Capítulo I

Marie estaba sentada sobre un tronco, dibujando líneas en la arena con los dedos desnudos de sus pies. Se aburría, igual que las demás. Hiltrud, delante de su tienda, cosía malhumorada, y las dos prostitutas a las que se habían unido tras escapar de Estrasburgo el año anterior permanecían sin hacer nada, con el ceño fruncido y la vista clavada en la plaza del mercado, como si le echaran la culpa de que no aparecieran clientes.

Helma, la sajona, era una bonita joven de cara redonda, ojos marrones brillantes y cabellos castaños. Nina, con sus rizos oscuros y los ojos negros de las mujeres sureñas, era la más pequeña del grupo; a Marie apenas le llegaba al mentón. Su apariencia exótica y su escultural figura, que exhibía redondeces en los lugares indicados, solían atraer a los hombres tanto como la belleza angelical de Marie. Pero aquí en Frundeck, a orillas del Neckar, parecía que no había clientes prósperos con bolsas repletas de monedas. Si por casualidad un hombre iba a parar a donde estaban ellas, al enterarse de lo que cobraban meneaba la cabeza y se alejaba lamentándose hacia donde se encontraban las rameras más baratas.

—No hay señores de alcurnia, no hay mercaderes… ni siquiera artesanos prósperos con apliques de piel en sus abrigos hay en este mercado —dijo Helma enumerando los pretendientes ausentes con su dialecto de extraños sonidos—. No puede ser que a todos los hombres con dinero se los haya tragado la tierra.

—El otoño pasado, cuando estuvimos en Kiebingen y en Bempflingen, fue muy distinto. Se nos acercaban tantos hombres que teníamos que rechazar a la mayoría. Pero justo ahora que estamos en primavera, cuando se suele ganar más dinero, no aparece nadie que pueda pagar lo que valemos. Si lo hubiésemos sabido antes, podríamos habernos quedado dos o tres semanas más en nuestro alojamiento, que era mucho más cómodo.

Al decir eso, pasó por alto las veces que había despotricado contra aquella choza llena de corrientes de aire, con la chimenea defectuosa y el techo permeable.

—Podríamos ir y ofrecernos a mitad del precio —propuso Nina, con su carismático acento—. Si no, nos moriremos de hambre.

Eso era un poco exagerado, ya que la bolsa de la italiana todavía estaba bastante llena con las ganancias del año anterior. De todos modos, ella no era la única preocupada por cómo estaban dándose las cosas.

Marie también estaba preocupada. Aún le quedaban algunos ahorros del año anterior, además de la bolsa desbordante de florines de oro de Siegward von Riedburg. Pero como ella quería usar ese dinero para un fin determinado, no estaba dispuesta a gastar ni una sola de esas monedas en sus necesidades diarias.

Hiltrud sabía de la fortuna que su amiga llevaba a cuestas, pero ya había renunciado por completo a darle consejos, pues no había argumento que convenciese a Marie. Cuando ésta les dio la razón a las otras dos y expresó su temor de no poder alquilar ni siquiera la choza de un pastor el invierno siguiente si las cosas seguían así, Hiltrud le dirigió una mirada burlona. Luego miró hacia el sector del campo en donde se habían instalado las rabizas. Allí había más de una docena de hombres esperando su turno.

—Esas roñosas, que por lo general no nos representan ninguna competencia, ahora están ganando más que nosotras —constató en un tono que hacía parecer una ofensa personal ese hecho.

Helma se desató su gruesa trenza y comenzó a hacérsela de nuevo.

—Es cierto. Creo que me ofreceré al próximo que pase por un chelín, a ver si así reavivo un poco el negocio.

Marie levantó la mano en señal de advertencia.

—Yo no haría eso. Si ahora nos vendemos a un precio muy bajo, tendremos que hacer lo mismo en el próximo mercado. Y llegará el día en que tengamos que llevar tantos hombres a nuestras tiendas como ellas.

Helma dejó escapar un suspiro.

—¿Pero qué podemos hacer? Ayer tuve solamente un cliente por cuatro chelines, y hoy ni uno solo.

—Ese hombre tiene pinta de poder pagar.

Nina señaló hacia un hombre rechoncho de mediana edad, vestido con ropa exageradamente a la moda, un pantalón rojo ajustado al cuerpo, cuyo bombachón rayado en azul y rojo hacía sobresalir sus genitales de forma bien marcada, un jubón blanco y verde ribeteado que apenas le llegaba al cinturón y un sombrero de fieltro verde adornado con una pluma roja. Su rostro parecía tosco, como si fuera un siervo que se había hecho rico. El hombre se paseó por las carpas de las rabizas y se quedó mirando a algunas de ellas con el ceño fruncido. Meneó la cabeza una y otra vez y avanzó, acompañado por una catarata de insultos groseros por parte de las rechazadas, hasta llegar hasta donde estaba el grupo de Marie.

Cuando se paró frente al grupo y observó a las mujeres, su rostro se iluminó.

—Sí, vosotras cuatro podríais gustarme. ¿Qué os parecería ganar dinero, comer bien y llevar los mejores vestidos?

Hiltrud soltó una carcajada.

—Nos parecería muy bien. Pero nos gustaría conocer qué se esconde detrás de esa oferta tan generosa.

El hombre levantó las manos con fingido espanto.

—No hay nada escondido, por el amor de Dios. Mi oferta es honesta. Si os dais maña, ganaréis en el transcurso de un año suficiente para el resto de vuestras vidas.

—Gracias, pero no tenemos necesidad de ponernos en manos de un rufián que nos quite nuestro dinero y envíe a nuestra habitación a cualquier bestia maloliente que ninguna mujer decente se atrevería a tocar ni con guantes de hierro.

Hiltrud hizo un gesto de desdén y le dio la espalda al hombre.

Él dio una vuelta a su alrededor y la tomó por el mentón.

—Eso no puedo dejártelo pasar, preciosa. ¿Acaso parezco un rufián? Si me acompañáis, podréis trabajar por cuenta propia y además recibiréis un florín de oro verdadero como propina de parte del honorable Consejo de la Ciudad de Constanza.

Al oír el nombre de su ciudad natal, Marie se estremeció. Al mismo tiempo, recordó que el concilio que se celebraría allí ya debía de haber empezado. Hubiese querido salir corriendo hacia la ciudad para ver si podía hacer algo contra su antiguo prometido. Pero su miedo de que la reconocieran y volvieran a azotarla era mayor que el deseo de ver con sus propios ojos cómo Ruppert se hundía.

El hombre soltó a Hiltrud y se golpeó en el pecho.

—Soy Jobst, el reclutador de prostitutas, no un rufián. Mi tarea es encontrar y traer de todas partes a Constanza a las prostitutas más bellas, para que se ocupen de que los invitados de alto rango que se encuentran en Constanza pasen una estancia agradable en nuestra ciudad. Vosotras cuatro estáis a la altura de las exigencias, y sería una lástima que no quisierais llevaros una tajada del pastel que está repartiéndose allí.

Helma y Nina se sintieron halagadas, y la pequeña italiana le preguntó a Jobst con voz insinuante si no tenía ganas de irse a la carpa con ella.

—Si luego me acompañas a Constanza, con gusto.

Jobst tomó en sus manos un rizo de sus cabellos negros brillantes y lo frotó entre los dedos, como si quisiera convencerse de que el color era verdadero.

—Realmente eres un bocado delicioso y podrías ganar mucho dinero en Constanza. Por cierto, vosotras también.

Su mirada se paseó por Hiltrud y por Helma, y finalmente se detuvo en Marie.

—Aquí no pasa nada —dijo, al tiempo que hacía un gesto con su mano abarcando el paisaje—. Todos los hombres que poseen un par de florines en el bolsillo y se consideran importantes han viajado a Constanza. Ahora está reunido el mundo entero allí. Encontraréis caballeros, condes y reyes, pero también nobles señores del clero, letrados, mercaderes y los representantes de las ciudades y de los gremios de artesanos. En verdad os digo que una cortesana puede tener suerte en ese lugar.

—Yo preferiría un montoncito de dinero. La suerte va y viene —comentó Helma burlona.

—Un montón de dinero querrás decir, un montoncito sería demasiado poco para alguien tan bella como tú.

Jobst extrajo de su bolsa un batzen de Basilea y se lo arrojó a Helma. La joven prostituta lo atrapó al vuelo y se quedó contemplando el oso torpemente tallado que adornaba la moneda.

—Tal como andan los negocios por aquí, sería capaz de ir a la tienda contigo incluso por este precio.

Sonó como si estuviese seduciéndolo, pero Jobst levantó las manos.

—Tal vez más tarde. Primero son los negocios. ¿Entonces qué, mis cuatro preciosas? ¿Queréis ganar un florín de oro auténtico como propina y venir conmigo a Constanza? Os garantizo que obtendréis excelentes ganancias.

—Más bien creo que nos harán montar las tiendas en el área de Brüel y abrirnos de piernas para la chusma que se acerca a Constanza atraída por los nobles señores, y todo ello por un par de miserables peniques. No, Jobst, tus frases rimbombantes no me harán caer en esa trampa.

El tono de Marie sonaba cortante y asustó a las otras dos prostitutas, que no la conocían tanto como Hiltrud.

Jobst meneó la cabeza enfadado.

—Por Dios, mujer, eres hermosa como un ángel y en Constanza podrás recibir a los señores más nobles.

—Dudo mucho de que un conde o un prelado entren en la tienda de una prostituta errante.

Marie frunció los labios e hizo ademán de levantarse e irse. Pero Jobst se interpuso en su camino.

—Puedo conseguir alojamiento para ti y tus amigas a cambio de un alquiler razonable, por cierto, y eso que en Constanza quedan ya tan pocos lugares donde alojarse que hasta algunos nobles tienen que dormir en pajares, en establos, y mucha gente debe pasar la noche en Meersburg y en Überlingen, al otro lado del lago.

Pero eso tampoco logró convencer a Marie.

—En un prostíbulo, seguro, cuyo posadero te pagará por conseguirle muchachas bien dispuestas.

Marie ya estaba por hacerlo a un lado cuando él dio un pisotón y le gritó furioso:

—Por Dios, mujer, ¿realmente eres tonta o te lo haces? Os conseguiré una casita en donde podréis trabajar por cuenta propia. A mí no me debéis nada, ya que yo recibo un premio del consejo por cada prostituta que llevo.

Helma se acercó meneando las caderas y tomó a Marie del hombro.

—Mira, yo estoy a favor de aceptar la propuesta. Aunque fuese cierto sólo la mitad de lo que dice Jobst, igual estaríamos mejor que aquí.

—Yo también quiero ir a Constanza. Allí habrá mucha gente de mi patria y podré hablar mi propio idioma.

Era evidente que Nina ya se había decidido.

Hiltrud se acercó a Marie y la abrazó como si fuese una niña. Era obvio que se quedaría con ella aunque las otras dos prostitutas se fueran. En la mente de Marie, los pensamientos se arremolinaban como las hojas con el viento del otoño. Cuánto le habría gustado ir a Constanza. Pero el veredicto de un juez despiadado lo impedía.

—No me agrada la idea —explicó Marie con expresión de amargura—. A una amiga mía la castigaron allí de tal manera que quedó pulverizada y estuvo a punto de morir, y yo también tengo mis motivos para evitar la ciudad.

Jobst lanzó una sonora carcajada.

—Conque era eso. Has cometido alguna travesura allí. No te preocupes, preciosa mía. Si viajas conmigo, irás bajo la protección de la paz imperial. Nadie puede atreverse a ponerte una mano encima, y los guardias tienen que dejarte andar por la ciudad libremente.

El reclutador de prostitutas le hizo un guiño cómplice a Marie, al tiempo que le palmeaba la mejilla.

—El Emperador tuvo que prometer protección y un salvoconducto a todos, además de disponer una paz territorial generalizada, ya que muchos de los señores reunidos en Constanza se encuentran enfrentados en desafío. Esta paz no sólo vale para los miembros del concilio, sino también para todos los que contribuyan a su buen desarrollo. Y a mí me parece que una cortesana contribuye por lo menos en igual medida a ello que un monje con su oración o que el mercader que abastece a los señores de comida y bebida.

Tal vez la carta de protección imperial pueda impedir que las autoridades vuelvan a proceder en mi contra, pensó Marie. Pero esa carta no detendría a Ruppert y sus secuaces, ya que el Rin no devolvía los muertos tan pronto, y nadie preguntaría dos veces por una prostituta desaparecida. El problema era que, si evitaba acercarse a Ruppert a causa del miedo, jamás podría hacer nada contra él ni sus cómplices. Pensó en el testamento del caballero Otmar, que para Dietmar von Arnstein y su esposa era más valioso que el oro, y que seguía estando en su poder junto con los otros documentos.

Sólo había podido descifrar algunos de los comentarios de Jodokus acerca de esos escritos, pues sus conocimientos de latín eran muy rudimentarios y no entendía muchas de las abreviaturas. Pero estaba segura de que, en las manos indicadas, esas anotaciones acerca de los documentos constituían el arma que destruiría al conde de Keilburg y al licenciado Ruppertus Splendidus. Sin embargo, para una prostituta despreciada como ella carecían de valor. Además ¿cuál era el hombre indicado? El caballero Dietmar ya había sido engañado una vez por Ruppert, y difícilmente lograría imponerse ante él la próxima vez. Pero si el caballero la ayudaba, tal vez encontrase a alguien más poderoso que pudiese proceder contra Keilburg. Tal vez ella misma lograra encontrar a un enemigo de Keilburg de alto rango que pudiese servirse de sus documentos y destruir a sus enemigos con todo el peso de la ley. Sólo tenía que abrir bien los ojos y los oídos, y abrirse de piernas para la mayor cantidad posible de personajes importantes.

Marie suspiró profundamente y levantó la cabeza con tal energía que sus rizos quedaron flotando.

—Muy bien, Jobst. Iremos contigo a Constanza.

Helma y Nina dejaron escapar un grito de júbilo, y Hiltrud soltó un profundo suspiro que no fue precisamente de alivio. Ahora ya no había vuelta atrás, fuera cual fuere el destino que esperaba a Marie en Constanza.