Capítulo III

Marie esperaba encontrarse con una habitación pequeña, como para albergar dos sacos de paja. Sin embargo, Guda las guió hasta una pieza limpia y espaciosa, más grande que el cuarto que usaba su padre en su casa para recibir a los huéspedes. Enfrente había una cama amplia en la que podían dormir dos personas con toda comodidad, y al lado, un baúl macizo en el que podían caber varias veces todas las pertenencias de Marie y de Hiltrud, incluyendo las dos tiendas. El suelo estaba recubierto de alfombras hechas de retazos de tela que parecían pensados para mantener los pies tibios en el invierno. Pero lo más extraño de todo era la estufa de cerámica, adornada con mucho arte y rodeada por un banco cubierto con alfombras de lana de oveja. A eso se sumaba una mesa hecha de una sola pieza en madera de haya maciza y tres sillas del mismo material. Pero el valor de los muebles era superado por el de las dos ventanas angostas, cuyos engarces sostenían unos cristales de un resplandor amarillento que durante el día inundaban el ambiente de una luz suave. El marco de madera, tal como Hiltrud comprobó de inmediato, se abría sin ningún problema, ofreciendo una vista hacia el patio del castillo y también hacia las tierras más allá de las murallas.

—Esto sí que es noble —dijo visiblemente impresionada—. Jamás viví de forma tan señorial. Ojalá podamos pasar el invierno aquí.

—¿Qué nos lo impediría?

—Ese estúpido desafío. Mientras el señor Dietmar siga en lucha con los Keilburg, no creo que vaya a requerir tus abrazos.

Marie compartía ese temor. Si el señor Dietmar llegaba a la conclusión de que no las necesitaba, volvería a ponerlas sin más de patitas en la calle. En otras circunstancias, Marie no se habría preocupado por eso. Mientras el otoño siguiera siendo medianamente tibio se las arreglarían. Pero su partida del castillo implicaría perder la primera oportunidad después de casi cuatro años de recabar información sobre su antiguo prometido y sus planes.

Durante las siguientes dos horas, los nervios de Marie le hicieron creer que volverían a echarlas del castillo de inmediato. Y el panorama que se apreciaba desde la ventana era todo menos tranquilizador, ya que por todas partes se veía a la gente de Dietmar y a los escuderos de sus aliados. Marie intentó contar cuántos soldados había, pero apenas si lograba distinguir a los hombres entre sí debido a sus uniformes de guerra, y finalmente se dio por vencida al darse cuenta de que había contado a algunos dos veces. Sin embargo, estaba segura de que el castillo albergaba en sus muros a más de cien hombres armados. Finalmente, Hiltrud perdió la paciencia.

—Siéntate de una buena vez. Verte caminar así de aquí para allá me está volviendo loca.

Marie se sentó en una de las sillas y se abrazó a una de sus rodillas, como si necesitara aferrarse a algo. Y tal vez lo necesitara de verdad, ya que se sobresaltaba con cada ruido, miraba hacia la puerta y luego volvía a clavar la vista en la ventana, a pesar de que desde el lugar donde estaba sentada no podía verse más que el cielo.

Finalmente, Hiltrud se paró delante de ella con los brazos en jarras.

—¿Por qué demonios estás tan nerviosa? Te comportas como una gallina a la que le hubieran robado los huevos que estaba empollando.

Marie se encogió de hombros y abrazó su propio cuerpo, como si estuviese muriéndose de frío.

—Se trata del conde de Keilburg. Necesito saber más de él como sea.

—¿Y tú qué tienes que ver con ese hombre?

—Con él no, pero sí con su hermanastro. Y mucho.

Hiltrud se quedó mirándola un momento sin entender y luego arqueó las cejas, atónita.

—¡No me digas que ese Ruppertus Splendidus del que habló Giso es tu antiguo prometido!

Marie apretó los puños.

—Estoy segura de ello. ¿Entiendes ahora por qué sería fatal que tuviéramos que volver a marcharnos ya?

—¿Acaso no puedes pensar en alguna otra cosa que no sea en tu venganza?

La voz de Hiltrud sonaba casi divertida. Había intentado demasiadas veces hacerle entender a Marie que una prostituta errante, despreciada por todos, poco podía hacer contra un caballero tan poderoso, pero tenía la sensación de que era como hablarle a una pared.

Durante los últimos años, Marie había tenido que escuchar los reparos de Hiltrud tantas veces que ya casi podía recitarlos, por eso levantó la mano, frenándola.

—Ya sé lo que vas a decirme. Pero esta vez, guárdatelo. Necesito pensar.

—Pero no te rompas la cabeza. La tienes demasiado dura como para coserla.

Marie ya no la escuchaba. Sus ideas giraban alrededor de los manejos de Ruppert y de cómo haría para transformar a la señora Mechthild y a su esposo en aliados para luchar contra él.

Por fin, Hiltrud no aguantó más aquel silencio tenso. Se levantó de un salto y se dirigió hacia la puerta.

—Iré a ver si pueden darnos algo para comer. Después de todo, ayer no nos dieron más que aire tibio y agua, y esta mañana tampoco hubo más que eso.

Justo cuando iba a asomarse al pasillo le salieron al encuentro dos criadas con una bandeja cada una. Una de ellas despedía un aroma a pan caliente y a otras delicias que se apreciaba a la distancia, y en la otra había una jarra de cerámica y dos vasos.

—Muy atentamente, de parte de la señora —exclamó alegremente la más bajita—. La señora Mechthild lamenta haberos hecho esperar tanto, pero primero tuvo que ocuparse de su esposo y de sus nobles invitados.

A Hiltrud se le hizo la boca agua al ver las gruesas rodajas de jamón ahumado, las salchichas gordas y el gran pedazo de queso que había en la bandeja junto a media hogaza de pan, y cuando una de las criadas llenó los dos vasos, abrió los ojos de par en par incrédula:

—¡Esto parece vino!

La criada más vieja asintió orgullosa.

—Es vino de los viñedos que la señora Mechthild aportó al matrimonio como dote.

Marie recordó los viñedos de su padre cerca de Meersburg y sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Se tragó las lágrimas y, al mismo tiempo, se estremeció de odio. Sus manos se transformaron en garras que rodeaban un cuello invisible. ¡Cuánto le habían quitado Ruppert y sus secuaces! Le costó mucho esfuerzo lograr responder el saludo de despedida de las criadas y, a pesar del apetito voraz que sentía, tardó algunos minutos en poder llevarse a los labios el primer bocado.

Hiltrud no prestó atención a sus preocupaciones, sino que se puso a comer con la felicidad de un niño al que le acababan de servir su plato favorito, y casi tuvo que obligarse a dejar algo de jamón para Marie.

—Nunca en mi vida había comido tan bien. Si esto continúa así durante todo el invierno, para cuando llegue la primavera estaré tan gorda como Berta.

Como no recibía respuesta, le dio una patadita a Marie.

—¿O acaso no te gusta esta comida?

Marie suspiró profundamente, y una sonrisa soñadora le suavizó los gestos.

—Creo que nos permitirán quedarnos. A menos que con estos bocados deliciosos la señora Mechthild quiera endulzarnos la despedida.

—Si fuera así, con una olla de guiso de la cocina de los criados habría sido más que suficiente. No, estoy segura de que nos dejarán aquí. Si eres lo suficientemente astuta como para no agotar la paciencia de los señores con tu historia, pasaremos el mejor invierno de nuestras vidas.

Marie podría haberle enumerado a Hiltrud todos los inviernos hermosos que había pasado en su infancia y en su juventud, pero no quiso arruinarle el buen humor a su amiga. Estaba demasiado intrigada por saber qué sucedería de allí en adelante, y cada vez que oía resonar pasos fuera miraba inquieta la puerta. Nadie parecía interesarse por ellas. Al cabo de un rato, las criadas volvieron a entrar y levantaron la mesa. Como la jarra de vino estaba ya casi vacía, trajeron otra.

Hiltrud preguntó a las criadas dónde estaba el excusado y ellas le respondieron que se hallaba a la vuelta de la habitación. Salió para hacer sus necesidades y regresó poco después.

—Por mí, esto puede seguir así hasta la primavera.

Marie se encogió de hombros.

—Tengo que recordarte que no estamos aquí sólo para comer y beber vino.

—No creo que el señor Dietmar te mande llamar hoy. Me pareció que estaba demasiado irritado como para poder pensar en los placeres carnales.

—Estaré preparada de todas formas.

—Por mí… Iré al establo a ver cómo están mis cabras. Ya es hora de ordeñarlas. ¿Crees que podrán darle alguna utilidad a la leche de cabra aquí en el castillo?

—No lo sé. Si no es así, puedes usarla para hacer queso.

—Pero de todos modos no se conservaría hasta la primavera. Preguntaré a las criadas si a la señora le gusta la leche de cabra. Dicen que es muy sana para las embarazadas.

Marie se quedó mirando a Hiltrud hasta que esta hubo cerrado la puerta detrás de sí, y entonces exhaló un suspiro. A pesar de que quería con toda el alma a su compañera, le molestaba que expresara su entusiasmo con tanta vehemencia. Se sirvió un poco más de vino, le agregó tres partes de agua para aligerarlo y lo bebió en pequeños sorbos. Bajo ningún concepto quería embriagarse, ya que quería causarles la mejor de las impresiones al señor Dietmar y a la señora Mechthild.

Cuando poco después volvió a abrirse la puerta, supuso en un primer momento que Hiltrud había regresado. Pero eran las dos criadas que venían con un cubo de agua. La más joven, una muchacha vivaz que apenas le llegaba hasta el mentón, volvió a salir y regresó al rato con una sábana y un pan de jabón.

—La señora ha ordenado que te asees.

Marie iba a esperar a que las criadas se retiraran. Pero ellas se quedaron de pie allí mismo, insistiéndole con la mirada. Marie se encogió de hombros y se quitó el vestido. ¿Qué importaba si las criadas la veían desnuda? En su antiguo hogar estaba acostumbrada a ello. Pero durante los últimos años siempre había tratado de lavarse a primera hora de la mañana, cuando nadie la veía, y delante de sus pretendientes sólo se desnudaba si le pagaban extra por ello.

Las criadas no se perdieron un solo movimiento de Marie, como si tuvieran que controlar que se aseara bien.

La más joven sonrió extasiada.

—Eres bella como un ángel. Ven, te ayudaré a lavarte el cabello.

Cuando estaba desarmando la trenza de Marie, descubrió las pequeñas cicatrices blancas en su espalda y exhaló aire, asustada.

—Vaya tunda te han dado.

En su voz se advertía un rechazo tan grande como si hubiesen manchado a una santa.

Marie soltó una carcajada cristalina, pero muy pronto volvió a ponerse seria.

—Me ataron a la picota y me azotaron. De no haber sido por un boticario de buen corazón, que me trató con unos ungüentos y unas tinturas, hoy mi espalda se parecería a la corteza de un pino silvestre.

—Debes de estarle muy agradecida por ello a ese señor tan amable.

—Oh, claro que lo estoy.

Marie sonrió para sus adentros. Cada vez que volvía a la feria de Merzlingen se llevaba al boticario a su tienda. Él lo disfrutaba, aunque siguió conservando su inclinación especial hacia Hiltrud. Pero ahora tenía que concentrarse en el presente, de modo que ahuyentó ese recuerdo justo en el momento en que Guda entraba en la habitación. El ama de llaves frunció la nariz al ver a las dos criadas de pie sin hacer nada.

—¡Moveos, vagas! La señora ordenó llevar a la cortesana a la recámara del señor.

Las criadas envolvieron a Marie en la sábana que habían traído y la empujaron en dirección a la puerta. Pero Guda las detuvo y extrajo de su bolsillo una botellita diminuta. Cuando la abrió, toda la habitación se inundó de un intenso aroma a rosas. Guda le puso a Marie unas gotas detrás de las orejas y luego volvió a cerrar la botella con sumo cuidado.

—Es el perfume de la señora. Quiere que tengas el mismo aroma que ella cuando te lleve con el señor —le explicó el ama de llaves a Marie, mientras la conducía hacia la puerta.

Marie recordó los santos óleos y las especias que comerciaba su padre. A veces, él abría alguna de las botellas y la dejaba aspirar el aroma. Y solía decir que más adelante, cuando fuera mayor, le compraría los más ricos perfumes. Ahora sentía por primera vez el aroma del aceite de rosas sobre su piel, pero no sintió placer alguno, ya que era parte de su oficio. Tenía que satisfacer las expectativas del señor Dietmar. ¿O eran más bien las expectativas de la señora? Esa idea la divertía.

La recámara del señor se encontraba en el otro extremo del corredor. Cuando condujeron a Marie hacia allí, Dietmar von Arnstein y su esposa estaban en el centro de la habitación, decorada con un mobiliario similar al de la habitación que les habían asignado a ella y a Hiltrud y apenas un poco más grande que la suya. La única diferencia era que las alfombras allí eran un poco más trabajadas, y junto a las paredes había varios baúles grandes, pintados, que probablemente albergaran la ropa de los esposos. En un rincón se apilaban los objetos que la señora Mechthild había comprado en la feria. Al parecer, la señora aún no había hallado el momento para decidir qué hacer con todas esas cosas. A Marie no la sorprendía, ya que Mechthild von Arnstein parecía estar constantemente ocupada complaciendo y calmando a su malhumorado esposo.

El señor Dietmar dio la espalda a Marie y a Guda y le espetó a su mujer:

—¡Maldición, Mechthild! ¡No necesito una prostituta!

Su esposa le acarició el rostro y le sonrió con suavidad.

—Sí que la necesitas. Ahora más que nunca. Eres un hombre fuerte y no puedes aguantar mucho tiempo sin una mujer. Yo he estado de viaje durante dos semanas, y antes de irme tampoco pude satisfacerte como tú te mereces.

—Estaba absolutamente satisfecho contigo —protestó Dietmar— y no quiero ninguna otra mujer que no seas tú.

La señora Mechthild frotó su mejilla contra la barbilla rasurada de él.

—Lo sé, mi amor. Tengo el mejor esposo del mundo. Por eso te pido que al menos esta vez me permitas pensar en tu bien. Yo me sentiré mejor sabiendo que estás satisfecho y, por lo tanto, nuestro hijo también.

—¿Cómo puede alguien estar satisfecho teniendo un vecino como Keilburg frente a la puerta? —gruñó el caballero.

Su mujer se rió y giró la cabeza de modo que él pudiera contemplar a Marie.

—¿No es hermosa?

Lo dijo con un orgullo tal que su esposo no pudo más que reír.

—Es un juego peligroso, Mechthild. ¿Qué harás si me quedo con la hermosa prostituta y te envío de regreso con tu padre?

—Sé que jamás harías eso, ya que entonces me llevaría conmigo a tu hijo, que llevo bajo mi corazón.

El caballero tomó las manos de su mujer y las besó.

—Te amo, Mechthild, y no quiero lastimarte teniendo relaciones con otra mujer.

—Me lastimarás si no te acuestas con Marie. La escogí especialmente para ti.

La señora Mechthild se sonó la nariz, haciéndose la ofendida, al tiempo que le hacía un guiño cómplice a Marie.

El esposo de Mechthild cayó en su pequeña trampa, ya que por un momento se quedó como un perro con el rabo entre las piernas.

—Está bien, la tomaré. Pero sólo para que me dejes en paz. Además, tengo que volver a la sala, con mis amigos. Están esperándome.

—Oh, los señores ya están consolándose con un buen vino de nuestra bodega. Ya no creo que esta noche estén en condiciones de tener una conversación seria.

Mechthild se puso de puntillas, besó a su esposo en la punta de la nariz y avanzó hacia la puerta.

—Ahora os dejo solos. Regresaré dentro de un rato.

Dietmar von Arnstein asintió, y ya estaba por comenzar a desvestirse cuando se le ocurrió algo:

—Dime, mujer, ¿cómo es que estás tan segura de que darás a luz a un varón?

—He ofrendado una vela a la virgen de Santa Otilia para que nos regale un varón. El abad Adalwig me aseguró que me escucharía.

El caballero llevó la cabeza hacia atrás y se echó a reír.

—No me disgustaría tener un primogénito, pero al verte así, desearía que fuese una niña. Así se te aplacaría un poco el orgullo, mujer. Últimamente miras demasiado por encima del hombro.

La forma en que miró a su mujer mientras le decía eso le demostró a Marie cuánto la amaba.

Marie pensó, no sin cierta envidia, que tal vez jamás llegaría a conocer lo que era tener una unión tan estrecha con alguien como la que existía entre esos dos seres. Ante una señal de la señora Mechthild, dejó caer la sábana y se presentó ante el caballero tal como Dios la había traído al mundo. Entonces los ojos de Dietmar por fin empezaron a brillar. Pero, en lugar de tumbarla inmediatamente sobre la cama, siguió bromeando un rato con su mujer y le pidió que lo ayudara a quitarse la camisa. Mechthild le desprendió los broches con manos hábiles, lo besó y desapareció rápidamente de la habitación antes de que él pudiera retenerla por más tiempo.

El señor del castillo se volvió hacia Marie y señaló con el mentón hacia su lecho. Ella se extendió sobre la cama, preguntándose qué sería lo que él esperaba de ella. Las manos de él se paseaban por su cuerpo, examinándolo, y tuvo que luchar como tantas otras veces contra la sensación de ser sólo un objeto que cualquier hombre podía utilizar a cambio de unas monedas. Sabía que estaba siendo injusta con el caballero. Si bien él no decía nada, sus manos no la asían con la brutalidad y la lujuria de muchos de sus otros clientes.

Cuando se acostó sobre ella, se sostuvo con los codos para no apretarla con su peso contra las almohadas. El acto sexual no fue muy espectacular. Si bien Dietmar no era tan suave y tierno como el boticario Krautwurz, tampoco jugaba a ser un toro salvaje que sólo pensaba en su propio placer. Marie tampoco sintió nada esta vez, pero se alegró de que él no le provocara dolor, y simuló estar excitada en agradecimiento por su consideración.

Al cabo de un rato, Dietmar se volvió más enérgico por unos instantes para luego desplomarse sobre ella con un suspiro de alivio, casi en el mismo momento se abrió la puerta y la señora Mechthild se deslizó dentro de la habitación, como si supiese exactamente el tiempo que necesitaba su esposo.

—Lo ves, mi amor. Así está mejor —le dijo sonriendo.

Dietmar rodó a un lado de la cama y se quedó acostado boca abajo. Su rostro traslucía una sensación de culpa, lo cual provocó la sonrisa de su mujer.

—Dame un beso —le exigió Mechthild.

Él se lo dio y se sintió aliviado al ver que ella respondía con pasión a sus gestos cariñosos.

—En un par de meses podremos volver a gozar juntos el placer de compartir nuestro lecho de esposos. Hasta entonces, Marie tomará mi lugar —le explicó al recuperar el aliento—. Mientras tanto, seguiremos durmiendo y conversando juntos por las noches. Ahora que ya te has relajado y que la furia contenida hacia Keilburg ya no te domina, tendríamos que pensar qué podemos hacer. Enviarle una carta de desafío y emprender una guerra en su contra, tal como exige Hartmut von Treilenburg, no me parece el camino correcto.

Dietmar extendió las manos en un gesto de impotencia.

—Pero debemos hacer algo. Si no detenemos a ese conde rapaz, acabará devorándonos a todos.

—Por supuesto que hemos de hacer algo en su contra —lo apoyó su esposa con voz suave. Se deslizó bajo la manta y apartó a Marie fuera de la cama.

—Me has servido muy bien. Ahora puedes retirarte a tu habitación —le ordenó, y volvió dirigirse hacia su esposo.

Marie abandonó inmediatamente los aposentos, y ya fuera de ellos se dio cuenta de que se había olvidado la sábana. A pesar de que le daba vergüenza andar desnuda por el castillo, no se atrevió a regresar al dormitorio. Se tapó lo mejor que pudo los senos y el sexo con las manos, corrió por el pasillo a toda prisa y se deslizó jadeante dentro de la habitación con gran alivio de que nadie la hubiese visto.

No podía saber que, en realidad, sí la había visto alguien. Un hombre delgado, vestido con un raído hábito de monje, estaba escondido detrás de una puerta apenas entreabierta y espiaba como si estuviese encargado de vigilar quién iba y quién venía. Por eso había podido contemplar a Marie un instante en toda su hermosura y se había quedado observándola hasta que ella desapareció dentro de su habitación. Cuando se cerró la puerta detrás de ella, hizo un movimiento como si quisiera seguirla. Pero sus pies se quedaron atornillados al suelo y sus manos se agitaron en el aire en un gesto de rechazo, como si tuviese que llamarse al orden.

Se quedó espiando unos instantes en todas direcciones para asegurarse de que no hubiera moros en la costa. Luego avanzó por el pasillo de puntillas hasta llegar a los aposentos del señor del castillo, apoyó la oreja en la puerta de madera y se puso a escuchar sin perder de vista el corredor. Su rostro fue transformándose lentamente en una mueca de desilusión, como si no pudiese oír bien o estuviese escuchando algo que no le gustaba.