Capítulo XVI

Si hubiera sido por ella, Marie habría ido poco después del amanecer a la casa del pez, el lugar donde el conde de Württemberg había alojado a Arnstein junto con otros de sus vasallos y aliados. Pero Hiltrud la retuvo para que estuviese presente cuando Hedwig despertara. De lo contrario, correrían peligro de que la muchacha malinterpretara la situación y atrajera a media calle con sus gritos.

Marie se había dejado convencer, y ahora estaba sentada de piernas cruzadas sobre la cama, al lado de Hedwig, y se disponía a coser un nuevo vestido. A cada momento controlaba el estado de su prima. Como tendría que rechazar a todos sus pretendientes a causa de ella, Michel había regresado por la mañana temprano y había declarado en la puerta a voz en grito y con gestos ampulosos que Marie sería suya el día entero. De esa manera, los holgazanes parados en la esquina ya avisaban de antemano a muchos de los pretendientes que iban a verla de que Marie estaba ocupada, y entonces ellos se marchaban sin satisfacer sus necesidades o se conformaban con Hiltrud o con Kordula.

Michel se había sentado educadamente a los pies de Marie, contentándose con alcanzarle el hilo, las tijeras o algo para beber cuando ella se lo solicitaba. A diferencia de lo que había sucedido en sus visitas anteriores, esta vez ella se mostró dispuesta a responderle todas sus preguntas, y también le contó los cinco años que había pasado en los caminos. A pesar de que Marie había adoptado un tono satírico para su relato, Michel percibió los horrores y los tormentos de las humillaciones por las que había tenido que pasar con tal claridad que consiguió erizarle el vello de los brazos. Incluso por momentos sintió vergüenza de ser un hombre. Cuando Marie le contó las crueldades de los mercenarios de Riedburg, le agradeció a Dios que el hidalgo Siegward hubiese muerto poco después. De no haber sido así, no habría podido resistir el impulso de sacrificarlo como obsequio para Satanás.

Un quejido y una leve contracción en los labios de Hedwig pusieron fin a la conversación. Marie y Michel se inclinaron sobre la muchacha y se quedaron esperando expectantes. Al poco tiempo, Hedwig ya había abierto los ojos y contemplaba confundida ese entorno desconocido.

Trató de incorporarse un poco, pero volvió a recostarse enseguida, al tiempo que dejaba escapar un nuevo quejido.

—Oh, Dios, me duele tanto la cabeza… y me siento mal.

En ese momento reconoció a Michel, que le hizo un gesto para infundirle ánimos, y se quedó mirándolo con los ojos bien abiertos. Intentó decir algo, pero entonces su mirada se detuvo en el rostro de Marie.

—¿Marie? ¿Estoy en el cielo? ¿Cuándo he muerto?

Marie se rió y palmeó a su prima en la mejilla.

—No, tú no estás muerta, y yo tampoco.

Hedwig intentó incorporarse. Michel la ayudó, sosteniéndola y poniéndole unos almohadones detrás de la espalda. Ella le sonrió, agradecida, y luego se tomó la cabeza, como si tuviera que sostener sus pensamientos con las manos.

—¿Qué sucedió? ¿Cómo llegué a parar hasta aquí? ¿Dónde está el hombre que me dijo que me liberarían?

Michel le acarició los cabellos para reconfortarla.

—Todo fue una mentira de un rufián que pretendía entregarte al abad Hugo.

Hedwig dejó escapar un quejido.

—¡Santo Dios en el cielo, pero si era el siervo de Waldkron! ¿Cómo pude ser tan estúpida?

Marie le acarició la frente con un gesto cariñoso, y le acercó un vaso de vino rebajado con agua.

—Estabas demasiado nerviosa, primita. Y si lo hubieses reconocido no te habría servido de nada, porque entonces Selmo te habría dado el narcótico a la fuerza para que nadie le impidiera llevarte con su señor.

Hedwig, incrédula, miró a su prima.

—Pero cómo… ¿Cómo pudo llevarme tan fácilmente, como si yo fuese un pedazo de tela comprada por su señor?

—En realidad, casi podría decirse que lo eras.

Marie le alcanzó a Hedwig el pergamino que Michel le había quitado a Selmo.

—Como ves, Alban Pfefferhart, consejero de la ciudad de Constanza y miembro del tribunal de la ciudad, firmó para que te entregaran.

—¿Pfefferhart? No puedo creerlo. El señor Alban es un hombre honorable.

Hedwig meneó la cabeza asombrada, pero la firma sobre el pergamino era inconfundible.

Marie soltó una carcajada maligna.

—No todos los hombres son lo que aparentan. Es probable que Hugo von Waldkron supiera ciertas cosas que Alban Pfefferhart no quería que trascendieran. Pero no te preocupes. No permitiré que esos canallas se aprovechen de tu situación como ya hicieron conmigo.

El vino ya le había hecho recuperar un poco los colores a Hedwig, y también pareció levantarle el espíritu.

—¿Por qué no nos has hecho llegar noticias tuyas durante tanto tiempo? Pensábamos que estabas muerta.

—No creo que deba contarte lo que estuve haciendo durante los últimos años —respondió Marie con amargura.

El movimiento que hizo al decir esas palabras levantó las cintas amarillas de su vestido, haciéndolas revolotear. Entonces Hedwig comprendió a qué se refería su prima y bajó la cabeza avergonzada.

—Lo siento tanto…

—Tonta, si no es tú culpa. Al contrario, tú misma te has convertido ahora en la víctima de esos canallas. Pero esta vez, él y todos sus cómplices lo pagarán muy caro.

Hedwig se estremeció ante la dureza de aquellas palabras, y al mismo tiempo recordó el truco que había utilizado el hombre la noche anterior para ganar su confianza.

—¿Y qué hay de mis padres? El siervo del abad dijo que liberarían a mi madre y que tratarían a mi padre con clemencia. ¿Eso también era mentira?

—Lamentablemente, sí. Al ser sospechoso del asesinato de un señor de la nobleza, someterán a tu padre a torturas y lo matarán de la manera más cruel. Pero aún tenemos tiempo de evitarlo. Existen pruebas de que fue otro hombre el que mató al hidalgo.

Marie esbozó una sonrisa casi satánica, tanto que Hedwig se alejó de ella asustada.

—Wilmar cree que Melcher, vuestro aprendiz, está involucrado en el asunto. Si logramos atrapar a ese muchacho, podremos probar la inocencia de tu padre.

Michel trató de aparentar más confianza de la que en realidad tenía.

Marie resopló con desprecio.

—Mientras no contemos con alguien que interceda por nosotros ante las autoridades, nadie va a oír las declaraciones de un muchacho. Así que ya mismo voy a ir en busca de alguien con quien podamos aliarnos.

Se levantó y se dirigió a la puerta para bajar la escalera. A mitad de camino se detuvo y se volvió nuevamente hacia su prima.

—Michel te dirá cómo debes comportarte a partir de ahora. Por favor, hazle caso, Hedwig. Nadie debe ver que estás aquí, ya que si te encuentran los guardias, te enviarán en el acto con el abad Hugo. Y he oído cosas sobre ese hombre que mejor ni te cuento.

Hedwig la miró sin entender pero asintió obediente, y prometió hacerles caso a ella y a Michel en todo. Marie abandonó la casa con un suspiro de duda y atravesó corriendo la ciudad con tanta prisa que algunos de sus pretendientes se quedaron mirándola alejarse asombrados.

Cuando encontró la casa donde se habían alojado los Arnstein, se quedó un momento sin saber qué hacer, preguntándose si estaría actuando bien. Pensó que tal vez le habría convenido llevar el testamento de Otmar von Mühringen encima. Pero la cautela que había adquirido durante sus últimos duros años como prostituta errante no se lo permitían. Constanza estaba llena de ladrones y carteristas que iban detrás de cualquier cosa que pareciera valiosa. Por eso prefería que fuera Giso, el alcaide del castillo del caballero Dietmar, quien recogiera el documento junto con alguno de sus guerreros a caballo y lo entregara a salvo en manos de los Arnstein.

Marie se dio ánimos y se acercó a la puerta del edificio en cuyo gablete, que sobresalía un poco, relucía el relieve de un enorme pez de hierro forjado hecho con gran arte. Luego accionó el llamador.

Una criada le abrió y, al ver que se trataba de una prostituta, intentó volver a cerrar la puerta enseguida, pero Marie se lo impidió con el pie.

—Estoy buscando al caballero Dietmar von Arnstein o a la señora Mechthild.

La criada frunció los labios con desprecio.

—No creo que quieran ver a alguien como tú.

—No serás tú quien lo decida. Así que déjame entrar.

Como la criada no parecía tener intenciones de allanarle el camino, Marie siguió intentando.

—Me quedaré parada aquí en la puerta hasta que me hayas anunciado a tus amos. Diles que Marie, que pasó el invierno en su castillo hace dos años, quiere hablar con ellos.

La seriedad y la calma que había en las palabras de Marie hicieron vacilar a la sirvienta.

—Está bien, le preguntaré a la camarera de la señora si puedo permitirte la entrada. Pero mientras tanto, retira tu pie de la puerta.

—¿La camarera sigue siendo Guda?

Al ver que la criada asentía, exhaló involuntariamente un suspiro y retrocedió un paso.

La criada cerró la puerta, pero sólo dejó el pasador hasta la mitad y salió corriendo. No había pasado ni un minuto cuando la puerta volvió a abrirse.

—¡Marie! ¡Realmente eres tú!

—¡Guda! Cuánto me alegro de verte. —Marie hubiese querido abrazar a la camarera de la señora de Arnstein de tanta alegría, pero se limitó a insinuar una reverencia.

—Entra —la invitó Guda—. Déjame observarte. Te ves muy bien. Parece que después de tu estancia en Arnstein no te ha ido nada mal.

Marie sonrió ante aquellas palabras desmedidas. Guda parecía no poder hacerse una idea de cómo era la vida de una prostituta errante. Sin embargo, estaba feliz de que la camarera la hubiese recibido con tanto cariño. Marie le preguntó por su señora.

La expresión de Guda se encendió de alegría.

—La señora Mechthild está muy bien, al igual que nuestro solecito. El niño está creciendo maravillosamente bien, y no será hijo único por mucho tiempo más.

Marie levantó la cabeza con sumo interés.

—¿Entonces la señora Mechthild está embarazada otra vez?

—Sí, pero aún no se le nota nada. De todos modos, esta vez no te mandará llamar, ya que el señor Dietmar no quiere tener una mujer que la reemplace.

Sonaba como una advertencia. Marie sonrió para sus adentros. Más bien suponía que, a la larga, a la señora Mechthild le había resultado demasiado peligroso acostumbrar a su esposo a la compañía de bellas prostitutas. Ahora que había dado a luz al heredero tan esperado, su posición en Arnstein estaba tan consolidada que ya podía mantener a las criadas lejos del lecho de su esposo.

Guda condujo a Marie hacia una habitación pequeña, pero amueblada de forma muy costosa. El suelo era de madera de roble, y las paredes y el cielo raso estaban revestidos con paneles de madera de pino. La cama, la mesa y las sillas eran de madera de cerezo de tono rojizo. Contra la pared estaba el baúl de viaje de la señora Mechthild y, junto a él, la cuna en la que el heredero de Arnstein descansaba custodiado por una criada. A través de unas ventanas de cristales amarillos abombados, una tenue luz penetraba en la habitación, dándole al lugar un aspecto tan luminoso que permitía a la señora Mechthild, que estaba sentada en una de las sillas junto a la chimenea, pasar la hebra por el ojo de la aguja sin ningún esfuerzo. El caballero Dietmar se había sentado a su lado y repartía su atención entre su hijo y su esposa.

Cuando Marie entró, la señora Mechthild alzó la cabeza.

—Que Dios te guarde, Marie. Vaya sorpresa.

Si bien sus palabras sonaban amables, Marie pudo percibir el rechazo que había en ellas. El caballero Dietmar también daba claras muestras de que la visita de Marie no le resultaba agradable. Al parecer, no quería recordar el tiempo que había pasado con ella.

Marie se sintió irritada por tan frío recibimiento. Al fin y al cabo, ella quería ayudar al caballero y a su esposa a recuperar la herencia que habían perdido. Sin embargo, no fue directamente al grano, sino que se limitó a saludarlos con palabras amables y a expresar su admiración por el pequeño Grimald, para complacer el orgullo de la pareja.

—¿Así que el viento te ha traído hacia Constanza? —preguntó por fin la señora Mechthild.

Quería saber por qué la joven se había arriesgado a volver a pisar su ciudad natal a pesar de todo lo ocurrido. A diferencia del trato que le había dispensado en el castillo de Arnstein, donde Marie se había contado entre sus empleadas más cercanas, aquí la señora Mechthild le hizo sentir la diferencia entre una noble señora y una prostituta despreciada.

Marie extendió las manos.

—Como todos los nobles señores están reunidos aquí en Constanza, ya no había otro lugar donde yo pudiera ganarme la vida. De modo que no me quedó más remedio que venir hasta aquí. Y, para ser sincera, también esperaba encontraros.

La señora Mechthild arqueó la ceja izquierda.

—¿Querías vernos a nosotros? Te habrás enterado de que estoy embarazada otra vez y vienes a ofrecernos tus servicios. Pero esta vez no los necesitamos.

La expresión de su rostro denotaba tanta aversión que parecía que en cualquier momento arrojaría a la calle a esa visita indeseable.

—No, se trata de otro asunto —se apresuró a responder Marie—. Es que tengo…

Se interrumpió, ya que había estado a punto de revelar que el testamento desaparecido del caballero Otmar estaba en su poder. Pero por el momento no estaba dispuesta a jugar esa carta.

—¿Habéis oído que el hidalgo Philipp ha sido asesinado? —preguntó en su lugar.

El caballero Dietmar gruñó un «sí», y la señora Mechthild asintió en silencio.

—Sospechan de mi tío —continuó Marie—. Pero él no ha sido el asesino, y yo puedo probarlo. Aunque para ello necesito amigos que sean escuchados por las autoridades y el juez.

La señora Mechthild contempló a Marie con desprecio.

—Entonces has ido al lugar equivocado. Por un lado, las evidencias contra el asesino son tan abrumadoras que no puede haber sido nadie más, y en segundo lugar, no vamos a ponernos al caballero Degenhard von Steinzell en contra interviniendo en favor del asesino de su hijo.

—Mi tío Mombert no mató al hidalgo Philipp. Fue otra de las intrigas del licenciado Ruppertus Splendidus, que es enemigo tanto de vosotros como del linaje de los Steinzell.

La voz de Marie no sonaba menos enérgica que la de la noble dama; sin embargo, no logró convencerla.

—Creo que sigues esperando poder ponernos en contra de Keilburg y su hermano para poder vengarte del licenciado. Pero no estoy dispuesta a derramar una sola gota de la sangre de mi gente por una prostituta. A nosotros nos conviene la situación actual, ya que ahora que el Habsburgo ha sido desterrado, el caballero Degenhardt pensará mejor quiénes son sus amigos, y estoy segura de que se unirá a mi esposo.

—¡Por todos los cielos, yo no os estoy pidiendo nada ilícito! Lo único que quiero es que se haga justicia —Marie se esforzó por contener su furia creciente—. Además, no vengo con las manos vacías. Sé quién tiene el testamento desaparecido de vuestro tío Otmar von Mühringen y puedo conseguíroslo.

La señora Mechthild le demostró a las claras que no le creía. En cambio, el caballero Dietmar alzó la cabeza con interés y observó a Marie con mirada penetrante.

—¿Acaso sería posible?

Como Marie no quería desprenderse del testamento sin asegurarse de que obtendría el apoyo prometido para ella y su tío, se puso a pensar febrilmente cómo proceder. De pronto, se le ocurrió una idea.

—No sé si lo notasteis, pero el hermano Jodokus sentía una gran atracción hacia mí durante mi estancia en el castillo de Arnstein.

—Sé que te hizo ofrecimientos indecentes. Pero tú los rechazaste, por fortuna para ti.

La señora Mechthild no se esforzó por ocultar que le disgustaba enormemente hablar del tema. Pero si Marie quería seguir adelante, no podía ser considerada con los sentimientos de la dama.

—Me he enterado a través de otras prostitutas de que Jodokus aún sigue buscándome. Si bien ahora se ha cambiado el nombre y al parecer es muy rico, por la descripción que me han dado no hay lugar a dudas de que se trata de él, y además ha estado alardeando ante una de mis amigas de que posee unos documentos que muy pronto lo harán aún más rico. Es evidente que no puede tratarse más que del testamento robado con el cual pretende extorsionar al licenciado Ruppertus. Si vosotros me ayudáis, iré a buscarlo y se lo arrebataré.

El caballero Dietmar se frotó la barbilla recién rasurada y miró a su mujer pensativo.

—Tal vez deberíamos aceptar, querida. Si tenemos el testamento, Konrad von Keilburg tendría que entregarnos el castillo de Mühringen, y la herencia de nuestro hijo casi se duplicaría.

La señora Mechthild agitó las manos en el aire, como si estuviese espantando moscas.

—Bah, no son más que desvaríos de la mente de una mujer caída en desgracia. El testamento del caballero Otmar fue destruido hace tiempo, y aun si pudiésemos hallar a Jodokus con ayuda de Marie, la palabra de un monje fugitivo tendría tan poco valor en la corte como la de una prostituta.

Marie sintió que se desmoronaba el suelo bajo sus pies. Si los de Arnstein no la ayudaban, nadie más la escucharía. Al mismo tiempo, sintió que una ola de furia ascendía en su interior como lava candente.

—No son inventos, señora Mechthild. Yo puedo conseguiros el testamento y lo haré.

—Es fácil hacer promesas; lo difícil es cumplirlas. ¿Realmente crees que convertiría al caballero Degenhard en mi enemigo por lo que me diga una prostituta? Mejor vete antes de que lamente haberte recibido.

Sus palabras sonaron tan firmes que Marie ya no intentó convencerla. Contempló al caballero Dietmar interrogándolo con la mirada, pero él se limitó a menear la cabeza acongojado, y pareció despedirse en sus pensamientos del hermoso señorío de Mühringen. Por primera vez, Marie lamentó que fuera la señora Mechthild quien llevaba los pantalones en ese matrimonio y que el caballero Dietmar se guiara por sus consejos. De modo que se despidió con un tono que no era el apropiado para una pareja de tan alto rango como eran el señor y la señora de Arnstein y salió de la alcoba echando humo. Guda, que quería llevarla a la habitación de las criadas para conversar un rato con ella, retrocedió al ver el rostro de Marie desfigurado de furia.