162. Las sombras lo cubren todo
En 1972, después de que publicara la primera edición de la Enciclopedia biográfica de ciencia y tecnología, adquirí la costumbre de echar una mirada a la página de necrológicas del New York Times. La razón era que tenía que saber exactamente la fecha de la muerte de aquellos científicos citados en las últimas páginas del libro. Después, en una copia del libro preparada a los efectos, escribía la fecha y lugar exactos de la muerte. Esto me mantenía al día para las siguientes ediciones, y he seguido este sistema desde entonces.
Empecé leyendo las necrológicas con cierta indiferencia, porque sin duda la muerte era algo propio de la gente mayor. Sólo tenía cincuenta y dos años cuando empecé a leerlas y la muerte me parecía muy lejana. Sin embargo, a medida que me hacía mayor, la página de necrológicas se fue haciendo poco a poco más importante y amenazadora. Ahora se ha convertido en una obsesión morbosa.
Sospecho que esto le sucede a mucha gente. Ogden Nash escribió un verso que siempre recuerdo: “The old men know when an old man dies” (Los viejos saben cuándo muere un anciano).
Con los años, este verso ha adquirido un nuevo significado para mí. Después de todo, una persona mayor a la que has conocido durante mucho tiempo no es una “persona mayor”. Es mucho más probable que pienses en ella como la persona joven que está en tu memoria, vigorosa y vibrante. Cuando muere un anciano que ha formado parte de nuestra vida, lo que muere es una parte de nuestra juventud. Y puesto que sobrevivimos, nos vemos obligados a contemplar cómo la muerte nos arrebata el mundo de nuestra juventud, poco a poco.
Puede que haya cierta satisfacción morbosa en ser el último sobreviviente, pero ¿realmente es mucho mejor que la muerte sea la última hoja del árbol, encontrarte solo en un mundo extraño y hostil en el que nadie recuerda cómo eras de joven y donde nadie comparte contigo los recuerdos de un mundo desaparecido hace mucho tiempo que relucía a tu alrededor?
Pensamientos como éste me asaltan de vez en cuando desde que celebré mi sexagésimo noveno cumpleaños el 2 de enero de 1989, cuando me di cuenta de que estaba a menos de doce meses de los bíblicos setenta años.
Claro que no me había vuelto del todo morboso. La mayoría de las veces mantenía mi actitud optimista y entusiasta sobre el mundo. Continuaba con mi apretado programa de reuniones sociales, charlas, conferencias, editoriales y escribía, escribía sin parar. Pero a veces, a altas horas de la madrugada, cuando no podía dormir, pensaba en los pocos que recordaban conmigo cómo era todo al principio.
La ciencia ficción se ha convertido en la actualidad en una especialidad para jóvenes brillantes que probablemente piensan en mí como en un fósil viviente, un vestigio de un clan de jubilados que ha sobrevivido inexplicablemente a los tiempos modernos, y que deben de recordar al gran John Campbell, si es que piensan en él, como una mítica personalidad paleontológica.
A veces me parece que si no hubiera insistido tanto en hablar de Campbell en mis obras, se hubiera desvanecido para siempre de la mente de la gente; y lo mismo pienso que sucederá con mi propio nombre cuando muera, después de la primera ráfaga de pena.
No espero vivir para siempre, no me aflijo por ello, pero soy débil y me gustaría ser recordado eternamente. Y, sin embargo qué pocos de los que han vivido, incluso de los que han realizado cosas mucho más importantes que yo, permanecen en la memoria del mundo aunque no sea más que un siglo después de su muerte.
Esto, como puede ver, raya peligrosamente en lo que para mí es el pecado más odioso, la autocompasión; y lucho contra ella. Sin embargo, hay veces en las que me cuesta mucho animarme ante la gran cantidad de muertes, cada vez más frecuentes, que se producen con el paso de los años.
Hasta ahora ya he citado en este libro varias de estas muertes.
En mi familia, y de mi propia generación, el marido de mi hermana Marcia, Nicholas, había fallecido, al igual que el marido de Chaucy Bennetts y su hermano mayor, Harold.
Varios miembros de los Trap Door Spiders están muertos, incluidos tres que sirvieron como modelo para mis personajes de los relatos de los viudos negros: Gilbert Cant, Lin Carter y John D. Clark. También lo están algunos miembros del Dutch Treat Club, incluidos los presidentes Lowell Thomas y Eric Sloane.
Muchos escritores de ciencia ficción de mi generación han muerto, desde Cyril Kornbluth, en los años cincuenta, a Alfred Bester, en los ochenta. Entre la fraternidad de los escritores de relatos de misterio han fallecido dos amigos: Stanley Ellin y Fred Dannay (Ellery Queen).
Banesh Hoffman, un físico que siempre se sentaba a mi izquierda en los banquetes de los Baker Street Irregulars, murió en 1986. Robert L. Fish, un escritor de novelas de misterio que siempre se sentaba a mi derecha, falleció incluso antes. David Ford, el actor, que me dio la idea para escribir el primer relato de los viudos negros, murió en 1982.
Lloyd Roth, uno de mis íntimos amigos durante mis primeros años de estudiante universitario y que me recomendó a Charles Dawson, también murió en 1986, de la enfermedad de Alzheimer.
Una vez, en un programa de radio en el que el público podía llamar e intervenir, alguien llamó y me preguntó:
—¿Recuerda a Al Heikin?
—Desde luego —respondí—. Estaba conmigo en la NAES a principios de los cuarenta. ¿Cómo está?
—Está muerto —fue la lacónica respuesta, y eso me hizo perder mi serenidad en la radio. Heikin había muerto en noviembre de 1986.
Arthur W. Thomas, el profesor que me amparó cuando pedí permiso para hacer mi tesis doctoral, murió en 1982, a la edad de noventa y dos años. Louis P. Hammett, que me había enseñado química física en 1939 (la última vez que me fue bien desde el punto de vista académico), falleció en 1987, también a la edad de noventa y dos años.
Richard Wilson, uno de los viejos futurianos, murió en 1987, a los sesenta y seis años. Bea Mahaffey, para quien había escrito mi relato Everest en 1952 mientras visitaba su despacho en Chicago, falleció en 1987 a los sesenta años de edad. Bernard Foronoff, un viejo camarada de los días de Boston, murió el mismo año, a la edad de sesenta y siete.
William C. Boyd, que me llevó por primera vez a la Facultad de Medicina, falleció en 1983 y Lile, su primera mujer (también una amiga), había muerto antes. Matthew Derow, otro compañero de la facultad, murió en 1987, a la edad de setenta y ocho años. Lewis Rohrbaugh, que sucedió a Chester Keefer como decano de la Facultad de Medicina y con quien me había llevado muy bien, falleció en 1989, a los ochenta y un años.
Y la vida continúa. Me aferro cada vez más apasionadamente al grupo, ya muy reducido de amigos que sobreviven: Sprague de Camp, Lester del Rey y Fred Pohl, en la fraternidad de los escritores de ciencia ficción; Fred Whipple de Boston, y otros más.
No hay duda de que el crepúsculo se acerca y las sombras lo van cubriendo todo cada vez con más intensidad.