Capítulo XII

Dos horas más tarde, Marie estaba sentada sobre un lecho de juncos nuevos en su habitación húmeda, contemplando las hojas que había extendido ante sí sin poder dar crédito a sus ojos. Jodokus había estado al servicio de Ruppert desde hacía años y participado de muchas de sus intrigas, o se había robado aquel paquete con todos los documentos. Si lo correcto era lo segundo, entonces el monje tenía que ser mucho más astuto de lo que Marie pensaba.

Además del testamento del caballero Otmar von Mühringen, hurtado del monasterio de Santa Otilia, había cinco documentos más que contenían disposiciones testamentarias y transferencias de tierras, además de otras hojas en las cuales Jodokus describía con detalle cada uno de los golpes y las estafas perpetradas por el licenciado Ruppertus, ya fuese en nombre de su padre, de su hermano, de importantes hombres de la Iglesia o por propio interés.

Marie se alegró por primera vez en su vida de que su padre la hubiese obligado a aprender a leer y a escribir como si fuese hija de alguna familia patricia de Constanza. A tal fin, había contratado como maestro a un monje anciano que al principio no tomó en serio a su alumna y le hizo aprender un par de palabras y frases de memoria a cambio de una abultada suma de dinero. Pero la buena comida y el buen vino en casa de maese Matthis y la minuciosidad con la que el padre de Marie supervisaba las clases terminaron por convencerlo de que debía hacer su trabajo de forma más concienzuda.

De modo que le enseñó a redactar cartas y contratos y a llevar un libro de gastos domésticos. Más tarde, el monje, que no quería renunciar tan pronto a aquella vida lujosa, pasó a enseñarle los fundamentos del latín con ayuda de su libro de oraciones, para que ella pudiese traducir las oraciones que se rezaban en la iglesia y las leyendas en las paredes de la catedral. Entretanto, Marie había olvidado muchas cosas, pero las clases que había tomado en esos años le sirvieron para descifrar, al menos en parte, los comentarios de Jodokus escritos en latín.

Jodokus debía de haber sido el hombre de confianza de Ruppert, tal vez incluso uno de sus maestros, ya que parecía conocer cada paso de Splendidus. Marie encontró, detallado paso por paso, lo que había hecho su antiguo prometido para quitarle sus propiedades a Gottfried von Dreieichen y a Walter von Felde, los vecinos del caballero Dietmar, utilizando documentos falsos. Cuando leyó por encima los demás comentarios, se topó con el nombre de su padre y el suyo propio. Era siniestro leer un informe sobre su propio destino. La Marie que figuraba en el pergamino parecía ser una extraña, una muchacha que, según la firme convicción de Jodokus, no podía haber sobrevivido mucho tiempo a las consecuencias de los maltratos sufridos y de su destierro. Por suerte para ella, a pesar de la descripción tan acertada que había hecho en sus anotaciones, hasta el momento el antiguo monje no había relacionado a la prostituta errante Marie con la hija de Matthis Schärer.

Jodokus describía profusamente la manera en que Ruppertus había procedido para quedarse con la fortuna del rico pero poco influyente burgués de Constanza Matthis Schärer. De acuerdo con lo que se podía leer allí, el crimen había sido planeado antes de elegir a la víctima. El cochero Utz había salido a buscar en nombre de Ruppertus Splendidus al candidato adecuado y le había recomendado ofrecerse como yerno a su padre. Utz sabía que Linhard le había echado el ojo y que su padre lo había rechazado de plano. Por eso había podido convencerlo de que la denunciara y participara de la violación. También había sido Utz el que había utilizado a la viuda Euphemia para terminar matándola cuando ella intentó extorsionar a Ruppert. Marie sintió escalofríos al leer aquellas bajezas morales plasmadas en tinta de mala calidad sobre un pergamino delgado y raído, como si se tratara de un documento de alguna época gris, remota, dominada por los demonios. La oscuridad le impidió continuar descifrando otros crímenes de su antiguo prometido. Además, ya se había retrasado más tiempo del conveniente leyendo, tenía que desaparecer antes de que Jodokus volviera a reclamarle esos papeles. Por un instante consideró la posibilidad de huir en ese mismo momento, sin esperar a Hiltrud. Su amiga ya había limpiado la habitación y luego había abandonado el albergue, pero aún no había regresado. Pero, por suerte, Marie se dio cuenta a tiempo de que, si ella escapaba, Jodokus o la gente de Ruppert descargarían su furia sobre Hiltrud y probablemente la matarían. De modo que no le quedaba más remedio que esperarla, aunque el suelo pareciera quemarle los pies.

La torre de la catedral dio las ocho. En media hora se haría de noche y Jodokus se reuniría con el enviado de Ruppert. Marie se sintió atraída por la idea de ser testigo secreto de aquella conversación. Luchó unos instantes a brazo partido contra la curiosidad, que crecía en su interior como una ola irresistible y amenazaba arrasar con toda la razón. Luego se entregó a esa sensación, juntó todos los escritos y volvió a envolverlos en el cuero engrasado. Como no quería dejar el paquetito en el albergue, lo guardó en su pañoleta y ató los extremos sobre su pecho, de manera que lo cargaba sobre su espalda como a un bebé, y abandonó la casa sin ser vista.

Finalmente, Jodokus había terminado por ponerse hablador y le había contado que el encuentro tendría lugar bajo un sauce particularmente grande que había a orillas del rio, a unos cien pasos de la puerta que daba al puerto. Marie descubrió el árbol enseguida, y trató de ver si lograba distinguir los contornos de una figura humana. Iba acercándose al árbol con tal sigilo que era casi imposible que la descubriesen. Sin embargo, no habría sido necesaria tanta cautela, ya que no había nadie en los alrededores del árbol. Súbitamente decidida, corrió hasta la orilla y se escondió detrás de unos arbustos. Parecieron transcurrir horas hasta que un hombre descendió desde la puerta. Se dio cuenta de que era Jodokus por su forma de caminar. El antiguo monje se había envuelto en su capa y se deslizaba por la oscuridad como una sombra gris. Parecía estar muy nervioso, ya que se daba la vuelta constantemente, como si tuviese miedo de su propia sombra. Marie temió que de tanto mirar acabase por descubrir su escondite, pero entonces alguien comenzó a acercarse al sauce desde la dirección contraria con pasos enérgicos. El hombre también ocultaba su figura bajo una capa amplia y tenía un sombrero de ala ancha calado de tal forma que le ocultaba el rostro. Marie se acurrucó hasta hacerse bien pequeña cuando pasó por donde estaba ella, y agradeció a Dios que justo en ese momento un manto de neblina cubriera el campo, poniéndola a salvo de miradas curiosas.

—Hola, Jodokus, aquí estamos otra vez, frente a frente.

En aquella voz flotaba una amenaza que le puso los pelos de punta a Marie. La muchacha se llevó la mano a la boca para no gritar de pánico y furia, ya que había reconocido al hombre. Era Utz, el cochero.

Jodokus parecía sentirse tan incómodo en su presencia como ella, ya que dio un paso atrás y levantó las manos, como defendiéndose.

—¿Tienes el dinero?

—Sí, lo tengo conmigo. Pero antes quiero ver la mercancía.

Jodokus soltó una carcajada nerviosa.

—¿Acaso creíste que sería tan tonto como para traer los escritos encima? En cuanto me des el dinero, iremos juntos al lugar en donde los guardé y te los entregaré ante testigos.

—No, mi querido monje escapado del convento, no pienso hacer eso. Ya nos has engañado una vez. No permitiré que vuelvas a tomarnos el pelo una segunda vez. ¿Acaso crees que no sé dónde tienes guardados los documentos que robaste para nosotros? Ya no te necesitamos.

—¿Qué?

Jodokus gritó, presa del pánico, se dio la vuelta e intentó huir. Pero Utz lo tomó del cuello de tal forma que ya no pudo gritar y lo arrastró debajo del sauce. A menos de tres pasos de distancia de donde estaba Marie, lo arrojó al suelo y se arrodilló encima de él. En el ínterin la niebla se había vuelto tan espesa que Marie ya no pudo distinguir más que dos espectros, de modo que desde ahí sólo pudo captar con sus oídos lo que sucedía. Jodokus resolló, y sus pies patalearon sobre el suelo como si tuviera el mal de San Vito, mientras el cochero se burlaba de él.

—Eres un idiota, ¿cómo se te ocurre tratar de extorsionar al licenciado Ruppertus? ¡Ahora irás a hacerle compañía en el infierno a la codiciosa viuda del zapatero!

Junto con la palabra «infierno», Marie percibió un chasquido de huesos rotos. Por un instante no se oyó más que la respiración intensa del asesino, luego se percibió el sonido de algo que se arrastraba por el suelo, y finalmente un bulto grande cayó al agua. Dos instantes más tarde, Marie vio pasar arrastrado por la corriente algo oscuro que debía de ser Jodokus.

Desde la orilla, Utz, que parecía sentirse absolutamente seguro, le dedicó al monje un último saludo burlón.

—¡Ahí tienes tu recompensa, cabeza de chorlito! Bien, ahora iré a buscar lo que nos pertenece sin pagar un solo penique por ello.

Marie entró en pánico y contuvo el aliento hasta que el cochero se rió y murmuró:

—Primero voy a pasar una horita agradable con la señora Grete. Ella siempre está dispuesta. Después tomo los documentos de la habitación de Jodokus y se los llevo a Ruppert. Esta vez tendrá que tirarme un par de florines más de los que acostumbra.

Marie escuchó un sonido metálico. Debían de ser las dos llaves con las que Jodokus había cerrado su recámara. Evidentemente, Utz había contado con que Jodokus las traería encima y se las había quitado al muerto antes de arrojarlo al agua. Mientras pensaba en voz alta e iba murmurando sus ideas, pasó tan cerca de su escondite que ella tuvo que contener el aliento para que el crujir de las hojas no la delatara.

Si Utz iba a la ciudad a buscar el paquete a la habitación de Jodokus, no sólo se daría cuenta de que los papeles no estaban, sino que además se enteraría de que el antiguo monje había recibido la visita de una mujer. Marie trató de calcular el tiempo que tardaría Utz en encontrarla. Una hora, tal vez dos. No más que eso. Así que tenía que abandonar la ciudad lo antes posible. Algo en su interior le pedía a gritos que no regresara al albergue. Pero se mordió los dedos para superar el pánico. No podía abandonar a Hiltrud.

Marie espió, asomándose por entre los arbustos, y se quedó escuchando el silbido que se alejaba. El asesinato de Jodokus no parecía pesar lo más mínimo en la conciencia de Utz. Por un instante, Marie pensó en correr a la ciudad y denunciarlo por asesinato. Pero la palabra de una mujer, y para colmo prostituta, tenía menos peso ante un tribunal terrenal que una pluma de edredón. Utz se le reiría en la cara y se pondría contento, ya que de esa manera ella le habría ahorrado el trabajo de buscarla. Por eso aguardó hasta estar segura de que él ya habría llegado a la ciudad y entonces corrió al albergue lo más rápido que pudo, atravesando la niebla, que comenzaba a despejarse a medida que la luna subía.

La suerte la acompañó, ya que encontró el albergue enseguida.

La puerta de la casa aún seguía abierta, y Marie oyó el tronar de unos vozarrones provenientes del despacho de bebidas. Cuando los hombres allí dentro se quedaron un momento en silencio, se oyó el repiqueteo de dados dentro de un cubilete de cuero, seguido de un grito de júbilo y un insulto obsceno. Marie pasó de largo sin ser vista por la puerta entreabierta del despacho de bebidas y se deslizó hasta su habitación. Hiltrud estaba sentada sobre su lecho, y se quedó mirándola a la pálida luz de una vela casi consumida, preocupada y aliviada al mismo tiempo.

—Por fin apareces. Temí que te hubieses fugado con ese monje por el que ardes en deseos.

—No, el que ardió fue él —respondió Marie—. Pero bromas aparte. Tenemos que partir de inmediato. Nuestras vidas corren peligro.

Hiltrud la miró, atónita.

—¿Qué sucedió?

—Jodokus intentó chantajear a Ruppertus y Utz lo mató.

—¿El mismo Utz que te violó a ti? —Hiltrud leyó el pánico en el rostro de Marie.

Marie intentó esbozar una sonrisa tranquilizadora, pero no lo logró.

—Sí, el mismo. No tardará mucho en darse cuenta de que yo poseo lo que él quería quitarle a Jodokus, y entonces llegará nuestra hora.

Hiltrud encogió los hombros como si tuviese frío.

—Entonces marchémonos ya. Lo único que me apena es haber pagado por adelantado dos semanas por esta recámara y no haber podido dormir aquí ni siquiera una sola noche. Con todo lo que me esforcé para lograr que la habitación estuviera pasable. Aquí podríamos haber cosido nuestras carpas con toda tranquilidad.

Marie hizo un gesto de desdén.

—A mí no me da pena. Prefiero dormir una noche a cielo abierto que en este cuartucho maloliente.

—Te dije que eras una remilgada —se burló Hiltrud, pero recogió todas sus cosas al instante y repartió sus últimas compras entre el pañuelo de Marie y el suyo. Luego anudó el pañuelo para poder cargarlo y se lo puso al hombro. Antes de abrir la puerta, apagó la vela y se guardó el resto que quedaba.

—A fin de cuentas, pagamos por ella —le dijo a Marie, que pasó por su lado como un espectro, sin hacer ruido, y descendió las escaleras sigilosamente. Para alivio de ambas, pudieron salir de la casa sin ser vistas y, por segunda vez en el mismo año, partieron con destino incierto.