VIII
Era evidente que Hugh Crimble, quien había regresado de su viaje de descubrimiento con la cara enrojecida y un aire muy risueño, había oído al acercarse a ellos la última pregunta de Lord Theign y la respuesta de Bender. Parecía que tuviese alguna idea novedosa, y que eso le hiciera estar alegre; o que se supiese en todo momento portador de un mensaje lo bastante importante como para justificar su súbita aparición. Observó alternativamente a los tres hombres, que se habían dispersado un poco al verlo, pero su mirada se detuvo enseguida en Lord Theign, a quien parecía haber reconocido; durante un rato lo contempló sonriente, como con afán comunicativo. A continuación, y como era de esperar, irrumpió confiado en la conversación, reanudándola en el punto donde la habían dejado.
—Con respecto al asunto que estaban, creo, discutiendo, yo diría, Lord Theign, si me lo permite, que todo depende en gran medida de esa otra cuestión; la de si su cuadro es o no, efectivamente, un Moretto, y si se puede saber o demostrar algo así. Le agradezco —prosiguió jovial— su amabilidad al permitirme examinar sus tesoros.
La persona a la que se dirigió era, como sabemos, por regla general afable, pero ahora esta cualidad se vio atenuada por la actitud fría con la que quiso responder a la familiaridad algo nerviosa del joven con gafas —demasiado espontáneo, sin duda— que acababa de conocer y cuyo carácter captó, sin embargo, de una vez para siempre.
—Oh, no creo tener tesoros, pero sí algunas cosas interesantes.
No obstante, era obvio que Hugh, al introducirse en ese círculo de gente, por así decir, acaudalada, no había sabido percibir ninguna frialdad.
—Creo probable, Lord Theign, que posea usted un importante tesoro; si se confirma, en efecto, que entre sus cuadros está algo tan excepcionalmente raro como es un Mantovano.
—¿Un Montovano? —Parecía que Lord Theign pronunciara este nombre por primera vez en su vida.
—Se cree que existen tan sólo siete cuadros auténticos de este artista en todo el mundo, de manera que si, por un azar extraordinario, resulta ser usted el dueño de un octavo, por cierto magnífico...
Pero Lord John ya le había interrumpido:
—¿Lo ve, señor Bender? Ahí lo tiene usted.
—Oh..., el señor Bender, a quien he tenido la oportunidad de conocer —dijo Hugh— estaba conmigo cuando empecé a pensar...
—Si su Moretto, Lord Theign —Bender continuó la frase—, no sería en realidad de otro artista, después de todo. —Y comentó con aire divertido a Hugh—: Cuando empezó usted a pensarlo, parecía como si hubiese bebido un licor muy fuerte.
—¿Está usted insinuando que ese cuadro mío tan preciado no es auténtico? —preguntó Lord Theign al joven que no dudaba en alarmarlo.
Hugh sabía exactamente lo que quería insinuar.
—El cuadro como tal, Lord Theign, el magnífico retrato como tal es una de las cosas más auténticas que hay en Europa. Pero creo probable que haya habido desde hace mucho, ¡vaya usted a saber por qué!, una atribución errónea; que, dicho de otra manera, se le ha dado tradicionalmente, obstinadamente, un nombre que no es el que debería tener. Pasa por ser un Moretto, y en un primer momento yo mismo lo tomé por uno, pero de pronto, después de mirarlo y remirarlo, empecé a dudar, y ahora ya sé por qué.
Lord Theign había escuchado todo este discurso con la mirada clavada en el suelo; cuando hubo concluido, la alzó para contemplar a Crimble, quien casi temblaba de puro excitado.
—¡Espero que tenga usted muy buenos motivos para pensar así!
—Tengo tres o cuatro, Lord Theign, y me parecen de lo más sólidos... por el momento. Son los que hicieron que me preguntase y me preguntase... hasta que se hizo la luz.
Lord Theign le escuchó con mucha atención.
—¿Y esa luz, si no le he entendido mal, se la proporcionaron otros Mantovanos que yo no conozco?
—Quiero decir los que conozco yo mismo —dijo Hugh— y las notables analogías que guarda con uno en particular.
—¿Analogías que, por increíble que sea, han pasado inadvertidas durante años y durante siglos?
—Bueno, son cosas cuyo sentido mismo, cuyo valor y significación... son algo muy moderno... de hecho son un desarrollo reciente —explicó de manera eficaz Hugh.
Lord John le hizo ver con cordialidad que al menos él lo había entendido muy bien.
—Oh, ¡sabemos acerca de nuestros cuadros y nuestras cosas mucho más de lo que jamás supieron nuestros antepasados!
—Bueno, a mí me basta, supongo, con saber que sus antepasados sabían lo suficiente como para querer hacerse con ellos —dijo Bender.
—Ah..., ¡eso no sirve de mucho a no ser que nosotros mismos sepamos lo suficiente como para querer preservarlos! —exclamó Hugh.
Estas palabras parecieron ayudar a Lord Theign, en cierto modo, a formarse una idea de la persona que las había pronunciado.
—¿Fueron grandes coleccionistas sus antepasados, señor Crimble?
Hugh, cuya confianza se había visto quizá algo mermada, caviló un instante y después sonrió.
—¿Los míos? ¿Coleccionistas? Oh, no, me temo que no tengo ninguno... que valga la pena mencionar. Pero, en cualquier caso, pienso desde hace tiempo que en un asunto así deberíamos sentirnos todos unidos, porque tenemos una responsabilidad común.
Por un instante, la mirada de Lord Theign dio a entender que se trataba de suposiciones algo exageradas. A continuación las atajó de forma un poco brusca.
—Una cosa es que preservemos nuestras posesiones para nosotros mismos, y otra es que lo hagamos para los demás.
—Bueno —dijo Hugh en tono bienhumorado—, si de verdad quiere saberlo, yo mismo no estoy, quizá, tan seguro de lo que digo como para permitirme prescindir de otra opinión más sabia o más autorizada... que la mía, quiero decir. Sería muy interesante recabar el dictamen de una o dos eminencias.
—¿No es usted una eminencia, señor Crimble? —preguntó su anfitrión con moderada ironía.
—Bueno, en todo caso lleva camino de serlo, supongo —interrumpió simpático Bender—, y puede que gracias a esta notable exhibición de inteligencia empiece a ser reconocido en el mundo.
—¡Gracias, señor Bender! —Hugh trató, evidentemente, de no mostrarse ni eufórico ni ofendido—. Aún me queda mucho por aprender, pero estoy aprendiendo día a día, y esta tarde habré aprendido una barbaridad.
—Sin embargo lo habrá hecho en gran medida a costa mía —dijo riendo Lord Theign— si es que llega a destruir un nombre tan apreciado por generaciones enteras de la familia.
—Puede que hayan apreciado mucho el nombre, Lord Theign —respondió su joven contradictor—, pero si estoy en lo cierto han abaratado el cuadro mismo; eso es todo lo que pretendo decir.
—¿Porque un Montovano es de un valor incomparablemente mayor? —dijo Lord John.
Hugh le miró a los ojos.
—¿Está usted hablando de un valor pecuniario?
—¿Qué valor hay que no sea pecuniario?
Hugh vaciló; se habría dicho que pretendía rehuir hasta cierto punto la pregunta.
—Bueno, algunas cosas tienen un valor artificial o convencional, otras tienen un valor artístico claro...
—Y otras —dijo Bender— los poseen todos en grado sumo. ¿Pero lo que quiere usted decir —prosiguió— es que si apareciese otro Montovano se cotizaría más alto que un Moretto?
—Bueno, como ya he dicho, no quedan otros por aparecer. Puedo responder —no me cuesta ningún trabajo hacerlo— de la autenticidad de los pocos que hay.
—¿Entonces cree poder responder de la autenticidad de éste?
—Creo que llegaré a poder hacerlo si me dan tiempo.
—¡Oh, tiempo! —suspiró impaciente Bender—. Desde luego que le daremos todo el que tengamos, pero no creo que sea mucho. —Y pareció invitar a los demás a calcular con él el tiempo disponible; sin embargo se limitaron a escucharlo y observarlo en silencio. Luego prosiguió—: ¿En cuánto más, suponiendo que esté en lo cierto respecto a él, se valoraría el cuadro de Lord Theign?
Hugh se volvió hacia el aristócrata.
—¿En cuánto más lo valoraría el señor Bender? ¿Es eso lo que él quiere decir, señor?
Lord Theign miró de nuevo fijamente a Hugh, y después, más fijamente de lo que lo había hecho hasta ese momento, también a Bender.
—¡No sé qué quiere decir el señor Bender! —Dicho esto se apartó de la conversación.
—Bueno, lo que quiero decir, supongo, es que yo lo valoraría más alto que nadie. ¿Pero cuánto de más alto? —dijo el americano a Hugh.
—¿Cuánto de más alto para usted?
—Oh, eso lo puedo medir fácilmente. ¿Cuánto de más alto tratándose de un Mantovano?
No hay duda —al menos no la hay para nosotros— de que el joven estaba ganando tiempo: sabía también, de forma instintiva, cuándo le convenía ser prudente y postergar una respuesta.
—¿Para cualquier persona?
—Para cualquiera.
—¿Que si se tratase de un Moretto? —insistió Hugh.
Esto hizo perder los nervios a Lord John.
—¡De eso estamos hablando, caramba!
Pero Hugh aún quería tomarse su tiempo: observando primero a Bender y después a Lord Theign, quien les daba casi la espalda, parecía secretamente dedicado a interpretar los signos que allí se le ofrecían.
—Bueno —dijo al rato—, en vista del extraordinario interés del cuadro, unido a su extraordinaria rareza, su valor sería mayor que el que uno pueda decir a bote pronto.
Estas palabras hicieron volverse a Lord Theign.
—Pero un buen Moretto tiene un interés extraordinario además de ser extraordinariamente raro.
—Sí, pero no es en conjunto tan interesante ni tan raro como un Mantovano.
—¡No, no es tan interesante ni tan raro! —repitió juicioso Bender—. ¿Pero cómo piensa averiguarlo? —prosiguió con desenvoltura.
—¿Cuento, Lord Theign, con su permiso para intentar averiguarlo? —preguntó risueño Hugh.
La pregunta causó una visible ansiedad, que por lo demás resultaba lógica, a Lord Theign.
—¿Entonces qué piensa hacer con mi cuadro?
—No pienso hacer nada en absoluto con él aquí; se podría resolver todo en Verona. En lo que no puedo parar de pensar, lo que me tiene obsesionado —explicó Hugh— es la nítida imagen de un Mantovano, una de las obras maestras del reducido catálogo del artista, que forma parte de una colección privada que se encuentra en esa ciudad. Estoy cada vez más convencido de que los dos retratos corresponden al mismo original. De hecho me jugaría el cuello —concluyó bastante entusiasmado el joven— a que el magnífico modelo del retrato de Verona, sin duda una persona ilustre, es la misma persona ilustre del vuestro.
Lord Theign le había escuchado con interés.
—¿No puede tratarse del mismo modelo pero de un artista distinto?
—No se trata de otro. —No había duda de que Hugh estaba totalmente seguro de ello—. Es exactamente el mismo pintor.
—¿Cómo puede demostrar que es el mismo?
—Tan sólo sobre la base de la evidencia interna más sutil, lo admito; evidencia que por lo demás ha de ser evaluada, naturalmente.
—¿Y quién ha de evaluarla? —preguntó Lord Theign.
—Bueno —Hugh estaba ya preparado para decirlo—, ¿dejaría usted que lo hiciese Pappendick, que es una de las primeras autoridades de Europa, además de un gran amigo mío? Normalmente se le puede localizar en Bruselas. Sé que conoce su cuadro, de hecho me habló de él en cierta ocasión. Si se lo solicito acudirá a Verona para examinar otra vez el de allí y después dictaminará sobre el asunto que nos ocupa a partir de las nuevas indicaciones que yo sea capaz de darle.
Lord Theign parecía asombrado.
—¿Si usted se lo solicita?
—Lo hará sin dudarlo, creo, si yo se lo pido... como un favor.
—¿Un favor a usted? Será muy generoso de su parte —dijo sonriendo Lord Theign.
—Bueno, ¡él está en deuda conmigo! —replicó veloz Hugh.
—El favor me lo hará a mí —Lord Theign habló ahora con más gravedad.
—Bueno, pero la satisfacción la sentiremos todos —dijo Hugh—. De todo cuanto ve guarda Pappendrick en su mente una imagen viva e imborrable hasta en el más mínimo detalle, de manera que sabrá decirme —nadie más que él puede hacerlo, en realidad— si su cuadro es del mismo autor que el de Verona.
—¿Pero entonces tenemos que creernos en todo caso lo que él diga? —preguntó Bender.
—El mercado —dijo enfático Lord John— tendría que creérselo; he ahí la cuestión.
—Oh, el mercado no tendrá nada que ver en esto, espero —replicó alegre Hugh—, pero creo que una vez que se haya pronunciado sabrán con certeza qué es lo que hay.
A Bender no le podía caber ninguna duda al respecto.
—Si nos dice que la cosa vale mucho más yo no me quejaré. Sólo quiero saber cuánto va a tardar. Quiero que se ponga a ello enseguida.
—Bueno, seguro que estará enormemente interesado...
Bender no le dejó terminar.
—¿Podemos tener noticias la semana que viene?
Hugh dirigió su respuesta a Lord Theign; cada vez era más difícil sustraerse a la impresión de que aquél y el americano estaban dejando al dueño del cuadro al margen de la discusión.
—El día que tenga noticias de Pappendick recibirá usted un informe completo. —En un alarde de rectitud añadió—: Y si por desgracia se demuestra que yo estaba equivocado...
A Lord Theign no le costó señalar la conclusión.
—Me habrá causado usted cierta molestia.
—Naturalmente que sí —asintió sin reservas el joven—, ¡me habré comportado como un idiota imprudente y entrometido! —Definitivamente, su espontaneidad y su candor tenían una cualidad muy peculiar—. Pero después de pasar unos minutos examinando su cuadro estaba tan seguro que no podía quedarme callado, y habiendo dado usted su consentimiento me someto a la prueba y asumo el riesgo de que se demuestre que estaba en un error.
—Doy mi consentimiento desde el punto de vista económico, naturalmente.
Estas palabras desconcertaron un poco a Hugh.
—¿Económico?
—Si autorizo la investigación yo mismo sufrago la investigación.
Hugh quiso poner reparos.
—¿Incluso si se prueba que estaba equivocado?
—En cualquier caso le pagaré sus honorarios.
El joven reflexionó de nuevo; a continuación, y acomodándose tímidamente, cabía pensar, a las condiciones de Lord Theign, exclamó:
—Oh, ¡mis honorarios no serán altos!
—¡Pero si la cosa resulta valer mucho más tendrán que ser considerables! —objetó Bender. Luego consultó su reloj—. Creo que debo marcharme, Lord Theign, a pesar de que me llama a gritos una vez más su maravillosa duquesa, porque es de ella de quien me he enamorado.
—Todavía puede encontrarla allí —dijo enfático Lord John, aunque sin apartar de momento la mirada de Lord Theign—, y si quiere echar otro ojeada acudiré enseguida a echarla con usted.
—Haré que le traigan su coche al jardín frontal —añadió Lord Theign a lo dicho por Lord John—; puede acceder a él por el salón, pero en todo caso le veré otra vez antes de que se marche.
Bender le lanzó una mirada tan intensa como el resplandor de los faros de su automóvil.
—Bueno, si está usted dispuesto a hablar de algo, yo también lo estoy. Adiós, señor Crimble.
—Adiós, señor Bender. —Y mientras éste regresaba al salón, Hugh adoptó de pronto un tono confianzudo para dirigirse a su anfitrión—: ¡Como si usted pudiese querer hablar de algo con él!
Estas palabras provocaron entre los demás un intercambio silencioso de miradas que sin duda reflejaba su asombro ante todo lo que un joven advenedizo como él, con su excesiva desenvoltura, era capaz de dar por supuesto.
—Me da la impresión —le dijo Lord John— de que está usted muy dispuesto a hablar conmigo.
Ante lo cual Hugh, cuyo apetito se había visto extraordinariamente avivado, no podía por menos de regocijarse.
—Lady Grace me habló de unas cosas que hay en la biblioteca.
—La encontrará por allí —dijo Lord Theign indicándole el camino.
—Gracias —dijo eufórico Hugh, y luego se fue a toda prisa.
Cuando se hubo marchado, Lord John hizo de inmediato el siguiente comentario, el cual le proporcionó un cierto desahogo:
—Un tipo muy avispado, sin duda, pero necesita que alguien le baje los humos.
El señor de Dedborough no lo hubiera dicho nunca en términos tan crudos, pero en cualquier caso el joven experto en arte le había hecho comprender ciertas cosas.
—Mis hijas disfrutan de una libertad desmedida, y eso las lleva a alternar con gente...
—Bueno, con respecto al asunto que nos ocupa, ¿no se da cuenta de que lo único que debe hacer usted es reivindicar su propia libertad desmedida? Acierto sin duda al suponer —añadió Lord John— que ha aceptado enseguida y de buena gana mi idea de que Bender llega como caído del cielo —en el momento psicológico adecuado, ¿no se dice así?— para transmitirle esa enseñanza. ¿Por qué buscar en otro sitio una suma de dinero —no importa lo grande o lo pequeña que sea— que puede usted encontrar sin ninguna dificultad en ese bolsillo que parece estar a punto de reventar?
Lord Theign, quien de nuevo iba y venía, parsimonioso, por la sala, parecía haberse dado por vencido.
—¡No se puede decir que sin ninguna dificultad!
—¿Por qué no? Si le está metiendo sus sucios dólares por la boca.
—No me refiero a él —replicó Lord Theign—, me refiero a lo difícil que es para mí. Tendré que hacer un sacrificio.
—¿Por qué no prestarse noblemente a ese sacrificio si tan ventajoso le puede resultar?
—Ah, mi querido amigo, ¡si lo que quiere es que venda mi Sir Joshua...!
Estas palabras fueron bastante eficaces: Lord John sintió el frío horror que había en ellas.
—Yo no pretendo eso, ¡Dios me libre! Pero hay otras cosas para las cuales no valdría su objeción.
—Ya ha visto cómo sí le vale a él en el caso del Moretto. Un simple Moretto es demasiado barato para un yanqui con ganas de gastar dinero —dijo Lord Theign.
—En cambio un Mantovano no lo sería.
—Queda por demostrar que sea un Mantovano.
—Bueno, investíguelo entonces —dijo Lord John.
—¡Que me cuelguen si no lo hago! —exclamó su amigo al cabo de un instante—. Me vendría bien. Quiero decir que me vendría bien la presumible cuantía del cheque —explicó tras una breve aunque intensa reflexión.
—Oh, ¡no tiene límites la presumible cuantía del cheque! —dijo alegre Lord John.
—Sí, me vendría bien, me vendría bien —pensó en voz alta Lord Theign. Sin embargo su actitud cambió cuando vio a su hija reaparecer en la puerta que daba a la terraza; su atención se dirigió entonces a un asunto más liviano.
—¿Qué hay de la horda infantil? —le preguntó de inmediato.
Lady Grace entró en la sala y le informó, solícita, sobre los niños:
—Se han marchado en una gigantesca procesión.
—¡Gracias a Dios! ¿Y nuestros amigos?
—Están jugando todos al tenis —dijo Lady Grace— salvo los que han preferido quedarse sentados afuera. —Y como para justificar su regreso, añadió—: ¿Se ha marchado el señor Crimble?
Lord John se encargó de informarla.
—Usted le animó a que viese la biblioteca, y allí está ahora, descubriendo cosas.
—Que espero que no redunden en nuestro descrédito —dijo sonriente Lady Grace.
—Al contrario, redundan en su honor y en su gloria. —Lord John calculaba, evidentemente, el efecto que podían producir sus palabras.
—Su Moretto de Brescia... ¿Sabe usted lo que es en realidad? —Tras observar la sorpresa de la joven, prosiguió—: Ni más ni menos que un Mantovano. Ya pueden ustedes presumir.
—¿Un Mantovano? —repitió Lady Grace—. ¡Qué gran alegría!
Su padre se quedó anonadado.
—¿Conoces al artista? Yo nunca he oído hablar de él.
—Sí, algo sé de lo poco que se sabe de él. —Entonces se alegró mucho al recordar lo que sabía—. Es fantástico, porque siendo como era él un artista excepcional, no hay más que siete ejemplares reconocidos como suyos...
—Con el de ustedes ya son ocho —interrumpió Lord John.
—¿Entonces por qué no he oído hablar de él? —Lord Theign lo expresó como si mucha gente —y no él— fuese culpable de ello.
Su hija fue la primera en salir en defensa de este conjunto indefinido de personas:
—Porque así, padre, puede usted recibir esta sorpresa tan placentera.
—Las sorpresas placenteras que uno no desea son como las amistades que uno no busca, ¡aburren un poco! —dijo suspirando Lord Theign. Luego se apartó de ella.
Lady Grace le siguió por un instante con la mirada y después sonrió a su invitado.
—¿Acaso le aburre llevarse el gran premio, si es que está usted seguro de que lo es?
—El señor Crimble está seguro... porque si no lo estuviera —añadió Lord John— sería un desgraciado.
—Bueno, como es evidente que no es un desgraciado debe de ser cierto lo que dice —replicó Lady Grace—. ¡Y figúrese la deuda inmensa que habremos contraído con él! —exclamó, aunque más para ella misma que para Lord John.
—¡Oh, ya le pagaré al señor Crimble! —dijo su padre, quien acaba de volver la espalda.
Todo este asunto pareció levantar el ánimo a Lord John, y hasta provocar en él un arranque de jocosidad.
—¡No deje usted que se pavonee de ello!
Sin embargo su anfitrión, tras reflexionar un poco, le habló en términos admonitorios:
—¡Vuelva usted ahora mismo con el señor Bender!
Lord John lo comprendió.
—Sí, estaré con él hasta que se vaya. ¿Pero la encontraré aquí después? —preguntó en tono fervoroso a Lady Grace.
Ésta vaciló un instante, pero tras mirar a su padre asintió:
—Le esperaré.
—¡Entonces à tantôt! —Le hicieron parecer feliz estas palabras, dichas mientras se despedía de ella con la mano y salía en busca de Bender, quien en ese momento se hallaba ante el objeto que más excitaba su apetito, por no hablar del efecto que aquél, de manera indirecta, también provocaba sobre el apetito de Lord John.