139. Hugh Downs

Siempre me sorprende que alguien a quien considero una celebridad dé muestras de saber de mi existencia. No tengo que describir a Hugh Downs, porque todo el mundo le conoce. Ha aparecido en televisión en horas de gran audiencia más veces que nadie en Estados Unidos.

Tomó parte en el crucero que nos llevó a Florida con motivo del lanzamiento del Apolo XVII en 1972, aunque en esta ocasión no mantuvimos muchos contactos. El 9 de junio de 1978, sin embargo, desayunamos juntos a petición suya y hablamos de astronomía y cosmología.

A Hugh le fascina la ciencia y, a pesar de que su trabajo en la televisión le ocupa la mayoría de su tiempo, se las arregla para mantenerse al corriente de los últimos descubrimientos en ciencia (sobre todo en cosmología) y puede defenderse bien incluso en discusiones con profesionales.

Parece que yo le gustaba. Hugh pensaba organizar una cena anual en la que una docena de personas interesadas en la ciencia serían invitadas a una noche de buena comida y mejor conversación. La primera de ellas se celebró el 6 de mayo de 1980 en el Metropolitan Club y la cena fue muy suntuosa.

He sido invitado a todos los banquetes subsiguientes y sólo falté a uno. El coste de la cena debe de ser elevado, y todos los años me ofrezco a pagar la mitad de la cuenta. Hugh siempre sonríe y me dice que es un placer y que lo hace con mucho gusto.

Desde luego es un placer, ya que la conversación es impresionante, y a menudo soy el alivio cómico. Puedo mantenerme al mismo nivel que los demás en las discusiones sobre los límites de la ciencia, pero también paso con facilidad a contar chistes ya que casi todo me recuerda alguna anécdota divertida.

Pronto se supo que cada año se celebrara una de estas reuniones y, en cierta ocasión, recibí una llamada telefónica de una periodista que, por el tono de sus preguntas, demostraba creer que Hugh era un “escalador intelectual y social”, que pagaba el banquete para ser aceptado por intelectuales de renombre que comían su comida y se burlaban de sus pretensiones.

La paré en seco. Le dije a la periodista que Hugh, aunque era un aficionado, era una persona muy inteligente, erudita en ciencias y querida y respetada por todos los asistentes. Esto probablemente destruyó su “notición”, cosa que me alegró.

En las reuniones hay algunos que, como yo, son fijos. Lloyd Motz, un astrónomo de la Universidad de Columbia, nunca ha faltado a una sesión. Otros que acuden de manera intermitente son: Walter Sullivan, Robert Jastrow, Jeremy Bernstein, Marvin Minsky, Ben Bova, Mark Chatrand, Gerard O’Neill, Gerald Feinberg, Robert Shapiro y algunos más. Heinz Pagels vino a unas cuantas cenas, pero más adelante hablaré de él.

Por lo general, cunado llego a casa, le hago a Janet un resumen de la discusión y de las cosas inteligentes que las distintas personas han dicho (sin omitir las de mi propia cosecha, por supuesto). Hago lo mismo después de las reuniones del Dutch Treat Club y de los Trap Door Spiders. A Janet le divierte, pero a menudo se queja de que las organizaciones sean sólo para hombres.

En cierta ocasión, esta característica resultó ser especialmente molesta. En abril de 1980 recibí una invitación para asistir a una reunión de médicos que se dedicaban a la investigación. Lewis Thomas, el gran escritor científico de biología, iba a ser el orador. Acepté de inmediato y le dije a Janet que, por supuesto, esperaba que viniera conmigo ya que le gustaban mucho los artículos de Thomas.

Janet leyó la invitación y me atravesó con una mirada glacial. Me dijo:

—Isaac, deberías leer atentamente la invitación en vez de captar sólo una palabra de cada cinco; la invitación es sólo para hombres. Tú puedes ir pero yo no, a pesar de que yo soy médico y tú no.

Me alejé cabizbajo y les envié una carta explicándoles que, sin darme cuenta, había invitado a mi mujer a acompañarme y que ahora, en interés de la armonía matrimonial, me temía que no podía asistir.

Me llegó una contestación escrita a mano. Mi mujer también estaba invitada, por supuesto. Así que el 7 de abril de 1980 allí estábamos en la cena, sesenta hombres y Janet. Y no crea que a ella le disgustó. Conocía a varios de los asistentes y se entretuvo en una animada conversación. Yo, que no era médico, era el extraño.

Janet, como cualquier otra mujer, por supuesto, puede asistir al banquete anual del Dutch Treat, y siempre viene conmigo, aunque no sea más que para asegurarse de que mi incomodidad por llevar un esmoquin no se convierta en un problema estrepitoso. En cierta ocasión, asistió a una de las reuniones ordinarias en circunstancias que describiré más adelante.

También puede asistir de vez en cuando a las reuniones ordinarias como invitada autorizada, cuando la ocasión lo permite. Así fue el 24 de abril de 1990, por ejemplo, cuando di mi conferencia sobre pentámetros yámbicos y quintillas jocosas.

Memorias
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