Capítulo XII

Después de asegurarse de que no había nadie espiándolo en la galería que conducía al cuarto de huéspedes, Ruppertus Splendidus cerró la puerta de la habitación tras de sí y se dirigió hacia la mesa donde su hermanastro Konrad von Keilburg estaba desayunando. Paseó su mirada inquietante por el enorme cántaro de vino y el imponente trozo de carne asada que el conde tenía delante y se preguntó cómo alguien podía ser capaz de engullir tanto. Se notaba que Keilburg se entregaba sin pudor a los placeres de la mesa. De joven solía impresionar a sus padres por su altura y su fuerza, pero ahora que tenía treinta y cinco años, sus ojos casi habían desaparecido detrás de unos colchones de grasa, y tenía un vientre tan pronunciado que ya no podía verse los pies. Quien lo veía ahora apenas podía imaginárselo blandiendo una espada o sosteniendo un escudo, y tampoco había ya ningún caballo capaz de soportar su peso. Sin embargo, Ruppertus se cuidaba mucho de subestimar a su hermanastro. Cuando Konrad se enojaba, reaccionaba como un oso furioso que soltaba a su contrincante sólo cuando éste yacía muerto a sus pies.

Por eso, Ruppertus lo saludó con una sonrisa afable en la que sólo un observador muy atento habría podido advertir un tono de burla y desprecio.

—Saboréalo especialmente, hermano. El joven Steinzell está muerto y el tonelero Mombert fue acusado de su asesinato.

Konrad von Keilburg apoyó el cántaro de vino de un golpe sobre la mesa y comenzó a reírse de tal modo que sus rollos de grasa amenazaron con hacerle saltar el jubón.

—Conque le hiciste una de tus jugarretas, ¿eh? Me quitas a un hombre de en medio y me allanas el camino, y al mismo tiempo le entregas a Waldkron la muchacha que anda persiguiendo. ¡Bien! Así se acaba de una vez por todas el lloriqueo enamorado de ese encapuchado. Quiero decir, si es que realmente logras condenar a la hija del tonelero a la esclavitud. Estoy esperando que llegue el día en que te excedas y tropieces con tus propios trucos. ¿Qué crees que te hará Waldkron si su amorcito acaba en el cadalso?

Ruppert apretó los puños pero no dejó que se le notara el odio que se agitaba en su interior. A diferencia de Heinrich, el padre de ambos, que lo había usado como a un esclavo pero al menos le guardaba cierto reconocimiento por sus servicios, Konrad lo despreciaba y se burlaba de él cada vez que se encontraban.

—No hará nada, ya que yo consigo todo lo que toco. El día en que aten a Mombert Flühi a la rueda, su hija estará en la cama del abad.

Konrad von Keilburg resopló.

—Espero que no estés llenándote vanamente la boca. En lugar de preocuparte por el estúpido del abad, tendrías que encargarte de que el castillo de Steinzell caiga en mis manos. Si sigues comportándote de forma tan melindrosa, tomaré el asunto con mis propias manos. Lo más sencillo será que le parta el cráneo a Degenhard von Steinzell y ocupe sus tierras.

—Pero si no es necesario tanto despliegue de crueldad, hermano mío. Tras la muerte del hidalgo Philipp, la única heredera es Roswitha, la hija de Degenhard. Cásala con uno de tus vasallos y todas sus propiedades caerán sobre ti como una fruta madura.

—Es una buena idea. Hoy mismo daré la orden de raptar a Roswitha von Steinzell. Sólo me resta pensar con quién casarla.

Por un momento, Keilburg olvidó el lomo de cerdo que tenía en el plato y se quedó pensando con gran esfuerzo.

Ruppertus sabía que su hermano no toleraba que lo contradijeran ni tenía empacho en moler a palos a sus acólitos cuando no pensaban como él. Por eso tenía que proceder de la forma más diplomática posible.

—No me parece una buena idea. La gente podría sospechar que estás detrás de la muerte del joven Steinzell, y hay suficientes hombres en el entorno del Emperador que están esperando la oportunidad de ponerte la soga al cuello. Espera hasta que hayan condenado y ejecutado al supuesto asesino del hidalgo. Y si después de eso vas a buscar a la hija de Steinzell, la gente supondrá que sólo has aprovechado la ocasión propicia.

—¿Y si ese canalla de Degenhard la casa antes? Entonces me quedaré con las manos vacías.

—Tal vez la comprometa con alguien, pero dudo que planeen efectuar la boda mientras dure el período de duelo; por lo tanto, será muy fácil impedirla. No creo que nadie quiera tomar a la jovencita por esposa si antes otro le hizo un bombo.

Konrad se rió ruidosamente y miró a su hermanastro con una sonrisa pícara.

—¿Quieres hacerlo tú mismo? Por mí puedes quedarte con Roswitha. Después de que lograras que nuestro padre te reconociera como hijo legítimo antes de palmar, perteneces a su misma clase. ¡Caballero Ruppert von Steinzell! Suena mucho mejor que ese balbuceo latino que llevas ahora por nombre, ¿o no?

La sonrisa de Ruppert se amplió, y en sus ojos resplandeció un brillo extraño.

—No, no. Entrega a Roswitha a alguno de tus hombres. Yo prefiero vivir en la ciudad, no tengo ningún interés en un castillo lleno de corrientes heladas en el linde de la Selva Negra.

—Como quieras.

Konrad von Keilburg no había hecho esa propuesta muy en serio, y se sintió aliviado de que Ruppert la rechazara. Como abogado y tergiversador de las leyes podía llegar a serle útil por mucho más tiempo; como caballero en un castillo alejado, habría sido un competidor indeseable que no tendría en mente otra cosa más que ampliar sus dominios.

—También me alegro de que el Emperador haya condenado al tirolés al destierro del Imperio. Ahora, sus tierras en la Selva Negra y a orillas del Rin están disponibles para cualquiera que pueda echar mano de ellas. Creo que seré el primero en sacar provecho.

—También te pediré prudencia en ese asunto. Ya más de uno se arrepintió de haber actuado de forma precipitada.

Konrad von Keilburg descargó un golpe sobre la mesa que hizo saltar el plato, derramando el jugo de la carne por el delicado trabajo de tallado.

—Eres un miserable indeciso, Ruppert. Si uno quiere algo, tiene que saber tomarlo.

Ruppert meneó la cabeza con paciencia.

—En primer lugar, hay que saber aguardar el momento oportuno, hermano mío. Hoy, el Emperador aún está furioso con Federico y ordena perseguirlo, pero puede ser que mañana se dé una nueva vuelta de página. El de los Habsburgo tiene un montón de amigos y aliados que saldrán a apoyarlo, y el emperador Segismundo no puede darse el lujo de provocarlos a todos. Sobre todo, debe tener cuidado con Albrecht de Austria, el primo del tirolés. Estoy seguro de que el destierro de Federico se anulará a lo sumo dentro de dos meses. Al conde le bastará con postrarse a los pies de Segismundo y prometerle que nunca más intentará apoyar a otro Papa que no sea el elegido por el Emperador. Si ahora provocas una contienda por las tierras a orillas del Rin, muy pronto tendrás que vértelas no sólo con el conde en persona, sino también con sus parientes y aliados. Conténtate con arrebatarle un par de vasallos al de Habsburgo y apoderarte de sus castillos. Mientras eso suceda dentro del marco de la ley, Federico no puede hacer nada para impedirlo.

El rostro de Konrad volvió a ensombrecerse.

—No alardees tanto de tu astucia. En realidad, eres ruin como un escorpión y cobarde como una rata. Si no dispusieras de un par de criaturas amorales que empuñan la daga en tu lugar, jamás podrías haber llevado a cabo un golpe como el que le has dado al hidalgo Philipp. Te falta valor para enfrentarte con un hombre cara a cara. Se nota que tu madre era una esclava insignificante que se usa una vez y luego se olvida.

El conde Konrad se quedó al acecho de una reacción espontánea de su hermano. Le hubiese encantado poder darle un arañazo a aquel rostro de piel tan lisa.

El licenciado leyó aquel deseo en los ojos de su hermano y retrocedió hasta la puerta.

—Te dejo con tu asado de cerdo, hermano, porque tengo mucho que hacer.

Se despidió haciendo el amago de una reverencia y salió a la galería. Por un lado, lo irritaban la arrogancia y la torpeza mental de su hermanastro; por otro, se divertía con él. Era demasiado crédulo. Heinrich, su padre en común, se habría sorprendido del certificado con el cual se suponía había reconocido a su hijo bastardo. Tras su muerte, a Ruppert apenas le habían bastado un trozo de pergamino, una mano hábil y el sello del viejo conde copiado a tiempo para elevarse a la categoría de hijo legítimo. Si bien Konrad se había sorprendido y había protestado, jamás dudó de la legitimidad del certificado.

Para alivio de Ruppert, Konrad no se había dado cuenta de que el bastardo se había convertido de ese modo en su heredero ante la ley, y tampoco sospechaba cuál era el objetivo de Ruppert, ya que de otro modo lo habría mandado matar de inmediato. Su meta era nada más y nada menos que apoderarse del castillo de Keilburg y del título de conde. Ruppert sonrió para sus adentros. Tal como se comportaba su hermano, muy pronto la habría alcanzado.

Unos violentos golpes interrumpieron sus agradables pensamientos. Ruppert abrió la puerta que había hecho instalar en la escalera que conducía al piso de arriba para impedir las interrupciones inoportunas y mantener lejos a los espías, y vio enfrente de él al abad Hugo, cuyo rostro estaba rojo de excitación.

—Debo hablar contigo.

—Con gusto —respondió Ruppert con esa sonrisa abierta y afable que había estudiado alguna vez con gran esfuerzo. Al igual que aquella mirada severa con la que destrozaba a sus enemigos en el estrado, no se trataba más que de una máscara.

Hugo von Waldkron lo siguió nervioso hasta la habitación que Ruppert utilizaba para trabajar.

—El tonelero asesinó al hidalgo Steinzell, tal como tú presentías. ¿Qué sucederá ahora con la muchacha?

—En cuanto hayan condenado a Mombert Flühi, declararán esclava a la doncella Hedwig y te la entregarán a ti.

—¡Pero eso puede alargarse durante meses ahora que están con ese asunto del licenciado Hus! Tú me prometiste que me entregarías a la hija de maese Mombert lo antes posible.

—Me encargaré de que el juicio se realice pronto. Si no hacemos las cosas dentro del marco de la ley, ambos nos meteremos en problemas. Mientras no declaren culpable al padre, la muchacha seguirá siendo una burguesa de Constanza, y el consejo te echaría encima un juicio si abusaras de ella.

El abad cogió a Ruppert y lo sacudió.

—Tengo que poseer a Hedwig ahora. ¿O crees que alquilé la casa en Maurach sólo para soñar con ella allí? Me muero de deseo.

—Si tienes tanta urgencia, móntate a una criada o ve con una prostituta. Pero no arruines mis planes con tu impaciencia. ¿Qué importa si tienes que esperar una o dos semanas más? Después podrás hacer con ella lo que se te antoje. Y ahora por favor, déjame solo. Tengo cosas que hacer.

Ruppert apartó las manos del abad de su jubón, abrió la puerta y señaló hacia abajo.

Hugo von Waldkron descendió por las escaleras irritado y se detuvo al llegar a la puerta de la calle. De pronto, una sonrisa maliciosa pasó fugazmente por su rostro, y entonces atravesó rápidamente el patio en dirección a la casa de huéspedes, haciendo flotar la sotana. Una vez en su habitación, cerró la puerta tras de sí, revolvió en su baúl y extrajo una caja alargada de madera tallada. Poco después, la mesa estaba cubierta por unas hojas de pergamino finamente pulidas, un estuche con distintas plumas para escribir, un tintero, lacre y distintos sellos. Hugo von Waldkron escogió una hoja, la alisó y comenzó a escribir. Cuando terminó, esparció un poco de arena fina sobre la hoja para que la tinta se secara y dejó caer unas gotas de cera sobre el extremo inferior. Luego eligió uno de los sellos, lo examinó con mucho cuidado y lo apoyó sobre el lacre aún líquido. Cuando lo quitó, pudo apreciarse el sello de la Ciudad Imperial de Constanza.

El abad releyó el pergamino satisfecho, y se dijo para sus adentros que Ruppert era un idiota. ¿Por qué habría de tener que esperar por la muchacha? Éste no era el primer documento que falsificaba. Gran parte de la riqueza de su abadía había ido a parar a sus manos de esa manera. Los herederos de los nobles señores rara vez ponían en duda el hecho de que éstos hubiesen cedido tierras y poblados para obtener su salvación, y si lo hacían, los tribunales se encargaban muy pronto de demostrarles cuan errados estaban.

El abad creía saber que Ruppert había conseguido parte de sus éxitos de la misma manera, ya que, a fin de cuentas, el licenciado alguna vez había sido alumno suyo y lo había ayudado a modificar el testamento del abad anterior en su favor.

Con la sensación de estar un paso más allá que el resto de los seres humanos, incluso de su talentoso alumno Ruppert, enrolló el pergamino, lo puso dentro de un envoltorio y abandonó la habitación llevándose el paquete consigo. Su sirviente estaba abajo, en la cocina, flirteando con una de las criadas de Ruppert. Eran todas muy agradables, e incluso, tal como el abad había tenido la ocasión de comprobar, no eran reacias a atender las necesidades de los nobles señores. Sin embargo, el recuerdo de Hedwig ahogaba todo deseo por aquella carne dispuesta, pero cuyo uso era limitado para él. Hedwig era dueña de una belleza tan inmensa como la de la prostituta rubia que había visto en uno de sus viajes de Meersburg a Constanza y a quien también le habría gustado tener en sus brazos. Pero las prostitutas le resultaban demasiado groseras, y no se dejaban usar tan profusamente como él quería, y además les faltaba ese aura de inocencia que tanto le gustaba y que distinguía a Hedwig Flühi del resto de las mujeres de esa ciudad.

Sus sentimientos cambiantes lo ponían intolerante, y por eso comenzó a gritarle a su siervo apenas oyó su voz proveniente de la cocina.

—Selmo, ¿no ves que te necesito?

El hombre se incorporó de un salto sin vacilar y se dirigió hacia él, presuroso. A pesar de que no era monje, a petición del abad vestía el hábito de hermano de la orden de los benedictinos. De esa manera, todos lo trataban con más respeto y rara vez le hacían preguntas cuando salía por algún encargo de su señor.

—Voy a cruzar a Maurach ahora mismo —le explicó el abad cuando dejaron la casa—. Tú me acompañarás hasta el puerto, luego irás a San Pedro y permanecerás rezando allí hasta que oscurezca. No quiero que te vean antes en la ciudad. Cuando caiga la noche, irás a la torre Ziegelturm, le pondrás al guardia este pergamino frente a las narices y harás que te entregue a la hija del tonelero. Pero por el amor de Dios, no vayas a olvidarte de traer el pergamino de vuelta.

El siervo esbozó una sonrisa experta.

—Sí, señor, ya sé. No es la primera vez que cumplo con un encargo vuestro. ¿Lo sigo con la muchacha o la llevo a la casa del licenciado Ruppertus?

—Por supuesto que me traerás la muchacha directamente a mí. Y no le pongas las manos encima o tendrás que vértelas conmigo.

—¡Pero no, señor! Yo jamás tocaría a una mujer destinada para vos —respondió Selmo, aunque eso no era del todo cierto—. Pero cuando os hayáis hartado de ella, me la cederéis a mí, ¿verdad?

—¡Seguro! Cuando me haya cansado de ella, podrás tenerla. Pero creo que tendrás que armarte de paciencia.

El siervo salió trotando detrás de su señor.

—Lástima que Waldkron no sea un convento de monjas. Entonces me resultaría mucho más fácil esperar.

—Si Waldkron fuese un convento de mujeres, casi no estarías de servicio allí, salvo como peón, con las uñas de los pies llenas de bosta —se burló el abad, y luego guardó un silencio concentrado hasta que llegaron al puerto. Allí, señaló una embarcación que estaba amarrada un poco más apartada que el resto.

—El dueño de aquel bote no tiene problemas en cruzar el lago de noche, y tampoco hace preguntas molestas. Estará esperándote desde que anochezca.

—¿Por qué no lleváis a la muchacha ahora mismo? Si me doy prisa, podríais tenerla en vuestro bote.

El abad le dio un empujón.

—No te hagas más idiota de lo que ya eres. Si yo llegara a aparecer con una doncella en el puerto a plena luz del día y la subiera a un barco, daría pasto a las murmuraciones de los mirones en las tabernas. Pero de noche, todos los gatos son pardos, y si te pones una capucha en la cabeza, nadie te reconocerá. ¡Ah! Casi me olvidaba. Aquí tienes una botella con jugo de amapola. Dáselo a la muchacha para que no haga ningún escándalo. Y, por las dudas, toma de la iglesia otro manto de monje. Así puedes esconderla.

El siervo recibió la botella y el rollo con el documento y luego se dirigió hacia San Pedro inmerso en un estado de contemplación. Hugo von Waldkron se subió a una embarcación que sabía que zarparía pronto con destino a Meersburg. Poco después, estaba sentado con algunos otros pasajeros sobre un cargamento, sonriendo tan tiernamente como corresponde a un servidor de Cristo.