Capítulo XIV

La noche había caído como un manto oscuro sobre la ciudad cuando Michel y Wilmar se dirigieron hacia la torre Ziegelturm desde la iglesia de St. Johann. Las puertas de la ciudad habían sido cerradas hacía rato, y en tiempos normales habría sido imposible llevarse a una muchacha de Constanza de contrabando. Pero debido al concilio, los vigías de la torres dejaban salir gente cada cierto tiempo.

Si bien Michel seguía inclinado a pensar que Wilmar había acusado al abad por celos, tampoco podía rechazar de plano la posibilidad de que el joven oficial artesano hubiese dado en el blanco con sus conjeturas. En todo caso, era muy poco probable que el abad mandara ejecutar su secuestro en pleno día y a la vista de decenas de testigos, por eso mantuvo a Wilmar en la taberna hasta la caída del sol y sólo partió con él cuando las calles comenzaron a vaciarse. Al ver a un hombre envuelto en una capa blanca con capucha dirigiéndose hacia la torre Ziegelturm, todas las dudas de Michel se disiparon, sobre todo cuando Wilmar le susurró que se trataba de Selmo.

El hombre tenía una linterna sorda cuya luz se proyectaba delante de él, sobre el empedrado, y llevaba otra capa más en el brazo. Se dirigió muy decidido a la puerta de la torre y la golpeó. Transcurrieron unos instantes hasta que se abrió una mirilla a la altura de los ojos.

—¿Quién es? —preguntó alguien groseramente.

—En nombre del Consejo de la Ciudad de Constanza, abre la puerta.

Selmo sostuvo el pergamino que le había dado el abad Hugo delante de la mirilla de modo que el guardia pudiese reconocer el sello. Oyó satisfecho cómo se descorría el pasador y entró en cuanto se abrió la puerta.

—Vengo a buscar a la prisionera Hedwig —declaró con tono severo.

El guardián, confundido, se rascó el cráneo calvo.

—¿A esta hora de la noche?

Selmo utilizó un tono de voz muy altanero para infundirle temor al hombre.

—Son órdenes.

—Está bien. Iré a traerla.

El guardián se alejó arrastrando los pies y regresó poco después con Hedwig. El rostro de la muchacha estaba hinchado y húmedo por el llanto, pero de pronto asomó una ligera esperanza en él.

—¿Me liberarán? —le preguntó a Selmo.

Selmo le dirigió una sonrisa bondadosa que había aprendido a esbozar observando a su señor.

—Eso se decidirá ahora en el lugar al que te llevaré.

La niña lo tomó como una confirmación, y se apresuró a preguntar qué sucedería con sus padres, como si se avergonzara de haber pensado primero en ella.

—Eso depende de ti. Si eres razonable, te portas bien y haces todo lo que te dicen, liberarán a tu madre muy pronto y serán clementes con tu padre. Tú puedes colaborar para que el juez se convenza de su inocencia.

Hedwig juntó las manos y prometió ser obediente y hacer todo lo que estuviese en su poder para ayudar a sus padres. Selmo se obligó a contener una mueca divertida y mantuvo su gesto ceremonioso. Su señor estaría satisfecho, ya que gracias a su ayuda obtendría una amante solícita. Pero como las mujeres eran impredecibles y no quería arriesgarse, extrajo de su bolsillo la botella con el jugo de amapola, vertió su contenido en el vaso del vigía, que estaba sobre la mesa del puesto de vigilancia, y se lo extendió a Hedwig.

—Bebe esto, te hará bien.

Hedwig contempló con repugnancia la suciedad del vaso.

—¿Qué es?

—Es medicina. Impide que enfermes a causa de la mugre que hay aquí abajo, en la torre. Si eres obediente y la bebes, me encargaré de que se la den a tu padre y a tu madre también.

Hedwig asintió, solícita, y vació el contenido del vaso hasta la última gota, a pesar de que aquel líquido amargo la hacía estremecerse. Selmo volvió a guardar la botella vacía y le puso el otro manto con capucha sobre los hombros.

—Déjanos salir —le ordenó al guardián.

Éste cogió la llave con gesto gruñón, se arrastró hasta la puerta y la abrió de mala gana.

Cuando Selmo empujó a Hedwig a la calle, oyó cómo la puerta volvía a cerrarse tras sí, y entonces no pudo contener una carcajada moderada. El guardián no notaría que había entregado a la prisionera sin tener ninguna orden escrita sino hasta la mañana siguiente, a la hora del relevo.

Selmo rodeó los hombros de Hedwig y la atrajo hacia sí, como si quisiera evitar que tropezara con los agujeros del empedrado. Podía sentirla temblar a través de la tela gruesa de la capa, y tuvo que reprimir el deseo que lo invadía. Por ahora, sólo podía soñar con lo que le haría a esa niña cuando su señor se hubiese hartado de ella. De pronto, un ruido detrás de él lo hizo sobresaltarse, pero antes de que atinase a volverse, algo le pegó en la cabeza y apagó sus sentidos.

A diferencia de Selmo, Hedwig sí percibió cómo una mano emergía de la oscuridad blandiendo una espada y su empuñadura le pegaba a su acompañante. Al mismo tiempo, alguien la tomó desde atrás y ahogó su grito.

—Por favor, Hedwig, guarda silencio. Somos nosotros, el capitán Michel y yo. Vinimos a liberarte.

—¿Liberarme? Pero ¿por qué? Si ya iban a dejarme libre ahora.

Hedwig quiso volverse hacia Wilmar. Pero en ese momento comenzó a sentir que el suelo bajo sus pies comenzaba a ondularse y cayó en un profundo pozo negro.

Wilmar sujetó a la muchacha antes de que se desplomara, la alzó y miró a su alrededor buscando al capitán. Pero parecía que a Michel se lo había tragado la oscuridad.

Entre tanto, Michel había arrastrado a Selmo hacia un rincón oscuro junto a la torre Ziegelturm y lo había registrado. Cuando encontró el rollo de pergamino que Wilmar le había mencionado, volvió a encender la linterna sorda de Selmo, echó un vistazo al documento y se lo guardó debajo de su jubón, dejando escapar un resoplido.

El oficial artesano se le acercó y le señaló con el mentón a Hedwig, a quien sostenía en sus brazos como a un saco sin huesos.

—Se desmayó de golpe y está inmóvil. Tengo miedo de que su corazón haya dejado de latir.

Michel apoyó la mano sobre el cuello de Hedwig y sintió el latido débil de la arteria.

—No te preocupes. Está viva. Supongo que le habrán dado algún narcótico. Le hemos hecho un favor arrebatándosela, ya que de otro modo habría tenido que atravesar la ciudad cargando a la muchacha.

Se notaba por el tono de su voz que se alegraba de haber triunfado tan rápido.

—Ven, dame a la niña y toma la linterna. Tenemos que poner a salvo a la pequeña antes de que despierte.

Wilmar no quería soltar a Hedwig, pero comprendió que a Michel le costaría menos cargarla. Entonces se dio cuenta de que no había pensado más allá de la liberación de Hedwig, y aspiró profundamente.

—Tenemos que esconderla en alguna parte donde no puedan encontrarla ni los guardias ni el abad.

—Yo sé de un lugar en el que no la buscará absolutamente nadie. Llevaremos a Hedwig a casa de una prostituta que conozco muy bien. Estoy seguro de que ella se encargará de Hedwig y la cuidará muy bien.

—¿A casa de una prostituta? —replicó Wilmar indignado.

Quiso explicarle a Michel que un prostíbulo no era lugar apropiado para una virgen inocente como Hedwig, pero entonces comprendió que no era momento para ponerse a discutir. Apretó los dientes y se apresuró a seguir el paso que marcaban las piernas largas del capitán para poder ir alumbrándole el camino. Al poco tiempo doblaron por la calle que conducía a Ziegelgraben y, ante una seña de Michel, se detuvieron al llegar a una casita.

—Bien, es aquí. Ahora, irás hasta el monasterio de Zoffingen o un poco más allá y arrojarás la linterna a una zanja. Y luego regresas. Pero asegúrate de llamar a la puerta correcta, o te verás obligado a responder las preguntas de curiosos extraños, y eso no sería bueno para tu chica.

Wilmar alcanzó a oír cómo Michel se acercaba a la puerta y accionaba el llamador, y luego apuró el paso para no tener que dejar al capitán solo con Hedwig por mucho tiempo.