Capítulo IV

Como Marie tenía que estar disponible para un solo hombre, gozaba de mucho tiempo para mirar a su alrededor, escuchar y pensar. A menudo, sus pensamientos se centraban en la relación entre la señora del castillo y el caballero. Le parecía asombroso el poder que la señora Mechthild ejercía sobre su esposo. Pero sólo llegó a darse cuenta del grado de influencia que tenía la dama cuando un día se escondió detrás de la baranda de la escalera que conducía al salón de los caballeros y se quedó escuchando una de las conversaciones entre el caballero Dietmar y sus aliados. En esa ocasión, Dietmar utilizó exactamente las mismas palabras que la señora Mechthild le había puesto en los labios la noche anterior.

Cuando Marie le expresó su asombro a Hiltrud, ésta se rió de ella.

—La señora es, como ambas sabemos, muy inteligente y tan enérgica como él, si no lo es incluso más. No es de extrañar que el señor Dietmar escuche tanto sus consejos.

—Igual sigo sin entender cómo puede meter a otra mujer en su cama y seguir llevando de las riendas a su esposo como si fuera un caballo. Los sacerdotes dicen siempre que el varón debe ser la cabeza de la mujer y que ella debe obedecerlo. A toda muchacha burguesa le inculcan eso antes de que aprenda a caminar.

Hiltrud hizo un gesto de desdén.

—Debes tomar las cosas como son y no meterte en los hábitos de vida de los demás. Creo que tienes demasiado tiempo libre. Pregúntale a Guda si no hay algún quehacer que encomendarte, ya que es lógico que se te ocurran ideas raras estando todo el día aquí sentada sin hacer nada. Yo estoy la mayor parte del tiempo ayudando en los establos, y me divierto mucho haciéndolo. ¿Sabes que aquí en el castillo tienen un rebaño entero de cabras? Thomas, el peón, me prometió que hará que su mejor carnero se aparee con mis dos cabras. Y cuando sigamos viaje, volveremos a tener cabritos. —A Hiltrud le brillaban los ojos al decir eso.

Pero eso no significaba nada para Marie.

—Me alegro por ti. Pero a mí en este momento no me interesan las cabras. Si le pido trabajo a Guda, no me quedará tiempo para escuchar las conversaciones en el salón y conseguir más información acerca de Ruppert.

Hiltrud meneó la cabeza preocupada.

—Deberías mantenerte lejos de allí. Si llegan a descubrirte, te tomarán por una espía de los Keilburg, y aquí no se andan con chiquitas con esa clase de gente.

Marie expresó su desacuerdo con un gesto.

—No dejaré que me descubran tan fácilmente. Rara vez usan las escaleras, y si llega a pasar alguien, haré como si estuviese admirando las armas y los trofeos de caza.

Hiltrud descargó un golpe sobre la mesa con la mano abierta.

—¡No es sólo tu pellejo el que estás arriesgando! Si te atrapan, sospecharán de mí también, y entonces podremos considerarnos afortunadas si nos arrojan a la calle en pleno invierno. Lo más probable es que acabemos pudriéndonos en la mazmorra del castillo.

—Lo ves todo demasiado negro —respondió Marie, pero se alegró cuando entraron las criadas a traerles la cena y se quedaron charlando un rato con ellas. Hiltrud les contó un par de historias de terror a las muchachas, que eran muy asustadizas, de manera que ella pudo enfrascarse en sus propios pensamientos.

Hiltrud tenía razón. Espiando a los nobles, no sólo arriesgaba su agradable cuartel de invierno, sino también su vida, ya que aquellos hombres estaban tan alterados que descargarían su furia contra cualquiera. Y sin embargo, no podía dejar de espiarlos. Al principio, cuando aún no se habían calmado los ánimos, parecía que los caballeros le enviarían una carta de desafío al conde Konrad von Keilburg de inmediato y lo mandarían al infierno junto con su hermano bastardo. Pero esa esperanza se evaporó enseguida, ya que el caballero Dietmar hizo ver a sus amigos que un ataque al conde sólo tendría éxito si lograban conseguir más aliados.

Keilburg poseía más del doble de soldados que los que podían conseguir el caballero Dietmar y sus aliados, pero el conde tampoco parecía estar en condiciones de atacar a los caballeros sin más ni más. Marie aprendió mucho acerca del derecho de desafío, que impedía a Keilburg atacar a Dietmar o a otros caballeros sin previa advertencia, y también se enteró de todo lo que su anfitrión debía hacer o dejar de hacer para no darle al conde Konrad un pretexto que le permitiese enviarle una carta de desafío de manera oficial.

Al igual que los señores reunidos en el castillo, el conde de Keilburg también estaba obligado a tomar en consideración a sus vecinos, y en su caso también a los grandes del Imperio. Marie repitió mentalmente los nombres de todos aquéllos a los que el hermanastro de Ruppert más temía. Estaba, por ejemplo, un tal conde Eberhard von Württemberg, que era uno de los nobles más influyentes en todo el antiguo ducado de Suabia, del que sólo seguía existiendo el nombre. Pero, además de él, el margrave Bernhard von Baden y el duque del Tirol, Federico IV de Habsburgo, también desempeñaban un papel fundamental en la lábil estructura de poder de la que Keilburg se servía sin escrúpulos.

Los caballeros reunidos en el castillo de Arnstein, que en sus castillos se creían tan libres como el viento, temían a sus poderosos vecinos aunque no lo admitieran abiertamente. Sin embargo, hablaban todo el tiempo de hacer una alianza con alguno de ellos para reaccionar ante el poder del conde de Keilburg, que se extendía rápidamente.

Cuando a la noche siguiente Marie volvió a sentarse en la escalera y se puso a espiar por la baranda de la escalera, Dietmar von Arnstein estaba tocando precisamente ese tema:

—En realidad, sólo podemos elegir entre Satanás y Belcebú. O nos aliamos con los Habsburgo o con los Württemberg. Si no, Keilburg terminará devorándonos uno por uno.

—Yo voto por el duque Federico. El tirolés es el más poderoso de todos.

Degenhard von Steinzell, que se alojaba en el castillo de Arnstein junto a su hijo Philipp, tampoco esta vez ocultó su simpatía por la dinastía de los Habsburgo. Rumold von Bürggen hizo una mueca de desagrado.

—Precisamente por eso estoy en contra de formar esa alianza. Si nos unimos a Federico, nos convertiremos en meros vasallos que deberán saltar ante el menor gesto del noble señor. Tendríamos que marchar con él a luchar en guerras que no nos conciernen y exponer durante meses nuestras propias tierras a que cualquier hombre de armas las tome. No, amigos, no tenemos otra opción más que defender nuestros derechos por nuestra propia mano. Que el diablo nos lleve si una alianza de todos los caballeros y señores que aún siguen siendo independientes no logra poner en su lugar a Keilburg y apagar su sed de tierras de una vez por todas.

—Me has leído él pensamiento —intervino Hartmut von Treienburg, aprobando las palabras de Bürggen—. ¿Por qué habríamos de doblegarnos ante los Habsburgo o los Württemberg? Yo digo que debemos arreglárnoslas solos. No creo que nos resulte difícil estar una unión en contra de Konrad von Keilburg. Al fin y al cabo, hizo montar en cólera a muchos de nosotros, por ejemplo, al abad de Santa Otilia. Keilburg acaba de arrebatarle el territorio de Steinwald, que Gottfried von Dreieichen había legado al monasterio para que rezaran allí por la salvación de su alma. Cuando el abad Adalwig exigió a Keilburg que le entregase el territorio prometido, éste se burló de él. Incluso hay quienes dicen que Keilburg amenazó al abad. —El caballero Dietmar sostuvo su cabeza entre las manos.

—Si el conde Konrad intimida al abad de Santa Otilia, el panorama no es nada bueno para mí. A fin de cuentas, Adalwig es el garante del pacto sucesorio que celebré con mi tío Otmar.

Hartmut von Treilenburg trató de levantarle el ánimo.

—No te preocupes por Adalwig. Él está de nuestro lado y seguirá estándolo aunque desafiemos a Keilburg.

El caballero Dietmar rehusó con gesto cansado.

—Eso tampoco nos servirá de gran ayuda. Estaría más tranquilo si el abad Adalwig pudiera acudir en nuestra ayuda enviándonos hombres armados o fuera lo suficientemente rico como para contratar soldados. Pero con sus setenta monjes no nos servirá de gran apoyo si llega a desatarse una guerra.

—Por eso tenemos que acudir al duque Federico —insistió Degenhard von Steinzell.

Rumold von Bürggen dio un golpe sobre la mesa.

—Nos conviene más aliarnos con Eberhard von Württemberg. Aunque no es ni por asomo tan poderoso como el duque Federico, algunos de sus vasallos en el norte ahora son vecinos de Keilburg. El conde Eberhard debe cuidarse de no quedar sitiado por el conde Konrad. Sabemos que la ambición de Keilburg no tiene límites, ya hemos podido comprobarlo tras el episodio con Bodo von Zenggen, en el que utilizó inescrupulosamente una carta de desafío para apropiarse de sus tierras y su castillo. Si Bodo no se hubiese peleado poco antes con Württemberg, Keilburg no se habría atrevido a tanto.

—Yo opino que hablamos demasiado —soltó Hartmut von Treilenburg interrumpiéndolo—. ¿Qué somos, hombres o mujercitas lloronas? En una guerra, cada uno de nuestros escuderos vale por dos o tres de los soldados mercenarios reclutados por Keilburg.

El caballero Dietmar levantó la mano, tratando de suavizar los ánimos.

—Yo estoy en contra de una guerra abierta. Eso sólo nos hará perder hombres valiosos que en tiempos de paz se encargan de nuestros campos, mientras que el conde Konrad puede reemplazar sus soldados mercenarios cuando le plazca. Además, si sus soldados caen en la batalla ya no necesita pagarles, mientras que ahora le suponen una gravosa carga. Si nos mantenemos dentro de la ley y no le damos excusas para que nos desafíe, a él esta situación lo perjudica más que si mandamos a nuestros hombres a una carnicería.

—¿Eres tú quien está en contra de ir a la guerra, Dietmar, o es tu esposa? —preguntó Rumold von Bürggen con indisimulable sorna—. Sabemos que la señora Mechthild es excepcionalmente inteligente. Pero los asuntos de guerra debería dejarlos en manos de nosotros, los hombres.

La cara de Dietmar enrojeció violentamente ante estas palabras. El caballero se levantó de su silla de un salto y le gritó a Bürggen, echando chispas.

—¡Esto es demasiado! No admitiré que me llamen cobarde.

—Entonces no te comportes como si lo fueras —replicó Rumold sin inmutarse.

Degenhard von Steinzell hizo un movimiento con las manos para calmarlos.

—¿A qué viene esta discusión estúpida? Si os enemistáis, sólo estaréis ayudando a Keilburg a que acabe con todos nosotros. Debemos mantenernos unidos. ¡No lo olvidéis!

Dietmar von Arnstein cerró los puños y volvió a dejarse caer pesadamente sobre su silla.

—No permitiré que me llamen cobarde.

Rumold von Bürggen hizo un gesto de desdén y dirigió al señor del castillo una mirada que lo irritó aún más.

—Degenhard tiene razón —imploró a ambos Hartmut von Treilenburg—. Si no logramos ponernos de acuerdo, tarde o temprano acabaremos muertos o nos reencontraremos en las mazmorras del castillo de Keilburg.

Marie ya no pudo oír si le hacían caso, ya que en ese momento oyó unos pasos detrás de ella, se levantó de un salto y regresó al pasillo para esconderse en un hueco detrás de la puerta. Pero era demasiado tarde. Jodokus, el monje que servía al caballero Dietmar como escribiente y pastor, le franqueó el paso. Sus ojos pálidos la absorbieron y sus dientes fuertes y amarillentos quedaron al desnudo cuando esbozó una mueca socarrona.

—Que Dios sea contigo, doncella Marie. Me alegro de encontrarte.

Marie dio un paso atrás.

—¿Doncella? Para ese nombre llegáis un par de años tarde.

El monje gozaba de alta estima entre sus anfitriones, y la señora Mechthild lo había elogiado a oídos de todos en reiteradas ocasiones. Sin embargo, Marie no lo apreciaba ni le tenía confianza. La forma en que la miraba le causaba tanto rechazo como su manera pegajosa de tratar de entablar una conversación con ella.

El hermano Jodokus sonrió con suavidad, como si quisiera calmarla, le posó la mano sobre el hombro y la atrajo hacia sí.

—Te avergüenzas de lo que la vida hizo de ti, Marie. Sin embargo, eres tan bella como un ángel del Señor. Estoy seguro de que una mano amorosa y experimentada podría ayudarte a alcanzar el Paraíso.

Marie sabía perfectamente que el paraíso al que el monje se refería era un bien terrenal. De hecho, con la otra mano comenzó a recorrerle los senos y descendió hasta sus muslos. Marie lo empujó e intentó zafarse, pero él la sujetó con tanta fuerza que podía sentir sus uñas a través de la gruesa tela de su vestido.

—¿Por qué me rechazas cuando cualquier otro hombre puede poseerte por un par de peniques?

Marie comenzó a sentir temor. El monje parecía querer arrastrarla hasta la habitación más cercana y tomarla por la fuerza. En cualquier otro lugar, habría actuado de forma más enérgica para demostrarle que a una prostituta nadie la tocaba sin su consentimiento, a menos que ese alguien tuviera la fuerza de un oso. Pero aquí no podía hacerlo enojar, ya que él tenía el poder necesario como para arruinarle el resto de su estancia en el castillo o arrojarlas a ella y a Hiltrud a la calle. De modo que intentó alejarlo de ella con las palabras adecuadas.

—De momento no soy una mercancía al alcance de todos. La señora me ha traído a esta casa para uso exclusivo de su esposo, y se enfadaría mucho conmigo si le concediera mis favores a otro hombre.

El hermano Jodokus torció el gesto como si fuese un niño al que quieren arrebatarle su juguete favorito.

—La señora Mechthild no tiene por qué enterarse de nada.

Marie se le rió en la cara y apartó de su vestido las manos Jodokus, cuya fuerza se había debilitado.

—¿Acaso sucede algo entre estas paredes que no llegue a oídos de la señora Mechthild? En una feria podrías comprar mi cuerpo a cambio de un par de monedas, pero aquí se interpone la voluntad de la señora Mechthild.

El monje gimió, volvió a sujetarla y la apretó contra su cuerpo con tal fuerza que Marie apenas podía respirar.

—No quiero sólo tu cuerpo. Desde que te vi desnuda por primera vez, sé que tengo que poseerte.

Marie lo apartó de sí confundida. ¿Cuándo me vio desnuda?, se preguntó asustada. No podía recordarlo. Su intimidad era una de las cosas a las que mayor valor daba. Desde que se había transformado en una prostituta despreciada, siempre había añorado la protección de sus cuatro paredes, y había aprendido a apreciar el amparo de la tienda, en la que ella y sus cosas apenas tenían espacio. El comentario de Jodokus le hizo pensar que en su habitación había alguna mirilla por la cual el monje podía observarla. Esa idea le provocó escalofríos, y se propuso revisar detenidamente las paredes.

—Soy una prostituta, pero no me vendo a cualquiera —respondió, más cortante de lo que pretendía.

Su rechazo pareció inflamar aún más la pasión del monje.

—No me apartes de ti, mi hermosa niña. Juntos podríamos alcanzar la mayor de las dichas, en la tierra y en el Más Allá.

—¿Y cómo? ¿Mendigando en los caminos?

Jodokus sonrió.

—No me subestimes, hermosa ramera. Pronto seré un hombre muy rico, y si vienes conmigo podrás vivir como una dama de la nobleza.

El monje le describió ampliamente cómo la llenaría de joyas y vestidos. Ni siquiera el mercader de Flandes le había hecho una oferta semejante. Marie lo escuchó aparentando interés, aunque en realidad sólo estaba esperando el momento oportuno para poder escapar. Incluso si estuviese diciendo la verdad, tenía motivos de sobra para no involucrarse con él.

Como todo monje, él había hecho votos de celibato y seguramente también de castidad. Pero parecía atenerse tan poco a ellos como la mayoría de los religiosos. Desde que los papas Gregorio, Juan y Benedicto se disputaban el liderazgo de la cristiandad, sin darse cuenta de que no eran más que las marionetas de España, Francia o del Emperador alemán, que sólo permitían ungir obispos abades a sus acólitos, la moral de los sacerdotes y monjes iba cayendo en picado.

Marie recordó un comentario socarrón que había oído una vez estando de viaje. «¿Por qué los curas no tienen que casarse?», le había preguntado una vez un juglar que respondió de inmediato: «Porque en su comunidad religiosa tiene mujeres de sobra a su disposición».

Marie se había reído de la respuesta, aunque se correspondía con la verdad. Sin embargo, una cosa era que el sacerdote o el obispo de una comunidad religiosa tuvieran una manceba y otra bien distinta era que un monje como aquél se hiciera rico de manera inexplicable pretendiera vivir abiertamente en concubinato o incluso casarse. Todos los santurrones se le echarían encima y acabarían con él y con la mujer que tuviese a su lado. Era muy fácil formular acusaciones, y los tribunales episcopales casi nunca se pronunciaban en favor del acusado, tal como había experimentado Marie en carne propia.

La codicia abierta del monje le provocaba escalofríos a Marie. Ni siquiera lo desposaría aunque él no fuese un hombre de la Iglesia, aunque un casamiento con él le permitiera acceder al nivel de una mujer respetable. Jodokus le causaba una profunda antipatía, y le daba rabia no poder decírselo abiertamente en la cara.

—Discúlpame si no te entiendo. Yo sólo soy una mujer tonta —murmuró en un intento desesperado por ganar tiempo.

Por un momento pareció que el monje iba a decir algo más, pero luego apretó los labios, como si quisiera impedir que se le escaparan palabras imprudentes, y devoró a Marie con miradas libidinosas. Después de unos jadeos, la soltó.

—Te deseo y te haré mía.

A Marie le sonó como una amenaza. Hizo una rápida reverencia, y estaba dispuesta a regresar al salón aunque eso levantara sospechas entre los caballeros allí reunidos, pero entonces él le dejó el camino libre. Marie bajó corriendo por el pasillo con tanta prisa que él no pudo volver a detenerla. Siguió sintiendo los ojos de Jodokus en la nuca incluso después de entrar en su habitación y cerrar la puerta.

De hecho, Jodokus se quedó mirándola tanto tiempo como se lo permitió la luz del salón. Luego se reclinó contra la pared, temblando, y se refrescó la frente contra las piedras. La prostituta tenía razón. La señora Mechthild no toleraría que la tocara nadie que no fuese su esposo. Casi se deshacía de celos de sólo pensar que la joven debía complacer al caballero aunque a Dietmar no le interesara un comino ella. Pero el monje no se dio por vencido. A más tardar en tres meses, la señora Mechthild daría a luz, y ocho semanas más tarde volvería a ocupar su lugar en el lecho del caballero. Para entonces, sus planes comenzarían a cumplirse, permitiéndole comprar a Marie para siempre, y entonces se encargaría de que ningún otro hombre se le acercara nunca más. Jodokus sonrió ante la idea con tal satisfacción que Guda, que se había cruzado con él, se quedó mirándolo intrigada. Hasta entonces, el monje siempre se había paseado por el castillo con cara avinagrada.