Capítulo VII

En el tiempo que siguió a aquel encuentro, Marie parecía estar muy lejos de sí misma, y a menudo sus amigas tenían que preguntarle las cosas tres veces antes de recibir una respuesta. Sin embargo, para sus clientes estaba más afable que de costumbre, y no podía quejarse, ya que sus pretendientes seguían muy interesados en ella, lo cual, tal como esperaban, también favorecía a sus amigas. En realidad, todo transcurría normalmente, pero Hiltrud se dio cuenta de que Marie no se dejaba tentar para ir a la ciudad ni siquiera ante la perspectiva de comer salchichas asadas. Se preguntó qué habría sucedido, ya que a Marie siempre le había encantado pasear por el mercado, y solía gastar mucho dinero en manjares sabrosos. Pero conocía bien esa expresión de furia contenida en los ojos de Marie, y evitó interrogarla. Sólo le cabía esperar que su amiga mejorara sola su estado de ánimo. Pero ni siquiera la visita de otras prostitutas parecía distraer a Marie de sus secretas preocupaciones.

La que pasaba más a menudo a conversar un rato e intercambiar los últimos chismes era Madeleine. Nina y Helma también aparecían con frecuencia, casi siempre para quejarse de su rufián. Si bien ganaban mucho dinero en el burdel en el que estaban alojadas, el rufián se quedaba con la mayor parte para cubrir los gastos de alquiler y comida. Ahora se lamentaban de no haberse mudado a la casita con Kordula, Hiltrud y Marie. Si bien tenían que pagar un alquiler altísimo, seguía resultando mucho más barato que su rufián, que se ponía cada vez más sinvergüenza, y que para colmo de sus exigencias les descontaba tres chelines por cada pretendiente que rechazaban.

Marie hubiese considerado una exageración buena parte de lo que sus antiguas compañeras de viaje le contaban de no ser porque Madeleine confirmó que todo era cierto. La francesa era la concubina oficial de un noble señor y se alojaba en una habitación que éste le había alquilado en una residencia burguesa de Constanza. Sin embargo, no tenía intenciones de serle fiel a su benefactor, sino que mejoraba sus ingresos trabajando por horas en un burdel en el que compartía una habitación con otras dos mujeres que también tenían amantes fijos.

A Marie no le agradaba esa doble vida que podía llegar a terminar mal según cuál fuese el temperamento del benefactor corneado en cuestión. Pero Madeleine se rió de sus reservas.

—Bah, ¿qué quieres que haga, que me quede todo el día sentada esperando a que se digne a venir? No pienso rebajarme así. Además, a Monseñor no le agrada hacerlo todos los días.

Mientras decía eso último, frunció los labios en un beso y les hizo un guiño cómplice al resto de las prostitutas.

Madeleine notó la expresión de Marie, le dijo que era una melindrosa y se explayó largamente sobre sus experiencias con otros nobles señores a quienes había prestado sus servicios como dama solícita. Su actual pretendiente parecía mantenerla no tanto por su disposición a complacerlo de todas las maneras posibles sino más bien porque podían hablar en su lengua. Y sin duda era muy generoso, ya que se encargaba de que Madeleine se vistiese con géneros que sólo podían darse el lujo de adquirir las burguesas ricas y las damas de la nobleza, y tampoco era mezquino a la hora de comprarle joyas.

Nina admiraba a Madeleine y no ocultaba su envidia.

—A mí también me encantaría ser la amante de algún noble señor de la Toscana, mi tierra natal —reconoció.

Helma se rascó la cabeza.

—¿No dijiste que habías nacido en Nápoles?

—Para mis pretendientes, vengo de la Toscana. Las cortesanas de allí pueden cobrar más que las de otros lugares.

Al decirlo, Nina soltó una risita, como si se tratara de un buen chiste.

—En realidad, es muy fácil engañar a los hombres; lo difícil es conservarlos —intervino Kordula suspirando—. Yo me conformaría con tener entre mis pretendientes algún señor que quisiera retenerme por una noche entera. No sería tan agotador, y además podría albergar la esperanza de que me hiciese algún regalo de vez en cuando.

Helma asintió con vehemencia…

—Sí, a mí también me gustaría. Pero tenemos que estar contentas de que aún sigamos contando con suficientes clientes. Muchos de los nobles, sobre todo los eclesiásticos, han dejado de frecuentarnos a nosotras para revolcarse con las hijas de los burgueses.

—¡Justo ellos, los monjes y los curas, que se llenan la boca hablando de la lujuria y los pecados de la carne, persiguen a las inocentes!

La voz de Madeleine sonaba muy enojada, y las otras dos prostitutas, que hasta el momento habían permanecido en un segundo plano, también sacaron a relucir su enojo.

—No son sólo las muchachas burguesas las que mantienen a los hombres alejados de nosotras —explicó la mayor de ellas—. Muchas de las criadas de Constanza prefieren pasar el día acostadas con toros en celo antes que cumplir con sus quehaceres. Se abren de piernas por dos o tres monedas y de ese modo nos arruinan los precios.

—¿Y qué harás para evitarlo? Los hombres ya no sueltan el dinero tan alegremente como en las primeras semanas —Hiltrud encogió los hombros con desprecio, aunque no logró ocultar del todo su preocupación—. Pero tienes razón. Últimamente, las mujeres supuestamente honorables están fornicando más que una rabiza. Si esto sigue así, antes de que termine el concilio, Constanza se habrá transformado en un único gran burdel, y nosotras, que dependemos de nuestros ingresos, moriremos de hambre porque las mujeres y las criadas de la ciudad nos quitan los pretendientes.

La prostituta más joven asintió con vehemencia.

—Yo también me pregunto qué sucederá cuando termine el concilio. Si todas las criadas que ahora están vendiéndose llegan a ser expulsadas de la ciudad y se ven obligadas a llevar una vida errante y a ofrecerse en los mercados, terminará por haber más prostitutas que clientes.

Kordula se puso de pie y escupió en el fuego furiosa.

—Que el diablo se lleve a todas esas mujeres honorables, que siempre se nos ponen en contra y al final no ven la hora de que algún hombre las visite debajo de la falda. Bien, queridas, es hora de volver al trabajo.

Cuando las mujeres se fueron y Kordula comenzó a recibir a sus primeros pretendientes, Marie se quedó pensativa en el umbral de la puerta, para deleite de algunos mirones. A veces podían a llegar a ser muy molestas las visitas tan frecuentes de otras prostitutas, pero por otro lado, a través de ellas se enteraba de lo que estaba sucediendo en la ciudad.

En los burdeles no tenían la posibilidad de conversar sin ser espiadas, y tampoco había otro lugar en el que pudiesen estar tranquilas. En el nido de Marie, como llamaban a su casita, podían intercambiar sus experiencias con rufianes codiciosos y mercaderes usureros y discutir acerca de las medidas que podían tomar para defenderse. En esas ocasiones, Marie solía recordar aquella frase de Hiltrud según la cual las prostitutas eran débiles, pero no indefensas. Ahora, más de un rufián se sorprendía cuando alguna de sus chicas se marchaba a otro burdel sin decir nada, y algún mercader había tenido que contemplar cómo sus antiguas clientas terminaban haciendo negocios con el peor de sus competidores.

A pesar de que Marie no había buscado pasar a primer plano, el hecho de conocer la ciudad y sus habitantes la había convertido en una consejera muy solicitada. Fue haciéndose tan popular que llegaron a sitiarla, literalmente, por lo que en más de una oportunidad se había visto obligada a rechazar clientes. Sin embargo, las pérdidas que esto le ocasionaba eran limitadas, ya que las prostitutas le obsequiaban con pequeñas sumas de dinero en señal de agradecimiento, por lo que Hiltrud comenzó a bromear con que muy pronto Marie recibiría más dinero de otras mujeres que de sus pretendientes.

Marie se reía de sus palabras, pero volvía a quedarse pensativa de inmediato. Como se interesaba por todo lo que estuviese relacionado con el maestro Ruppertus y sus relaciones, se había enterado de que aquel abad obeso que le había causado una desagradable impresión cuando embarcaron hacia Constanza estaba acosando a una muchacha burguesa que se le parecía mucho. Poco a poco fue atando cabos y se dio cuenta de que seguramente se trataba de su prima Hedwig. Además, parecía ser que a esta muchacha también la perseguía otro pretendiente indeseable, el hidalgo Philipp von Steinzell, de quien también ella guardaba un mal recuerdo.

Marie se preguntó en más de una ocasión si no debía ir en busca de su tío para pedirle que llevara a su prima lejos de Constanza, ya que a la larga no podría seguir protegiéndola. Pero luego se dijo que, de hacerlo, no lograría más que ponerse en peligro sin necesidad. Enseguida se sabría que ella seguía con vida, y Ruppert sería uno de los primeros en enterarse, ya que parecía haber tendido sus hilos por toda la ciudad. En ese caso, estaba segura de que o él o Utz la reconocerían como la prostituta a quien Jodokus había entregado sus documentos, y entonces su destino quedaría sellado.

Cada vez que llegaba a esa conclusión, Marie se reprochaba su cobardía y su indecisión, ya que hasta el momento no había dado un solo paso en contra de su enemigo. Estando de viaje, muy lejos de su ciudad natal, había urdido planes y más planes, pero aquí en Constanza ninguno le parecía factible. De modo que continuó trabajando, con la esperanza de que el destino pusiera en sus manos el hilo que le permitiera trenzar la soga que ahorcaría a quien una vez había sido su prometido.

Al tercer día de su encuentro con Michel, en la casa de Ziegelgraben casi no había movimiento. Kordula seguía durmiendo, mientras que Hiltrud limpiaba su habitación, que al mismo tiempo les servía de cocina. Marie acababa de terminar de conversar con dos prostitutas jóvenes e inexpertas que habían acudido a ella con problemas femeninos, y ahora se había sentado a observar a los transeúntes en el umbral de la puerta abierta malhumorada. No había nadie entre ellos con quien valiese la pena entablar una conversación. De pronto, se quedó paralizada, ya que vio doblar por la esquina a un hombre emperifollado con casco y armadura, como si fuera a un desfile. Marie no necesitó fijarse en el león palatino en su pecho para saber que se trataba de Michel. Él la vio casi en ese mismo momento y comenzó a hacerle señas desde lejos. Cuando se detuvo ante ella, respiraba algo agitado, como si hubiese atravesado la ciudad corriendo.

—Hola, Marie. Me alegro de volver a verte. Necesito un revolcón en la cama. Tu precio eran ocho chelines, ¿no? Aquí tienes. Ah, y te daré dos más, a ver si esta vez me atiendes mejor.

Sonaba tan contento y animado que Marie hubiese querido golpearlo. Cruzó los brazos delante del pecho y llevó el mentón hacia adelante.

—Te esfuerzas en vano. No dejo que cualquiera se meta en mis sábanas.

Hiltrud asomó la cabeza fuera de su habitación.

—Marie, ¿qué pasa contigo? El señor es un capitán de la guardia, y es muy necio perder el favor de gente así.

—Ya la oíste, niña —dijo Michel riendo—. Tampoco te perjudicaré a ti, ya que pago con buen dinero. A mis chelines nadie les ha pellizcado los bordes.

Había varias monedas en circulación a las que ciertos codiciosos habían cortado los bordes, reduciendo así parte de su valor. Las prostitutas tenían que prestar especial atención a ello, ya que muchos pretendientes querían pagarles con dinero de menor valor. A ella misma le habían colado ya chelines que, según cálculos de un mercader, equivalían a lo sumo a diez centavos. De todas formas, le parecía de mal gusto que Michel se ufanara de su honestidad, dándole a entender al mismo tiempo que ella no era más que una mujerzuela que podía comprarse. ¡Y encima esperaba que le estuviese agradecida porque se había dignado a estar con ella! Hubiese querido destrozarle la cara a arañazos y echarlo con burlas e ironías. Pero tenía que tener consideración por Kordula y por Hiltrud. Si hacía enfadar demasiado a Michel, corría el riesgo de que él les enviara sus soldados a la casa. Y nadie las ayudaría si ellos llegaban a portarse como salvajes.

—Está bien. Vamos arriba —le ordenó en un tono nada amistoso, y comenzó a subir la escalera delante de él.

Michel la seguía tan de cerca que ella sentía que su pecho le rozaba el trasero. Una vez arriba, se tomó todo el tiempo del mundo para desvestirse, y con una provocativa sonrisa fue dejando sus cosas lejos del alcance de Marie. Ella se había acostado en la cama, desnuda y con las piernas abiertas, y fingiendo no interesarse lo más mínimo por lo que él estuviese haciendo.

Michel se inclinó sobre ella y quiso forzarla a que lo mirara, pero ella le giró la cara con una expresión tan indiferente que él se enojó consigo mismo por haber regresado a verla. Tendría que haberlo sabido, ya que ella le había demostrado claramente su aversión desde la primera vez. Ese día se había ido con el firme propósito de no verla nunca más. Pero las visitas que hizo luego a la casa de Mombert Flühi habían echado por tierra todos sus propósitos.

Había almorzado varias veces en casa del tonelero y flirteado con Hedwig, con la esperanza de que la muchachita le hiciese olvidar a Marie. Pero sucedió todo lo contrario: cada movimiento, cada gesto y cada palabra de ella le habían demostrado cuánto más bella, inteligente y apetecible era su prima. Esa mañana no había aguantado más y se había encaminado hacia Ziegelgraben. Se había engalanado especialmente para impresionarla. Mira en qué me he convertido, parecía querer decirle: ni siquiera un caballero es más que yo. Pero era evidente que a ella eso no le había caído bien.

Michel paseó sus ojos admirados por el cuerpo impecable de ella y suspiró preocupado. De alguna manera tenía que lograr que Marie se reconciliara con él. Si al menos lograse arrancarle un gemido de placer, habría ganado bastante. Pero desechó esa idea de inmediato. El amor carnal era su negocio, y en ese terreno podía actuar cuanto quisiera. No, tenía que hallar otra manera de ganársela. Se quedó con la mirada fija en el techo del altillo, angosto pero cálidamente amoblado, y de pronto se le ocurrió una idea.

—Marie, ¿qué te parece si te convierto en mi concubina y te alquilo una gran habitación en la que podamos vivir los dos? De ese modo, podrías liberarte de esos roñosos que te ensucian la puerta de entrada con el barro de sus botas.

—Dudo que tengas dinero suficiente como para poder mantenerme. Soy una prostituta muy cara.

Quiso sonar burlona, pero había demasiada furia en su voz como para que así fuera. Supuso que él pretendía vengarse de su rechazo y humillarla, comprándola entera y obligándola a que fuera sólo para él.

—No soy pobre —le aseguró él con ingenuo orgullo.

—Tendrías que gastar el doble de lo que yo gano al día, y además hacerte cargo de mis vestidos y mi ajuar. Ni siquiera un caballero con cien campesinos siervos de la gleba podría darse ese lujo.

Michel se acostó junto a ella y le apoyó la mano derecha suavemente sobre el vientre.

—Pareces no tener idea del sueldo que recibe un capitán de la guardia. Hasta ahora he vivido siempre de forma muy austera, por lo cual ya he amasado una pequeña fortuna.

—Como se puede apreciar por tu armadura lujosa y tu vestimenta —se burló ella.

—Entonces te gustó.

Michel sonrió contento, lo cual la hizo rabiar aún más.

Marie intentó conservar su sangre fría. La idea de tener que estar al servicio de un solo hombre era atractiva, a pesar de que por lo general ese servicio no sólo incluía la cama, sino también las tareas domésticas. Pero, más allá de que no era útil para sus planes entregarse a los brazos de un solo hombre, no le daría al pesado hijo del tabernero la ocasión de pavonearse a diario, enfrentándola con su ascenso social y con la deshonra de ella.

«Tú serías el último hombre sobre la Tierra al que me entregara», habría querido gritarle en la cara, para luego mandarlo al diablo. Pero no podía tenerlo como enemigo. De modo que lo miró con la cabeza inclinada y arqueó una ceja.

—¿Qué significa gustar? Cualquier pavo se ve imponente en su traje emplumado. Pero nunca se sabe si sirve para asado o puchero hasta que no se termina de pelarlo.

Michel soltó una carcajada.

—¿Dónde está la tímida muchacha llamada Marie Schärerin que una vez conocí? Tu lengua se ha vuelto tan afilada como una espada.

—No por mi culpa.

Esas pocas palabras le revelaron a Michel mucho de lo que sucedía en el interior de Marie, y entonces supo que debería tener mucha paciencia para convencerla. En algún momento ella tendría que entender que él no era un cliente más, sino que quería ser su amigo y confidente. Pero ¿cómo?, se preguntaba, ¿cómo haría para demostrarle que no veía en ella un trozo de carne femenina que se pagaba, se usaba y volvía a olvidarse, sino una mujer digna de tratar con todo respeto y adoración?