Capítulo VI

El crepúsculo aún no le había cedido el paso a la noche, pero las chispas del fogón parecían diminutas estrellas fugaces que se consumían rápidamente. Marie había apoyado la cabeza sobre las rodillas pensando que su vida anterior se había apagado con la misma rapidez. Su mirada se paseó por las cuatro mujeres sentadas junto a ella alrededor del fuego proyectando unas sombras temblorosas sobre el césped. Hiltrud parecía tan relajada y tranquila como siempre. Sostenía en el fuego una varilla con una masa en su extremo. De tanto en tanto la retiraba y examinaba el pan. Así siguió hasta que la costra se quemó y quedó negra.

Partió un trozo y se lo dio a Marie.

—Aquí tienes tu parte.

—Gracias.

Marie lo cogió y soltó el aire entre los dientes, ya que el bocado estaba muy caliente. Se lo pasó de una mano a la otra, como haciendo malabares, mientras Hiltrud esperaba a que el resto que aún quedaba en la vara se enfriara. El pan estaba hecho sólo con harina y agua, sin una pizca de sal, pero Marie lo comió con avidez, y habría necesitado una porción más para saciar del todo su hambre. A excepción de una taza de leche de cabra, ésa había sido su primera comida del día, ya que la caravana de mercaderes se había detenido únicamente para dar de beber a los animales porque Ulrich Knöpfli quería llegar al albergue antes de que se hiciera de noche. Ahora estaba junto con otros mercaderes y viajeros de clase más alta en la posada, cuyas ventanas, iluminadas por la luz de las antorchas, se recortaban claramente sobre el fondo de muros grises. Los cocheros y criados se hallaban en el patio y bebían allí su vino, mientras que Hiltrud y Marie habían sido rechazadas con altivez y se las obligó a pasar la noche en la puerta. Para su alivio, se les unieron otras tres prostitutas a quienes el posadero también había negado pasar la noche en un rincón del patio.

Esa noche, Marie había aprendido una nueva lección en la lucha por la supervivencia en los caminos. El posadero no sólo les había señalado la puerta, sino que además les había exigido por un plato de sopa y un trozo de pan más dinero de lo que les pedía a otros clientes por sus carnes asadas. Hiltrud le había dado la espalda al hombre sin decir palabra y había levantado su campamento bajo la protección de una mata de espinillos, mientras las otras prostitutas seguían discutiendo con el criado del posadero. Finalmente, las tres mujeres habían terminado por unirse a Hiltrud y a Marie, aceptando agradecidas el ofrecimiento de Hiltrud de hacer una masa simple con la harina que aún les quedaba. Al menos, el pan cocido al fuego lograba saciar su hambre como lo hubiera hecho la comida del posadero.

Mientras Marie se lamía las últimas migajas de los dedos, se quedó observando a las tres prostitutas extrañas que, al igual que Hiltrud, llevaban años andando por los caminos. Durante los últimos días había comenzado a tener una idea de lo que significaba ser una apátrida desterrada, y se preguntaba cómo podían soportar esas mujeres una vida así. A las cortesanas errantes las trataban peor que a los mendigos en las escalinatas de las iglesias. Estaban expuestas a los caprichos de los guardias de la ciudad, que las consideraban alimañas molestas, y sólo contaban con la buena voluntad de unos pocos. En aquel corto viaje, las puertas de las ciudades y los albergues habían permanecido cerradas para ellas, de modo que tuvieron que dormir a la intemperie o en la tienda de Hiltrud, protegidas de las miradas ajenas únicamente por las ramas frondosas de los árboles.

En Tuttlingen había conocido otro peligro nuevo. Un hombre gordo y pelado se les había acercado y las había invitado a su albergue con palabras amables. Hiltrud se había echado a reír y le había explicado que no tenía ganas de caer en las garras de un rufián que le quitara el dinero arduamente ganado y la golpeara cuando ella no lo obedeciera. El hombre se había alejado arrojando maldiciones y, para vengarse, les envió a los guardias de la ciudad, que las habían echado del lugar donde estaban acampando con rudas amenazas. Esa noche habían sido obligadas a desmontar la tienda húmeda por la llovizna en medio de la oscuridad y tuvieron que montarla de nuevo un trecho más lejos de la ciudad, a orillas del Danubio, sin un fogón encendido en la entrada que mantuviese lejos a los mosquitos.

Entretanto, Marie había comprendido que la túnica de la deshonra que le habían puesto en Constanza la había marcado como un sello de Caín en la frente y la retenía sin piedad en el estrato social más bajo. Los únicos que estaban aún más abajo eran los leprosos, pero sólo porque los sanos los rechazaban por miedo a contagiarse. Las prostitutas eran codiciadas si estaban en el momento indicado en el lugar justo. En las ferias y en las grandes fiestas eclesiásticas, las autoridades se regocijaban con la presencia de las cortesanas o criadas solícitas, como las llamaban entonces, mientras que durante el resto del tiempo las calificaban de hermanas del diablo y, a menudo, las expulsaban.

Ahora Marie comprendía también por qué su padre no podía comprarle, ni siquiera con toda su fortuna, el camino de regreso a la sociedad burguesa. Aunque la envolviera en sus antiguas ropas para que pudiera volver a viajar bajo su protección sin aquellas cintas amarillas que la estigmatizaban, jamás volvería a ser considerada una burguesa honorable. La única oportunidad de poner un manto de piedad sobre su desgracia consistía en casarse con un burgués respetable que estuviera dispuesto a hacer la vista gorda a su indignidad y oídos sordos a los rumores que la alcanzaran con tal de quedarse con su cuantiosa dote. A todo esto, podía considerarse afortunada por no haber corrido la misma suerte que Fita, la menor de las otras tres.

Fita era una muchacha bonita, reservada, de apenas algo más de veinte años, con el cabello castaño e infinidad de pecas en la nariz y en las mejillas. Había trabajado como criada en la casa de un próspero maestro artesano a quien debía complacer en todo. Cuando quedó embarazada, su ama la denunció ante el cura por prostitución, insistiendo en que recibiera un castigo severo. El devoto hombre de la iglesia se encargó de que Fita fuera azotada y marcada en ambos hombros con hierro candente. Marie le había visto las cicatrices al lavarse junto a ella en el arroyo. Si bien las marcas habían ido suavizándose con el tiempo, seguían teniendo un aspecto horrible.

Berta, la rolliza colega de Fita, una mujer de rostro redondo y rubicundo, y cabellos negros y cortos, no parecía haber tenido un destino tan terrible y daba la impresión de sentirse absolutamente satisfecha con su vida. Siempre desviaba la conversación hacia sí misma, hablaba sólo de ella y de los hombres, utilizando expresiones que hacían ruborizar de vergüenza a Marie. Su cuerpo era su capital de negocio, la moneda con la que especulaba. Según sus propias palabras, no era especialmente selectiva en lo referente a sus clientes, y su hedor delataba que el aseo no le importaba lo más mínimo. Era apenas unos años mayor que Hiltrud, pero tenía un aspecto muy ajado.

La tercera mujer se llamaba Gerlind y era la más vieja de aquella ronda. Tenía las caderas anchas de una matrona, pero su rostro seguía siendo tan terso como el de una mujer joven. Lo único que delataba su edad eran sus abundantes cabellos grises, que le llegaban hasta la cintura. Mantenía su ropa y su cuerpo siempre limpios y se sentía evidentemente orgullosa de seguir conservando su buen aspecto. Hiltrud la trataba con respetuoso temor, ya que la mujer conocía los secretos de muchas hierbas y sabía macerar brebajes y tinturas muy útiles. Hiltrud le comentó a Marie en voz baja que Gerlind tenía aun más experiencia en ello que el mismísimo Peter Krautwurz. Berta, que estaba a punto de contar una nueva historia a las presentes, oyó el comentario de Hiltrud y le dio un codazo a Gerlind.

—Tu caldo para no tener hijos me habría venido muy bien en aquel entonces, me habría ahorrado cuatro embarazos. De todos modos, los pobrecitos no sobrevivieron mucho.

—No es culpa mía —replicó Gerlind.

—No me quejo, estoy contenta de que me des esa cosa. Cuando pienso en esas pobres chicas en los prostíbulos de las ciudades, que tienen que abrirse de piernas para todos, desde el guardián de la aldea hasta el prior de la catedral, y que prácticamente tienen un hijo por año, siento escalofríos. Prefiero renunciar a tener un techo estable sobre mi cabeza si a cambio consigo mi libertad y mi independencia.

Fita se apartó y levantó las manos en señal de rechazo.

—Daría cualquier cosa por poder volver a servirle a un amo que me diera de comer dos veces al día y me permitiera dormir bajo un techo estable. Odio esta vida.

Berta la miró sin comprender.

—¿Qué tiene de malo ser una prostituta errante? Somos dueñas de nosotras mismas y podemos hacer lo que nos viene en gana. Si se nos antoja dirigirnos a Bohemia o al Rin, lo hacemos y listo. Comparadas con las esposas, por muy respetables que sean, lo pasamos mucho mejor. Ellas están completamente expuestas a la voluntad de sus maridos, quienes disfrutan más golpeándolas que follándolas, y si van a quejarse al cura, les suelta el cuento de que es la voluntad de Dios. Por supuesto que yo también podría imaginar algo mejor que estar sentada en la puerta de este albergue miserable. Pero siempre me digo: hoy es hoy, y mañana será otro día. Y cualquier otra idea está de más.

Fita alzó la cabeza con una expresión desolada.

—No sabes cuánta razón tienes. A menudo quisiera poder detener mis pensamientos del mismo modo que un cochero detiene sus caballos. Pero no puedo conseguirlo. Siempre vuelvo a pensar en el pasado, y me tortura el hecho de tener que pecar a diario para poder sobrevivir.

Berta lanzó una carcajada.

—Si no soportas que los hombres te follen, deberías tirarte al río.

Fita juntó las manos como si fuera a rezar.

—A los suicidas les cierran las puertas del reino de los cielos, y yo no quiero quitarme la posibilidad de ser aceptada allá arriba. Dios conoce mis padecimientos y tendrá misericordia conmigo. ¿Acaso Jesús no intercedió por María Magdalena a pesar de que ella era una prostituta?

Mientras las prostitutas conversaban animadamente, uno de los cocheros abrió la puerta del albergue y miró en la dirección en la que se encontraban. Berta se puso de pie y avanzó hacia él meneando las caderas. Las otras la vieron intercambiar un par de palabras con el hombre para luego desaparecer entre los matorrales.

Gerlind meneó la cabeza con reprobación.

—Berta se lo toma muy a la ligera y sin darse cuenta rompe todas las reglas. Esa actitud algún día acabará por acarrearle un gran disgusto.

Marie, que hasta el momento había estado escuchando en silencio, la miró con intriga.

—¿Qué reglas?

Gerlind arqueó las cejas, como si estuviese sorprendida de que Marie no lo supiese.

—Las reglas tácitas que nos facilitan la vida a todas. En una feria, competimos unas con otras. Allí Berta puede abordar a todos los hombres que desee. Pero cuando viajamos juntas, aguardamos a que los hombres se nos acerquen y nos aseguramos de que el cliente se lleva a la que ha ganado menos dinero en el último tiempo. En este caso, le habría tocado a Fita.

—La idea es que todas tengamos dinero suficiente para el viaje —agregó Hiltrud—. De lo contrario, si una o dos prostitutas tuvieran que pasar hambre mientras que el resto tiene suficiente comida, aparecerían las discusiones. A nosotras nos gusta unirnos en grupos más grandes para viajar juntas de una feria a la próxima. De ese modo, nos evitamos tener que estar mendigando constantemente a los mercaderes o a los líderes de otros grupos de viajeros. Y siendo cinco podríamos viajar absolutamente seguras por todo el territorio.

Sonaba como una invitación a las otras tres.

Gerlind observó a Marie, escéptica.

—Tratándose de ti, no tendría reparos, Hiltrud. Pero ¿qué hay de tu compañera? No es de las nuestras.

—Marie es una pobre niña a quien le han jugado una mala pasada, que ha sido tan maltratada como Fita. O tal vez peor, porque fue ultrajada en forma salvaje y la lastimaron tanto que pasarán una o dos semanas hasta que pueda trabajar. En cuanto se recupere, desempeñará el oficio a la par de nosotras.

Al oír las palabras de Hiltrud, Marie se estremeció. Ella jamás haría eso, pensaba. Al mismo tiempo, el corazón se le encogía de miedo. Si su padre no la encontraba pronto, no le quedaría más remedio, a menos que siguiera el consejo que Berta le había dado a Fita y acabara con su vida en el río más próximo. Seguramente sus olas serían más piadosas con ella que los hombres.

Mientras Marie seguía pensando en su cruel destino, el resto de las mujeres deliberaba cómo seguirían su camino. Fita intercedió por Marie de inmediato, ya que veía en ella a una compañera de sufrimientos. Pero Gerlind se hizo de rogar un buen rato hasta asegurar nada.

—Esperemos a ver qué opina Berta. Si ella no tiene buenos motivos para oponerse, en principio seguiremos juntas hasta la próxima feria.

Marie pensó en las noches que ella y Hiltrud habían dormido solas en la tienda mientras la gente del mercader gozaba de la protección de los muros de una ciudad o de un albergue. Había pasado esas noches muerta de miedo, hundiéndose en su manta y temiendo un asalto cada vez que oía un ruido.

—¿No es peligroso que viajemos sin la protección de un grupo?

—Siendo cinco podemos atrevernos a hacerlo. Al fin y al cabo, tampoco somos tan inofensivas.

Para confirmar sus palabras, Gerlind elevó el bastón que usaba como sostén para caminar y le mostró a Marie su punta de hierro.

—Yo puedo usar esto como una lanza. Berta lleva un cuchillo de pelea en su equipaje, y Fita tiene una daga bajo la falda. De ese modo podemos defendernos de los mendigos demasiado molestos y de un par de ladrones. No podemos luchar contra un grupo más grande, pero las caravanas pequeñas tampoco son capaces de hacerles frente.

Hiltrud asintió sonriendo.

—Te lo dije, pequeña: las cortesanas saben defenderse.

—¿Tú también tienes un arma? —quiso saber Marie.

Antes de que acabara de pronunciar la última palabra, Hiltrud ya enarbolaba el hacha en la mano.

—¿Te vale con esto? Al fin y al cabo, ya la has usado para cortar leña.

—No había pensado en el hacha como un arma.

Marie se la quitó y pasó la yema de los dedos por el filo. Sintió las mellas que le había hecho cuando había golpeado sin darse cuenta una piedra en lugar de un tronco, y se propuso afilarla cuanto antes.

Gerlind miró con preocupación hacia los matorrales detrás de los cuales habían desaparecido un rato antes Berta y el cochero.

—Esos dos ya deberían estar acabando. Me inquieta que ese hombre le haya hecho algo. Mejor iré a echar un vistazo.

Pero no llegó a hacerlo, porque en ese momento volvió a abrirse la puerta del albergue. En el reflejo de un farol alcanzaron a distinguirse dos hombres que avanzaban vacilantes hacia donde estaban las mujeres. A juzgar por sus ropas, el mayor debía de ser un próspero comerciante, ya que vestía un abrigo con apliques de piel y un gorro de castor. Su acompañante era un muchachito delgado que tenía un cierto parecido con el mayor e iba abrazado a él como un niño asustado.

El comerciante levantó el farol y alumbró a las mujeres en el rostro.

—Un nido lleno de cortesanas. Justo lo que necesitaba.

Gerlind asintió con indiferencia a punto de decir algo, pero el hombre torció el gesto de inmediato.

—Tú no, vieja. Quiero una yegua joven, pura sangre, que le enseñe a mi hijo lo que tiene que saber en su noche de bodas.

Ante una seña de Gerlind, Fita se puso de pie.

—Yo estoy dispuesta. Si gustáis esperar unos minutos, montaré mi tienda…

—En una noche tan tibia como la de hoy, el mocoso no va a enfriarse el trasero —se burló el hombre, al tiempo que empujaba a su hijo hacia Fita—. Esmérate, ramera. Que se dé cuenta de lo bien que sienta estar casado. Si no, terminará haciendo el ridículo frente a su prometida.

No se sabía quién se veía más desdichado, si Fita o el joven, que apenas contaría con diecisiete años. Fita lo cogió de la mano y comenzó a hablarle en voz baja mientras lo introducía en la espesura de las ramas de un abeto que caían hasta el suelo. Por un momento pareció que el padre iría tras ellos, pero entonces su mirada se quedó clavada en Marie.

—Yo también podría relajar un poco mis lumbares. ¡Ven conmigo, ramera!

Marie retrocedió y se encogió sobre sí misma. El hombre resopló, furioso, y dio un paso hacia ella como si quisiera arrastrarla de las piernas.

Hiltrud lo detuvo.

—Mi amiga no puede trabajar por el momento. Está enferma.

El hombre retrocedió y echó un vistazo preocupado hacia los matorrales detrás de los cuales había desaparecido Fita con su hijo.

Hiltrud tranquilizó al comerciante.

—No os preocupéis, no es nada contagioso. Mi amiga sólo está lastimada. Tal vez el señor guste de mis servicios —dijo, al tiempo que daba un paso adelante para permitirle ver mejor debajo del escote de su blusa.

El hombre se quedó unos instantes pensativo, luego se quitó el abrigo, lo dobló con pedantería y lo colgó de una rama gruesa.

—Ven, ramera. Me van a explotar los pantalones.

Hiltrud le respondió algo que hizo reír al hombre. Luego, la tercera pareja también desapareció entre los matorrales.

Gerlind los miró alejarse y escupió hacia el fuego.

—Qué hombre más desagradable. Se cree que por ser un burgués con dinero puede tratarnos como le venga en gana.

Marie asintió angustiada.

—Se comporta como si fuésemos de su propiedad.

—Si fuera así, nos trataría con más consideración. Pero sólo nota nuestra presencia cuando le aprieta la bragueta. El resto del tiempo frunce la nariz con asco y aparenta no haber estado jamás con una de nosotras.

Gerlind imitó tan bien el modo de hablar del hombre que Marie no pudo más que reír, a pesar de lo amargas que habían sido sus palabras.

—Espero que al menos pague bien.

Antes de acabar de pronunciar estas palabras, Marie se avergonzó de sí misma. Ya estaba hablando con la misma vulgaridad que Berta. Si permanecía más tiempo con aquellas mujeres, muy pronto se volvería tan codiciosa y pérfida como la ramera rolliza.

Poco después, Berta regresó junto al fuego. Venía sin aliento y desgreñada. Cuando estuvo junto al fogón y miró la palma de su mano a la luz del resplandor del fuego, tuvo un estallido de furia.

—¡Qué perro miserable! Me embiste enloquecido como un conejo en celo y luego me estafa en el precio convenido.

Gerlind le replicó secamente:

—Deberías haberle pedido que te diera el dinero antes.

—¡Si él me mostró las monedas! Pero después, en la oscuridad, no me di cuenta de que en lugar de darme peniques de Ratisbona, tal como habíamos acordado, me encajó unos de Halle, de menor valor.

Berta resopló ofendida y le enseñó las monedas a Gerlind.

Su compañera se encogió de hombros.

—Lo primero que debe aprender una prostituta es a diferenciar las monedas con las yemas de los dedos. Has sido demasiado codiciosa, y creo que lo tienes bien merecido. De hecho, le tocaba a Fita y no a ti.

—¿Le tocaba a ella? Lo olvidé por completo. ¿Dónde está?

Berta echó un vistazo a su alrededor buscándola. En ese momento, Fita también emergió de entre los arbustos. Un par de pasos más atrás iba el hijo del mercader, que se detuvo de pronto para abotonarse los pantalones a la luz del fuego. La estúpida sonrisa en su rostro revelaba cuánto placer había sentido en los últimos minutos.

Su padre tardó algo más en reaparecer.

—¿Y? ¿Ya has aprendido lo que significa ser un hombre?

El muchacho asintió, confundido.

—Supongo que sí. Fue algo extraño, pero me gustó mucho.

—Eso espero. Al fin y al cabo, una hembra de estas cuesta dinero, y no puedo ir regalándolo.

El comerciante tomó su abrigo de la rama. Nada más ponérselo, pareció acordarse de las prostitutas. Con un suspiro que expresaba cuánto lamentaba tener que gastar ese dinero, abrió su monedero, contó un par de monedas y las arrojó al pasto, junto al fogón.

—Vamos, muchacho —le ordenó a su hijo, y se dio media vuelta sin siquiera dignarse a mirar a las mujeres por última vez.

—Qué patrón más maleducado.

Hiltrud cogió una rama candente del fuego para alumbrar el lugar en donde estaba el dinero y recogió las monedas.

—No fue muy generoso que digamos —le dijo a Fita al entregarle la mitad de las monedas.

Berta frunció la nariz.

—Pero de todos modos vosotras habéis ganado unas cuantas monedas más que yo.

Gerlind se rió con malicia.

—Si no te hubieses adelantado hace un rato, ahora la parte de Fita te correspondería a ti.

Berta parecía estar acostumbrada a que Gerlind la regañara, ya que no reaccionó.

—¿Qué clase de tipos eran esos dos?

—Un padre que vino a que desvirgaran a su hijo y le entraron ganas a él también —le explicó Hiltrud.

Sin querer, Marie soltó una risita.

—¿Cómo «desvirgar»? Yo creía que esa palabra se usaba solamente para las mujeres.

Gerlind se dejó contagiar por su jocosidad.

—¿Cómo quieres llamarlo entonces? «Desvaronizar» sonaría horroroso.

—Y tampoco diría «deshombrar». Eso me suena a castrar —agregó Berta. Su abdomen y sus pechos se mecían al ritmo de su risa de tal modo que, por un instante, pareció que los rollos iban a hacerle saltar el raído vestido en pedazos.

Marie volvió a ensimismarse y contuvo las lágrimas. Gerlind y Fita eran muy amables, pero la idea de tener que viajar con Berta la aterrorizaba. Aquella mujer se correspondía exactamente con la imagen que los burgueses respetables tenían de las prostitutas errantes. Era sucia, ordinaria y sólo pensaba en su propio beneficio. ¡Y dependía justamente de ella la decisión de que Hiltrud y Marie pudieran unirse a las otras tres! La caravana con la que habían estado viajando hasta el momento no se dirigía hacia un mercado. Por eso, hacía dos días que Hiltrud pensaba en separarse, aunque no sabía cómo harían para seguir viajando seguras por su cuenta. Ahora que tenía dos bocas que alimentar no podía viajar ni un solo día de más.

Gerlind sonrió a Hiltrud y atizó el fuego hasta que las llamas volvieron a avivarse lo suficiente como para alumbrarlas a todas.

—Hiltrud acaba de proponer que sigamos viajando las cinco juntas. Bajando por el Danubio hasta Ulm, próximamente habrá una serie de ferias en las que podríamos hacer buenas ganancias.

Marie se quedó admirada de la sutileza de Gerlind. Había informado sobre la propuesta de seguir viajando juntas sin que pareciera que Hiltrud había pedido ni suplicado favor alguno.

Berta movió la cabeza y echó un par de ramas más al fuego antes de dar una respuesta.

—Pensaba que íbamos a ir en dirección al Rin. Si quieren, Hiltrud y Marie podrían venir con nosotras.

Gerlind dejó escapar un suspiro de alivio, y Marie comprendió que estaba feliz de haber liquidado el asunto sin grandes discusiones. La mayor de las prostitutas miró a Hiltrud con inocencia, como si todo hubiese sido obra de la casualidad.

—¿Qué te parece la propuesta de Berta?

—¡Genial! En los puertos del Rin siempre se puede hacer dinero.

A Hiltrud no le fue difícil hacer esa concesión, ya que de todas formas no había pensado en ningún momento en bajar por el Danubio.

—Muy bien, entonces seguiremos juntas.

Berta asintió tan satisfecha como si acabara de imponerse en contra de la voluntad de todo el grupo, se desperezó y bostezó profundamente.

—Estoy muerta de cansancio. Deberíamos acostarnos.

Fita miró a su alrededor temerosa.

—¿No sería mejor que alguna de nosotras hiciera guardia? A juzgar por el alboroto que se siente, los hombres allá parecen estar ebrios. Para ser sincera, les tengo miedo.

Hiltrud hizo un gesto de aprobación.

—Yo también creo que deberíamos montar guardia. Me parece que esos hombres son capaces de gastarnos una broma pesada.

—Empieza Marie —decidió Gerlind, quien había asumido el liderazgo del grupo a pesar de los gestos ampulosos de Berta—. Ella despierta a Fita, Fita a Berta y Berta a mí. Hiltrud puede asumir la guardia matutina.

Ninguna de las mujeres se opuso. Luego, Marie tomó el bastón que le ofreció Gerlind para poder defenderse en caso de que fuera necesario. Como hacía buen tiempo, ninguna de ellas se había molestado en montar la tienda. De modo que las otras cuatro se envolvieron en sus mantas y se acostaron junto al fogón. Marie se sentó entre ellas para no perder de vista la puerta del albergue.

De vez en cuando echaba un par de ramas o un pedazo del tronco medio podrido que ella y Fita habían encontrado en el bosque cercano poco antes del atardecer. Trataba de no pensar en las horribles horas transcurridas en Constanza, al menos por un día. El recuerdo estaba siempre al acecho en un rincón de su conciencia, esperando el momento de volver a torturarla. Para distraerse, se puso a contemplar a las mujeres que estaban durmiendo, intentando formarse una opinión de cada una.

Ya se había hecho su propia idea sobre Berta. No confiaba en absoluto en ella. Esa mujer pensaba sólo en su propio beneficio, e incluso parecía disfrutar de su vida de prostituta errante. Probablemente eso se debía a que jamás había conocido otra cosa. Fita, en cambio, vivía lo que le había ocurrido como una suerte de purgatorio en la Tierra y parecía esperar que sus sufrimientos le depararan la salvación eterna. Según las burlas de Berta, reservaba la mayor parte de lo que ganaba para depositarlo en el cepillo de las pocas iglesias que le abrían las puertas durante los días de feria. Como no era una prostituta muy experta y atraía a menos pretendientes que las demás, solía pasar hambre o atender clientes que le regalaban a cambio una bolsita de harina o un pan duro. Marie se preguntó si con esas renuncias Fita no estaría buscando encontrar una muerte temprana.

Gerlind era difícil de juzgar. Tenía gracia y una suerte de humor negro, pero generalmente se mostraba fría y distante. Debía de andar por los cuarenta y tantos, sin embargo su aspecto no estaba muy deteriorado. Probablemente eso se debía a que se ganaba el pan más con los brebajes y ungüentos que maceraba con todo tipo de hierbas que ejerciendo la prostitución. Por su remedio contra embarazos no deseados, las otras prostitutas le pagaban una pequeña fortuna. Los vientres abultados ahuyentaban a los pretendientes, debilitaban a las mujeres y les deparaban aun más problemas si los niños sobrevivían.

De pronto, Fita comenzó a revolverse. Alzó la cabeza, miró hacia las estrellas y se destapó.

—Acuéstate, Marie. Yo seguiré montando guardia. De todos modos, no puedo conciliar el sueño.

Marie atizó el fuego para poder observar mejor a Fita en el resplandor de las llamas.

—¡Pero si todavía no debe de haber pasado ni media hora!

—Más bien una hora entera.

Fita cubrió las brasas con un manojo de hojas secas y se quedó mirando cómo las llamas iban lamiéndolas con sus lenguas de fuego. A la luz de aquel resplandor rojo, su rostro parecía tan triste y entregado a su destino como si considerara al purgatorio mismo una salvación.

Marie se echó la manta alrededor de los hombros a la vez que comenzaba a soplar un viento fresco.

—Yo tampoco puedo dormir. Podríamos conversar un rato, así el tiempo se nos pasará más rápido.

Fita levantó la mano en señal de rechazo, pero luego volvió a dejarla caer y asintió con la cabeza. Marie se deslizó junto a ella y se quedó con la mirada fija en las llamas. Al principio, Fita no parecía tener ganas de hablar, pero al cabo de un rato tomó la mano de Marie y la acarició.

—A ti también te pusieron la túnica de la deshonra y te expulsaron de la ciudad, ¿no es así?

Marie asintió.

—Sí. Aunque aún no sé qué sucedió para que todo terminara de ese modo. La noche anterior me había ido a dormir con la certeza de que al día siguiente estaría frente al altar. Pero esa noche me llevaron a un calabozo y me quitaron mi virginidad. Al día siguiente me condenaron por prostitución, me azotaron y me desterraron de mi ciudad natal. Fue, mejor dicho, es una pesadilla que parece no querer tener fin.

—Una pesadilla… Sí, a mí también me parece una pesadilla, aunque debo decir que, en mi caso, no llegó de modo tan inesperado.

La voz de Fita sonaba suave. A diferencia de Marie, ella no parecía sentir odio.

—Pero no pude hacer nada para evitarlo. El maestro era mucho más fuerte que yo y me usaba como si tuviese el derecho de hacerlo. Y tal vez lo tuviera, ya que cuando me quejé en casa, me reprendieron. Mis padres se limitaron a decirme que no fuese tan remilgada. La mujer del maestro era muy severa conmigo, sin embargo a él lo dejaba hacer. Comencé a sentir su furia y sus celos justo cuando quedé embarazada.

Fita exhaló un profundo suspiro y le relató el juicio que su ama había iniciado en su contra.

—Debe de haberme odiado porque su esposo me había hecho un hijo a mí, mientras que ella se pasaba el día en la iglesia, implorándole a la madre de Dios que le diera descendencia sin que nada sucediera. ¿Pero yo qué tenía que ver en eso? El tribunal me encontró culpable de prostitución y le ordenó al guardia que fuera duro conmigo.

Fita miró fijamente a Marie.

—¿Sabes lo que eso significa?

—No.

—Primero me marcaron en ambos hombros con hierro candente y luego me golpearon sin considerar que estaba embarazada, hasta que al final perdí el niño. Alcancé a ver que se trataba de un varoncito. El sacerdote que estuvo presente mientras me azotaban afirmó que el niño iría a parar al infierno de todos modos, y por eso enterraron a mi pequeño sin bautizarlo. Pero yo estoy segura de que Dios ha recibido a mi pequeño en el Cielo, ya que él no tenía ninguna culpa de que mi maestro me obligara a complacerlo. Creo…

Fita siguió hablando sin parar. Hablaba de su hijo como si estuviera acunándolo en sus brazos, invisible, como si lo observara retozar sobre las praderas del Cielo. Al principio, Marie pensó que estaba loca, pero pronto comprendió que de su interior emanaba una religiosidad que no era compatible con los preceptos de la Iglesia.

Parecía que sólo se mantenía con vida para expiar la culpa por su hijo no bautizado y prepararse ella misma para ingresar en el Reino de los Cielos.

Mientras escuchaba la historia de la vida de Fita, Marie sintió un poco de envidia de ella. Aquella mujer seguía creyendo en la justicia divina y hallaba consuelo en la oración. Pero ¿qué le quedaría a ella si su padre no la encontraba pronto? Ya había perdido su fe, aunque volvía a invocar una y otra vez a la madre de Dios y le rogaba que le enviase un ángel que condujese a su padre hasta ella y la librara de su ignominia. Sin embargo, sus oraciones sonaban vacías y ya no le daban ninguna esperanza.

No, en este mundo era obvio que no ocurrían milagros. Había oído decir a mucha gente que toda la desgracia que había caído sobre el mundo se debía a tres hombres que se habían autoproclamado Papas y se peleaban entre ellos por ver quién de los tres era el verdadero representante de Dios en la Tierra. Según se decía, aquella disputa había traído consigo el tiempo del diablo y de sus demonios, que transformaban a los hombres en bestias y los hacían infringir todos los mandamientos de Dios. Hasta hacía poco, Marie no se había interesado por esos comentarios, pero ahora estaba convencida de que esas personas tenían razón. Con sus discusiones, los tres Papas habían destruido la salvación de Cristo, dejando las almas a merced de Satanás.

De pronto, Marie se asustó de sus propios pensamientos. Si continuaba fortaleciendo esas convicciones acabaría por perder todo sostén moral y se abandonaría a sí misma. No, ella no quería acabar como Fita ni salir en busca de su propia muerte; necesitaba creer firmemente que sería rescatada a tiempo. Seguramente, a su padre no le resultaría nada fácil seguir sus huellas, ya que ella había andado mucho, y él no tenía modo de saber que había ido a parar con las cortesanas errantes. Si viera la miseria en la que estaba viviendo, se le rompería el corazón.