VII

El rostro del joven ofrecía una expresión distinta de la que había advertido en él su amiga cuando se habían despedido la última vez, y ahora lo volvió con aire afligido de la que había sido su fuente de inspiración entonces hacia Lord Theign, quien, según se percibió con demasiada claridad desde un primer momento, no podía inspirarle absolutamente nada. Después, con gran dificultad, volvió nuevamente el rostro de su noble adversario hacia Lady Grace y se dirigió directamente a ésta:

—Aquí estoy de nuevo... ¡Y ya tengo noticias, por desgracia! —Con su padre se mostró en cambio más enérgico—: He sabido que se encontraba usted aquí, señor, pero dada la importancia del asunto les he dicho que no importaba y he subido directamente. He acudido antes a mi club —añadió dirigiéndose a la joven—, donde me aguardaba el dichoso telegrama... —Entonces se interrumpió, jadeante.

—¡¿Y no es favorable?! —exclamó muy preocupada Lady Grace.

Con aire apesadumbrado, que no llegaba sin embargo a resultar lastimoso, Hugh confesó:

—No tan favorable como esperaba. Porque le aseguro, señor, que yo contaba...

—Se trata del informe de Pappendick sobre el cuadro de Verona —explicó Lady Grace, interrumpiéndolo.

A continuación prosiguió Hugh, pero lo hizo dominado a todas luces por un sentimiento de vergüenza más profundo, lo que indicaba que la amarga derrota que había de anunciarles se había instalado en su conciencia con una fuerza demasiado abrumadora como para ser vencida por cualquiera de los pensamientos alentadores que pudiera haberle opuesto ya.

—Es el hombre del que le hablé yo también —dijo dirigiéndose a su extraordinario cliente—. Fui a Bruselas a hablar con Pappendick, y él nos ha hecho el favor de acudir a Verona. Ha podido, en efecto, acceder enseguida al mantovano que tienen allí, pero el muy bruto me envía ahora un telegrama diciendo que no acaba de verla; de ver, quiero decir —y Hugh, a quien se le había ido haciendo cada vez más presente su desilusión, quiso desahogarla ahora con sus dos interlocutores— mi idea esencial, la de la identidad absoluta y clamorosa entre las personas representadas en los respectivos cuadros. Sigo sosteniendo —prosiguió persuasivo— que el modelo de Verona es el mismo que el de aquí, pero Pappendick se ha convencido de que no lo es... Y puesto que es imprescindible contar con el criterio de Pappendick, me siento, como es lógico, terriblemente avergonzado.

Lord Theign había seguido mostrando la misma actitud —una indiferencia ilimitada— en la que se había instalado desde un principio, y sin embargo había sentido al mismo tiempo una curiosidad irreprimible por ver de qué otras formas era capaz de hacer el ridículo un joven tan exaltado como Hugh.

—¡Sí, parece usted enormemente avergonzado!

Evidentemente, este frío comentario, más frío que cualquier desaire social, le hizo sentir de golpe, una vez más, lo irrisorio del personaje que representaba ante los demás, de modo que, por más que se pusiera erguido, se cuidara de mantener el dominio de sí y midiese bien sus palabras, uno casi podía, sin embargo, sentir la picazón de su mejilla.

—Defendí apasionadamente mi criterio, lo sé... y he tenido mi cura de humildad. Pero no me doy por vencido.

—¡Sólo que a la primera autoridad europea en la materia le trae sin cuidado, supongo, si se da usted por vencido o no!

—No es la primera autoridad europea, gracias a Dios —repuso el joven—, pero admito que es una de las tres o cuatro más importantes. Y he pensado en recurrir a... Guardo otra bala en la recámara —prosiguió, dirigiendo su sonrisa dolorosamente forzada a Lady Grace—, porque le he escrito a mi querido Bardi.

—¿Bardi, el que vive en Milán? —Era obvio que Lady Grace había sabido reconocer en la franqueza de Hugh una apelación a su generosidad, y así se lo quiso demostrar, dado lo penosa que la situación le estaba resultando también a ella, hablándole de la misma forma en que lo habría hecho de no haber estado presente su padre.

Si en ese momento hubiera habido allí un espectador capaz de hacerlo, le habría resultado hermoso percibir cómo Hugh se percataba de la capacidad intuitiva de Lady Grace:

—¿Le conoce? ¡Qué maravilla! Nadie posee, creo yo —explicó rápidamente—, un instinto mejor que el suyo para los pintores italianos, y he llegado a la conclusión de que él hubiera sido más apropiado para la tarea. Aparte de que conoce ya muy bien el cuadro de Verona.

Lady Grace no había perdido detalle de sus palabras.

—¿Pero conoce el nuestro?

—No, aún no conoce el nuestro. Es decir —se corrigió enseguida Hugh— el de ustedes. Pero así como Pappendick ha acudido a Verona, le he pedido a Bardi que nos haga el gran favor de venir aquí... si Lord Theign tiene la amabilidad —dijo al tiempo que dirigía su pensamiento hacia otro asunto— de permitirle examinar el Moretto. —Se volvió de nuevo hacia el hombre que acababa de nombrar, el cual se mantenía al margen, observando con intensa curiosidad y aparente desapego el diálogo entre su insolente hija y su aún más insolente invitado: no había duda de que había decidido, por así decir, darles la soga para que se ahorcasen. Respondió a su ruego clavando en él una mirada muy severa y guardando un silencio calculado; Hugh, no obstante, afrontó la situación con entereza y trató de avanzar como pudo. Sus siguientes palabras estuvieron dirigidas tanto a Lord Theign como a su hija—: No es del todo imposible —¡de hecho se han dado ya esta clase de fenómenos!— que uno llegue a una conclusión diferente según vea el cuadro de Verona antes o después del de Dedborough.

—Y el de Verona lo ha visto él muchísimo después, ¿verdad? —preguntó Lady Grace.

—Muchísimo después... Hace ya algunos años que Pappendick, encontrándose en el país por asuntos de esta índole, fue amablemente admitido en su casa cuando todos ustedes estaban fuera, o al menos no podían ver a nadie.

—Oh, ¡naturalmente, no vemos a todo el mundo! —Lady Grace mantuvo heroicamente su actitud ante Hugh.

—No ven a todo el mundo —dijo Hugh riendo ostentosamente—, y eso me hace apreciar aún más el que hayan querido y sigan queriendo verme a mí. Voy a convencer sin falta a Bardi —prosiguió— de que acuda otra vez a Verona...

—¿Justo antes de venir aquí? —Lady Grace lo había adivinado antes de que él pudiera decirlo, y quiso interrumpirle, deseosa de recibir de él un gesto radiante de asentimiento—. ¡Cuánto me alegra que tengan tantas ganas de colaborar con usted!

—Ah, somos una banda de hermanos —respondió Hugh—, nosotros pocos, felices pocos... de país en país. —Y añadió, cobrando suficiente aplomo para mirar a Lord Theign—: Sin embargo tenemos nuestros pequeños roces y disputas, como nos sucede ahora a Pappendrick y a mí. Lo que de veras importa es el enorme interés que nos suscita todo el asunto, ya que —explicó al mayor de sus interlocutores con jovialidad obstinada y la confianza en sí que había —al menos en apariencia— recobrado— cuando nos apasionamos de veras por algo estamos dispuestos a hacer cualquier cosa.

Esto causó a Lady Grace un audaz estremecimiento de emoción. Se apropió entonces del tema que su padre prefería ignorar:

—¡Debe de ser maravilloso apasionarse de ese modo!

—Pero eso, por otra parte, nos arruina el disfrute de placeres más ligeros —dijo riendo Hugh—. Naturalmente, debo contar con la posibilidad, por remota que sea, de que Bardi, él también, resulte ser un aguafiestas. Pero es tan improbable... Aun así —se frenó, cayendo de pronto en un relativo pesimismo: se trataba del —casi consabido— tributo a Lord Theign— pueden ustedes replicar, por supuesto, que ya les aseguré en su día que era casi imposible una respuesta negativa de Pappendick, según el viejo y venerable principio de que los deseos determinan nuestra forma de pensar. Bueno, lo cierto es que deseo tener razón tanto como creo tenerla. ¡Sólo tienen que darme tiempo! —insistió, sublime.

—¿Cómo le vamos a impedir que se lo tome? —interrumpió nuevamente Lady Grace—. Y aun cuando suceda lo peor...

—¿El cuadro —prosiguió de inmediato Hugh— será siempre, a fin de cuentas, el mejor de los Morettos? Ah —exclamó con tal alborozo que uno no podía menos de adivinar todavía en él una voluntad de mostrarse desenvuelto frente a quien fuera menester—, pero no va a suceder lo peor, sino lo mejor; el estar convencido de ello me consuela del pesar que debo manifestarles —dijo volviéndose de nuevo hacia Lord Theign— por las molestias que pueda haberles causado mi fracasada iniciativa. ¡Prometo aquí y ahora, ante Lady Grace, que les compensaré con creces!

Entonces Lord Theign, tras observarlo largo rato de la forma más impasible, rompió por primera vez su silencio distante, que había sabido, sin embargo, hacer compatible con la impresión que daba siempre de registrar secretamente todos y cada uno de los elementos de la escena, de modo que era, de hecho, en obtener esta visión total en lo que había consistido su participación efectiva en dicha escena.

—¡No sé de qué está usted hablando, caballero! —A continuación le volvió la espalda de forma enérgica y se encaminó hacia la otra sala. Apenas un instante después había franqueado el umbral de la puerta pero aún lo podían ver Hugh y su hija —y nosotros, ciertamente—: permanecía parado, visiblemente absorto en la contemplación de algo que bien podía ser el cuadro de Lawrence, gran reliquia de la casa.

Las palabras y posteriores movimientos de Lord Theign suscitaron entonces un intenso diálogo silencioso entre los dos jóvenes, aun hallándose éstos separados por el amplio espacio del salón: sus miradas, tras seguir al padre de Lady Grace, entablaron, en efecto, una conversación que se volvió muy elocuente con respecto a la manera brusca en que aquél acababa de despedir a Hugh. Con un desesperado movimiento de los brazos que sugería pesar y derrota, Lady Grace le hizo ver que había hecho cuanto había podido en su presencia y que, por muy dudoso que fuera el resultado, había de dejar el resto del asunto en sus manos. La afanosa pareja se comunicó así, sin hablarse, un buen rato, con un vivo intercambio de miradas del que se habría dicho que no estaba exenta la pasión. Hugh pareció vacilar un instante, reprimiendo el impulso de dirigir al padre de Lady Grace unas palabras finales de protesta antes de perderlo totalmente de vista. Fue la joven quien, alzando la mano en un ademán de advertencia, lo disuadió de cometer un error semejante, de modo que finalmente tomó Hugh una decisión bajo la presión de su amiga: tras lanzarle una última mirada penetrante, alcanzó la puerta y desapareció. El silencio aún se prolongó un rato a causa de la actitud expectante de Lord Theign y su hija, que no se habían movido de donde estaban, hasta que el primero se giró, habiendo concluido quizá que el intruso ya se había marchado.

—¿Es ese joven tu amante? —dijo al tiempo que se acercaba a ella de nuevo.

Tras aguardar un breve instante, Lady Grace habló con tal serenidad que parecía que hubiese estado ya preparada para la pregunta de su padre:

—¿Guarda su pregunta alguna relación con la promesa que me ha exigido hace un rato que le haga?

—¡Guarda relación con la impresión tan sorprendente que das de tener una relación muy estrecha con él!

—¿Quiere decir que si él lo fuera —si fuera lo que usted acaba de decir— entonces reconsideraría su exigencia?

—¿Mi ruego de que rompas de inmediato toda relación con él? Al contrario, en ese caso mi ruego estaría mucho más justificado —dijo Lord Theign—. De manera que insisto en que me digas la verdad.

—¿Y no se le puede hacer evidente la verdad, padre, a poco que piense usted con sensatez? —Y mientras Lord Theign, con su fría altivez habitual —que a ella, tan impaciente en ese momento, debió de antojársele estúpida—, se revelaba incapaz de pensar así, Lady Grace prosiguió—: ¿El hecho de que yo le haya ofrecido el dejar de ver al señor Crimble acaso no es señal para usted de que...?

—¿El hecho de ofrecérmelo, quieres decir, a cambio de que prometa no vender? ¡Yo no he prometido absolutamente nada! —dijo Lord Theign.

Lady Grace fue muy elocuente:

—¡Por eso ha sido tan poco lo que yo le he prometido! En todo caso, el que haya sido capaz de decir lo que he dicho satisface, creo yo, su curiosidad.

Se consideraba agraviada, y acaso la incapacidad de su padre para comprender por qué había de ser así le había hecho parecer estúpido a sus ojos; en todo caso, Lord Theign tenía un fino instinto para inventar subterfugios.

—Te aventuraste a ofrecérmelo pensando en esa gran contrapartida que te ha llevado a exaltarte de esa manera.

—Sí, me he exaltado, ¡lo admito y no me avergüenzo de ello! Pero no lo hecho hasta el punto de estar dispuesta a renunciar a un amante, suponiendo —dijo ella sonriendo milagrosamente— que sea tan afortunada de tener uno.

—No te costó nada renunciar al pobre John... ¡a quien eras tan afortunada de tener!

—¿Considera usted a Lord John mi amante?

—Era sin duda tu pretendiente —dijo Lord Theign a su manera inimitable, aunque sin mirarla—, y tan obvio es que se le alentó a serlo como que él supo mostrar por ti un entusiasmo cortés.

—¡Usted le alentó, padre, de eso no hay duda!

—Le alentamos absolutamente todos, porque tú, ¡sí, tú!, resultabas alentadora. Ahora simplemente te pido que tengas la bondad de decirme, bajo palabra de honor, si no lo rechazaste por tener ya en aquel momento una opinión entusiasta acerca del tipo que acaba de marcharse.

Grace tardó un instante en responder, como si se hallara agitada por sentimientos que desconocía en parte o que no habría sabido precisar; agitada ante todo, dada la inquietud y la lástima que le inspiraba su padre, por otros sentimientos que la inquina:

—¡Oh, padre, padre, padre...!

Lord Theign quiso indagar si había algo más allá de la piedad que había expresado Grace con su exclamación, pero finalmente pareció rendirse ante su sinceridad.

—Bueno, en vista de que lo desmientes, doy por respondida mi pregunta de una manera satisfactoria para mí. Si, como aseguras, no hay nada parecido entre vosotros, entonces tienes más motivos para dejarle.

—¡Pero dijo usted hace un rato que habría más motivos en el caso contrario, el de que si hubiera algo!

Lord Theign rechazó su uso alambicado de la lógica.

—Si tanto te interesa lo que uno ha dicho en el pasado quiero volver a lo que tú misma dijiste, y acepto las condiciones que pusiste para olvidarte del señor Crimble. —Mientras Lady Grace, en silencio, empalidecía, añadió su padre—: Reconoces estar dispuesta...

—¿A no volver a verle si me asegura usted que el cuadro está a salvo? —contestó ella— Sí, reconozco que entonces estaba dispuesta a ello... ¡y que usted no lo estaba ni mucho menos a aceptar el trato!

—Da lo mismo si lo estaba o no... Lo que importa es que ahora lo estoy, porque he decidido llegar a un acuerdo contigo al respecto. Por tanto el cuadro estará a salvo como deseas —prosiguió Lord Theign— siempre que hagas lo que te comprometiste hace un rato a hacer.

—Yo no me comprometí a nada —replicó ella tras una pausa, volviendo el rostro hacia él: un rostro que había cobrado de pronto una expresión trágica—. No tengo ninguna promesa que retirar porque no le hice ninguna; en todo caso no voy a hacer bajo ningún concepto aquello que dije entonces y de lo que usted se rió enseguida. Porque —concluyó— ahora la situación es diferente.

—¿Diferente? —dijo, casi gritando, Lord Theign—. ¿En qué sentido, diferente?

Estas palabras no consiguieron que mirara a su padre, pese a lo cual Grace habló con vigorosa claridad:

—Él ha estado aquí, y eso ha sido suficiente. Él lo sabe —dijo con admirable énfasis.

—Sabe lo que pienso de él, sin duda... ¡que es un joven descarado y un farsante! ¿Pero qué más sabe?

Los ojos de Grace continuaban fijos en un punto distante.

—Lo que habrá sabido percibir... Que siento que somos muy buenos amigos, demasiado buenos.

—¿Entonces tu desmentido era falso? —bramó su padre—. ¿Te has encaprichado de él?

Esto la llevó a mostrarse aún más serena.

—Me gusta mucho.

—¿De modo que el escándalo que has organizado en torno al cuadro no ha sido más que un señuelo? —preguntó exaltado. Y en vista de que su hija seguía sin inmutarse, añadió—: Y también ha sido un señuelo para él, ¿no?, porque así llegaba a conocerte.

Grace le miró por fin.

—De eso sólo debe hablar él. Yo he dicho lo que quería decir.

—¿Pero qué diablos es lo que quieres decir? —Lord Theign había alcanzado ya la puerta tras caer en la cuenta de la hora que era. Le dominaban un profundo desconcierto y la sensación de haber perdido el tiempo.

Sus miradas se encontraron a través del amplio espacio del salón. Pese a verlo muy turbado y con prisas, Grace aún le hizo detenerse un instante. Entonces quemó las naves:

—¡Haga lo que quiera con el cuadro!

Lord Theign alzó bruscamente una mano como si quisiera protegerse de un golpe en la cara y con la otra abrió la puerta de golpe; habiendo decidido que no quería saber nada más de ella, desapareció de inmediato. Cuando Grace se hubo quedado sola, miró un instante delante de sí y después se dirigió de forma indecisa —parecía que la entorpeciese el ir rápidamente adquiriendo una conciencia cada vez más clara de las consecuencias de lo que había hecho— hacia una mesa, frente a la cual permaneció de pie un rato, absorta de nuevo en sus pensamientos. A continuación se dejo caer en una silla que se encontraba próxima, y con los codos apoyados sobre la mesa, cedió al impulso de cubrirse la enrojecida cara con las manos.