Capítulo IV

A la mañana siguiente, también a las prostitutas les llegó el momento de la despedida de St. Marien am Stein. Fita y Märthe corrieron por última vez hasta la imponente construcción para besar sus muros. Como tardaban en volver, Marie supuso que en el camino se habían topado con un par de monjes con dolores renales. A Marie la divertía esa expresión. Estaba segura de que la mayoría de los hombres sufrían esa enfermedad. De no ser así, no habría prostitutas.

Como las otras ya habían desmontado sus tiendas, Märthe y Fita tuvieron que apurarse. Pero tenían tan pocas pertenencias que muy pronto terminaron de acomodarlas, y el grupo pudo partir poco después. Al llegar a la primera loma, Marie se dio la vuelta y miró el lago y la iglesia desde arriba.

Desde allí, el santuario se veía tal y como ella solía imaginarse el cielo cuando era niña: tranquilo, pacífico y jamás tocado por la mano del hombre, como una morada de ángeles. Los sauces a orillas del lago brillaban blancos y majestuosos, y sobre la torre de la iglesia seguía ondeando la bandera de los peregrinos. Junto a la península en la que estaba emplazada la pequeña iglesia, se alzaba el convento. Con sus muros poderosos y sus ventanas pequeñas, casi parecía un castillo. Así lo llamaban los mismos monjes: un castillo de la fe. Marie se preguntó a cuál de los tres Papas reinantes respondería esta orden de monjes, si al que estaba en Roma, al de Aviñón o al tercero, que había fijado su residencia en Pisa. No importaba a cuál de los tres siguieran. Lo cierto era que no obedecían a la Iglesia con la misma seriedad con la que obedecían a sus propias necesidades, como si ese infierno con el que se llenaban la boca existiese sólo para los otros.

Marie recordó que en otoño se celebraría un gran concilio en Constanza. Tal vez allí se desatara un vendaval que lograse barrer a los monjes y los sacerdotes corruptos que seguían llamándose siervos de Dios, aunque sólo pensaran en su propio bienestar, y que, en lugar de consuelo, no tenían más que odio y palabras malvadas para aquéllos a quienes les había tocado en suerte un duro destino.

—¿Otra vez pensando en tu prometido?

Esta vez no había ningún tono de burla en la voz de Hiltrud. Su rostro estaba tenso, y no esperó a que Marie le respondiese, sino que continuó hablando enseguida.

—Me alegré mucho cuando volvimos a encontrarnos con Gerlind. Pero ahora que veo la forma en que se comporta con nosotras, hubiese preferido cualquier otro grupo antes que su compañía, incluso los juglares de Jossi.

Marie llevó el labio inferior hacia adelante.

—¿Jossi? A mí no me agrada tener que entregar mi cuerpo todas las noches a cambio de la protección del grupo soportando además los insultos de otras mujeres que no son mejores que nosotras.

Hiltrud hizo un gesto de desdén.

—Eso a mí no me molesta tanto. Lo que más me preocupa es el cambio que se ha producido en Gerlind. No quiero volverme como ella cuando llegue a su edad. Prefiero coger una soga y ahorcarme, no importa lo que digan los curas. El purgatorio no puede ser peor que vivir como ella lo hace ahora.

Marie miró hacia adelante y vio que sus compañeras se habían mezclado entre un grupo de peregrinos que también habían partido esa misma mañana.

—Tenemos que buscarnos otras compañeras de viaje cuanto antes, ya que si seguimos mucho tiempo con estas pulgosas, los pretendientes adinerados no se dignarán ni a mirarnos. Eso me da más temor que las provocaciones de Berta, ya que a lo sumo surtirán efecto con otras rabizas y, para ser sincera, no tengo ningún interés en viajar con ellas. Prefiero unirme a una caravana de mercaderes y ganarme el viaje en posición horizontal.

Hiltrud soltó una carcajada y meneó la cabeza.

—Eso no nos serviría de nada. ¿Cómo harías para impedirles que viajaran con nosotras? Ninguno de los mercaderes que aceptan prostitutas tomaría partido por nosotras y las rechazaría a ellas. Me temo que se nos pegarán como garrapatas y que ahuyentarán a todas las prostitutas que podrían viajar con nosotras. Sólo lograremos quitárnoslas de encima cuando se las lleve el Diablo.

Marie advirtió que la única que se veía delante de ellas en el camino era Fita y le dio un codazo a Hiltrud.

—Parece que las demás ya arrastraron a alguna víctima al bosque.

—Me pregunto quién es víctima de quién. Mira, allí vienen unos hombres. Por lo que se ve, no parecen tener un solo chelín en el monedero.

Como esos pretendientes no les resultaron lo suficientemente limpios, Marie y Hiltrud les exigieron unas cifras tan descaradamente altas que los hombres se retiraron gruñendo a esperar a Gerlind y sus compañeras.

A la noche llegaron a un albergue cuyo patio amurallado no se les permitió franquear. Un siervo les indicó que montaran sus tiendas en el otro extremo de la pradera para que el guardián nocturno pudiese vigilarlas. Por lo que pudieron averiguar, el posadero tampoco quería tener problemas fuera de sus murallas. Marie y Hiltrud no se molestaron, pero Gerlind, que se acercó a la fogata poco después de caer la noche, pareció enojarse por ello.

Hizo un par de comentarios desdeñosos acerca de los siervos de los posaderos, que le arruinaban el negocio, y cuando Hiltrud le replicó que no creía que la orden del posadero fuese a disuadir a los clientes interesados en acercarse a ellas, comenzó a protestar:

—¡Vagas! ¿Acaso creéis que vinimos aquí a divertirnos?

Hiltrud levantó la vista y la miró con ojos marcadamente inocentes.

—No entiendo a qué te refieres.

El rostro de Gerlind se ensombreció de furia.

—No te hagas la desentendida. Ya es hora de que vosotras dos comencéis a ganar algo de dinero. ¿O acaso pretendéis vivir a costa de nosotras?

Marie hubiese querido ponerse de pie y darle una bofetada a la vieja por tamaña desfachatez. Pero seguían dependiendo de la compañía de ellas cuatro, ya que el jefe de la única caravana comercial que pasaba la noche en el albergue era un hombre poco amigable que no daba protección a las gentes de vida errante, y mucho menos a las prostitutas. De modo que no le quedó más remedio que guardar el puño bajo su falda y responder con la mayor frialdad posible.

—En primer lugar, nosotras vivimos de nuestras provisiones y no comemos nada que sea vuestro, y además, tú no eres quién para darnos órdenes. Así que si aceptamos o no clientes, eso es asunto nuestro. No me acostaré por un par de peniques con el primer canalla que se me presente para después terminar con una docena de espinas clavadas en el trasero, como le sucedió a Berta hace un rato.

Hiltrud se echó a reír. Realmente había sido muy gracioso ver cómo Fita había tenido que sacarle las espinas de las asentaderas a Berta, que no paraba de echar maldiciones, mientras una docena de peregrinos daba voces a su alrededor.

Gerlind siseó furiosa.

—Si no ganáis algo de dinero pronto, tendréis que sacar algo de vuestros ahorros para hacer vuestro aporte a nuestra bolsa común.

Marie puso su mano sobre el hacha pequeña con la que había estado cortando las ramas para el fuego y miró a Gerlind levantando el mentón.

—Sólo atrévete a coger nuestro dinero…

La vieja prostituta clavó la vista en el hacha, escupió y se retiró resollando malhumorada. Poco después, Hiltrud y Marie la vieron cuchichear con Berta. Ambas miraban una y otra vez en la dirección en la que ellas se encontraban.

Hiltrud avivó el fuego con un palo y las chispas comenzaron a saltar.

—Tendremos que estar atentas, ya que creo que Berta y Gerlind quieren jugarnos una mala pasada.

Marie asintió, mordiéndose de rabia, y sacó la sartén del fuego. Había guardado un poco de tocino que ahora ella y Hiltrud pusieron sobre los restos de sus panes.

—Los próximos días no serán fáciles —dijo mientras masticaba—. Sólo nos queda algo de harina. Cuando la terminemos, habremos agotado todas nuestras provisiones. Y yo no tengo intenciones de probar el guiso de Gerlind.

—Oí decir a un peregrino que en la ciudad a la que llegaremos mañana hay un pequeño mercado. Tal vez podamos comprar algo allí.

Marie soltó una carcajada maligna.

—Con dos peniques, seguro que los guardianes de la puerta de la ciudad nos permitirán entrar si les aseguramos que queremos ir a gastar dinero. A eso es a lo que ellos llaman moral.

—Sí, cuando vamos a comprar, las damas respetables hacen como si no vieran las cintas amarillas. Pero eso no les impide exigirnos precios exorbitantes por naderías de mala calidad. Aunque eso ahora es el mal menor. El mal mayor está sentado allí enfrente.

Si Gerlind y las demás llegan a darse cuenta de que nos compramos alimentos, puede ser que vengan con nosotras y nos hagan pagarles sus provisiones también.

—Eso quisieran.

Marie resopló con desprecio.

—Bajo ningún concepto debemos permitir que sepan cuánto dinero tenemos ni dónde lo hemos escondido.

Marie asintió en silencio. Conocía muy bien la agilidad de los dedos de Berta, que ya le había costado algún que otro billete a varios pretendientes.

Hiltrud ya le había profetizado a la rolliza prostituta que algún día la descubrirían y le cortarían la nariz para marcarla como ladrona.

Pero si llegaba a hacerse con el dinero de otras prostitutas, las simpatías estarían de su lado.

—Tendríamos que turnarnos para hacer guardia. Lamentablemente, debemos ser más cuidadosas con nuestras propias compañeras de ruta que con los tipos del albergue. Porque si alguno de ellos nos acosa, tendrá que vérselas con la gente del posadero. Parece que tiene fama de mantener el orden y la disciplina.

—Es triste pero real —suspiró Marie—. Acuéstate tú primero. Yo no tengo sueño todavía.

Hiltrud agregó más ramas al fuego y luego vio el montoncito de leños hecho cenizas. No alcanzaría para toda la noche, ya que habían tenido que compartir lo que habían recolectado con Gerlind y las otras. De modo que Marie se propuso mantener el fuego vivo con poca leña sin dejar que se apagara.