Capítulo VIII

El Emperador partió al día siguiente. Abandonó la ciudad de Constanza con el gesto de fastidio de alguien que pensaba que lo habían retenido demasiado tiempo allí. Para Marie también se acercaba la hora de la despedida. Hubiese querido partir con los primeros albores de la mañana en secreto y en silencio, pero Pfefferhart le había dejado bien en claro que era su deber quedarse a presenciar el castigo de los hombres a quienes les debía cinco años de deshonra y la muerte de su padre. En el caso de Hunold, Melcher y los demás secuaces de Ruppert, todo terminó rápido. El verdugo les ponía una soga al cuello y tiraba de ella hasta que dejaban de moverse. Luego les hacía un nudo con la soga para impedir que volvieran en sí, y pasaba al siguiente.

A Utz, en cambio, le quebraron los huesos sin darle el golpe de gracia en el pecho, y luego lo ataron a la rueda estando plenamente consciente. Sin embargo, Utz en ningún momento gritó ni pidió que aceleraran su final, sino que se burló del tribunal y se pavoneó de sus crímenes. Parecía enorgullecerse de sus actos, por los cuales reclamaba un lugar de honor en el infierno. Más tarde comenzó a gritar los nombres de los caballeros y otros miembros de la nobleza que había asesinado, mencionando entre ellos a Otmar, el tío del caballero Dietmar, y a otros testadores y herederos cuyos nombres también le resultaban familiares a Marie. Finalmente, afirmó que iba a asesinar a Konrad von Keilburg por encargo de Ruppert, y lamentó no haber podido llegar a hacerlo.

Mientras el cochero seguía gritando sus crímenes a los cuatro vientos, Ruppert fue conducido a la hoguera. Gimió de una forma que partía el alma, imploró que le perdonaran la vida y hasta le ofreció sus servicios al obispo de Constanza, al conde Eberhard von Württemberg y a todos los demás nobles que hubiesen podido salvarlo de morir en la hoguera. Pero a cambio no oyó más que las burlas y el desprecio de los burgueses de Constanza, y finalmente unos niños pícaros que se habían abierto el paso hasta la primera fila le arrojaron excrementos. Los ayudantes del verdugo tuvieron que cargarlo hasta la picota y sostenerlo para poder atarlo. Sin inmutarse por sus súplicas, apilaron leña y ramas secas a su alrededor y las encendieron ante la orden del juez. Cuando las llamas comenzaron a rodearlo, sus gritos escalofriantes resonaron en toda la zona de Brüel.

Marie sólo se quedó el tiempo necesario para cumplir con lo que se esperaba de ella, y luego fue a ver la tumba de su padre para rezar su primera oración en aquel lugar. Michel, que venía siguiéndola desde la mañana temprano aunque ella apenas se había dignado a dirigirle una mirada, se le unió y se arrodilló a rezar junto a ella.

Cuando quiso regresar a la ciudad, él la estrechó entre sus brazos y la condujo hacia el puerto, sin prestar atención a su resistencia, hasta subirla a un bote renano que parecía haber estado esperándolos a ellos dos. Esa despedida de Constanza tan rápida e indiferente la irritó, ya que después de la ejecución de sus enemigos se había propuesto pasar unos días con Mombert y su familia, aunque la gratitud lacrimógena de sus parientes la agotaba un poco. Para su estupor, vio a Mombert y su familia sentados más adelante, en la proa, observando a los marineros. Se zafó de los brazos de Michel e hizo ademán de dirigirse al encuentro de su tío, pero después se quedó parada en la cubierta. Todavía no se sentía con ánimos de hablar con nadie.

No sería fácil para ella acostumbrarse a su nueva vida como esposa del señor de un castillo, que acarrearía consigo infinidad de obligaciones a las que no estaba acostumbrada. Primero, tendría que aprender a comprender que ya había alcanzado el objetivo por el que tanto había luchado para poder sobrevivir. Durante cinco años había deseado con cada fibra de su corazón la muerte de Ruppert, y ahora que había vengado su deshonra se sentía vacía y consumida.

Cuando la corriente atrapó el bote y los muros de Constanza fueron quedando atrás cada vez más rápido, dejó escapar un profundo suspiro. No lamentaba aquella despedida precipitada, pero le resultaba extraño no tener a Hiltrud cerca. Con ella podría haber desahogado sus sentimientos, aunque se hubiese ganado una filípica a cambio. Pero su amiga había querido partir hacia Arnstein con la señora Mechthild para ir en busca de Thomas. Volvería a verlos a ambos en otoño. Kordula se había quedado en Constanza para intentar ganar la mayor cantidad posible de dinero. Al término del concilio, pensaba seguir a Marie y abrir con su ayuda una taberna en Rheinsobern.

De golpe, Michel apareció detrás de Marie y le puso las manos sobre los hombros. Ella estuvo a punto de rechazarlo, pero entonces él empezó a hablarle. Al principio evitó hablar de él o de los dos. En cambio, le contó que su tío Mombert ya no tenía deseos de permanecer en Constanza y que por ello había obtenido de parte del conde palatino Ludwig el privilegio de radicarse en Rheinsobern como maestro tonelero. Acompañando a la familia iban Wilmar, quien se convertiría en el yerno de Mombert una vez que llegaran allí, y la vieja Wina.

Cuando comenzó a describir la región a la que irían, Marie se dio cuenta de que no estaba tratándolo como él se merecía, y bajó la cabeza avergonzada.

—Lo siento, Michel. Me refiero al matrimonio.

—Yo no lo siento —Michel la atrajo hacia sí con un suspiro de satisfacción—. ¡Mi Marie! Te he amado desde siempre, pero nunca me atreví a tener esperanzas de que algún día pudiéramos llegar a ser marido y mujer.

—¿Pero podrás olvidar lo que ha ocurrido en los últimos cinco años?

—No. Y tampoco quiero hacerlo. Han sido tiempos muy duros para ti, en los que has demostrado poseer valor y entereza, justo lo que necesitarás ahora que eres la esposa de un guerrero. Para mí, estos años tampoco han sido fáciles, pero creo que ambos hemos sabido sacar lo mejor de ellos. Por cierto, al casarte conmigo te has convertido en la esposa de un señor de castillo nombrado oficialmente y alcaide de Rheinsobern.

—A quien le encajaron una mujer como yo.

Marie pronunció esas palabras con amargura.

Pero Michel se rió en voz baja.

—Lo que yo soy te lo debo a ti, Marie. Si no te hubiese amado tan desesperadamente, jamás me habría ido de Constanza. Y el casarme contigo vuelve a traerme enormes ganancias. De no haber sido por ti, con muchísima suerte podría haber llegado en diez o quince años a alcaide de algún castillo medio en ruinas en algún bosque perdido en medio de las montañas; jamás podría haber aspirado a unos dominios tan importantes como los de Rheinsobern. Por lo general, para obtener un puesto semejante hay que pertenecer a la nobleza. Admito que mi ascenso de rango no me hubiese causado tanta alegría si la región de Rheinsobern le hubiese sido asignada a Württemberg. Pero, por suerte, nuestro señor es Ludwig von der Pfalz, y el señor Eberhard se encuentra muy lejos.

En su voz se percibía un tono de celos que hasta él mismo notó y que lo hizo callar. Michel se quedó jugando absorto con uno de los rizos de Marie, que a la luz del sol del atardecer brillaban como el oro, y le sonrió enamorado. Cuando su ciudad natal desapareció por el este, llevó a Marie hacia adelante, hacia la proa del barco.

—No debes volver a mirar atrás, amada mía. Posa tu mirada en el futuro, y allí nos verás a ambos, a la bella y rica señora del castillo de Rheinsobern y a mí, tu amante esposo.

Marie se rió.

—¿Amante esposo? Comienzas a hablar como la señora Mechthild.

—¿Y por qué no? La próxima vez que nos encontremos con ella y con el caballero Dietmar, estaremos sentados a la misma mesa. Y quién sabe, tal vez alguno de nuestros hijos termine llevando a alguna de sus hijas al altar.

A Marie esto último le pareció un poco descabellado. Aunque, pensándolo bien, las palabras de Michel no sonaban nada mal.