos. ¿Acaso la moral y los mandamientos de la Iglesia valían tan poco más allá de los muros de la ciudad que se podían intercambiar por un trozo de fruta bañada en miel? Ahora comprendía por qué al cumplir los doce años su padre le había prohibido seguir jugando con los demás niños fuera, en la explanada. Por el mismo motivo, tampoco había vuelto a permitirle salir de la casa sin que nadie la acompañase. Realmente la había custodiado con gran celo, al menos hasta el momento en el que la propuesta del licenciado lo había obnubilado lo suficiente como para hacerle olvidar toda prudencia, abriendo las puertas de par en par a esos malvados calumniadores.

De golpe, a Marie le vino a la mente el rostro de su prometido. De hecho, era realmente extraño que hubiese dado tanto crédito a las mentiras de aquellos truhanes. Pensándolo bien, había sido precisamente su predisposición a condenarla lo que había permitido que pudieran abusar de ella. De manera que él jamás se había interesado por ella, sino sólo por su herencia. Pero tendría que haber sabido que su exagerado orgullo le haría perder una fortuna. ¿O acaso había encontrado una prometida aun más rica y por eso quería librarse de ella de esa forma? Marie se quedó un rato tratando de recordar cada palabra y cada gesto en el rostro de su prometido, pero eso tampoco la ayudó a resolver el enigma. De modo que sólo le restaba esperar que su padre pudiese explicárselo todo cuando viniese a buscarla al día siguiente.