Capítulo XV

Mientras Wilmar y Michel se acercaban a la casa, Marie, Hiltrud y Kordula estaban en la cocina. Habían despedido hacía poco a sus últimos pretendientes y ahora estaban disfrutando de estar sentadas sin hacer nada, comiendo pan blanco que mojaban en tibio vino aromático. Se trataba de un bocado delicioso que antes no podían darse el lujo de comer. Mientras las dos amigas conversaban sobre las peculiaridades de algunos de sus fieles clientes, Marie estaba sentada en un rincón meditabunda, como de costumbre. En ese momento, llamaron a la puerta.

—¿Quién puede ser a estas horas? —Kordula se levantó de un salto, y estaba por dirigirse hacia la puerta cuando los dedos de Marie rodearon sus muñecas.

—Nuestro horario de trabajo ya se terminó. Quien quiera que venga a esta hora no ha de tener nada bueno en mente.

Marie no podía explicarle que vivía constantemente con miedo a que la reconocieran y temía que quien estuviera al otro lado de la puerta pudiese ser un asesino enviado por Ruppert.

Volvieron a golpear, esta vez más fuerte.

Hiltrud levantó la cabeza.

—Yo creo que tendríamos que ir a ver quién es. Tal vez sea Madeleine o alguna otra de nuestras amigas que esté en problemas.

Sin aguardar la reacción de Marie, se puso de pie, cogió el cuchillo jifero, que se adecuaba excelentemente para ser usado como arma, y se dirigió a la galería.

—¿Quién es? —preguntó alzando la voz lo suficiente como para que pudiera oírse afuera.

—Soy yo, Michel.

Hiltrud asomó la cabeza hacia la cocina.

—Es tu capitán, Marie.

Marie torció el gesto e hizo una seña de desdén.

—Se ve que esta mañana no tuvo suficiente o que otra vez anda con ganas de alardear.

Kordula le dirigió una mirada recriminadora.

—No sé qué es lo que tienes contra ese muchacho. Yo estaría feliz de tener a un caballero tan atento y generoso.

—Por mí, te lo cedo.

Hiltrud dejó que las dos mujeres siguieran intercambiando opiniones y descorrió el pasador con súbita decisión. Bajo la luz que provenía de la cocina pudo ver la clase de carga que traía Michel en brazos, y entonces dejó el cuchillo a un lado.

—¿A quién has traído a nuestra casa?

—Cierra la puerta y los postigos. Que nadie nos vea —le pidió Michel.

Hiltrud cerró la puerta detrás de él de inmediato aunque no comprendía nada, y luego señaló hacia la cocina.

—Marie está allí adentro.

Marie había oído su voz y se preparó para recibirlo con una sarta de insultos. Pero en ese momento vio a la muchacha, y entonces se tragó todo lo que pensaba decirle.

—¡Pero si es Hedwig! ¿Qué haces con ella?

Sonaba como si sospechara que Michel había raptado a la muchacha.

Michel no estaba con ánimo de responder con cortesía.

—Dime, ¿acaso vives en la Luna? Tu tío Mombert fue arrestado bajo sospecha de haber asesinado al hidalgo Philipp von Steinzell. También arrestaron a tu tía Frieda y a Hedwig, y esta noche iban a llevar a tu prima con un abad que viene persiguiéndola desde hace tiempo y que quiere convertirla en su amante. Pero Wilmar y yo le desbaratamos esos planes.

—¿Que mi tío fue arrestado? —Marie se mordió los dedos y comenzó a respirar de forma agitada. Después, en su cara se advirtió una mezcla de furia con una sonrisa maligna—. Tiene que haber sido obra de Ruppert. ¡Pero será la última bajeza que cometa!

Michel la miró sin comprender.

—¿El licenciado Ruppertus Splendidus? ¿El hombre que quería casarse contigo? ¿Y qué tiene que ver él con Hedwig? Wilmar está seguro de que quien está detrás de todo esto es el abad Hugo von Waldkron.

—¿Quién es Wilmar?

—El oficial artesano de tu tío. Fue él quien me alertó sobre el arresto de Mombert y la canallada planeada contra Hedwig. Llegará en cualquier momento. Pero ahora me gustaría depositar a tu prima en algún lugar. A la larga me está resultando un poco pesada.

—Ven, la llevaremos arriba, a mi habitación. Hiltrud, ¿nos ayudas?

Marie subió un tramo de la escalera mientras su amiga tomaba a la muchacha inconsciente de brazos de Michel y se la entregaba a Marie. Juntas fueron subiendo la escalera y la depositaron sobre el lecho de esta última. Michel iba detrás con el farol que Hiltrud le había puesto en la mano, pero tuvo que permanecer en el umbral, ya que el cuarto de arriba no ofrecía espacio suficiente.

La hija de Mombert estaba pálida como una estatua de cera, y lo único que delataba que aún seguía con vida era el lento pero constante subir y bajar de su pecho.

Michel la miró preocupado.

—Temo que el hombre de cuyas garras arrebatamos a Hedwig le haya suministrado algo para poder llevársela sin llamar la atención. Se nos desmayó en plena calle.

Hiltrud se inclinó sobre la muchacha y le olfateó la boca.

—Ha bebido jugo de amapola en abundantes cantidades. No despertará hasta mañana a la tarde, como mínimo.

—Espero que sobreviva.

Marie miró a su prima preocupada. El jugo de amapola se usaba mucho como somnífero. Pero quien tomaba demasiado, no volvía a despertar. Cada vez que se hallaba a una mujer muerta en la cama, se comentaba por lo bajo que se había procurado el descanso eterno por esos medios.

Hiltrud le tomó el pulso a Hedwig y meneó la cabeza.

—No creo que esté en peligro. Es una muchacha sana y fuerte.

Antes de que Marie pudiera responder, volvieron a golpear la puerta abajo.

—Ése debe de ser Wilmar —dijo Michel.

—Yo le abro.

Hiltrud salió de la habitación pasando junto a él y bajó.

Michel tomó a Marie del brazo.

—¿Puedes confiar en las otras dos mujeres? Nadie debe saber quién ha liberado a Hedwig ni dónde está escondida.

Marie se zafó de la mano de él, como si la hubiese quemado. Sin embargo, lo miró con simpatía.

—Hiltrud me salvó la vida y se convirtió en mi más fiel amiga, y Kordula tampoco nos delatará, menos aún tratándose de hombres que acosan a muchachas inocentes, quitándonos a nosotras, las prostitutas, la posibilidad de hacer ganancias.

—Entonces está bien.

Michel asomó la cabeza por la puerta y vio a Wilmar en la galería de pie junto a Hiltrud, que lo examinaba a la luz de una tea. El oficial artesano miró a Hiltrud, que le llevaba por lo menos una mano de altura, con tanto temor como si pensara que ella iba a comérselo crudo.

Michel le hizo una seña a ambos para que subieran.

—Traed a la tercera mujer también. Tenemos que pensar cómo continuar, pero no podemos arriesgarnos a que un transeúnte que pase por casualidad apoye la oreja en el postigo y escuche toda nuestra conversación.

Wilmar subió la escalera corriendo, como si estuviese escapándose de un toro enfurecido. Hiltrud y Kordula lo siguieron sonriendo. Les hizo gracia aquel muchacho, que se acurrucó en el rincón más apartado y encogió las piernas, abrazándoselas para no tocar a las mujeres que estaban junto a él. Pero el resto también tuvo que buscarse un lugar arrodillándose y tanteando con las manos y agachar la cabeza al sentarse. Marie colocó a Hedwig contra la pared, se sentó en su cama y miró desde allí arriba hacia a los demás. Michel aprovechó la oportunidad para reclinarse sobre las piernas de ella.

Cuando todos se quedaron mirándolo con gran expectación, Michel volvió a relatar lo que había sucedido y explicó por qué había llevado a Hedwig a casa de Marie.

—Es probable que a las autoridades aquí en Constanza no les guste lo que hemos hecho Wilmar y yo —concluyó—. Por eso, por favor, callad delante de todo el mundo y ocultad a la muchacha de las miradas indiscretas.

Kordula dio un chasquido con la lengua y meneó la cabeza enérgicamente.

—Eso no sirve. Si Marie esconde aquí a la chica, ya no podrá trabajar más.

Marie levantó la mano tranquilizándola.

—Sí que podré, ya encontraré el modo. Una vez que Hedwig haya vuelto a ponerse en pie, deberá permanecer escondida en el altillo hasta que yo haya terminado de atender a mis clientes.

Señaló hacia unas tablas que conformaban el techo de su habitación. Con sólo sacar dos de ellas, podía treparse a un escondite debajo del gablete subiéndose al arcón de Marie. Allí arriba había apenas algo más de espacio que en un ataúd, y la construcción no parecía ser precisamente muy firme, pero para una muchacha delgada como Hedwig en principio bastaba.

Wilmar protestó con vehemencia.

—¡No! No, no podemos hacer eso. Desde allí arriba, Hedwig escucharía absolutamente todo lo que sucede aquí, y entonces perdería la inocencia de su alma. Ella es una doncella virtuosa.

Marie lo fulminó con la mirada.

—¿Acaso preferirías que perdiese su inocencia a la fuerza y en las condiciones más repugnantes?

Michel le apoyó la mano sobre la rodilla y le sonrió tranquilizándola.

—Tienes que entender a Wilmar. Ama a Hedwig y quiere protegerla. A mí tampoco me agrada que tú sigas recibiendo pretendientes.

—Marie debe seguir haciéndolo. De lo contrario, dará que hablar a la gente —se apresuró a replicar Hiltrud, al advertir que Marie ya estaba por dejar escapar alguna palabra hiriente hacia su fiel admirador.

—La gente se preguntaría por qué ya no lleva a nadie más a su alcoba.

Marie respiró profundamente y volvió a tragarse sus palabras malintencionadas.

—Hiltrud tiene razón. Debemos seguir como hasta ahora.

Antes de que Michel pudiese objetar algo, Marie interrogó a Wilmar. Quería saber todos los detalles de lo sucedido antes y después del asesinato. El oficial artesano se reanimó un poco al explayarse sobre los sucesos de las últimas semanas. Cuando describió cómo habían encontrado al muerto, Marie apretó los labios. Consideraba que Philipp von Steinzell tenía bien merecido ese desgraciado final, aunque hubiese preferido que la parca hubiese ido a buscarlo a otro lugar.

Cuando Wilmar concluyó su relato, Marie sacudió la cabeza.

—¿Por qué estás tan convencido de que fue el abad del convento de Waldkron quien tramó toda esta intriga?

—Porque de esa manera podía apoderarse de Hedwig.

—Pero para eso podría haber dispuesto que la acecharan camino de la misa del domingo —repuso Marie—. ¿Para qué habría de cargar sobre su conciencia con una muerte además de con el rapto? ¿O tienes algún otro motivo para pensar que el abad y el hidalgo eran enemigos acérrimos por otras razones?

Wilmar negó con la cabeza desconcertado.

Marie se sostenía la cabeza con las manos y permitía que Michel, perdido en sus pensamientos, jugara con sus trenzas y la contemplara lleno de expectativa. Pero después de la última derrota, ella no estaba dispuesta a hablar sobre aquello que sospechaba. Durante su estancia en el castillo de Arnstein se había enterado de la situación en la tierra natal del hidalgo asesinado. Tenía la certeza de que Konrad von Keilburg no había abandonado sus planes de birlarle a la familia los castillos y haciendas que poseía.

La muerte del hidalgo ponía a Keilburg un paso más cerca del patrimonio de Steinzell, y el arresto de Mombert no sólo le era útil al abad Hugo, que había intentado apoderarse de Hedwig, sino también a Ruppert, que de esa manera podía quitarse de en medio a un rival muy obstinado en los tribunales, ya fuera por venganza o porque Mombert sabía algo que podía llegar a ser peligroso para Ruppert si salía a la luz en algún momento inoportuno. Marie sabía que tanto Konrad von Keilburg como el abad de Waldkron eran huéspedes de su antiguo prometido. Ruppert no tenía inconvenientes en mandar a asesinar a nadie, y Marie estaba completamente convencida de conocer al autor del crimen. «Quizás esta vez Utz haya cometido un crimen de más», pensó.

Le sonrió a Wilmar, que había vuelto a replegarse sobre sí mismo, animándolo.

—¿Tú estás convencido de que el tal Melcher dejó entrar en la casa a U…, quiero decir, al asesino?

—¡Sí! Estoy seguro. Sólo él puede haberle dado el cuchillo del maestro. Si no, ¿cómo podía saber un extraño dónde estaba?

—Entonces tenemos que encontrar a Melcher antes de que lo envíen al infierno por ser un testigo indeseable.

Posó su mano sobre el hombro de Michel y lo miró, suplicante.

El capitán le devolvió una mirada afligidísima.

—Tengo órdenes de permanecer en Constanza, no puedo salir de aquí.

—Pero yo sí podría ir a buscarlo —exclamó Wilmar—. Si tomo el primer carguero que salga mañana hacia Lindau, Melcher sólo tendrá un día de ventaja. Creo que puedo llegar a alcanzarlo. Es sólo que… —se interrumpió de pronto, contemplando a los demás avergonzado—. Es sólo que no tengo el dinero para hacerlo.

—Eso es lo de menos —Michel se desató la bolsa de monedas del cinturón y se la arrojó a Wilmar—. Con esto debería alcanzarte. El muchacho tampoco escapará hasta Bohemia o hasta Hungría.

—Yo también podría aportar unas monedas —se ofreció Marie.

Michel le acarició la rodilla.

—Es muy gentil de tu parte. Enviaré con Wilmar a dos de mis hombres de mi más entera confianza para que lo ayuden a atrapar a Melcher. No creo que quiera regresar por propia voluntad.

Marie miró a Michel con gesto sombrío.

—No me resulta suficiente. Necesitamos aliados de alto rango contra nuestros enemigos. Si al menos Arnstein estuviese aquí en Constanza…

Michel alzó la cabeza.

—¿Te refieres al caballero Dietmar von Arnstein? Llegó anteayer.

Marie se pasó la lengua por los labios.

—¿Sabes dónde se aloja?

—Claro. El caballero es el tema de conversación principal de mis hombres. Se ríen de que haya traído a su esposa con él. Según ellos, hay tantas cortesanas en Constanza que un hombre podría tomar cada día a una distinta durante tres años y, aún así, al cabo de ese lapso seguiría sin haber poseído a todas.

Marie meneó la cabeza de mala gana, rozando las orejas de Michel con sus trenzas.

—¡Qué tonterías! Dietmar von Arnstein sabe muy bien qué clase de mujer tiene al lado, y me alegro de que la señora Mechthild lo haya acompañado. Eso facilitará las cosas.

Marie tenía la certeza de que la señora del castillo de Arnstein no dejaría que Ruppert se saliera con la suya, y se propuso ir a ver a la dama a la mañana siguiente.