II
—Querrá usted tomar té en el salón de estar, naturalmente —dijo Lady Sandgate nada más recibirlo efusivamente, con los brazos abiertos.
El mecanismo de Bender era uno de ésos que tenían que girar antes de poder sonar.
—¿Tomar el té lo primero de todo?
Lady Sandgate no quería sino complacerlo, como lo demostró echándose a reír.
—¡Tómelo al final si así lo prefiere!
—Verá, los tés que tienen en Inglaterra... —adujo mientras miraba a su alrededor. El interés que despertaron en él la casa y su contenido fue tan inmediato y sincero que su amiga no podía por menos de identificar su mirada con la que seguramente había recorrido aquel otro escenario, ciertamente inferior, que era la casa de Lady Lappington.
—¿No puede soportarlos?
—Bueno, hay demasiados. Creo que he probado dos o tres en el curso de mis viajes... en todo caso lo ha hecho mi socio. A mí me gusta hacer negocios antes de... —Perdió el hilo de lo que estaba diciendo al fijarse en un objeto que estaba al otro extremo de la enorme sala.
—¿Antes de tomar el té, señor Bender? —Lady Sandgate retomó el hilo con aire distraído.
—Antes que todo, Lady Sandgate. —Era enormemente simpático, pero al mismo tiempo sabía resguardarse tras una extraña y áspera cualidad como de firmeza.
—¿De modo que ha venido a hacer negocios? —Su encanto y su vigor se diluyeron en una especie de caricia: una actitud zalamera que no sirvió sin embargo de gran cosa frente al descomunal Bender, quien condescendió a mirarla más por afán de prestar atención que para demostrarle nada—. ¿Para decirme que va a negociar...?
El señor Bender medía más de uno ochenta y tenía aspecto de haber sido favorecido por la fortuna. Enérgico, poderoso y desenvuelto, le hacían relucir una especie de pureza espléndida, y la sensatez y la seguridad en sí de quien está ampliamente provisto de todo: estímulos para la acción que se asemejaban a un par de alas enormes, convenientemente recogidas por el momento pero que cada cierto tiempo, sin duda alguna, habría de agitar (para poder hacer grandes esfuerzos) o desplegar (para emprender largos vuelos). Estas cualidades habrían podido hacer de él la encarnación admirable, incluso digna de veneración, de la vitalidad y de la entereza, si no fuera porque el afán de afirmarse y la energía que exhibía fallaban en un detalle importante. La naturaleza, la suerte, la vieja hada pertinaz o entrometida que velaba junto a su cuna, su potencia tutelar, cualquiera que fuese, había sencillamente pasado por alto o descuidado su cara grande y bien afeitada, que daba la impresión no tanto de haber sido tallada de forma negligente cuanto de haber quedado inacabada y sin forma. No parecía haber recibido otra acción que no fuese la muy diligente que podían ejercer la navaja de afeitar y la esponja y el cepillo de dientes y el espejo; había, en suma, permanecido inmune al roce y al desgaste que por lo común aportan cincuenta años de experiencia, desarrollándose en cambio según el insulso modelo, si cabía llamarlo así, de un rostro abrillantado y lustrado, a falta de una fisonomía netamente configurada. Y sin embargo el dueño de esta cara anodina la llevaba con una suficiencia extraordinaria. Al menos el rostro servía para mostrar qué se proponía Bender, y las más de las veces para indicar que estaba dispuesto a acometerle a uno. Lady Sandgate se había interpuesto audazmente en su avance, con tal éxito que Bender no tardó mucho en atribuir su calurosa acogida a una motivación muy concreta.
—¿Se refiere a su abuela, Lady Sandgate? —respondió.
—La madre de mi abuela, señor Bender; la mujer más bella de su tiempo y la modelo de Lawrence en el más genial de sus cuadros; usted mismo lo reconoció durante la conversación que mantuvimos en Bruton Street.
Bender reflexionó un instante y después habló sin rodeos; estaba acostumbrado a que lo lisonjearan, pero parecía como si nadie lo hubiera hecho nunca de manera tan delicada, ejerciendo sobre él una presión tan dulce:
—¿Pide usted mucho?
Lady Sandgate lo tenía ya atrapado.
—¿Mucho, mucho por ella? Bueno, señor Bender —contestó sonriente—, yo querría obtener por ella su valor exacto.
—¿Tiene tantas ganas de desprenderse de ella?
—Me resultaría de lo más conveniente; tanto es así que su telegrama me hizo de inmediato confiar en que usted vendría a cerrar un acuerdo.
La reacción cauta y a la vez afable de Bender no representaba más que el borde raído de su poderosa indiferencia; el verdadero objeto de su intensa atención y de su impaciencia estaba en otra parte. Sin embargo supo dar todavía, de algún modo, una impresión de cordialidad mientras volvía la espalda a Lady Sandgate para irse a contemplar uno de los famosos cuadros de Dedborough, que no eran —costaba trabajo no pensarlo— sino objetos aislados, perdidos hasta cierto punto en medio de la deslumbrante magnificencia de la sala.
—¿Cerrar un acuerdo? —repitió mientras se aproximaba a un lienzo bastante más pequeño que los demás—. ¡Ustedes las mujeres pretenden llegar allí antes de que la carretera esté siquiera construida y el país resulte seguro! —Cambió de tema enseguida—: ¿Sabe usted qué es esto?
—¡Oh, eso no se lo puede llevar! —exclamó como si tuviese plena autoridad en el asunto—. Debe usted comprender que no puede tenerlo todo. No espere poder arrasar Dedborough.
Entretanto Bender había arrimado la nariz al cuadro.
—Sospecho que es un falso Cuyp... Bueno, ya sé que Lord Theign tiene cosas. ¿Es que no quiere hacer negocios?
—No está ni mucho menos, ni podrá estarlo nunca, en una situación complicada como la mía —contestó Lady Sandgate—, y mi querido Theign es tan orgulloso como es amable y tan íntegro como es orgulloso, de modo que si ha venido usted hasta aquí creyendo otra cosa... —No podía por menos de proclamar lo estúpido del error de Bender con el mismo ardor que la facultaba, con independencia de lo que pudiera pensar éste, para responder por el común anfitrión de ambos.
Reflexionó sobre las palabras de Lady Sandgate, pero en modo alguno lo bastante para desviarse de su decisión inicial.
—Vine creyendo que me encontraría con mi amigo Lord John y que, después de que nos hubiesen presentado, Lord Theign tendría la gentileza de permitirme dar una vuelta. Pero al encontrarme en Bruton Street antes del almuerzo decidí llamar a la puerta de usted...
—Para echar otro vistazo a mi Lawrence —le interrumpió al instante.
—Para verla a usted, Lady Sandgate; no hacía falta ver a su bisabuela. Una vez que se me informó de que se encontraba usted aquí, y sorprendido ante la casualidad de tener yo mismo previsto visitar Dedborough —prosiguió—, le envié el telegrama justo antes de marcharme, simplemente para no desanimarla.
—Usted no me desanima: me angustia —protestó, casi exaltada, Lady Sandgate— cuando no me dice con seguridad si piensa negociar.
Bender se detuvo en su inspección, sabedor, evidentemente, de que no valía la pena llevar su renuencia hasta el extremo de provocar una disputa con una mujer tan encantadora y tan ávida.
—Bueno, si el que no lo haga la va a llevar a usted a atormentarse, ¿podría tener otra entrevista con la vieja dama?
—Mi querido señor Bender, ella está en la flor de su juventud; sólo tiene ganas de entrevistas, y usted puede tener con ella todas las que desee —declaró Lady Sandgate con fervor.
—¡Debe estar usted allí para protegerme!
—Entonces, en cuanto venga...
—Bueno —dijo él, evidentemente sin mucho esfuerzo—, estaré de vuelta enseguida.
Lady Sandgate acogió con júbilo la promesa.
—Mientras tanto, ¡ni una palabra a nadie, por favor!
—Ni una palabra, naturalmente. Pero a todo esto, ¿dónde está Lord John? —preguntó el señor Bender.
Entretanto la mirada de Lady Sandgate se cruzó con la de una mujer joven que acababa de aparecer y permanecía enmarcada en la puerta que daba a la terraza; era rubia, delgada, de estatura media y aire serio; vestía con sencillez y su frente se distinguía con claridad pese a que iba tocada con un voluminoso sombrero adornado con plumas y grandes lazos negros. Había mirado a Lady Sandgate, mayor que ella, con ojos vagamente inquisitivos.
Lady Sandgate respondió de inmediato a la pregunta relativa a Lord John:
—Lady Grace debe de saberlo.
Ante lo cual la joven se acercó. Lady Sandgate presentó al visitante.
—Mi querida Grace, éste es el señor Breckenridge Bender.
La hija menor de Lord Theign tenía razones para mostrarse preocupada, lo que no le impidió derrochar urbanidad.
—Del cual me ha hablado Lord John —contestó— y que me alegro de conocer. Lord John —explicó a Bender, quien aguardaba a éste— se ha entretenido un rato en el parque, que está abierto hoy para la fiesta del colegio Temperance y donde se ha juntado la mayor parte de nuestro grupo, así que si quiere salir y unirse a él... —Le animó finalmente a tomar una decisión.
Ésta no era, dadas las circunstancias, la clase de decisión que un tipo como Bender pudiese tomar precipitadamente; su amplia sonrisa resultó, sin embargo, muy socorrida para disimular su cautela.
—¿Hay algún cuadro en el parque?
Lady Grace respondió con una expresión socarrona.
—En cierto modo nuestro parque nos parece, él mismo, un cuadro.
—¿Con la fiesta del colegio Temperance incluida? —dijo Bender sin abandonar su actitud zumbona.
—El señor Bender tiene un gusto soberbio para los cuadros —dijo Lady Sandgate como para evitar una impresión de libertad excesiva.
—¿Allí también habrá té?—preguntó Bender, casi contando con que lo habría.
Lady Grace se mostró relativamente cándida: pareció interpretarlo literalmente.
—Oh, habrá mucho té.
Esto pareció decidir a Bender.
—Bueno, Lady Grace, estoy interesado en los cuadros, pero me gusta tomármelos solos. ¿Puedo darme ya una vuelta por aquí?
—No le importará, querida, que se los muestre —dijo de inmediato Lady Sandgate.
—Un momento, querida... —Lady Grace vaciló—. Por favor, dese una vuelta —dijo, obsequiosa, a Bender—; tómese su tiempo y mírelos con entera libertad. No hay nada que no se pueda ver, y con todo el mundo desperdigado por ahí podrá moverse con comodidad.
Bender se mostró dispuesto a aprovechar la oportunidad, y lo hizo con gran campechanía:
—Estaré a mis anchas... ¡Seguro que sí! —Tenía muy presente la pieza más notable de la colección, y la supo nombrar con desenvoltura—: ¿Y podré ver ‘La bella duquesa de Waterbridge’?
Lady Grace señaló, a la derecha, allí donde se presentaba ya ante la vista una perspectiva grandiosa, el lugar del salón hacia el cual se había alejado el señor Banks.
—Está al final de esas salas.
Bender contempló maravillado el paisaje.
—¿Habrá unos treinta todos seguidos, eh? —Y ya se estaba marchando—. Voy a verlos todos ahora.