61. La improvisación

Hasta el verano de 1950 había dado varias conferencias con éxito, pero siempre a audiencias profesionales y bien preparadas. Pero entonces en un congreso de ciencia ficción me pidieron que hablara sobre robots. Acepté, pero me negué a perder el tiempo requerido para preparar una charla. Me pareció que el tema me resultaba lo bastante familiar como para no necesitar preparación.

Gertrude, que sabía que no había preparado nada, se sentó en la última fila por temor a que lo echara todo a perder. Quería estar en un lugar del que pudiera marcharse sin llamar la atención.

Empecé a hablar y descubrí que, incluso sin preparación, las frases se sucedían unas a otras con naturalidad. Un poco sorprendido, pero encantado, vi que la audiencia se reía cuando quería que lo hiciera. Todavía más encantado, observé que Gertrude, más confiada, había cambiado su asiento por uno en la primera fila.

Éste fue otro momento decisivo, ya que me di cuenta de que podía hablar con facilidad y, como comprobé con el tiempo, sobre cualquier tema, improvisando y sin preparación. A partir de entonces, excepto mis clases de la facultad, nunca preparé una conferencia. ¡Nunca!

En una ocasión, escribí una conferencia que iba a ser publicada, pero hablé sin mirar las páginas escritas. Por lo general, si es necesario publicar una de mis conferencias, deben grabarla y después mecanografiarla a partir de la cinta.

Otro momento decisivo se produjo poco después, cuando di una conferencia a un grupo de una Asociación de Padres y Profesores de un área residencial del sur de Boston a petición de un compañero de la facultad. Con gran sorpresa por mi parte, me pagaron diez dólares. Intenté no cogerlos, tenía la sensación de que no podía aceptar dinero sólo por hablar, pero insistieron.

Estuve más dispuesto a cobrar por mi trabajo a medida que fue pasando el tiempo, y mis honorarios para dar conferencias fueron subiendo. Una vez di una charla en el MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts) por cien dólares y durante la cena descubrí que habían pagado a Wernher von Braun mil cuatrocientos dólares por una conferencia algunas semanas antes.

Les pregunté con el ceño fruncido:

—¿Fue catorce veces mejor que yo?

—¡Oh, no! —respondieron con ingenuidad—. Usted ha sido mucho mejor.

Puede suponerse que fue la última vez que acepté hablar por sólo cien dólares. Con el tiempo llegué a cobrar hasta veinte mil dólares por una charla de una hora. Puede que esto le parezca exorbitante (a mí me lo parece), pero me entregan el dinero con sonrisas y expresiones de gratitud y esto es suficiente para aliviar una conciencia tan escrupulosa como la mía.

¿Por qué? Una razón es precisamente que mis charlas son improvisadas. Una conferencia que está escrita con todo cuidado en inglés literario y que después se lee, no se puede dar en inglés hablado (el inglés hablado y el escrito son dos idiomas diferentes, lo crea o no) porque suena poco natural. Además, al leerla, el pasar las páginas y atascarse en alguna palabra añade una nota artificial. Aprenderse de memoria una conferencia puede eliminar algo de la artificialidad, pero cuesta mucho trabajo y el resultado es que sigue siendo inglés escrito y suena poco natural.

Pero si se improvisa, se puede hablar de manera coloquial y cambiar de humor y de emociones para adaptarse a la reacción de la audiencia.

El éxito continuo tiende a generar arrogancia si no se tiene cuidado y, de vez en cuando, caigo en la arrogancia sobre mi aptitud para dar conferencias. Con frecuencia estoy en un estrado con dos o tres conferenciantes más y, en tales casos, siempre pido que me dejen hablar el último. Si me preguntan por qué, contesto la verdad (pero puede parecer arrogancia):

—Porque resulta imposible mejorar mi actuación.

Por lo general, mi actuación lo prueba, pero de vez en cuando alguno de los que hablan antes que yo es tan bueno que tengo que esforzarme al máximo para superarle y, en contadas ocasiones, me pregunto, incómodo, si habré tenido éxito.

En cierta ocasión, por ejemplo, el conferenciante anterior habló de Kissinger y la teoría del equilibrio de poderes. Era un tema importante y fue expuesto con tanta fluidez y aplomo que me sentí hundido. Nunca podría mejorar aquello. Lo intenté, por supuesto, pero me quedé corto.

En la recepción que hubo después, alguien me comentó:

—Disfruté mucho de su excelente conferencia, doctor Asimov.

—Me temo que la charla sobre Kissinger fue mucho mejor —respondí abatido.

—¡Oh, no! —dijo el otro—. Ya había oído hablar a ese señor sobre Kissinger y dio la misma conferencia, palabra por palabra. A usted también le he oído hablar antes, pero sus charlas son siempre diferentes.

Ésa es otra cuestión. Si te tomas la molestia de memorizar una conferencia larga y complicada, no puedes desperdiciarla utilizándola sólo en una ocasión. Tienes que repetirla una vez tras otra y que el cielo ayude a los que acudan por segunda vez a oírte.

Por otro lado, la improvisación permite multitud de variaciones sobre la marcha, y aunque a lo largo de mi vida he dado sin duda unas dos mil conferencias, no ha habido dos que hayan sido exactamente iguales.

A propósito, la fama de mis conferencias es tal (gracias a la propaganda de mis oyentes agradecidos) que siempre me invitan a dar conferencias en todos los estados de la Unión, por no hablar de otros países (incluso tan lejanos como Irán o Japón). Pero mi aversión a los viajes sólo me permite dar charlas relativamente cerca de donde vivo. Si no, podría ganarme la vida muy bien sólo con eso y además ver mundo.

Pero no me arrepiento. Mi vocación es escribir, no dar conferencias.

Hay muchas anécdotas divertidas en torno a mis charlas y no me resisto a contar algunas. Muchas están relacionadas con las presentaciones que hacen de mí.

Cuando alguien da una conferencia, la presentación corre a cargo de otra persona. Hay un riesgo en ello, ya que, a menos que la introducción sea corta y concisa, puede crear problemas: si es larga y aburrida enfría la audiencia, pero si es ingeniosa, corta o larga, eclipsa al orador.

Por lo general, prefiero que no haya ninguna presentación. Me gustaría entrar en un escenario vacío a la hora programada para el comienzo, avanzar hacia el podio y decir: "Señoras y señores, soy Isaac Asimov", y después empezar a hablar. Ésa es toda la introducción que quiero y necesito, pero hasta el momento nunca lo he podido conseguir. Siempre hay alguien que quiere su momento de gloria.

En 1971 hablé en la Universidad Estatal de Penn, en la que daba clase mi compañero de ciencia ficción Phil Klass. Estaba encargado de mi presentación y me sentí agobiado. Recordaba las intervenciones de Phil en las reuniones de ciencia ficción. Era muy, muy divertido, así que esperaba que su presentación fuera corta y concisa.

No lo fue. Phil habló con brillantez durante quince largos minutos, dando una descripción exagerada de mi carácter y de mis aptitudes hasta casi el ridículo, lo que hizo que la audiencia se partiera de risa. Yo cada vez me iba hundiendo más en mi asiento. Él hablaba gratis y a mí me iban a pagar mil dólares. Estaba deleitando a la audiencia y yo iba a producir una triste impresión.

Por fin, cuando yo ya vislumbraba el desastre total, Phil llegó a su frase final:

—Pero no se imaginen que Asimov puede hacer de todo. Por ejemplo, nunca ha cantado Rigoletto en el Metropolitan Opera.

Se produjo una sonora explosión de carcajadas, me incliné hacia Janet y le murmuré sonriendo victorioso (como dijo una vez Thomas Henry Huxley mirando a Samuel Wilberforce en el gran debate sobre la evolución):

—El Señor lo ha puesto en mis manos.

Me acerqué por el escenario hacia el podio, miré a la audiencia, esperé a que terminaran los aplausos y después permanecí de pie durante quince segundos en silencio. Contemplé fijamente al público y les dejé que se preguntaran qué estaba ocurriendo.

Y en el momento exacto en que la perplejidad había llegado al nivel adecuado, sin avisar y con una voz de tenor tan fuerte como pude, entoné "Bella figlia dell'amore", los compases iniciales del famoso cuarteto de Rigoletto y auténtico epítome de todas las obras operísticas.

La audiencia rompió a reír y a partir de entonces los tuve en la palma de la mano. (Un conferenciante tiene que saber cómo hacerlo).

Arranqué otra victoria de las fauces de la derrota el 21 de marzo de 1958, cuando hablaba en el Swarthmore College, cerca de Filadelfia. Llegué a la víspera y el presidente de la escuela me advirtió que hablaría a la asamblea al día siguiente a las ocho de la mañana. La asistencia era obligatoria y muchos estaban molestos por ello.

—Es posible —dijo el presidente— que algunos estudiantes hagan alarde de leer el periódico mientras usted habla. No es una actitud de enfado hacia su persona, sino una muestra de desaprobación por la obligatoriedad de asistir a las charlas.

—No tema —le respondí con un ademán—, nadie leerá el periódico mientras yo esté hablando.

Esa noche Filadelfia sufrió la peor tormenta de nieve de los últimos cien años. (Ésta fue la tormenta, dicho sea de paso, que mató a Cyril Kornbluth.) Se formó una capa de nieve de más de sesenta centímetros. Cayó una aguanieve pegajosa y fuerte que destruyó muchos jardines y dañó muchos árboles.

A la mañana siguiente, contemplé a los estudiantes entrando en el salón de la asamblea, peleándose con la nieve de sus botas y pensé, alarmado, que si se oponían a la asamblea en condiciones normales, ¡lo molestos que debían de estar por ésta! Iba a tener una audiencia fría como el hielo, figurada y literalmente.

¿Qué hacer? Me serví de la fecha y empecé diciendo:

—Señores, he venido hasta aquí el día del equinoccio de primavera, cuando las tormentas y los sobresaltos de nuestro invierno de descontento han abandonado la escena y los brotes de la primavera se estremecen a punto de aparecer; cuando los fuertes vientos se transforman en suaves brisas…

Seguí así, cada vez más disparatado en mis encomios, y la audiencia empezó a reírse entre dientes y después a carcajadas. Cuando me pareció que el ambiente estaba suficientemente caldeado, me adentré en mi conferencia y nadie leyó el periódico.

En cierta ocasión evité una catástrofe mucho peor por pura suerte. Fue durante los años sesenta, iba a hablar en Ohio por unos doscientos cincuenta dólares para recibir una placa de alguna organización interesada en las comunicaciones. Les iba a dar lo que yo llamaba mi "conferencia sobre Mendel", varias versiones de la cual había dado aquí y allá con mucho éxito. Era sobre Gregor Mendel, quien descubrió las leyes de la herencia, pero, por un fallo de la comunicación, estas leyes permanecieron ocultas para la ciencia durante treinta y tres años.

En este caso también hubo una presentación larga y divertida, mientras yo estaba sentado en un enorme comedor, cada vez más deprimido, esperando a que el presentador se sentara y pensando que tendría que esforzarme para evitar el anticlímax. El individuo que estaba a mi derecha, me susurró durante la introducción:

—Estamos esperando ansiosos su charla, doctor Asimov.

Me sentía bastante deprimido, y contesté:

—¿Cómo sabe que será buena?

—Porque ya le he oído antes en la Gordon Research Conference. Dio una charla sobre Mendel.

Me enderecé en la silla.

—¿Sobre Mendel? ¿Alguno más de los que están aquí asistió a la conferencia?

—Casi todos —me respondió.

Tenía cinco minutos para organizar una charla diferente. Lo logré, pero cada vez que pienso en que estuve a punto de dar una charla a una audiencia que ya la había oído en su mayor parte, me entra un sudor frío.

En otra ocasión, el presentador me pidió permiso para leer algo de la correspondencia previa a nuestro acuerdo. No recordaba lo que había escrito en esas cartas, pero sabía que nunca escribo nada que me pueda llevar a los tribunales, así que le dije: "Por supuesto, adelante."

Leyó las cartas y resultó que me había mostrado inexorable en exigir el triple de los honorarios que me ofrecían alegando que era tres veces mejor que cualquier otro. Esto significó que tuve que ponerme de pie ante una audiencia predispuesta contra mí porque le había sacado mucho dinero a su organización y necesitaba demostrarle que era tres veces mejor que cualquiera. Fue una tarea ardua, pero lo logré.

La peor presentación que me hayan hecho nunca fue en Pittsburgh. Es la única que recuerdo que en vez de divertirme, me irritó. Estaba en el estrado esperando a que empezara el acto y la mujer engreída que lo dirigía se quedó de pie en frente del podio ordenando a la gente que se sentara con una voz estridente y monótona.

Finalmente, llegó el momento de empezar y me presentó. Subí al podio y empezaron los aplausos, y que me muera ahora mismo si no es verdad que se puso delante de mí, hizo un gesto con las manos para que se callaran y así poder dirigir a sus asientos a los rezagados de última hora. Sentí unas enormes ganas de echarla fuera del estrado a empujones, pero me contuve.

Tuve que empezar a hablar a una audiencia fría y estaba demasiado furioso para pensar en cualquier truco para calentarla de nuevo. La conferencia no fue un fracaso pero distó mucho de ser un éxito. ¡Qué mujer tan estúpida!

A menudo no se puede hablar si no desarrollas tu propio reloj interior. Cuando daba clase a los estudiantes de medicina, decía la última frase rutinariamente cuando sonaba la campana de fin de clase. Por supuesto, en el aula había un reloj grande que estaba a la vista, para que pudiera marcar el ritmo de la clase. A pesar de todo, era un buen entrenamiento y ayudaba a desarrollar el reloj interno.

Por lo general, cuando pregunto a la persona organizadora cuánto quiere que hable y me dice un tiempo determinado, hablo durante ese tiempo más una sesión de preguntas y respuestas. Si me dicen: "El tiempo que usted quiera", hablo durante cuarenta y cinco minutos.

El 18 de mayo de 1977 (fecha que recuerdo por una razón que explicaré más adelante), pronuncié un discurso de entrega de diplomas en el Ardmore College en los alrededores de Filadelfia. Justo antes de que me pusiera en pie, el presidente de la institución se inclinó hacia mí y murmuró:

—Hable durante unos quince minutos.

—Desde luego —le respondí.

Me puse en pie y anuncié divertido que me habían pedido que hablara durante quince minutos, así que no les entretendría mucho tiempo. (Esto puso de buen humor a la audiencia de inmediato. No habían ido a oírme a mí. Habían ido a recibir sus diplomas o a ver cómo los jóvenes ilusionados los recibían.)

Después del discurso uno de los graduados se me acercó y me dijo que había dado la casualidad de que llevaba un cronómetro en el bolsillo y lo había puesto en marcha en cuanto mencioné el límite de los quince minutos.

—Tardó usted catorce minutos y treinta y seis segundos —dijo—, y en ningún momento le vi mirar el reloj. ¿Cómo lo ha hecho?

—Mucha práctica, joven —le respondí.

Tiempo después, mi hermano Stan me comprometió seriamente y no me dijo nada. Newsday inauguraba una sección semanal de ciencia y, como un favor a Stan, el 3 de septiembre de 1984 fui a dar una charla sobre la importancia de la ciencia a una audiencia de anunciantes potenciales.

—Habla durante sesenta minutos —me dijo Stan.

Y lo hice, durante exactamente una hora.

Stan estaba risueño.

—Les había dicho —me confesó— que si te decía que hablaras durante sesenta minutos no emplearías ni un minuto más ni un minuto menos.

—¿Por qué no me avisaste? —le pregunté horrorizado.

—Tenía fe en ti —me respondió.

Me enfadé bastante. Soy bueno, pero no tanto.

A propósito, meses antes Newsday me había ofrecido cuatro mil dólares por la conferencia y llegamos a un acuerdo. Por alguna razón, quizá porque lo estaba haciendo por Stan, había olvidado este asunto y dio la casualidad de que no recordaba nada sobre los honorarios prometidos cuando di la charla.

Semanas después, el periódico me llamó para saber mi número de la Seguridad Social.

—¿Para qué? —dije con desconfianza.

—Para poder enviarle un cheque.

—¿Por qué? —pregunté. Y tuvieron que explicármelo.

—¡Oh! —le dije, incapaz de mantener la boca cerrada—. Creí que lo estaba haciendo gratis.

Esa tarde llamé a Stan.

—Stan —le dije—, el periódico quiere pagarme por la charla y no recordaba haber quedado en eso. Si recurren a ti y te preguntan si de verdad tienen que pagarme puesto que yo creía que iba a hablar sin cobrar honorarios, por favor, diles que me paguen.

Se produjo un corto silencio, y después Stan dijo malhumorado:

—¿Por qué me llamas un viernes por la noche para decirme eso?

—¿Qué importa cuando te lo digo? —pregunté sorprendido.

—Pues porque ahora —respondió Stan— tendré que esperar hasta el lunes por la mañana para poder contar la última anécdota del tonto de mi hermano Isaac.

Pero estoy divagando…

Que yo recuerde, sólo en dos ocasiones he tenido que hablar durante más de sesenta minutos. Una vez fue culpa mía y la otra de la audiencia.

Fue mi culpa el 30 de mayo de 1967, cuando hablé en el centro de Boston. Gertrude no se podía mover porque padecía artritis reumatoide, Robyn llevaba la pierna enyesada debido a una fisura de tobillo, David estaba con fiebre y yo tenía que dar una conferencia, la séptima del mes. Estaba tan nervioso que cogí un taxi para ir al centro porque no creía estar en condiciones de ponerme al volante. Una vez allí, acepté una copa en vez de rechazarla como hago invariablemente. Pensé que podría calmar mi ansiedad, pero no fue así. Pude pedir un ginger ale, pero no lo hice.

Empecé mi conferencia y eso fue mi calmante. Todas mis preocupaciones se desvanecieron, pero sabía que volverían cuando terminase, por tanto, era reacio a acabar. La charla duró hora y media antes de que pudiera pararme (y, por supuesto, la ansiedad volvió de inmediato).

Para explicar el otro caso, debo decir que me gusta que el auditorio esté bien iluminado mientras hablo. Quiero ver a la audiencia. Hablar en la oscuridad me hace sentir incómodo. Por supuesto ver a la audiencia no significa que la mire. Eso puede distraer mi atención, sobre todo si una joven en minifalda está sentada en primera fila y cruza las piernas. (Me distrae tanto que no me atrevo a mirarla y me pregunto si algunas no lo hacen sólo para distraer).

Por tanto, lo que hago es escuchar a la audiencia. Oigo las toses, los suspiros, cuándo se agitan en el asiento. Todo ello me indica el estado de los que me escuchan. Me dice cuándo debo ser divertido o serio, cuándo debo cambiar de tema, etc.

Puedo decirle exactamente que sonido va con cada cambio. No lo sé de manera consciente, pero algo dentro de mí lo intuye. Lo que sí sé es lo que escucho con más satisfacción. Es el sonido del silencio.

Cuando se acaban los susurros y mi voz es el único sonido que se oye en la sala, entonces sé que me hecho con ellos y que debo continuar por ese camino. Debo decir, sin embargo, que logro esto último muy pocas veces.

Una vez estaba hablando a un grupo de empleados de IBM en el King de Prussia (Pensilvania) y percibí el silencio. Exultante, seguí, esperando que sería mejor que fuera terminando. (Lo que yo llamo mi reloj interno puede que sea, al menos en parte, mi reacción inconsciente al sonido de la audiencia). Pero el silencio siguió y cuando ya no podía aguantar más, miré el reloj y había transcurrido una hora y media. Me callé de repente y añadí bastante indeciso:

—Llevo hablando hora y media.

—¡Siga hablando! —respondió la audiencia a gritos. Y lo hice, pero sólo durante cinco minutos más.

Lo que todo conferenciante quiere es un aplauso fuerte y prolongado, por supuesto, y casi siempre lo consigo. Todavía mejor es una "ovación con el público en pie". El aplauso en sí mismo puede ser bastante automático, pero ponerse de pie requiere un esfuerzo y es algo más que un aplauso. Me encantan las ovaciones con el público en pie.

En una ocasión, descubrí algo todavía mejor. Di una conferencia en el Carnegie Tech de Pittsburgh. Iba tan bien y la respuesta de la audiencia era tan buena que pensé que seguro que recibiría una ovación con el público en pie. Sin embargo, cuando terminé, todo lo que recibí fue un prolongado aplauso. Nadie se puso de pie,.

Traté de disimular mi disgusto, sonreí, me incliné y me retiré tristemente entre bastidores para meditar. Pero los aplausos siguieron y finalmente, mi presentador vino y me dijo:

—No van a parar. Salga otra vez.

Salí sonriendo de oreja a oreja y saludé por segunda vez. Es la única vez que me ha sucedido algo así, pero es un recuerdo que guardo en mi memoria.

Memorias
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