86. Lawrence P. Ashmead

He tenido muchos editores a lo largo de mi vida, pero algunos destacan de manera especial. John Campbell y Walter Bradbury son dos ejemplos que ya he descrito. El tercero es Lawrence P. Ashmead.

En 1960, Ashmead trabajaba como ayudante de Richard K. Winslow, que sucedió a Timothy Seldes como mi realizador en Doubleday. Yo estaba ocupado escribiendo un libro titulado Life and Energy que fue publicado por Doubleday en 1962. Como no había conseguido devolver a Doubleday los dos mil dólares que me habían adelantado en 1958 para la tercera novela de robots que nunca escribí, los convencí para que los transfirieran a Life and Energy y librarme así de la obligación.

Larry Ashmead, que es un científico (tiene un título en geología), repasó el manuscrito de Life and Energy y sugirió una serie de correcciones. Dick Winslow se enteró de lo que había hecho cuando ya me había enviado el manuscrito corregido y, sabiendo lo especiales que somos los escritores, estaba preocupado por mi reacción.

Sin embargo, aunque tengo mis manías, no son las que suelen tener los escritores. La siguiente vez que fui a Doubleday entregué el manuscrito corregido y pregunté quién había hecho las correcciones. Larry dijo que había sido él (posiblemente preparándose para aguantar una rabieta de escritor.)

—Gracias, señor Ashmead —le dije—. Eran muy buenas correcciones, me alegro de que las hiciera.

No sabía que, cuando Dick se fuera de Doubleday, Larry le sucedería como mi realizador. A partir del momento en que le di las gracias, fue totalmente pro-Asimov. Yo me limito a trabajar basándome en el principio de que la gratitud (junto con la honestidad) es la mayor de todas las virtudes y esto me ha ayudado en numerosos momentos.

En cuanto me despidieron de la Facultad de Medicina y dispuse de todo mi tiempo, tomé por costumbre ir una vez al mes a Nueva York. Siempre seguía el mismo procedimiento. Llegaba el jueves, pasaba el resto del día y todo el viernes en la editorial, descansaba el sábado y volvía el domingo al mediodía. Cuando llegaba el jueves, lo primero que hacía después de dejar mi equipaje en el hotel y arreglarme era ir a Doubleday y almorzar con Larry en Peacock Alley. (Siempre ha sido mi restaurante favorito).

En 1970, cuando volví a Nueva York, me preocupaba un poco mi relación con Doubleday. Mientras estaba en Boston, sólo daba la lata en la editorial una vez al mes, lo que era bastante tolerable. Al estar en Nueva York, ¿no me sentiría tentado de molestarles un día sí y otro no hasta que me echaran del edificio?

En absoluto. El almuerzo mensual con Larry continuó y me hicieron ver que podía dejarme caer por allí cuando quisiera, aunque tenía cuidado de no estropear el acuerdo abusando del privilegio. En los últimos años he establecido una visita a Doubleday de una media hora de duración todos los martes, aunque con los últimos directores casi nunca voy a almorzar. Doubleday se ha acostumbrado a mi aparición semanal y en las pocas ocasiones en que no he podido ir se quejan de que “no parece que sea martes”.

Mi anécdota favorita de los almuerzos con Larry es la siguiente:

Después de haber terminado de comer muy bien, como de costumbre, en Peacock Alley, el maître (que nos conocía bien) nos trajo la bandeja de los postres. Ya había tomado las excelentes galletas que se sirven siempre con el café, así que preocupado por mis problemas de peso, elegí un postre muy pequeño y relativamente inocuo.

Entonces Larry me dijo:

—Venga, Isaac, eso es muy poco. Coge algo más. El que paga es Doubleday.

(Larry es bajo, guapo y, en esa época al menos, bastante delgado, aunque no flaco).

—Vamos, doctor Asimov —se entrometió el maître—. Tome alguna otra cosa.

—A Janet no le va a hacer ninguna gracia que tome dos postres —dije no muy convencido.

—Nunca lo sabrá —me respondió Larry.

Soy débil, así que tomé el segundo postre.

Cuando volví a casa, Janet me estaba esperando en la puerta con una mirada severa en su rostro.

—¿Qué es esa historia de los dos postres? —me preguntó.

El viejo Larry, amablemente, la había llamado para informarle en cuanto le dejé. Le perdono porque me gusta y por tanto clasifico su infamia en el apartado de “bromas pesadas”.

Dicho sea de paso, siempre que alguien preguntaba a Larry por un escritor para hacer algún trabajo difícil, invariablemente me sugería a mí. Y como odiaba, por cuestión de principios, decirle que no, en algunas ocasiones me encontré en situaciones incómodas. Tuve que escribir un artículo sobre sexo en el espacio para Sexology, por ejemplo.

Este artículo en concreto me llevó a una entrevista con la doctora Ruth en su popular programa de preguntas y respuestas relacionadas con el sexo. Tenía que hablar sobre sexo con ella. No me importaba porque era una mujer inteligente y muy guapa. Vi una grabación de la entrevista y la última observación que me hacía era:

—Espero que venga a visitarme de nuevo, doctor Asimov.

Mi contestación, mientras el sonido se iba desvaneciendo, fue:

—¿En qué está pensando, doctora Ruth?

Pero los realizadores también son mortales desde el punto de vista editorial y el 24 de octubre de 1975 Larry me llamó por teléfono para decirme que había aceptado un trabajo con Simon & Schuster, probablemente con más sueldo. Fui el primero en saberlo, porque no quería que me enterase por alguien de fuera. Fue terrible para mí. Me quedé sentado en la silla con la vista perdida durante una hora.

Luego vi que no fue tan terrible como pensaba. Doubleday me proporcionó otro realizador muy profesional y agradable, Cathleen Jordan, e iba a ver a Larry de vez en cuando, ya que conozco todas las editoriales. Ahora está en Harper’s, editorial para la que acabo de escribir un libro.

Memorias
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