II

Lord John, quien acababa de ser anunciado de nuevo desde la pieza más próxima, ignoró por completo los saludos, y en cuanto se hubo cerrado la puerta detrás de él dio claras muestras de la excitación y la ansiedad intensa que le dominaban.

—¿Por qué diablos supone usted que ha vuelto? —Y mientras su anfitriona indicaba con un gesto impaciente su negativa a hacer ninguna conjetura al respecto, añadió—: ¡Porque cuando un tipo está en el centro de un ciclón...!

—¿No es justamente en el centro donde uno puede estar muy quieto, y en la periferia donde siente uno toda la furia? —le interrumpió Lady Sandgate— ¡Cuento con que Lord Theign no haga ninguna tontería!

—Ah, pero no puede haberlo tirado todo para luego no hacer nada —replicó severo Lord John—; y lo sitúe donde lo sitúe usted respecto al lío que se ha organizado, no puede no responder de algún modo, maldita sea, a un ataque así a su honor como miembro insigne de la nobleza y como buen ciudadano que es.

—Ha tenido la mala suerte de convertirse para los lectores de los periódicos en el principal chivo expiatorio de los pecados de mucha gente —dijo suspirando Lady Sandgate, sin que su conclusión resultara lo bastante convincente.

—Sí —concluyó en su lugar Lord John—, los millones de tipos dispuestos a venderse; en comparación con lo que hace toda esa gente que se dedica a mercadear con sus valores de pacotilla —¡cuando son lo bastante afortunados como para tener valores!— el asunto éste no es nada.

—Oh, se dan todo tipo de casos, y las responsabilidades varían mucho de un caso a otro. —Ésta parecía ser, para Lady Sandgate, la moraleja que podía sacarse de todo ello.

—Desde luego, todo es distinto de todo —prosiguió Lord John—. ¿y quién puede saber algo del caso en cuestión sino su víctima, quien por los motivos más puros y nobles se ha expuesto a que literalmente lo despellejen?

—Bueno —dijo Lady Sandagate mientras la zozobra la llevaba a consultar su reloj de pulsera—, espero que no esté hecho polvo ya; supongo que no lo está, si dice que ha pasado usted por casa de Kitty.

—Oh, al parecer se encontraba bien; llegó y se marchó enseguida —explicó el joven—, ya que no estaba en casa Lady Imber.

—¡Ah, la alegre Kitty! —suspiró de nuevo su anfitriona, pero mientras hablaba le distrajo la reaparición del mayordomo, seguido esta vez por Lord Theign, que había cambiado su atuendo de viaje por un impecable traje de tarde y al que recibió, una vez que estuvo frente a ella, con ternura anhelante y una curiosidad teñida de compasión—. Por fin, queridísimo amigo, ¡qué alegría! ¿No estaba Kitty en casa para recibirle?

Lord Theign quitó importancia al asunto por el bien de su consentida hija.

—Oh, ¡no me extrañó tratándose de mi Kitty! Me he vestido y nos encontraremos a las cinco y media. —Y mientras observaba al inexpresivo Lord John, añadió—: ¿Y Bender? Pasó por allí antes de que yo llegara; ¿no me ha buscado aquí?

Lord John fue capaz de mostrarse expresivo al menos respecto a esta cuestión:

—Me reuní con él en el club para almorzar; había recibido su carta... pero de no ser por ello yo no habría sabido nada. Seguro que coincidirá usted con él en esta casa, pero en todo caso estoy contento, Theign, si me permite decirlo —prosiguió con cierto énfasis—, estoy contento de poder verle a usted antes.

Lord Theign parecía estar a punto de preguntarle por el significado de este comentario, pero el temor de Lady Sandgate se había vuelto ya insoportable:

—¿No habrá regresado a causa de algún problema relacionado con Breckenridge?

Lord Theign pasó ahora a examinar atentamente a su amiga.

—¿Ha desarrollado usted —¡en estos días extraordinarios!— un interés tan grande por Breckenridge, como usted lo llama?

Lady Sandgate sintió sobre sí la sombra del derecho, o cuando menos el privilegio de indagación que reclamaba su amigo, pero al cabo de unos instantes salió airosa del trance.

—Sólo he pensado y soñado con usted —¡hombre suspicaz!—, y lo he ido haciendo cada vez más a medida que se extendía el clamor; y si le interesa saberlo, ¡el señor Bender no se me ha acercado ni una sola vez en todo este tiempo!

Lord John acudió en cierto modo, y aun sin saberlo, en auxilio de Lady Sandgate:

—Si lo hubiese hecho se habría dado usted cuenta, creo yo, de lo que le sucede, y quizá el propio Theign se ha dado ya cuenta de ello al leer su carta: me pareció entender, en efecto, la semana pasada —prosiguió dirigiéndose al otro visitante—, que andaba muy ocupado escribiéndole.

Lord Theign no quiso hacer ningún comentario al respecto, limitándose una vez más a observar a Lord John con aire de experto; después dirigió de nuevo su atención, por un instante, a Lady Sandgate.

—No me ha hecho volver a casa ningún clamor, y usted sin duda me conoce lo suficiente para saberlo; tampoco he regresado para prestar atención a ningún ataque ni a ninguna insolencia barata; francamente, apenas me llegó nada de eso mientras estuve allí, y lo poco que me llegó me lo lavé con esas aguas excepcionales. El motivo de mi regreso es la carta del señor Bender —aseguró dirigiéndose a Lord John—; ¡tres páginas increíblemente vulgares hablándome del ilustre Pappendick!

—¿Le contaba en la carta que había venido él en persona y que había rebajado el valor del cuadro? —El joven estaba evidentemente al corriente de todo—. Eso, naturalmente, ha pesado mucho en el ánimo de Bender, y el cambio en la opinión pública ha venido al parecer a confirmarlo.

Lord Theign se impacientó de repente, haciendo grandes aspavientos ante algunas de las palabras que empleaba su amigo, y dirigiéndose a Lady Sandgate, llegó incluso a señalar con sorna al hombre que se había mostrado capaz de parlotear y meter la pata de ese modo:

—Él también me conoce desde hace mucho, ¡y sin embargo viene aquí a hablarme de lo que él llama un cambio en la opinión pública! —Entonces embistió directamente a su vanidoso informador—: ¿Tengo que repetirle que me tienen sin cuidado los cambios en la opinión pública? Eso no es más que otra forma de llamar a la cháchara de aquellos idiotas que uno no conoce, añadida a la de aquellos otros que por desgracia sí conoce ¡y que son cantidad!

—Ah, ¡ya lo dejó bien claro, de esa forma espléndida, tan propia de usted, antes de marcharse de viaje!

—Cuando hablo del asunto, mi querido Lord Theign, no pienso en el efecto que le puede causar a usted —explicó con aire pomposo Lord Theign—, sino en el que le puede causar a Bender, que tiene un interés tan desmesurado —suponiendo que vaya a hacerse con él— en que el cuadro sea un Mantovano, pero que parece sin embargo incapaz de hacerlo pasar por otra cosa que no sea el viejo Moretto que, por supuesto, no ha dejado nunca de ser.

Dominado por una repulsión creciente hacia todo este desagradable embrollo, Lord Theign iba revelando poco a poco el mal genio que lo había impulsado a regresar inesperadamente, y con un poderío tan formidable, al escenario de la acción.

—Maldita sea, ¿y no le vale un viejo Moretto?

Estas palabras hicieron arrugarse a Lord John, que aun así consiguió dejar claro lo que pensaba:

—Un viejo Moretto es justamente lo que rechazó en Dedborough a causa de su insignificancia relativa, puramente relativa, y sólo le dio por pensar en el cuadro cuando se empezó a especular con la posibilidad de que en realidad fuera aquella inmensa rareza...

—¿Cuándo ese joven granuja que ha engatusado a Grace —le cortó Lord Theign— trató por razones mezquinas de embaucarnos a nosotros para que lo reivindicáramos como tal?

Lady Sandgate quiso recobrar su discreta capacidad de influencia.

—Ah, la gente docta no ha pronunciado aún su última palabra; ¡la idea de que posiblemente sea un Mantovano no ha sido desacreditada aún!

Su amigo aristócrata se sustrajo sin embargo a su encanto:

—Ya estoy harto de la gente docta... ¡La gente docta son serpientes! Mi cuadro se toma o se deja; y eso es lo que vuelto para decirle a la cara a tu amigo, John, si no te importa.

Esta declaración provocó un estampido tan seco y casi tan prolongado como los crujidos de un revólver descargado; pero una vez disipado el leve humo, por lo menos Lady Sandgate permanecía de pie, sonriente.

—Sí, ¿y por qué no puede elegir el que quiera, por el amor de Dios? ¿Y por qué le escribe él, el horrible Breckenridge, esas cartas tan pesadas y discutidoras?

Lord John dio la impresión, al tomar esta idea de Lady Sandgate, de que se trataba de algo que se había ido abriendo paso en su conciencia con bastante fuerza, y a la vez con la debida cautela, a raíz de la conversación, en el curso de la cual no había dejado de observar, temeroso, a Lord Theign.

—Creo que no acabo de entender, mi querido Theign, por qué es tan ofensiva la carta que le ha escrito el pobre hombre.

Esta cuestión sí que podía aclarársela su querido Theign:

—Porque no es sino un agregado de expresiones que puede que circulen como moneda corriente en los odiosos periódicos y de un lado a otro de las barras de los pubs, y por todo este extraño mundo o por lo menos extraño país, pero que me niego a malgastar mi tiempo tratando de desentrañar.

—Si no ha conseguido hacerse entender —Lord John se permitió reírse— debe de haber sido un escrito insólito en Bender.

—Oh, la belleza agreste, por decirlo así, de muchos de sus giros hace que yo misma no tenga, a menudo, la más mínima idea de lo que está diciendo —confesó Lady Sandgate con idéntico alborozo.

—Yo, en cambio, creo que siempre consigo captar eso tan peculiar que se propone decir —dijo Lord John en una muestra de lealtad— ¡y de hecho, en conjunto, me gusta bastante!

—A mí no me gusta algo si no disfruto con ello —Lord Theign intervino de nuevo con cierta aspereza—, y el tipo ése tiene, por lo poco que he podido entender de él, un gran interés por gastar dinero, algo que ni me agrada ni pretendo que me agrade. Según he adivinado, él no quiere el cuadro que rechazó en Dedborough, pero es posible que quiera —si lo he interpretado bien— el cuadro que está expuesto en Bond Street; y sin embargo defiende al parecer, con gran vehemencia, la estúpida idea, tan confusa por lo demás, de que aún no se ha demostrado que los dos artículos, como él los llama (¡al mejor de los Morettos se atreve a llamarlo artículo!), sean diferentes; ¡como si me hubiera comprometido con él a demostrar, yo mismo, que lo son!

Lord John guardó silencio y después se permitió sugerir una explicación.

—Debe de referirse a que usted, al permitirnos dejarle el cuadro a Mackintosh, confiaba en que aparecería ante todo Londres revestido del valor más alto posible.

—Bueno, si no ha aparecido así —dijo Lord Theign mirándole como perplejo— ¿a qué diablos viene todo este jaleo tan absurdo?

—El jaleo es en gran parte —explicó su joven amigo— el griterío de la gente que discrepa sobre el cuadro.

Ante lo cual su anfitriona buscó aligerar la gravedad del asunto.

—Los unos, en efecto, pregonan a los cuatro vientos que se trata del más puro de los Mantovanos, y los otros les responden a gritos llamándoles burros o criminales.

—Puede tomarlo por lo que le venga en gana —dijo Lord Theign ignorando las aportaciones a la cuestión de los otros dos—, ¡puede atribuírselo al mismo Miguel Ángel con tal que se lo lleve ya y me deje en paz!

—Por lo que le gustaría tomarlo —Lord John creyó llegada su oportunidad de decirlo— sería por algo que fuese del orden de los cien mil.

—¡¿De los cien mil?! —exclamó atónito su amigo.

—Exacto, de los cien mil, me atrevería a decir. —Era obvio que Lord John disfrutaba manejando, aunque sólo fuera en sus labios, una suma tan redonda.

Lady Sandgate se apresuró a contradecir la impresión que pudiese haber dado de sentirse estupefacta:

—¿Aún no ha caído usted en la cuenta, Theign, de que ésas son las cifras americanas?

Lord Theign observó fijamente a su amiga y luego a Lord John. Después dejó pasar unos instantes antes de hablar.

—No me interesan en absoluto las cifras americanas; si de verdad quieren saberlo, me parecen insoportablemente vulgares.

—Bueno, ¡por cien mil yo podría ser tan vulgar como cualquiera! —se apresuró a proclamar Lady Sandgate.

—¿No nos dejó él bien claro en Dedborough que no le valían de nada, como decía él, cifras más bajas? —preguntó Lord John al señor de aquella mansión.

—Yo mismo le he oído comentar —dijo Lady Sandgate recuperando un recuerdo atroz— que él no aceptaría el regalo de un cuadro barato por muy bello que fuera.

—¿Y llama barato al cuadro que está expuesto cerca de aquí? —preguntó el propietario de la obra.

Lord John alzó bruscamente los brazos al tiempo que sonreía impaciente.

—¡Lo único que quiere, ¿no lo comprende?, es impedir que usted lo convierta en un cuadro barato!

Lord Theign le fulminó con la mirada, enojado como se sentía por esta acusación de falta de ductilidad.

—Yo lo ofrecí por un valor estimado que era digno del cuadro... y también de mí.

—Mi querido amigo, mi insensato amigo —protestó su joven consejero—, ¡a la hora de la verdad no mencionó usted ninguna cifra!

—¡No hubo hora de la verdad! Lo único que ocurrió fue que yo mostré un Moretto, y lo mostré, de acuerdo —dijo en respuesta al gesto que le invitaba a recordarlo—, como algo a lo que un millonario americano había echado el ojo y por lo que tenía, digamos, interés. No pretendí otra cosa y ahí dejamos el asunto; nos despedimos sin que ninguno de los dos se hubiese comprometido a nada.

—Ah, lo que es seguro —terció Lady Sandgate— es que él terminará haciéndole tragar ese dulce enorme y delicioso que usted rechaza de manera enfermiza.

—Lo que rechace o deje de rechazar, de manera enfermiza si usted quiere —dijo su viejo amigo tras volverse hacia ella—, es asunto mío, ¡y si el tipo ése quiere comerciar con enormidades le advertiré que se las lleve a otra parte!

En este punto de la conversación Lord John se sentía ya visiblemente exasperado por la insensatez de Lord Theign.

—¿Pero no se da cuenta de que es una cuestión de dulce, como dice ella, por dulce y ojo por ojo? Porque con toda esta gigantesca publicidad que ha recibido, el cuadro se ha convertido ya en otra cosa totalmente distinta.

—¿Pero cómo diablos puede ser una cosa distinta si el mismo tipo reconoce que, a pesar de toda la verborrea de los pedantes y los puntillosos, no hay en realidad un fundamento seguro para no considerarlo la misma cosa? —Habiéndose pronunciado de forma tan inapelable, Lord Theign se liberó de nuevo, con su aire petulante, y echó a andar nervioso hacia aquel lugar del pasillo que conducía a la otra sala donde al parecer le era posible templar los nervios: todo ello nos hacía suponer que su mente andaba, quizá, ocupada en algo que no había dicho y que sin embargo había estado agazapado detrás de sus palabras. Los testigos de su turbación lo observaron un rato, expectantes, intercambiando en silencio comentarios acerca de la actitud obstinada y estrambótica que había adoptado de repente su amigo: Lord John encogiéndose de hombros, en un gesto que revelaba a un tiempo desesperación y aburrimiento, y Lady Sandgate llevándose un dedo a los labios para indicar que en adelante habían de actuar con prudencia y tacto, habilidades que de hecho procedió a poner en práctica de inmediato. Entretanto, la persona objeto de su atención había permanecido cavilando; había llegado incluso a coger de forma maquinal un libro, arrojándolo sobre la mesa donde lo había encontrado tras hojearlo distraídamente.

—Está usted aislado de la realidad, mi adorable soñador —empezó diciendo Lady Sandgate—, y a menos que se atenga por una vez a ella todo cuanto ha hecho habrá sido inútil. Lo que usted llama pedantería y puntillosidad es justamente lo que el pobre Breckenridge le pidió casi de rodillas —qué hombre más maravilloso— que le dejara sufragar, porque a pesar de que los charlatanes y la gente entrometida no haya llegado a ningún acuerdo por culpa de los que sí entienden del tema —¿y sin embargo quién de los expertos escogidos entiende de verdad?— se le ha hecho un gran favor a Breckenridge con todo este embrollo.

Lord John se permitió expresar más o menos la misma idea:

—Qué duda cabe de que su relación con todo el asunto, con todo el revuelo, contribuye mucho a su gloria.

Este comentario no consiguió que se le volviera a acercar su amigo, pero hizo al menos que la indiferencia de éste se tiñera de burla.

—¿Su gloria? ¿La gloria del señor Bender? ¡Pero si le odian de forma unánime, a juzgar por las cosas que publican!

—Oh, sí, como corruptor que es de nuestra moral y promotor de nuestra decadencia, ¡a pesar de que muchos se arrastran ante él! Pero las cosas son distintas en su país, donde el águila chilla tan fuerte como mil silbatos de vapor y los periódicos se agitan como las hojas del bosque, y donde, si usted le deja, podrá ser la gran estrella, porque allí ruido parece equivaler a tamaño y el tamaño parece ser lo único que cuenta. Si él dijese allí del cuadro —prosiguió Lord John— “Esto ha de ser un Mantovano”, puede usted jugarse el cuello a que lo es, a que ha de ser algún tipo de Mantovano.

Estas palabras hicieron aproximarse de nuevo a Lord Theign, que a buen seguro se sentía irritado por la torpeza que, sin saberlo, estaban mostrando los otros dos; se había ido apoderando de él una visible excitación.

—¡No será el tipo de Mantovano del que se pueda pavonear si yo lo puedo impedir, mi querido amigo! El cuadro de Dedborough que está en el mercado —por circunstancias desagradables que sólo a mí conciernen— es el cuadro de Dedborough valorado a un precio decente, civilizado, ni demasiado alto ni demasiado bajo, un precio propio de Dedborough, y no es más que eso. Les ruego que consideren esto como mi última palabra sobre el asunto.

Lord John, mientras comprobaba si era capaz de considerarlo así, mezcló su silencio con el de la anfitriona, a la que dirigió una mirada de impotencia; después pareció descubrir que no podía por menos de reafirmarse en su posición:

—¿Me permite, no obstante, decirle que no creo que vaya a poder impedir nada? ¡Porque el objeto sobre el que se discute escapará por completo a su control nada más llegar a Nueva York!

—Y casi cualquier objeto sobre el que se discute —dijo Lady Sandgate, mostrándose igualmente a la altura de las circunstancias— vale fácilmente cien mil en Nueva York, según tengo entendido.

Lord Theign miró alternativamente a los dos.

—¿De modo que le vendo al tipo cien mil dólares en publicidad y pavoneo, es decir, pavoneo fraudulento y publicidad innoble?

—Bueno —Lord John se sintió tan sólo brevemente desconcertado—, ¡cuando sea suyo ya no podrá usted evitar que el cuadro haga lo que pueda y lo que quiera por él en cualquier lugar!

—Eso quiere decir que no es suyo todavía —repuso Lord Theign—; y le prometo que jamás lo será, ¡suponiendo que él le haya enviado a usted con su enorme tambor para verme!

Lady Sandgate se volvió con aire triste hacia Lord John, unido a ella en el ejercicio de la paciencia, como si el asunto hubiese escapado ya de sus manos.

—Sí, en efecto, ¿cómo puede llegar a ser suyo si Theign simplemente se niega a vendérselo?

Su pregunta no tenía respuesta.

—No he conocido en mi vida ninguna otra persona que en un negocio de esta clase se haya sentido insultada precisamente por no haber sido víctima de la estafa habitual.

—A Theign no le entra en la cabeza —explicó Lady Sandgate— que Bender, simplemente, no puede permitirse no ser mencionado y ensalzado como el mayor comprador de todos los tiempos; eso es lo que he oído decir acerca de esta nueva raza de monstruos adinerados.

—Ah, mencionado y ensalzado a costa mía... ¡dígalo de una vez por todas, para que pueda disfrutar con lo que todos ustedes quieren hacer conmigo!

—Nuestro querido amigo es inimitable: ¡a costa mía! —Aquello ya no pudo soportarlo Lord John, cuya impaciencia burlona le llevó a apartarse bruscamente del diálogo con Lord Theign para dirigir sus lamentos a Lady Sandgate.

—Sí, a costa mía es exactamente lo que quiero decir —declaró Lord Theign—; a costa de mi pretensión de regular mi conducta según mis propios principios. En ese aspecto han comprendido ustedes muy bien al tipo en cuestión; él tiene, en efecto, que incordiarme y hostigarme porque es un monstruo adinerado; sin embargo nunca, ni por un momento, y eso les ruego que lo entiendan, imaginé que fuera a hacerlo cuando le dejé a usted, John, que me lo encasquetara en Dedborough como posible recurso pecuniario. ¡Y no le mostré mi cuadro para que luego alardeara de él...!

—De acuerdo, puede que no —respondió Lady Sandgate—, ¡pero ciertamente no dispuso así las cosas para poder alardear usted!

—Nadie quiere alardear, como dicen —intervino decidido Lord John—, pero francamente no veo nada de malo en que a Bender le guste ser conocido por la envergadura de sus transacciones, ya sea ésta real o tan sólo supuesta, puesto que se trata de operaciones de una envergadura formidable.

Lady Sandgate aceptó, no sin cierta reserva, este comentario.

—La única cuestión, quizá, es por qué no trata él de hacerse con una obra muy valiosa que pertenezca a alguien menos exquisito que nuestro querido Theign, alguien al que pueda persuadir, aunque sea poniéndose de rodillas, para que acepte cien mil a cambio de ella.

—¿Hacerse con una obra? —dijo el más joven de sus visitantes mientras el mayor lo observaba con más atención que antes—. Eso es exactamente lo que intentó en vano al presionarla tanto a usted para que le vendiera su Sir Joshua.

—Oh, bueno, no debería volver sobre ese asunto, ¿verdad, Theign? —dijo Lady Sandgate en tono zalamero.

No hubo respuesta por parte de Lord Theign, de modo que Lord John decidió proseguir: no era, al parecer, consciente de que con ello se exponía a un escrutinio aún más suspicaz.

—Aparte de que no es fácil encontrar cosas de ese calibre vagando por allí, ¿acaso no lo sabe?... Si se quiere que alcancen la gran publicidad que representa la cifra, primero han de ser cuidadosamente elaboradas. ¿Está usted dispuesto a considerar —dijo dirigiéndose a quien no paraba de observarlo— un acuerdo en el cual usted se resignaría a aceptar el precio más alto que le permitieran sus escrúpulos, siempre que coincidiera con el precio más bajo que él, en virtud de sus propios escrúpulos, consintiese en ofrecerle? Una vez cerrado el acuerdo, usted le dejaría libre...

Lady Sandgate se apresuró a redondear esta exposición mientras Lord Theign se limitaba a aguardar.

—¿Libre para hablar de la suma ofrecida y la suma aceptada como si fueran prácticamente la misma?

—Ah, tampoco es que hable tanto —matizó Lord John—; en realidad el pobre Bender no tiene nada de vulgar o descarado. El problema está en la frecuencia con que habla de él y por él ese ejército perfectamente organizado de reporteros miserables que lo sigue de cerca.

A continuación intervino por fin Lord Theign, quien daba la impresión de obedecer así a un impulso que se hubiera ido paulatinamente intensificando.

—Hablar por él es algo que se le da a usted muy bien, mi querido amigo. Defiende su causa como si tuviese asegurada una comisión por su trabajo, ¡una comisión que fuera aumentando en virtud de su eficacia! Le ha hecho una propuesta semejante, ¿verdad? ¿Se lleva usted un buen porcentaje y a cambio debe hacerlo lo mejor que pueda?

Esta broma hiriente hizo ruborizarse al joven, ya fuera a causa de una buena conciencia que se hubiese visto ultrajada o de una mala conciencia que se hubiese visto agravada; pero por lo demás se mostró firme, rehuyendo tan sólo un instante la mirada atenta de Lord Theign.

—Como se supone que va a venir a verle a usted —¡y no sé por qué diablos no ha llegado todavía!—, él mismo responderá a su elegante pregunta.

—¿Y la responderá con la honestidad que usted ha venido a atribuirle hace un rato, cuando me ha hecho esa propuesta en su nombre? —preguntó Lord Theign. Entonces le volvió la espalda de nuevo, muy airado, y recobró su actitud indiferente, mientras los otros cedían a un desánimo aún más profundo.

Pese a ello, Lord John ensayó un tono enérgico:

—No entiendo por qué ha de hablarme como si yo estuviera promoviendo algo abominable.

—¡Le diré por qué! —Lord Theign se había vuelto nuevamente hacia él con este propósito—. Porque prefiero regalar el maldito cuadro ahora mismo y despedirme de él para siempre, antes que permitir que siga colgando allí un día más y favorecer así esta situación tan equívoca.

El desánimo de Lady Sandgate dio paso al estupor; después pasó a mostrarse divertida.

—¿Regalarlo, mi querido amigo, a un tipo que sólo quiere ahogarle a usted en oro?

Su querido amigo, sin embargo, había dejado de transigir con su frivolidad.

—No, regalarlo, para deleite de los que protestan y para poner fin a la cháchara, a una causa lo más alejada posible de la potencia sonora de Bender y de su magnífica reputación; ¡me refiero al público, las autoridades, la cosa ésa... la nación!

Lady Sandgate se mostró de pronto horrorizada; Lord John, por su parte, permanecía estupefacto y abatido.

—Ah, mi querido Theign, ¡verdaderamente tiene usted arranques de excentricidad!

—Una cosa es segura —prosiguió Lord Theign, haciendo caso omiso de lo que acababa de oír—, y es que cada minuto que pasa me ataca más los nervios la idea de que mi cuadro esté allí expuesto, así que, maldita sea, si uno lo piensa bien, ¿por qué no habría yo de hacer de nuevo lo que quisiese, aunque sólo fuera para tranquilizarme? Es decir, ¿por qué no habría de darles con la puerta en las narices y ordenar que terminara de inmediato el espectáculo? —Seducido por esta idea, se volvió sucesivamente hacia sus dos interlocutores—. Es mi espectáculo —¡ciertamente no el de Bender!—, y puedo hacer con él lo que me plazca.

—Ah, ¿pero no es ésa justamente la cuestión? —preguntó Lady Sandgate a Lord John—. ¿Acaso no es en mucha mayor medida el espectáculo de Bender?

En respuesta a ello, la autoridad a la que había apelado Lady Sandgate hizo un gesto que indicaba la contrariedad y la repulsión que le producía tanta insensatez, en tanto que Lord Theign quiso llevar hasta el fin su admirable idea.

—Si es el espectáculo de Bender, o él asegura que lo es, ¡entonces he ahí una razón de más para hacer lo que he dicho! —Entonces le afloró la inspiración a Lord Theign—. Escuche, John, haga lo siguiente: acérquese ahora mismo, por favor, y dígales de mi parte que cierren de inmediato.

—¿Que cierren de inmediato? —repitió asqueado el joven.

—Que terminen esta noche, ¿lo entiende? —Era evidente que cuanto más pensaba en ella, mayor era el hechizo que la idea en cuestión ejercía sobre Lord Theign—. Que hagan retirar el cuadro y cierren la muestra.

—¡¿Me lo pide en serio?! —dijo Lord John con voz temblorosa.

—¿Por qué diablos no habría de hacerlo? Es muchísimo menos de lo que usted me pidió hace un mes en Dedborough.

—¿Y qué debo decirles? —Lord John había guardado silencio durante largo rato, limitándose a mirar fijamente, y un observador habría dicho que incluso de forma amenazadora, a la persona que le había encargado una tarea tan penosa.

Lord Theign dio la impresión, al contestar, de haber dado ya por cerrado el asunto:

—Diga cualquier cosa que se le ocurra, usted es lo bastante listo para eso. ¡No creo que le quede otra opción! —Lady Sandgate dedicó un suspiro al mensajero, que no hizo sino mostrarse totalmente rígido.

Éste aún pareció reflexionar un instante sobre su ingrata misión, y después dirigió a su amigo una mirada cargada de significado, casi ominosa.

—¿Ése es definitivamente su criterio?

—Ése es definitivamente mi criterio. —Lord Theign escupió estas palabras como con la fuerza que uno emplearía en empujar un objeto físico.

—¡Está bien, de acuerdo! —Sin embargo el joven, tras permitirse escrutar por última vez con la mirada, de forma algo siniestra, a aquel comerciante de arbitrariedades, quiso asegurarse de cuál era el alcance del agravio que le había sido infligido—: ¿Ni un día más?

Lord Theign desechó desdeñoso la pregunta.

—¡Ni una hora más!

El renuente portavoz se detuvo en la puerta como si se dispusiera a formular una protesta, pero tras un prolongado y decisivo intercambio de miradas con las dos personas que aguardaban, aunque con actitudes diferentes, a ver cómo actuaría, se puso rápidamente el sombrero, dominado por la violencia de su resentimiento, y salió a ejecutar su misión.