Capítulo III

—Al fin llegas.

Michel se apartó de la pared que lo había sostenido durante más de tres horas y avanzó hacia Marie. Hacía grandes esfuerzos por contener la expresión de su rostro. Marie recordó las palabras de Württemberg y sacó sus conclusiones. ¿Qué se creía Michel? Ella no era propiedad de nadie, y si quería comportarse como un amante celoso, sus caminos tendrían que separarse. Por un lado, la presencia de Michel reabría las viejas heridas de su alma y la convertía en una vieja cascarrabias. Cuando estaba con extraños, ella podía olvidar quién había sido alguna vez, pero con su sola estampa, Michel representaba su propio ascenso y la caída de ella al mismo tiempo. Por otro lado, no quería prescindir de él, ya que siempre estaba dispuesto a ayudarla en todo lo que podía, y sus visitas regulares le daban cierta protección a la casa y a las tres mujeres que la habitaban. Como en todas partes, aquí también había clientes disconformes y rufianes envidiosos, pero hasta el momento ninguno de ellos se había atrevido a enviar una banda de vándalos a su casa.

Marie le regaló a Michel una de las sonrisas del repertorio perteneciente a su oficio.

—El conde von Württemberg es un hombre exigente, y debo satisfacerlo a cualquier precio para que me ayude a ejecutar mi venganza o, en el peor de los casos, para que me proteja de mis enemigos. Si bien el salvoconducto también rige para nosotras las prostitutas, eso no será un impedimento para que Ruppert me ponga en la picota o me haga ahogar en el lago.

El tono de sus palabras constituía toda una declaración de guerra, pero Michel no quería enojarse.

—Lo sé y te entiendo. De todos modos, no me gusta que te hayas atado a Württemberg a suerte o desgracia. Él tampoco es mejor que otros nobles. Si ayudarte le trae alguna ventaja, lo hará, y si cambia de idea, te dejará caer como si fueras escoria.

—Gracias por volver a recordarme cuánto valgo —le soltó ella, rompiendo a llorar de golpe. No quería pelearse con Michel y sabía que él no se había referido a ella al decir escoria. Y sin embargo, había vuelto a abrirle los ojos respecto de la clase sucia a la que pertenecía. Constanza no era un buen lugar para ella. Aquí se trataba a las prostitutas casi como a mujeres respetables. No escupían delante de ellas cuando pasaban caminando por las calles, hacían la vista gorda cuando aparecían sin el distintivo de su condición y tampoco les cerraban las puertas de las iglesias, como sucedía en muchas otras ciudades.

Salvo en aquella única ocasión en el castillo de Arnstein, Marie jamás había vuelto a rezar convencida; más bien dudaba de su fe. Pero ahora sentía la necesidad de poner sus preocupaciones a los pies de la Virgen María y pedirle que ayudara a sus parientes. Levantó la vista y vio la torre de la iglesia de San Esteban emergiendo por entre los techos cercanos. Allí solía ir a misa cuando era pequeña. Apuró el paso y dobló por la calle que conducía hacia la iglesia.

Michel la siguió enojado.

—¿Adónde vas? Este camino no lleva a tu cabaña.

—Quiero ir a rezar a San Esteban.

Marie no se preocupó por Michel, que permaneció a su lado como si fuese su sombra, sino que siguió caminando. Al llegar al portal de la iglesia, tomó aire y miró a su alrededor. Como nadie le impedía el paso, se decidió a entrar.

La recibió una fría oscuridad. Había apenas luz suficiente como para distinguir las imponentes columnas y las paredes de la nave de la iglesia. Las ventanas altas parecían cuadros de vidrio iluminados desde atrás y apenas dejaban pasar la luz del día. Las velas ardiendo ante los tres altares formaban unas islas donde refugiarse y estaban colmadas con la riqueza de colores de las estatuas y las pinturas de los santos.

Marie dio un rodeo al altar principal, consagrado a San Esteban, y se paró frente a la Piedad, que representaba a María junto a Cristo recién bajado de la cruz. Allí también había una estatua de María Magdalena. Pasaba casi desapercibida y era tan pequeña que quedaba, en un doble sentido, a la sombra de la madre de Dios.

Marie se preguntó por qué una prostituta había desempeñado un papel tan importante en la vida de Cristo. Tal vez únicamente por el hecho de que Jesús siempre se había ocupado de los despreciados y los oprimidos. Pero los eclesiásticos de barriga llena, como Hugo von Waldkron, ya no querían saber nada de ello. Marie intentó acallar esos pensamientos rebeldes que brotaban en su interior y recordar las oraciones adecuadas.

Michel se quedó un poco más atrás, apoyado contra una columna, con la vista clavada en la nave principal de la iglesia. Pero salvo un par de viejecitas que descansaban en los bancos de la iglesia, cansadas de la vida, no se veía a nadie más. Se quedó contemplando a Marie, cuyos cabellos rubios brillaban a la luz de las velas, enmarcando su cabeza como una aureola. Por un momento, se imaginó yendo a una cruzada y llevándose a Marie de concubina. Aquí, en esta ciudad desbordante, se sentía atado como un perro, y por eso reaccionaba con tanta irritación a los cambios de humor de Marie.

El ruido de la puerta lateral lo arrancó súbitamente de sus pensamientos. Michel examinó al hombre que acababa de entrar y volvió a apoyarse en la columna. No era más que un monje enjuto, vestido con el hábito raído de los franciscanos. Seguramente pertenecía al cercano monasterio de los descalzos. El monje flexionó las rodillas e inclinó la cabeza para luego avanzar arrastrándose como un anciano en dirección al altar de la Virgen María. Michel percibió que su rostro estaba consumido por el ayuno y le llegó el aroma dulzón de la sangre. El monje debía de haber estado flagelándose. Se arrodilló frente al altar de la Piedad, interrumpiendo así el diálogo casi silencioso de Marie con la madre de Dios y la patrona protectora de las prostitutas. Marie se puso de pie, se apartó dos pasos hacia un costado y se dispuso a rezar una última oración. Pero entonces el monje levantó la vista y extendió las manos como si quisiera defenderse. Su rostro se desfiguró como si estuviese sufriendo tormentos infernales.

—¡Aléjate de mí, espíritu, no vengas a atormentarme también en este lugar sagrado!

Marie contempló al monje confundida. Sentía que él la rechazaba y la molestaba aunque ella no se le había acercado demasiado.

El monje se levantó e hizo la señal para conjurar a los demonios. En ese mismo instante Marie lo reconoció por sus ojos pálidos.

—¡Linhard! ¡Miserable traidor!

Había tanto odio en su voz que el hombre se replegó sobre sí mismo y se arrastró más cerca del altar. Pero entonces pareció darse cuenta de que quien tenía enfrente no era un fantasma, sino una persona de carne y hueso.

—¿Quién me llama con ese nombre que había enterrado y olvidado hace ya tiempo? —Linhard se puso tan pálido como Marie nunca antes había visto a nadie—. ¿Eres tú? ¿Realmente eres Marie Schärerin, la hija de maese Matthis?

Marie miró con desdén a ese hombre, a quien hubiese querido aplastar como a un gusano, y se dispuso a arrojarle todo su desprecio en la cara. Pero justo a tiempo logró darse cuenta del peligro en que se encontraba. Si Linhard llegaba a contarle a la persona equivocada que se había encontrado con ella, su vida ya no valdría ni un penique de Halle. Con la capacidad para sobreponerse que le había enseñado la dura vida en las calles, se forzó a adoptar una expresión de amable indiferencia.

—No sé qué queréis de mí, honorable hermano. Mi nombre es Berta, y no os había visto nunca antes.

Se persignó murmurando un rápido «amén», volvió a inclinarse ante la Madre de Dios y luego se encaminó hacia la puerta. Tuvo que contenerse casi con violencia para no mirar atrás, ya que tenía la sensación de que las miradas de Linhard la carcomerían como tizones ardientes. Al llegar a la puerta volvió a darse la vuelta, como si sólo quisiera saludar a Michel con un gesto. Linhard estaba de espaldas al altar y sostenía la mano derecha extendida en dirección hacia ella. Cuando vio que ella se volvía hacia un hombre, hizo la señal de la cruz y volvió a arrojarse al suelo frente a la representación de la Piedad.

Michel salió detrás de Marie y la miró sin entender. Cuando notó cómo temblaba, la rodeó con sus brazos para sostenerla.

—¿Qué fue lo que sucedió?

Los dientes le castañeteaban tanto que Marie apenas si podía hablar.

—El monje. Era… Linhard. Me ha reconocido.

Michel vio el espanto en la expresión de Marie y supo que todas las humillaciones y los dolores de antaño habían vuelto a atormentarla. Pero no podía hacer otra cosa más que abrazarla y llevarla por las calles sosteniéndola como a una enferma. Hubiese querido sacarla de Constanza, donde ya no estaba segura. También evaluó la posibilidad de acechar a Linhard en algún callejón oscuro y romperle la nuca para que no pusiera en peligro a Marie, pero ninguna de las dos soluciones le pareció satisfactoria. Como él mismo no podía dejar la ciudad, si la enviaba lejos, ella tendría que retomar la vida de una prostituta errante y estaría completamente sola, dependiendo de su propia suerte; y asesinar a un hombre a sangre fría tampoco era su estilo, incluso tratándose de un canalla repugnante como Linhard.

Se inclinó sobre Marie y la besó en la nuca.

—Anímate, pequeña. Ahora te llevaré a la cama. Después beberás un trago de vino y dormirás a pierna suelta para recuperarte del susto. Yo no creo que corra a contárselo al licenciado Ruppertus.

Pero la cautela con la que miraba a su alrededor y cambiaba de dirección cada vez que creía advertir a lo lejos a un monje con el hábito de los descalzos se contradecía con sus palabras.

Cuando por fin llegaron a la casita en Ziegelgraben, se encontraron con que, además de Hiltrud y Kordula, allí también estaban Helma y Nina inmersas en una agitada conversación. Nina tenía un ojo morado y una herida abierta y profunda en la frente que sangraba mucho y que Hiltrud estaba curándole. Si bien Marie estaba aún bajo los efectos de la conmoción que le había producido su inesperado encuentro con Linhard, se preocupó enseguida por la italiana.

—¿Qué te ha sucedido? ¿Fue un cliente el que te golpeó así?

Helma meneó la cabeza en su lugar.

—No. Fue nuestro rufián. No le gustó que viniera a nuestra reunión y que por ello no pudiera recibir a ningún cliente. Al principio sólo le gritaba, pero como Nina lo contradijo, comenzó a golpearla. No volveremos con ese bruto. ¿Podemos quedarnos con vosotras? Es cierto que el lugar es estrecho, pero Nina y yo realmente no necesitamos mucho espacio.

Marie y Hiltrud se miraron, asustadas. Ya hacían muchos malabarismos para ocultar a Hedwig de los extraños. Pero si Helma y Nina se mudaban con ellas, tendrían que revelarles todo el asunto a ellas también, y eso les parecía demasiado peligroso. Marie se preguntó cómo podía hacer para rechazar a sus dos compañeras de viaje sin que se ofendieran y sin tener que dejarlas a expensas del rufián. En ese momento, Michel carraspeó y tocó el hombro de Helma.

—Aquí no hay suficiente espacio para las cinco. Pero creo que puedo ayudaros. Mi hermano Bruno quiere instalar un burdel en un rincón de su casa. Así que podríais alojaros con él. Estando bajo mi protección, él os tratará bien y no os engañará. Además, tengo buenos amigos que seguirán con gusto mis consejos si les recomiendo un lugar donde puedan encontrar muchachas limpias y agradables. ¿Y bien? ¿Qué opináis?

—Tal vez puedas incluirte tú también en la lista de espera de sus clientes.

Ni siquiera la propia Marie supo por qué había reaccionado con tanta exasperación. Nina y Helma se miraron perplejas, pero Michel se echó a reír a carcajadas.

—Pero Marie, eso afectaría a tu reputación. Si toda la ciudad sabe que tú eres la única prostituta que frecuento.

El rostro de Marie se desfiguró de furia; Hiltrud, en cambio, se contuvo hasta que no aguantó más y estalló a reír a carcajadas. Nina y Helma también intentaron ocultar su risa, pero los hombros se les sacudían. La fidelidad que Michel guardaba hacia Marie, que lo trataba de forma tan arisca, era uno de los temas de conversación preferidos entre las prostitutas de Constanza.

Helma aspiró profundamente, alzó la vista hacia Michel y se puso a jugar con las hebillas de su peto.

—Tu propuesta no está nada mal, soldado. Si no tenemos una habitación para cada una, no podremos ganar suficiente dinero. ¿Tú respondes por tu hermano?

—Sí, creo que puedo hacerlo.

Michel recordó las épocas en las que Bruno le propinaba una bofetada cada vez que él lo contradecía. Pero esas épocas estaban muy lejos ya. Ahora su hermano corría solícito a atenderlo en cuanto éste pisaba la taberna Adler y le leía los deseos en su mirada.

—Yo diría que fuéramos a verlo inmediatamente. Y tú, Nina, no te preocupes porque pudiera rechazarte por tener el ojo morado. De este modo, mi hermano comprenderá de inmediato por qué te has ido del burdel de Rüdi. Si llega a ir tu rufián y pretende exigirte algo, él sabrá darle la respuesta correcta. Y si Rüdi insiste en presionaros, enviaré a mi gente a su burdel. Ellos se encargarán de que no le quede una sola habitación sana.

La risa de Michel atenuó un poco su amenaza. De todos modos, las dos jóvenes prostitutas se sintieron aliviadas, ya que sabían por experiencia propia cuan desagradable podía llegar a ser un rufián cuando perdía alguna de sus fuentes de ingresos. Se despidieron rápidamente de sus amigas y abandonaron la casa a toda prisa, como si temieran que aquella oportunidad se les escurriese entre los dedos.

—Gracias a Dios —suspiró Kordula—. Pensé que no se irían nunca. Hoy no he tenido ni un solo cliente.

—Yo tampoco —suspiró Hiltrud—. Además, Hedwig no ha podido salir más que unos pocos minutos de su escondite, a pesar de estar asándose allí durante horas. Ahora por fin podrá comer algo.

—Le diré que no hay moros en la costa.

Marie subió a su habitación, se subió a su baúl y corrió las dos tablas que franqueaban la entrada del estrecho escondite. Hedwig asomó la cabeza de inmediato, como si hubiese estado a punto de morir asfixiada. Tenía la cara roja como un tomate y estaba cubierta de sudor.

—No puedo más, Marie. Tengo que ir al retrete ahora mismo. Un segundo más y me lo habría hecho encima.

—Eso no habría estado bien. Helma tiene muy buen olfato.

Marie ayudó a su prima a salir del escondite y se apartó para que la muchacha pudiese ir corriendo a la planta baja. Por suerte, el retrete de la casa estaba en la parte de atrás, de modo que se podía ir sin ser visto por los vecinos. Unos segundos más tarde, los suspiros de alivio de Hedwig se oían incluso desde el piso de arriba.

—Parece que se salvó en el último momento —se burló Kordula. Le daba lástima Hedwig, aunque no ocultaba que su presencia le resultaba molesta. Quiso añadir algo más, pero en ese momento vio pasar a un hombre enfundado en el traje de un oficial de caballería bávaro y corrió a encararlo. Marie, que había bajado, le tiró a Hiltrud de la manga.

—Es posible que tengamos que huir de aquí muy pronto. Me han reconocido.

—¿Quién?

Hiltrud se llevó la mano al cuello, como si se hubiese quedado sin aire a causa del susto.

—Linhard, el antiguo secretario de mi padre. Me ha visto en la iglesia y me ha llamado por mi nombre. Si se lo cuenta a Ruppert o a Utz, estaremos en serio peligro.

Hiltrud le pidió que le relatara el encuentro con todo lujo de detalles.

—Debemos estar preparadas para poder huir en cualquier momento. Pero ¿qué harás con Hedwig? Si la traes con nosotras, ella también tendrá que trabajar como prostituta.

Marie no supo qué contestarle. Si llegaban a ejecutar a Mombert por el asesinato del joven Steinzell, Hedwig no tendría otra salida. Pero entretanto Marie conocía a su prima lo suficiente como para intuir que no soportaría por mucho tiempo la vida de una prostituta. Le faltaba la resistencia necesaria, y se libraría de su destino ahogándose en el lago antes de que terminara el verano.

—¿Dices que se ha hecho monje? —Hiltrud levantó la vista en un rapto de inspiración—. Entonces tal vez estés viendo un peligro donde no lo hay. Puede que Linhard te haya reconocido. Pero ¿estás tan segura de que te traicionará? Si entró en un convento, tal vez eso signifique que se ha arrepentido del crimen que ha cometido contigo y quiera expiar sus culpas por el resto de su vida.

Marie no lo había considerado desde ese punto de vista. Pero aunque las suposiciones de Hiltrud fueran ciertas, eso no significaba que estuvieran a salvo. Linhard podía guiar sin querer a Ruppert tras sus huellas. Tal vez el maestro lo tuviese bajo vigilancia y ya estuviese al tanto de aquel encuentro. Marie sabía que tenía tendencia a ver fantasmas donde no los había, pero tratándose del traidor de su antiguo prometido, prefería estar preparada para lo peor. Durante unos instantes, dudó entre quedarse o huir. Pero escapar presa del pánico no le serviría de nada. Si quería hacer morder el polvo a Ruppert, tenía que quedarse, aunque para ello tuviese que arriesgar su propia vida.

Marie se rió con amargura. Ruppert la había empujado hacia la prostitución. Pero al hacerlo le había abierto al mismo tiempo la posibilidad de hundirlo. Si la hubiese encerrado en un convento, ella jamás habría conocido ni al hermano Jodokus ni al conde de Württemberg.