Capítulo II

Marie estaba acostumbrada a hacer sus viajes a pie, le habría gustado poder caminar ahora también, ya que la carreta que ella y Hiltrud compartían con dos criadas y una docena de cajas, canastos y barriles crujía y se zarandeaba más que una barca en el Rin. Le dolían todos los huesos del cuerpo y lentamente comenzó a sentir envidia del siervo que caminaba al lado de la carreta azuzando a los dos bueyes. Las cabras de Hiltrud habían sido enganchadas en la parte trasera del carro. Avanzaban muy diligentes, aunque no sin arrancar algún pastito a la vera del camino o emitir de tanto en tanto un balido para llamar la atención de Hiltrud. Los siervos le habían quitado las ruedas a la carreta de Hiltrud y la habían ajustado al carro de equipaje más grande, que era tirado por cuatro bueyes y cerraba la caravana.

A la cabeza iba el carruaje cerrado de Mechthild von Arnstein, que, al igual que los carros de equipaje, caía cada dos o tres pasos en un pozo y volvía a salir dando tumbos. Marie había visto cómo recostaban a la dama en un lecho de almohadones blandos para protegerla del traqueteo y las sacudidas. De todos modos, aquel viaje debía de ser un suplicio para una mujer embarazada. Marie se alegraría de llegar al castillo de Arnstein también por la señora, ya que ahora todo dependía de su salud. Si daba a luz antes de tiempo a un niño muerto, el señor del castillo consideraría a las prostitutas dos bocas improductivas y las pondría de patitas en la calle.

Marie soltó un suspiro a la vez que se sujetaba con fuerza a la pared de la carreta, ya que una sacudida especialmente fuerte le había hecho perder el equilibrio. Rogó al cielo que llegaran al castillo de Arnstein esa misma noche, tal como le habían asegurado, aunque no se hacía ilusiones con el panorama que se encontraría allí. Ella y Hiltrud habían estado en castillos imponentes y habían pasado la noche en un par de ellos, y entonces los prejuicios de Marie se habían confirmado. Los castillos de los nobles de caballeros eran realmente fríos, húmedos y expuestos a las corrientes de aire, y además estaban repletos de gente. Sólo cabía esperar que Mechthild no las hiciera dormir en la cocina con las criadas o en la galería que conducía al pozo de agua, sino que, al menos, las instalara en una de las habitaciones en las que vivían las criadas personales. A juzgar por lo que había visto hasta el momento, durante ese invierno ella y Hiltrud no estarían ni por asomo tan cómodas como lo habían estado en la vieja choza que encontraron el año anterior. Marie suspiró al recordar la gruesa capa de follaje seco sobre el suelo y el fuego que mantenían constantemente encendido con pasto y ramas secas para poder cocinar y mantener un agradable calor.

De pronto, Hiltrud le dio un puntapié sobresaltándola.

—¿Qué sucede?

Hiltrud señaló hacia los soldados que escoltaban la caravana. Los hombres se habían ajustado los cinturones de sus armaduras y tenían preparadas las armas.

No lejos de allí, el camino seguía a través de un angosto puente de madera. Allí se habían apostado una docena de escuderos con el evidente propósito de cercarles el camino a los de Arnstein. Cuando las carretas se aproximaron, Marie pudo distinguir el escudo heráldico que esos hombres llevaban en el pecho. Se trataba de una torre almenada roja sobre la cual pendía la cabeza de un jabalí negro. Marie conocía ese símbolo, pero no recordaba a quién pertenecía. No era de extrañar, ya que durante sus viajes había visto muchos escudos diferentes en el pecho de vasallos, escuderos y nobles señores. Sin embargo, al ver ese escudo se le erizaron los cabellos sin saber por qué.

Poco antes de llegar al puente, Giso ordenó a los conductores que se detuviesen y avanzó con su caballo bayo un trecho en dirección hacia los bandidos. Se detuvo tan cerca del primer guerrero que la cabeza de su caballo casi rozó al hombre.

—¡Dejad el camino libre de inmediato! —les gritó.

—¿Y por qué habríamos de hacerlo? —respondió el jefe de los escuderos desafiante—. La chusma de Arnstein ya no tiene nada más que hacer en estas tierras.

Giso se enfrentó a ellos.

—Estas tierras pertenecen al caballero Otmar, y los canallas de Keilburg no tienen nada que hacer aquí.

La voz de Giso sobrepasó los mugidos de los bueyes, que pateaban inquietos, y resonó como un eco en los oídos de Marie. Ella tragó saliva y se llevó la mano al corazón para calmar el salto que le había dado, ya que en ese momento recordó dónde había visto ese escudo por primera vez: en el anillo de Ruppert. Era el símbolo de su padre, Heinrich von Keilburg. En sus esfuerzos por subrayar la grandeza de su prometido, su padre le había contado muchas cosas sobre el conde y, entre ellas, había mencionado que el castillo donde residía el padre de Ruppertus alguna vez se había llamado Keilersburg. En ocasión de su nombramiento como conde imperial, Heinrich lo había rebautizado con el nombre de Keilburg. Marie aguardó con ansiedad la respuesta del jefe de los hombres de Keilburg.

—¿Por qué desiertos has estado transitando en los últimos tiempos? Ya todo el mundo sabe que el conde Otmar se ha retirado de la vida mundana y se ha enclaustrado en un convento tras legar todas sus posesiones a mi señor, el conde Konrad.

Giso soltó una sonora carcajada.

—Ése es otro de los cuentos que vuestro señor suele difundir. Si realmente es cierto que el caballero Otmar se ha retirado a un convento, entonces sus tierras pertenecen a mi señor, ya que el caballero Otmar ha sellado un pacto sucesorio con él y no está capacitado para transferirle sus dominios a nadie más.

—Parece que sí lo está —le explicó sin inmutarse el hombre de Keilburg—. De hecho, el derecho de mi señor está documentado y sellado. Friedrich von Zollern, el nuevo obispo de Constanza, y el abad Hugo von Waldkron han firmado el pacto en calidad de testigos, y el Emperador mismo otorgó su aprobación.

Giso amagó con echársele al cuello, pero al ver que los soldados de Keilburg tenían las espadas desenvainadas se contuvo.

—¡Eso es mentira! Vamos, apartaos del camino de inmediato. Debo llevar a mi señora a su casa. Está embarazada y no podrá soportar el viaje si nos desviamos por caminos en mal estado.

El jefe de los de Keilburg soltó una risa irónica.

—Entonces será mejor que la próxima vez se quede en su casa, como corresponde a una mujer decente. Por aquí no pasaréis a menos que te bajes de tu corcel y me pidas de rodillas que haga una excepción con tu señora.

Giso se puso rojo de ira y alzó su espada. Sus hombres se le unieron y, por unos instantes, pareció que estallaría un combate entre ambos bandos. Como los hombres de Keilburg triplicaban en número a los de Giso, Marie se temió lo peor. Pero entonces se descorrió el cortinaje del carruaje y Mechthild von Arnstein asomó la cabeza.

—¡Atrás, Giso! No toleraré una lucha armada sin que medie una carta de desafío, y no sacrificaré hombres valiosos sin saber qué es lo que ha sucedido en realidad. Vamos, daremos la vuelta y buscaremos otro camino. Pero tú, hombre de Keilburg —agregó entonces dirigiéndose al jefe de los otros—, tú puedes decirle a tu codicioso señor que los Arnstein defenderemos nuestros derechos.

Giso se sacudió como si le hubiesen echado un balde de agua fría.

—¡Pero mi señora, no podemos replegarnos como perros asustados, con el rabo entre las piernas! Mirad a esos canallas. Difundirán el rumor de que los de Arnstein somos unos cobardes.

—¡Y eso es lo que sois! —lo aguijoneó el hombre de Keilburg.

Por un instante pareció que Giso iba a desobedecer las órdenes de su señora, pero finalmente volvió a guardar su arma y ordenó a sus hombres que hicieran lo propio. Mientras su gente regresaba a las carretas, fue haciendo retroceder lentamente su corcel sin perder de vista a los de Keilburg, como si temiera que lo atacaran por la espalda.

—¡Vuestro señor lamentará amargamente esto! —les gritó por fin. Luego volvió a escoltar el carruaje y se detuvo a hablar en voz baja con su señora, en un intento de convencerla.

Mechthild von Arnstein meneó la cabeza de forma rápida pero resuelta.

—Daremos la vuelta, Giso, aunque eso lastime tu honor. El conde de Keilburg lo pagará caro, te lo juro.

A pesar de que hablaba con absoluta calma, su voz transmitía una firmeza que le infundió un enorme respeto a Marie. Para Mechthild von Arnstein, ceder allí no constituía una deshonra, sino una actitud inteligente. Además, a pesar de su enojo, parecía hasta un poco divertida, como si ya estuviese pensando la forma de contraatacar. Mientras que Giso no era capaz de ver más allá de la punta de su espada, los planes de su señora iban mucho más allá.

El alcaide del castillo acató la decisión de su señora con una reverencia tan breve que casi resultó descortés, y dio un par de órdenes a voz en grito. Parte de sus hombres comenzó a desenganchar los bueyes de inmediato, mientras que el resto montaba guardia frente a los hombres de Keilburg. Costó mucho trabajo hacer girar la caravana en aquel lugar tan angosto, ya que en ese sector el camino estaba flanqueado a un lado por el río y al otro por un terreno pantanoso salpicado de lagunas en las que los animales de tiro amenazaban con caerse. Por eso hubo que girar las pesadas carretas a mano.

Marie y Hiltrud siguieron el ejemplo de las dos criadas, que se bajaron de la carreta de inmediato y ayudaron a moverlas. Mechthild von Arnstein estaba por descender también para facilitar el trabajo a sus hombres, pero Giso sólo le permitió bajarse a Guda, el ama de llaves.

—Mi señora, no querrá ir a pie como una campesina y darle a esos canallas más motivos para sus burlas.

Guda intervino en su favor.

—Giso tiene razón. Esa plebe de Keilburg ya se ha reído lo suficiente de nosotros.

—¿Qué clase de gente es? —le preguntó Marie a Giso cuando éste empujó la carreta junto a ella para sacarla del barro en el que se había atascado y volver a llevarla al suelo seco.

—Mercenarios y saqueadores al servicio del conde de Keilburg.

—He oído hablar de un tal conde Heinrich von Keilburg —comentó Marie, en un intento de tirarle un poco más de la lengua. Sentía curiosidad por saber si su antiguo prometido tenía algo que ver con esos hombres que estaban en el puente y sus señores.

Giso pareció alegrarse de tener a alguien con quien desahogar la furia que tenía en el pecho.

—Heinrich era el padre del actual conde. Cuando el diablo se lo llevó (gracias a Dios), todos sentimos un gran alivio y pensamos que las cosas irían mejor. Pero el joven Keilburg es aún más codicioso que su padre. Ahora está intentando apropiarse del patrimonio del caballero Otmar von Mühringen. Pero juro que le saldrá caro su intento.

Aspiró profundamente y le dio un último empujón a la carreta, de modo que sus hombres pudieron volver a enganchar los bueyes. Como Marie seguía mirándolo con curiosidad, se quedó a su lado explicándole cómo los Keilburg pretendían siempre ampliar sus dominios a costa de sus vecinos.

—A Gottfried von Dreieichen le pusieron el testamento de su tío bajo las narices y le exigieron un tercio del castillo que posee. Como se negó, Heinrich von Keilburg obtuvo en secreto una carta de desafío y conquistó el castillo de Dreieichen antes de que el caballero Gottfried pudiera llamar a nadie para que acudiera en su ayuda. A Walter von Felde le arrebataron sus tierras presentándole un documento sellado y firmado por testigos en el que constaba que su padre había entregado su patrimonio a los Keilburg en calidad de hipoteca. Walter juró y perjuró que no era posible, e intentó defender su castillo por la fuerza de las armas, pero perdió la batalla y fue apresado en el castillo de Keilburg. Su vecino Bodo von Zenggen, que lo apoyó en la lucha, perdió en la contienda no sólo su patrimonio sino también la vida. Cuando los herederos de Zenggen exigieron a Heinrich von Keilburg que les devolviese su castillo, éste se rió en su cara. Ellos no son los únicos perjudicados por los Keilburg y, si nadie los detiene, ese hombre acabará por apropiarse de medio ducado de Suabia. Y ahora está intentando arrebatarle a mi señor la herencia del caballero Otmar. Pero el señor Dietmar y sobre todo mi señora Mechthild no permitirán que les pasen por encima.

Giso le guiñó un ojo a Marie, pero volvió a ponerse serio enseguida para reprender a los hombres que estaban girando el carruaje de la señora sobre su eje, sacudiéndolo de aquí para allá.

—Tened cuidado, imbéciles, ¿o queréis arrojar al río a la señora Mechthild?

Los amonestados lograron levantar el carruaje en el último momento, que ya se estaba inclinando peligrosamente y amenazaba con resbalar al río, y volvieron a depositarlo en el camino haciendo enormes esfuerzos. Uno de los soldados se apresuró a bloquear las ruedas con una piedra grande y se enjugó el sudor de la frente con un gesto enérgico.

—Si no podemos hacerles pagar esta afrenta a esos canallas pronto, terminaré ahogándome en mi propia furia.

—No sólo tú —respondió Giso, haciendo un gesto como si quisiera ahorcar con sus propias manos a los cuarenta escuderos apostados en el puente. No confiaba en ellos y temía que se les ocurriese tomar a su señora de rehén para sobornar a su esposo. De ahí que respirara visiblemente aliviado cuando la última de las carretas por fin estuvo enganchada y lista para salir.

Al principio avanzaron sin inconvenientes. Pero al cabo de media hora, la caravana dobló por un camino en mal estado repleto de pasto y arbustos. Los soldados tuvieron que cortar maleza y ramas para que las carretas pudieran seguir avanzando. Al rato, el fango dio paso a un pantano cenagoso en el que la carreta con equipaje que encabezaba la caravana se quedaba atascada una y otra vez. No transcurrió mucho tiempo hasta que los bueyes se detuvieron agotados, ni siquiera a golpe de látigo era posible hacer que avanzaran un poco más.

Giso resolvió cargar parte de las cajas y los canastos en la carreta más pequeña, de manera que de ahí en adelante las cuatro mujeres tuvieron que seguir a pie. Mientras las dos criadas ayudaban a los soldados, Hiltrud y Marie volvieron a colocarle las ruedas a su carro y a enganchar las cabras. Tuvieron que ayudar a las cabras a tirar, pero lo hicieron con gusto, ya que estaban felices de poder estirar un poco las piernas después de pasar tanto tiempo sentadas en esa incómoda carreta.

Poco después volvieron a toparse con el río, que en este tramo era más ancho que donde lo cruzaba el puente, aunque con menos corrientes. El camino terminaba en un vado que habían cubierto con piedras los viajeros anteriores. Aquí también tuvo que descender Mechthild von Arnstein. Un soldado vigoroso la cargó en brazos y la cruzó al otro lado del río. Allí la bajó con sumo cuidado y se quedó montando guardia junto a ella con la espada desenvainada.

Cuando todos los coches terminaron de vadear el río, el sol ya estaba tocando el horizonte por el oeste. Tanto los hombres como los animales estaban tan agotados que los cocheros apenas si tenían fuerzas para usar el látigo. De modo que Giso ordenó malhumorado que acampasen. Se notaba que también pensaba cargar en la cuenta de los Keilburg esa noche que tendrían que pasar a cielo descubierto.

Mechthild von Arnstein y Guda, el ama de llaves, se acomodaron en su carruaje, bien acolchonado, mientras que Hiltrud y Marie, acostumbradas a pasar la noche a la intemperie, se acurrucaron en sus mantas y se acostaron debajo de un árbol. Los soldados tampoco se preocuparon por buscar un lugar, simplemente se envolvieron en sus mantas y, antes de terminar de acostarse, ya se habían quedado dormidos. Las dos criadas, en cambio, temblaban de miedo y frío. Por orden de su señora, Guda les alcanzó dos almohadas y dos mantas y les ordenó acostarse debajo del carruaje. Pero ellas sólo se calmaron al ver que Giso, que seguía preso de la rabia, daba vueltas como un perro guardián alrededor del campamento.

Partieron sin desayunar a la madrugada del día siguiente movidos únicamente por la perspectiva de almorzar en abundancia en cuanto llegaran al castillo de Arnstein. El sol ya estaba en su punto más alto cuando el bosque de hayas comenzó a clarear y un extenso valle con campos y praderas se abrió ante ellos. Poco después pasaron por un pueblo que parecía completamente abandonado.

Mechthild von Arnstein se puso visiblemente nerviosa y comenzó a apresurarlos. Poco después, el camino volvió a unirse con la ruta principal, y entonces se encontraron al pie del castillo de Arnstein. No era uno de esos castillos que solían dominar las cimas de los bosques, y cuya apariencia no era del todo bella porque habían tenido que ir agrandándose con construcciones nuevas. Se trataba de una sólida fortaleza protegida por una muralla escarpada y dos macizas torres cuadradas que miraban hacia el lado más llano de la ladera.

El castillo se había levantado sobre una sierra que se alzaba sobre el valle como una cuña. Sus flancos eran tan escarpados como la cima apenas redondeada. En el lado más escarpado de la ladera, la muralla defensiva tenía la mitad de la altura, y las torres de ese lado tampoco tenían las dimensiones de las torres cuadradas del frente. Las criadas le habían contado a Marie que el castillo poseía también dos albacaras y que el cuerpo principal estaba hecho de tal forma que se podía seguir defendiéndolo aunque el enemigo lograra trasponer la primera muralla. Pero para Marie, aquella construcción se asemejaba a un bizarro trozo de roca gris, y no podía imaginarse que alguien pudiera sentirse a gusto viviendo allí arriba.

Cuando uno de los guardianes divisó el carruaje de la señora, sopló su corneta con tal fuerza que resonó en todo el valle. Por las almenas de la torre izquierda, que custodiaba la entrada, se asomaron algunas personas que comenzaron a agitar los brazos saludando a los recién llegados. Unos instantes más tarde, una tropa de jinetes abandonaba el castillo y salía a su encuentro. A la cabeza del grupo iba un distinguido caballero enfundado en una armadura liviana. Sin preocuparse por Giso ni por los demás, se arrojó sobre el carruaje, descorrió el cortinaje y metió la cabeza adentro.

—¡Gracias a Dios! Has regresado a mí sana y salva —exclamó rebosante de alegría.

«Con que ése es el caballero de Arnstein», pensó Marie. Sí, era cierto que no era precisamente un gigante. Sería, como máximo, uno o dos dedos más alto que ella, y Hiltrud debía de sacarle casi una cabeza. Parecía haber estado muy preocupado por su mujer, y por ese gesto le cayó simpático a Marie. Se acercó un poco para no perderse detalle. Sin importarle las sonrisas burlonas de sus vasallos, cubrió a su mujer de apodos cariñosos, casi infantiles, y le explicó con lujo de detalles cuánto miedo había sentido por ella.

—Todo ha salido bien, Dietmar —Mechthild sonrió y lo estrecho contra su pecho como si se tratara de un niño, y luego se dirigió a sus escoltas, que en su mayoría llevaban trajes correspondientes a la nobleza, y los saludó gentilmente.

Marie se enteró de que esos caballeros eran amigos y vecinos de los Arnstein que también tenían problemas con el conde de Keilburg y habían ido a Arnstein para planear alguna acción conjunta.

Marie tembló de puro nervio. Aquel encuentro con Mechthild von Arnstein parecía ser una señal divina, ya que, si llegaba a tener suerte, en ese castillo encontraría aliados que le ayudarían a llevar a cabo su venganza contra Ruppert y sus secuaces.

Sin embargo, las palabras que la señora del castillo pronunció a continuación le recordaron a qué clase pertenecía y la hicieron volver a poner los pies en la tierra.

—Ésta es la prostituta que elegí para ti. ¿Te agrada? Su nombre es Marie.

Dietmar von Arnstein le lanzó una mirada reprobatoria.

—¿Cómo puedes pensar en algo así en esta situación? Lo que importa ahora es lo que nos hizo Keilburg. Parece que él y su hermanastro acorralaron tanto al viejo Otmar con sus amenazas que éste terminó cediendo y firmando un contrato a favor de Konrad. Pero esta vez, eso no les servirá de nada a los Keilburg.

Uno de los nobles dio un paso adelante.

—Tened confianza, señora Mechthild. Vuestro esposo nos ha contado que ha hecho firmar una copia del pacto sucesorio por el abad del monasterio de Santa Otilia y que le ha confiado el documento para que él lo tenga en custodia. Ni siquiera el conde Konrad podrá oponerse al veredicto del abad Adalwig.

A Marie no le pareció prudente dar a conocer esos detalles a oídos de todos los presentes. Estaba segura de que Ruppert actuaría con los vecinos de su medio hermano de forma tan deshonesta como lo había hecho con su padre y con ella. La señora parecía pensar igual que ella, ya que le dirigió una mirada furiosa a su esposo y dio la orden de continuar avanzando.

Fueron acercándose al castillo cada vez más rápidamente. El camino serpenteaba en dirección a la torre izquierda, lo cual asombró a Marie, ya que de ese lado no había ninguna puerta. Siguieron por un puente de madera levadizo que cruzaba un profundo foso. Después el camino doblaba bruscamente hacia la derecha y avanzaba a lo largo de la muralla, y al llegar al otro extremo volvía a doblar y conducía al portal que se encontraba en la segunda torre. El espacio entre la muralla y el foso estaba calculado con tan escaso margen que los siervos tuvieron que usar palos para empujar la carreta con el equipaje hasta hacerla pasar por el arco de la puerta.

Cuando Marie atravesó la puerta, contempló con un leve estremecimiento el rastrillo, una reja de hierro que acechaba con sus pinchos sobre su cabeza. Los matacanes dispuestos por encima de la puerta de acceso parecían estar listos para arrojar líquido hirviente sobre los atacantes desprevenidos. Como no había puerta que condujera al interior de la torre, Marie supuso que la única forma de acceder a ella sería a través del adarve o de un corredor subterráneo. Detrás de la puerta se abría la albacara externa, limitada en todo su contorno por la muralla exterior del castillo y por una muralla interior casi tan fuerte como la otra, y desde allí tampoco había forma de acceder a los adarves. El único camino que conducía al interior del castillo era otro portal tan fortificado como el anterior. En tiempos de paz, el camino de ronda exterior solía usarse para apacentar a los animales, pero ahora estaba ocupado por los habitantes del pueblo abandonado y sus animales.

El señor del castillo informó a su mujer de que los Keilburg habían amenazado en reiteradas ocasiones a los habitantes del pueblo perteneciente a los Arnstein desde el castillo de Mühringen, que habían arrebatado al caballero Otmar. Eso y el bloqueo del camino anunciaban la declaración de un próximo desafío. Marie se sentía muy extraña. Se encontraba en medio de unos sucesos que, a través de Ruppert, se relacionaban con su propio destino, y se preguntaba de qué manera podría sacar mayor provecho a la situación. Siendo una prostituta carente de derechos, los miembros de la nobleza no le brindarían su apoyo, pero nadie podría impedirle mantener los ojos y los oídos bien abiertos. Tal vez pudiera ganarse la confianza del señor del castillo y explicarle las malas artes de las que se servía el licenciado Ruppertus para embaucar a la gente.

Entretanto, la caravana había llegado a la albacara trasera, que era un tercio más pequeña que la anterior y estaba bordeada por casitas de piedra y establos. La parte de atrás de esas edificaciones daba a los muros del castillo, que al final de la segunda albacara se angostaban como una cintura de avispa. Allí había otra torre hecha de gruesos bloques de piedra que a la vez era un portal, protegido al igual que los demás por fosos y por un puente levadizo. Las tres carretas traspasaron el portal y estacionaron finalmente en un pequeño patio entre las fortificaciones principales del castillo. Mechthild von Arnstein dejó que su esposo la ayudara a descender del carruaje y ordenó a uno de los siervos que le llevara a sus aposentos el equipaje y las compras. Antes de entrar en la torre del homenaje, le hizo señas a Marie para que se acercara.

—Guda os asignará ahora a ti y a tu amiga un establo para vuestros animales y luego os conducirá a vuestras habitaciones. Os alojaréis junto a mis aposentos para que yo pueda llamarte en cualquier momento.

Antes de que Marie pudiera responder algo, la dama dio media vuelta y se marchó sin saludar. El ama de llaves no estaba precisamente feliz con la tarea extra que le habían encomendado y comenzó a guiar a Marie y a Hiltrud con gestos descorteses, como si fueran gallinas.