Capítulo VI

Durante los días siguientes, las manos hacendosas de las tres mujeres convirtieron la pequeña casa en un agradable hogar. Acabaron con la mugre, quemaron los sacos de paja viejos y pulieron los suelos de madera con jabón y piedra pómez hasta dejarlos brillantes.

Como en Constanza podía conseguirse todo lo necesario para el funcionamiento de una casa, pagaron un precio desorbitado para adquirir unos armazones de cama sencillos pero firmes sobre los cuales colocaron unos sacos de lienzo rellenos con paja de avena. Tres arcones cerrados, una mesa con tres bancos y vajilla y utensilios de cocina nuevos completaron el amueblado. Finalmente, adornaron las paredes con tejidos de lana y dispersaron por el suelo juncos frescos que habían mezclado previamente con hierbas y pétalos perfumados. Cuando terminaron, se miraron entre sí, satisfechas, y se felicitaron por su nuevo hogar.

Marie se dejó caer sobre la cama de Kordula.

—Hasta los más nobles señores se sentirán tan a gusto aquí que querrán volver siempre.

Kordula dejó caer los hombros.

—Y será necesario que lo hagan. Con la cantidad de dinero que os adeudo a vosotras dos, creo que tendré que duplicar los precios de Madeleine.

Marie hizo un gesto de desdén riéndose.

—No íbamos a dejarte dormir en el suelo.

Hiltrud entendió a Kordula mejor que Marie.

—Ya hablamos de eso antes. Si te hubieses ido con un rufián, habrías tenido que pagar un alquiler más alto y ganarías muchísimo menos que trabajando por cuenta propia. Así que muy pronto podrás devolvernos todo el dinero, ¿me has oído? Ahí ya está llamando a la puerta otra vez un cliente.

Para desilusión de Kordula, era Oswald von Wolkenstein, quien secuestró a Marie en la buhardilla inmediatamente y pagó suspirando el precio exigido. A cambio, se despachó con una canción en la que se burlaba de las prostitutas reunidas en Constanza y su no menos codicioso rufián, que exigía más dinero por una jarra de vino de lo que en otra parte le habría pedido un bodeguero por adquirir un barril entero, canción con la que ya había alegrado al Emperador y a otros nobles señores. Esta vez también se quedó abrazado a ella después del acto sexual y siguió creando más versos en los que ridiculizaba tanto a los círculos más altos de la sociedad de Constanza como a los participantes del concilio. Parecía sentirse feliz de haber hallado una persona que escuchara con tanta atención sus burlas, probablemente demasiado mordaces para la corte del Emperador, donde algún que otro verso mucho más inofensivo ya le había causado problemas en cierta ocasión.

Marie lo escuchaba atentamente y lo dejaba jugar con su cuerpo, ya que planeaba sacar provecho de la elocuencia de aquel hombre. Como Wolkenstein parecía estar al tanto de todo y de todos, lo sondeaba descaradamente. Así, muy pronto estuvo al tanto de los nombres de muchos de los participantes del concilio y de sus posiciones políticas, y se enteró muy de pasada de que también se esperaba la presencia del caballero Dietmar von Arnstein y de su esposa Mechthild, aunque ellos aún no habían llegado.

Faltaba por llegar mucha gente de alto rango, sobre todo procedentes de España. Wolkenstein se exasperaba porque los señores de la península ibérica querían negarle al concilio el derecho de decidir sobre el papa Benedicto XIII, a quien ellos apoyaban. Wolkenstein decía que si el emperador Segismundo no lograba poner a los españoles de su lado, se produciría un cisma en la Iglesia. A Marie no le interesaba demasiado si los planes del Emperador podían tener éxito o no, pero lo fingía tan bien y ponía tanta atención en escuchar que Oswald von Wolkenstein aparecía todos los días un rato por su casa.

Durante su última visita, Marie comprendió por qué se despachaba sobre los españoles cada vez que iba a verla. Ese día, él le contó acongojado que debía abandonar Constanza al día siguiente, ya que el Emperador le había encomendado la honorable tarea de viajar a Aragón, Castilla y Portugal para transmitirles mensajes a los señores de allí. Lamentó en amargos versos el tener que despedirse de Marie. Ella, en cambio, se alegró por su partida, ya que a la larga le resultaba muy poco rentable como cliente y muy agotador como tejedor de versos. Pero no se lo hizo notar, sino que se despidió de él como una amante dulce y tierna y sólo suspiró de alivio una vez que él dejó la casa.

A la mañana siguiente, Marie decidió salir en busca del barrio donde se encontraba su casa paterna. Hasta entonces había estado tratando de evitar la ciudad, exceptuando la plaza del mercado, por miedo a que la reconocieran sus antiguos vecinos. En el mercado también se había encontrado ya con gente que conocía de antes, pero salvo los hombres, que se fijaban en su cuerpo, nadie se había dignado a mirarla dos veces. Era como si las cintas de prostituta la envolviesen en un mágico hechizo que la tornaba invisible. De todos modos, antes de entrar a la calle que conducía desde Ziegelgraben hacia el convento, Marie escondió sus cabellos bajo un pañuelo.

A pesar de que era muy temprano por la mañana, en la ciudad ya pululaban grupos enteros de mercenarios y otra clase de holgazanes. Algunos le gritaron obscenidades a su paso, pero ni siquiera los ebrios se le acercaron demasiado. Las cintas amarillas le daban una protección de la que las mujeres y doncellas honestas no gozaban. Si un hombre molestaba a una prostituta y le ponía las manos encima, las puertas y tiendas de todas las demás quedarían cerradas para él, y además sería recibido con abucheos cada vez que intentara acercarse. Si bien las cortesanas que estaban allí provenían de distintas regiones y a menudo competían ferozmente entre sí, en Constanza se mantenían unidas.

Cuando Marie tomó por la calle en la que había vivido antaño, estuvo a punto de pasar de largo por su casa paterna, ya que Ruppert la había reformado y había hecho construir una fachada muy ostentosa. Allí donde antes estaba el patio, rodeado por el cobertizo y los galpones para las carretas, ahora se elevaba un edificio de varios pisos que parecía estar sin terminar. Sin embargo, los sirvientes entraban y salían, y la puerta estaba custodiada por unos guardias armados. Por lo que Wolkenstein le había contado, ése debía de ser el edificio donde Ruppert albergaba a muchos importantes dignatarios junto con sus comitivas, además de a su hermano, Konrad von Keilburg.

Uno de esos señores se asomó por la ventana y le gritó algo a uno de sus siervos. Para no llamar la atención, Marie continuó caminando. Luchaba para contener las lágrimas de la emoción que le había causado volver a ver su casa. Hasta entonces, al menos había mantenido su ciudad natal en el recuerdo, un lugar al que siempre podía volver en sus sueños diurnos y al que se había aferrado de forma irracional. Ahora también le habían quitado eso. Marie enderezó los hombros y se mofó de sí misma por haber ido hasta allí sin necesidad.

De golpe apareció ante sus ojos la casa de Mombert Flühi. Marie comprendió que había entrado sin darse cuenta en la Hundsgasse, que tantas veces había transitado de pequeña para ir a visitar a su tío y jugar con la pequeña Hedwig. Se preguntó cómo estarían, y por un instante consideró la posibilidad de detenerse y llamar a la puerta para preguntar por ellos. Pero luego se rió de sí misma. Probablemente le abriría una criada o la esposa de su tío, clavaría los ojos en sus cintas de prostituta y la echaría del umbral a insulto limpio antes de que ella pudiese atinar a decir una sola palabra. Al imaginarse esa situación, volvieron a brotarle las lágrimas, y se enojó consigo misma por comenzar a deshacerse en autocompasión.

Se dio la vuelta de un solo impulso y tomó la calle siguiente, que bajaba hasta el Rin. Caminaba sin fijarse en la gente que venía en la dirección contraria y, por no prestar atención, chocó con un hombre y tropezó. Se habría caído al suelo si él no la hubiese sujetado y puesto otra vez en pie.

Marie vio un uniforme palatino delante de ella y se asustó. Con los guardias del concilio no convenía partir peras.

—Perdonad, señor, fue sin querer —exclamó, y volvió a cubrirse la cabeza con la pañoleta, que se le había resbalado.

El hombre hizo un gesto de disculpa y se dispuso a seguir. Pero, de pronto, la tomó del brazo, volvió a quitarle el pañuelo de la cabeza y la observó. Sus ojos se abrieron enormemente a causa del asombro.

—¿Marie? ¡Por todos los santos, creí que estabas muerta!

Marie lo miró y tragó saliva. Lo reconoció de inmediato, aunque en los últimos cinco años había cambiado muchísimo.

—¿Michel? ¡Dios mío!

Hubiese querido que la tierra se la tragase, tal era la vergüenza que sentía de que su amigo de la infancia la viese enfundada en el deshonroso traje de una prostituta callejera. Intentó zafarse de su mano y salir corriendo, pero entonces él la cogió con ambos brazos, la estrechó y la hizo girar riendo.

—¡Marie, qué alegría de verte! Tenía tanto miedo por ti. ¡Por Dios, qué contento se pondrá Mombert! Ven, vamos a verlo ahora mismo.

Volvió a ponerla de pie e intentó llevarla con él. Sin embargo, ella se resistió, sacudiendo la cabeza con violencia.

—¡No! Mi tío no tiene por qué saber que aún estoy con vida. Y tú también deberías olvidarme de inmediato. La Marie que vosotros habéis conocido ha muerto.

Michel la miró sin entender.

—¿De qué estás hablando? ¿Por qué te comportas así?

—¡Mírame! —le gritó ella, sosteniéndole una de sus cintas amarillas enfrente de sus narices—. ¡Por esto! ¿Entiendes?

—No creo que a tu tío le moleste en absoluto. Estará feliz de que estés viva y sin duda te ayudará.

—No, gracias. No necesito ayuda, y no tengo ningún interés en que nadie de aquí note mi presencia. A fin de cuentas, he sido desterrada de Constanza para siempre, y la única razón por la que me han permitido regresar a la ciudad fue para trabajar como prostituta para los señores importantes.

Marie respiró profundamente y miró a Michel desafiante.

—¿Crees que es agradable para mí que las personas que conozco de antes me señalen con el dedo y digan que siempre supieron que yo no era más que escoria?

Michel meneó la cabeza pacientemente y le acarició la mejilla en un intento de consolarla.

—¡Pero si tú no has elegido este camino por propia voluntad!

—Las actas del juicio de la ciudad de Constanza dicen otra cosa. Para la gente de aquí, soy una ramera que se acostaba con cualquier canalla, hasta con un asesino como Utz.

Marie hubiese querido que eso último no se le escapara, pero ya era tarde.

Michel entrecerró los ojos.

—¿Dices que Utz, el cochero, es un asesino?

Había incredulidad y un tono de reproche en su voz. Como si ella tratase de calumniar al hombre que en aquel entonces la había calumniado. La sujetó, y cuando un transeúnte se quedó mirando a Marie, él la puso contra una pared y simuló estar coqueteando con ella.

—¿No tienes una habitación donde podamos ponernos más cómodos?

—Donde puedas montarme, querrás decir —replicó Marie con mordacidad—. Ve quitándote esa idea de la cabeza.

Michel la apartó un instante de sí y la recorrió con la mirada.

—Creo que no sería mala idea. Realmente eres la mujer más hermosa que haya visto jamás.

—¡No lo hago con cualquiera! —Marie intentó zafarse, pero Michel no la soltaba.

—No seas así. ¿No ves que la gente ya ha comenzado a observarnos? —Mientras le decía eso, una amplia sonrisa se le dibujó en el rostro—. Me llevarás ahora a tu habitación o iré derecho a casa de Mombert y le hablaré de nuestro encuentro.

Marie alzó la nariz y estiró el mentón para parecer lo más altiva posible.

—¡Vaya, qué bajo has caído! Te has vuelto un miserable chantajista. ¡Y un hombre como tú lleva el uniforme del conde palatino! Está bien, puedes venir conmigo. Pero te juro que un tronco te demostrará más pasión que yo.

Michel le dio una palmada.

—No lo creo. Tengo fama de excelente amante.

Como no parecía tener intenciones de soltarla, Marie lo condujo hasta la casa en Ziegelgraben. Michel miró el edificio desde fuera y también metió las narices en las habitaciones de abajo antes de que Marie lo llevara al altillo. Tras examinar el mobiliario de la habitación, asintió conforme:

—Me gusta este lugar. Creo que vendré a menudo.

—¿Qué te has creído? Yo no pienso darte la bienvenida.

Marie hubiese querido echarlo a la calle, pero se contuvo al recordar su amenaza de contarle todo a su tío.

Por dentro se retorcía como un gusano pisoteado. ¿Acaso ese hombre no comprendía que ella había dejado su pasado atrás y que su presencia reabría las heridas de su alma? ¿O acaso estaba tratando de demostrarle que ahora era él quien tenía una posición social aventajada, mientras que ella no era más que una mercancía que se podía comprar? No podía ser que ella lo hubiese herido tanto en aquel entonces.

Había querido mucho a Michel, el hijo del tabernero, y aún recordaba cuánto había sufrido cuando su padre le prohibió salir a los campos con él. En aquel entonces, Wina la había encerrado en la casa durante semanas y le había explicado que si seguía frecuentando a un muchacho así, perjudicaría su reputación y disminuirían sus perspectivas de un buen matrimonio. Por eso ella nunca había podido decirle por qué no se había encontrado con él nunca más, y ahora era demasiado tarde para hacerlo. Tarde o temprano tendría que conseguir que se alejara, ya que no quería que ni él ni sus parientes pusiesen en peligro la realización del objetivo en pos del cual había vivido los últimos cinco años: hacer realidad su venganza. Por un instante fugaz se planteó la posibilidad de pedirle a Michel que le contratara un asesino a sueldo, pero después de mirar su rostro desechó la idea de inmediato. Michel seguía siendo tan puro y honesto como antes, y si le contaba sus planes, a lo sumo se pondría en su contra y haría todo lo que estuviese a su alcance para protegerla de sí misma.

Súbitamente decidida, se quitó el vestido y se recostó en la cama, desnuda.

—Hazlo rápido. No tengo todo el tiempo del mundo.

En realidad, lo único que pretendía Michel era charlar con Marie y enterarse de cómo le había ido durante los últimos cinco años. Pero cuando la vio desnuda en la cama ante él, no pudo resistir la tentación. Se quitó la ropa y se acostó al lado de ella. Para su gran desilusión, en cuanto comenzó a acariciarla con ternura, ella se replegó sobre sí misma como un caracol y cerró los puños. Eso le dio rabia. Seguro que se había acostado con más hombres de los que conformaban el ejército del conde palatino. Entonces, ¿por qué hacía tanto aspaviento con él?

Se subió encima de ella, sintió que ella abría obedientemente las piernas y le acarició los pezones con el dorso de las manos. Aunque los botones rosados de Marie se endurecieron, su rostro siguió inexpresivo como una máscara de piedra.

—Si quieres comportarte como una ramera, así te trataré.

Michel esperó un segundo para ver si su amenaza surtía efecto. De chico soñaba con ella todas las noches, y habría dado cualquier cosa por hacerla su mujer. Pero no tenía la menor oportunidad de contraer matrimonio con la hija de un respetable comerciante. Después de que la desterraran de Constanza, pensó que su sueño al fin podría hacerse realidad, y había estado buscándola por todas partes. Al cabo de tres años se dio por vencido, lleno de desilusión, y desde entonces casi había dejado de pensar en ella. Pero el encuentro con Hedwig reavivó su recuerdo, y ahora ella yacía debajo de él, tan dispuesta como él podía desear. Y sin embargo, o tal vez precisamente por ello, no disfrutó en absoluto del sexo.

Como ella no le prestaba ninguna atención, desahogó su impulso y se deslizó fuera de ella apenas acabó. Marie parecía esperar que se vistiera y se fuese, pero no iba a darle el gusto.

Se acostó a su lado y la abrazó para sentir su cuerpo tibio.

—Te portaste mal conmigo, Marie. Al fin y al cabo, somos amigos.

—No me resistí, como corresponde a una prostituta. ¿Qué más quieres?

Michel se dijo que había empezado con mal pie. Primero tendría que haber ganado su confianza y retomar su antigua amistad, y sólo después acostarse con ella. Había actuado igual que cualquier pretendiente que sólo se interesaba por su cuerpo hasta saciar sus instintos. Ahora tenía que revertir de algún modo la mala impresión que le había dejado. Lo intentó haciéndole un cumplido.

—Eres mucho más hermosa de lo que yo te recordaba. Tu prima Hedwig se te parece bastante, pero no te llega ni a los talones.

Marie se encogió de hombros y giró los ojos como si lo tomara por un charlatán aburrido.

—No puedes comparar a una vulgar ramera con la honrada hija de un burgués. La pureza y la inocencia son las que otorgan su verdadero atractivo a una muchacha virtuosa.

Michel se incorporó, contempló el rostro virginal de Marie, en el cual su oficio aún no había dejado marcas, y se echó a reír.

—Dime, ¿cuándo fue la última vez que te miraste en el espejo? La mayoría de las hijas de burgueses envidiarían tu apariencia. Y precisamente tú deberías saber muy bien que la mayoría de los hombres no tienen el menor interés en las muchachas virtuosas y —si me lo permites— aburridísimas.

—Sí para compartir el lecho matrimonial, ya que para divertirse nos tienen a nosotras.

Michel la tomó por el hombro y la hizo volverse hacia él.

—Vamos, hablemos como personas sensatas. Me gustaría saber qué fue lo que sucedió en realidad por entonces. Mombert dio a entender que habían cometido una injusticia atroz contigo, pero cuando quise saber más, respondió con evasivas y me dijo solamente que había que dejar que los muertos descansaran en paz. Creo que temía que yo dijese algo que pudiese volver a meterlo en dificultades. Lo único que supe fue que te habían azotado en la plaza del mercado y desterrado de la ciudad, y ese mismo día me fui detrás de ti para salvarte. ¿No crees que tengo derecho a saber la verdad?

Por un instante o dos, Marie sintió el impulso de revelarle todo. Habría sido hermoso poder confiar en su viejo amigo, que seguramente sabría comprenderla mejor que Hiltrud, ya que ella veía todo desde la perspectiva fatalista de alguien que había sido prostituta desde pequeña. Pero luego recordó cómo la había chantajeado para poder tener su cuerpo, y entonces negó con la cabeza.

—¿Y yo qué culpa tengo de que te hayas lanzado a buscarme como un atolondrado y no me encontraras? Vete al diablo, hombre, y déjame en paz.

—Sigues siendo la misma testaruda de entonces, cuando dejaste de hablarme porque rehusé a arrancarte unas guindas de árboles ajenos. ¿No te das cuenta de que tengo buenas intenciones contigo?

Marie le mostró los dientes.

—Si realmente tienes buenas intenciones, entonces dame los ocho chelines que valgo para el resto de mis clientes.

Michel la soltó, se puso de pie y cogió su ropa.

—Esperaba haberme reencontrado con una vieja amiga. Pero ahora veo que sólo me fui detrás de una ramera.

Se arrepintió de aquellas irreflexivas palabras aun antes de terminar la frase.

Marie se sentó en la cama con las piernas cruzadas y extendió la mano desafiante. Michel sintió deseos de castigarla por aquella expresión de desprecio. Pero al mismo tiempo hubiese querido ponerse de rodillas ante ella para pedirle perdón. En medio de su turbación, volvió a reaccionar en una forma que no se correspondía con sus intenciones. Abrió su monedero, extrajo monedas por un valor de ocho chelines y las arrojó sobre la cama.

—Aquí tienes tu dinero, aunque en realidad no lo has valido.

Marie cogió el objeto más cercano que encontró y se lo arrojó a Michel. Era su casco, un morrión liviano con visera de los que usaban aquellos caballeros a los que el pesado yelmo de antigua factura les resultaba demasiado pesado e incómodo.

Michel atajó el proyectil antes de que se hiciese daño o le hiciese daño a él, y puso el resto de su armadura a salvo de aquella mujer furiosa. Huyó para escapar de sus garras, descendiendo la escalera hasta la planta baja, desnudo y tropezando con sus cosas.

Por suerte para él, Marie se quedó arriba, pero sus insultos lo acompañaron hasta que terminó de vestirse y abandonó la casa. Conocía una gran variedad de insultos. La mayoría de ellos se los había oído decir a Berta, y nunca antes había pensado en utilizarlos ella misma. Pero ahora le brotaban de la boca como una catarata. Se sentía tan sucia y tan maltratada como la noche en que se le habían echado encima Siegward von Riedburg y sus dos compañeros. No sentía más que desprecio por el Michel que acababa de huir como una liebre asustada, pero al mismo tiempo lloraba en su corazón la pérdida del viejo amigo que alguna vez había sabido consolarla cuando estaba triste y protegerla de los peligros como un caballero durante sus andanzas juntos.