VI
Lord Theign, tras quedarse solo, meditó unos instantes sin moverse de donde estaba. El resultado de su reflexión fue un «¡Pobre mujer!» dicho en voz alta: exclamación en la que se adivinaban a la vez la paciencia y la impaciencia, la resignación y la burla. A continuación, mientras aguardaba a su hija, se puso a deambular lenta y distraídamente por la sala; por fin encontró unas cerillas y encendió su cigarrillo con ese aire de preocupación que se había ido volviendo más acusado desde el momento en que se había quedado solo. Se entregó al lujo de la melancolía —si es que era efectivamente melancolía lo que sentía— hasta que advirtió la presencia de Lady Grace, quien después de hacer su entrada en escena desde la otra sala había tenido la oportunidad de observarlo brevemente en silencio.
—¡Oh...! —farfulló al verla. Lady Grace tuvo que contentarse con ello como único saludo paterno tras el período de separación. Las palabras posteriores de Lord Theign apenas ayudaron a atenuar la impresión de aspereza—: Sabrás ya, me imagino, que dentro de un par de horas me marcho de Inglaterra por necesidades de salud. —Entonces su hija se le acercó y dio a entender sin palabras que estaba al corriente de ello—. Por lo tanto he pensado que debería, en esta primera ocasión que tenemos de vernos después de aquel odioso incidente en Dedborough, decirte algunas cosas que te hagan reflexionar en mi ausencia sobre la situación tan dolorosamente comprometida en la que me dejaste entonces. —Su actitud nerviosa, quizá incluso algo torpe, contrastaba con la serenidad de Lady Grace, quien se limitaba a aguardar a que terminase de hablar, con un aire impasible que tenía tal vez algo de ominoso—. Aunque lo hubieras urdido y planeado de antemano —prosiguió sin embargo con firmeza—, aunque hubieses actuado guiada por alguna motivación misteriosa o pérfida, no habrías podido enojarme ni confundirme más de lo que lo hiciste, ni habrías hecho sentirme más insultado y desairado de lo que conseguiste, de hecho, que me sintiera. —Lady Grace no se inmutó ni ante esta acusación, y con la vista clavada en el suelo le dejó proseguir—: Le había casi garantizado a nuestro encantador amigo que tendrías una actitud receptiva ante su proposición, ¡y recuerda que tú misma le habías hecho pensar que podía darla por segura!, así que ahora, después de que le hayas defraudado de forma tan escandalosa, se desahogan todos ellos conmigo —algo de lo más placentero para mí—, pidiendo que les dé explicaciones, que haga algo para compensarles, y Dios sabe qué otras cosas.
Lady Grace dejó bien claro a continuación, tras alzar por fin la vista, que le había estado escuchando con una atención extrema:
—Si le hecho algún mal, padre, lo lamento de veras, pero ¿podría saber a quién se refiere en este caso con ‘ellos’?
—¿Ellos? —repitió Lord Theign en el tono que emplearía una persona a la que hubiesen devuelto a través del mostrador la moneda dudosa que había intentado colar—. Pues para empezar tu hermana, de quien no negarás, supongo, que se interesa por todo aquello que pueda ayudar a hacerte feliz, y después la familia de él, en particular la adorable duquesa, que no quería otra cosa que ser amable contigo. Son gente buena y agradable e inteligente, y a fin de cuentas, no creo que ninguna de las personas que seguramente conozcas en el futuro vaya a serlo más que ellos. —Era evidente que a Lord Theign le hacía bien exponer de este modo sus argumentos, que iban cobrando para él una coherencia cada vez mayor y brillaban con una vivacidad irresistible—. Por no hablar del caballeroso John, un hombre simpático como pocos y respecto a cuyos méritos fingiste estar de acuerdo conmigo, tan sólo para que produjese un efecto más cruel el golpe que más tarde le asestaste, cuando el pobre hombre, con todo su entusiasmo, creía estar convenciéndote de ellos.
Parecía claro que el aire tan grave de la joven no escondía ningún elemento de vergüenza:
—¿Debo entender por tanto, padre, que como ellos se desahogan tanto con usted, no le queda más remedio que desahogarse conmigo?
—Sin duda, y lo hago porque confío en que servirá para algo más que para que tú te compadezcas sin dar muestras de nada.
—¿De qué he de dar muestras, padre? —preguntó Lady Grace, tan impotente como el habitante de una isla desierta cuando escruta el horizonte en busca de una vela.
—¡De comprender hasta cierto punto el enorme apuro en el que me has puesto!
—¿Ni siquiera se le ha ocurrido pensar que puede más bien haber sido usted quien me haya puesto en uno?
Lord Theign echó atrás la cabeza, como exasperado.
—Te puse sin duda en un apuro al lograr para ti un arreglo que podía dejarte la vida resuelta, y que todo parecía indicar que era de tu agrado. —La rapidez y la seguridad con que pronunció estas palabras tuvieron, como una ola alta, la virtud de elevarlo y después dejarlo caer sobre un suelo más firme—. Y si pretendes, según me ha parecido entender, que me disculpe por ese esfuerzo que hice por ti, creo que tienes una idea absurda de nuestra relación en cuanto padre e hija.
—Me entiende tan mal como me temo que yo le entiendo a usted —replicó Lady Grace— si lo que espera de mí es que me retracte de lo que le dije a Lord John. —Ante el silencio de su padre, y mientras crecía la brecha entre ellos, añadió—: ¿En serio ha venido a proponerme que reconsidere lo que es una decisión firme y me avenga a su maravilloso arreglo?
Estas palabras tuvieron un matiz tan inequívocamente burlón que sólo el sentido de su propia dignidad evitó que Lord Theign se enardeciera.
—He venido ante todo, Grace, para recordarte a quién te diriges cuando te mofas de mí, y para hacerte una pregunta sin duda muy clara: si consideraste que nos habíamos ganado a pulso el trato que diste a nuestro infeliz amigo, que lo teníamos merecido, él y yo, por haberme negado en un momento crítico a consultar contigo si debía disponer o no de un determinado objeto de mi propiedad. No tengo más que mirarte —prosiguió Lord Theign, que cada vez iba resultando más contundente e incisivo a medida que iba desgranando la letanía de sus agravios— para obtener una respuesta elocuente a mi pregunta. Abandonaste con grandes aspavientos de indignación al pobre John, le arrancaste la cabeza, como él dice, tan sólo para vengarte de mí por lo que decidiste considerar como un desaire, el que supuestamente te había infligido yo en vista de que tú te oponías a que pensara siquiera en un posible comprador. Me censuraste, de hecho, en presencia de un individuo de condición muy inferior, un extraño, un intruso cuyas directrices me pareció evidente que estabas siguiendo, a juzgar por la condición que pusiste para complacer mis expectativas. ¿Debo pues entender —dijo Lord Theign ascendiendo ya hacia el clímax— que nos mandaste al diablo por no haber logrado yo complacer las tuyas? Se trataba de que cediese a tu súbita pretensión, tan demencial, de fijar las reglas que debía seguir a la hora de buscar algún medio para obtener una suma considerable de dinero. Confío en que comprendas de una vez para siempre que no reconozco absolutamente a nadie el menor derecho a interferir en mis asuntos, y en que será tu conciencia de ello lo que determine cuanto hagas en mi ausencia.
Lady Grace llevaba varios minutos buscando casi con ansiedad en las palabras de su padre, aun en las más insensatas, la orientación fiable que acaso cabía esperar de ellas. Sin embargo Lord Theign, por lo menos, tuvo la sensación de deberles mucho cuando hubo terminado —si es que efectivamente había terminado—; a ella, en consecuencia, no le quedó más remedio que aceptar que sólo habían servido para hacerle sentirse atrozmente satisfecho.
—Usted está furioso conmigo, y espero que no le parezca que empeoro las cosas si le digo que he contado siempre con ello al pensar en los pasos que había de dar. Pero para responder a su pregunta, y no sé si conseguiré hacerlo, le diré que el saber que usted posiblemente iba a sacrificar uno de nuestros objetos más bellos no me predispuso precisamente —por mucho que usted la apoyara— a favor de una persona en cuyo beneficio había de consumarse ese sacrificio. Para serle franca —prosiguió la joven—, repudié todo cuanto pudiese contribuir a un error semejante, y permítame también confesarle que me formé una opinión pésima acerca de todas las personas, sin excepción ninguna, que tenían algo que ver con él. Intercedí con usted a favor del valiosísimo cuadro, y lo hice de la forma más apasionada, pero usted no quería bajo ningún concepto atender mis súplicas. Para colmo llegó Lord John y acabó de estropearlo todo con su torpeza, su inoportunidad y su falta de tacto, y me temo que no le quedó más remedio que atenerse a las consecuencias de todo ello, ya que por lo demás nunca había estado yo enamorada ni mucho menos de él.
Lord Theign reaccionó a estas palabras con un balanceo eufórico del cuerpo: parecía que no hubiese querido escuchar otra cosa.
—¡De modo que reconoces que si lo trataste así fue exclusivamente por venganza! Lo que significa que, a menos que la gestión que llevo a cabo de mis intereses privados, de los cuales no sabes absolutamente nada, concuerde casualmente con tu superior sabiduría, ¡estás dispuesta a boicotearme en todo lo que haga! Así como parloteas acerca de errores y torpezas, y sobre la falta de discreción de nuestro encantador amigo, discreción de la que tú misma, por cierto, has dado un ejemplo tan admirable, ¿tienes alguna explicación que ofrecer sobre la escena que me organizaste delante de aquel tipo —¡tu aliado, como tenía todo el aspecto de ser!—, atacándome con tal desvergüenza que, habiéndome yo librado claramente de él tras su extraordinaria exhibición, tú estabas decidida a verle proseguir con ella?
Era evidente que la joven tenía muy presente la justificación que había de ofrecer, y no lo era menos que era consciente de lo simple que debía mantenerla, evitando digresiones y el tratar temas secundarios, si quería que resultase convincente.
—La única explicación que puedo darle, creo, es que en aquel momento no podía hablar más que de aquello que estaba sintiendo, y... bueno, ¿cómo expresar la intensidad de lo que sentía? Si puede usted soportar el oír esto, le diré que lo siento aún con tal intensidad que, de hecho, me importa más que nunca convencerle de que no deberíamos hacer esa clase de cosas. Puedo pecar, si quiere, de indiscreción... Puedo pecar, si quiere, de ofensiva, de arrogante, de estúpida. En todo caso, y aunque sea la última palabra que le dirija a usted antes de que se marche de Inglaterra sobre la cuestión de si consumar o no un paso así, estoy dispuesta a gritarle que ¡no debe, no debe, no debe hacerlo!
Su padre, alzando asombrado las cejas y haciendo un ademán autoritario con la mano, la obligó a contenerse, en un acto que casi podría decirse violento; sin embargo Lady Grace había transmitido ya, como una joven sacerdotisa exaltada, lo sustancial de su mensaje.
—¡Oye, oye, oye! ¡Estás muy alterada, hija mía! ¡Nada de gritar, si no te importa! —Lady Grace, sin apartar sus ojos brillantes de su padre, mantenía un aire imperturbable pese a que éste había logrado refrenarla. Entonces Lord Theign le sostuvo la mirada durante unos instantes, al tiempo que reflexionaba rápidamente sobre la situación, relacionando unas cosas con otras y formándose, tras haberla observado largamente y con gran pesar suyo, una idea insólita de su hija. De resultas de esto empleó a continuación un tono diferente al hablar: había caído en la cuenta de que todo era aún más odioso de lo que se había figurado, por lo que la situación acaso exigía cierta sangre fría.
—Las malas compañías han echado a perder tu sentido de la medida, Grace. Si montas este jaleo cuando vendo un cuadro, ¿qué no harías si falsificara un cheque?
—Si te hubieses visto en la necesidad de falsificar un cheque —respondió ella—, entonces me habría resignado a que vendieras un cuadro.
—¿Pero habrías aceptado eso también?
—Lo habría aceptado. Siempre que no se tratara de uno de los nuestros.
—¡Pero lo que no puedo hacer es vender el cuadro de otro! —dijo Lord Theign con el aire más gélidamente divertido del que era capaz.
Sin embargo estas palabras no confundieron a Lady Grace.
—Los otros hacen otras cosas... Parece que las han hecho y siguen haciéndolas en todas partes. Pero nosotros siempre hemos tenido la decencia de ser totalmente distintos de ellos; lo hemos sido siempre, en cualquier situación. Jamás hemos hecho nada desleal.
—¿Desleal? —Se acrecentó el asombro de Lord Theign; ahora sentía incluso curiosidad por lo que oía.
Lady Grace se reafirmó en sus palabras.
—¡Eso me parece a mí!
—¿Te parece más desleal vender un cuadro que comprarlo? —El sarcasmo resultaba fácil en este momento—. ¡Porque nosotros no los pintamos todos, como comprenderás!
Lady Grace alzó las manos en un gesto de impaciencia.
—¡No le pido ni que los pinte ni que los compre...!
—Oh, ¡eso es muy generoso de tu parte! —le interrumpió Lord Theign dando rienda suelta a su ironía—. Me alegro de que por lo menos me hayas eximido de tales esfuerzos. Sin embargo, si te parece elegante y propio de una hija el aplicar al comportamiento de su padre una palabra tan injuriosa —prosiguió con algo menos de causticidad—, entonces debes aceptar como mínimo la idea muy diferente que tengo yo de lo que significa deslealtad, y por lo mismo debe quedarte muy claro lo siguiente: que te ordeno que no ilustres esa idea con tu comportamiento mientras yo esté fuera, hablándoles a tus extraordinarios amigos de algún aspecto de esta conversación, criticando lo que sea. Ahora ando apurado de tiempo —prosiguió al tiempo que consultaba su reloj; ella mientras tanto permanecía callada—, pero eso es lo principal de lo que tenía que decirte. Cuento con tu conformidad. Y cuando me hayas dicho que hago bien en contar con ella —entonces buscó su sombrero con la mirada y tras dar con él fue a cogerlo— me despediré de ti con algo más de cordialidad.
Su hija lo observó como si llevara algún tiempo esperando que él le impusiese esta ley y hubiera incluso previsto el momento en que había de hacerlo, pero a pesar de haber estado de tal modo preparada para ello le hizo aguardar su respuesta en medio de la tensión que el propio Lord Theign había creado.
—A Kitty apenas le he dicho nada, y ella misma le podrá explicar por qué: casi no la he visto en las dos últimas semanas. Exceptuando a Amy Sandgate, la única persona con la que he hablado del asunto es el señor Hugh Crimble, al cual se refiere usted como mi aliado en Dedborough.
Lord John recuperó este apelativo con alivio.
—El señor Crimble, ¡exacto!, al que tú asombrosamente invitaste a venir y también, por lo visto, a participar de forma activa en un asunto que le incumbía tan poco.
—Él se comprometió, desde luego, a interesarse por él, como yo había confiado en que hiciese. Pero eso sólo fue posible gracias a que me había comprometido...
—¡A actuar, en efecto —le cortó Lord Theign—, con una falta de delicadeza total! Bueno, de eso es de lo que te abstendrás en lo sucesivo, y por mucho que se interese por esa cuestión —¡algo que le agradezco de veras!— no volverás a hablar con el señor Crimble.
—¿Nunca más? —preguntó la joven como para asegurarse del todo.
—Nunca podrás hablar con él sobre el asunto que te he indicado. Pero puedes charlar todo lo que te apetezca sobre cualesquiera otros —dijo con sequedad Lord Theign.
—El asunto concreto del que me tiene prohibido hablar —repuso Grace con vehemencia, y como si estuviera diciendo algo muy razonable— es justamente el que más nos importa a los dos; es el fundamento mismo de nuestras conversaciones.
—Entonces —decretó su padre— vuestras conversaciones habrán de prescindir de ese fundamento; de lo contrario, si no hay otro remedio, quizá os veáis obligados a prescindir de las conversaciones.
Lady Grace guardó silencio un instante como para reflexionar más detenidamente sobre estas palabras.
—¿Me está exigiendo que no me comunique en absoluto con el señor Crimble?
—Desde luego que te lo exijo, en vista de que insistes en no dejarme otra alternativa. —El señor de Dedborough lo dijo con la cabeza muy alta, pese a querer darle a entender que le dolía mucho verse en la necesidad de exigirle nada—. ¿De veras es tan indispensable para tu bienestar el oírle insultarme o el incitarle a ello?
—¡Él no te ha insultado jamás, querido padre, no hay absolutamente nada de eso! —Con estas palabras, que había acompañado con un gesto de desesperación, Lady Grace había recaído en la ternura, de la cual, por lo demás, estaba teñida la compasión que le inspiraba la terquedad de su padre—. El asunto lo tratamos de una forma mucho más amplia —prosiguió, ignorando el sonido de desdén que emitió Lord Theign al oír esta última palabra—. Es de nuestro tesoro de lo que hablamos, y también de lo que cabe hacer en estos casos, aunque reconozco que nos fijamos sobre todo en el caso que tú representas.
—Ah, ¿es que yo represento algún caso? —preguntó Lord Theign con una curiosidad extravagante.
—A la perfección, padre... como sabes hacerlo todo; y es el hecho de ser un caso excepcional —explicó— lo que hace tan difícil ocuparse de él.
Lord Theign se quedó boquiabierto.
—¿Ocuparse? ¿Pretendéis ocuparos de mí?
Lady Grace sonrió ahora con mayor franqueza, como si quisiera horadar la oscuridad en la que se hallaba sumida la relación entre ambos.
—Bueno, ¿qué otro remedio nos queda si usted se ha empeñado en ser un caso? —Y mientras el asombro de su padre se iba obviamente enturbiando a causa del tono que ella había empleado, añadió—: Lo que nos hemos propuesto ante todo es salvar el cuadro.
—Lo que os habéis propuesto, en otras palabras, es trabajar en contra mía.
Lady Grace prosiguió evitando acalorarse.
—Lo que nos hemos propuesto es trabajar por Inglaterra.
—¡¿Y quién sino yo es Inglaterra?! —exclamó estupefacto Lord Theign.
—Querido padre —dijo suplicante Lady Grace—, ¡si no queremos que seas otra cosa! Quiero decir —y no tenía miedo de decirlo sin tapujos— que lo seas de acuerdo con esa idea noble y recta de Inglaterra que es tan nuestra.
—¿Nuestra? —No pudo evitar arrojarle de vuelta la palabra—. Maldita sea, ¿acaso no es esa idea únicamente la nuestra, la que nosotros encarnamos...?
—¡No, no, no es la nuestra! —Lady Grace volvió a sonreír, aunque esta vez de manera forzada.
Su padre la fulminó con la mirada, como si ella acabara de practicar un absurdo juego malabar.
—¿De qué y de quién diablos estás hablando? ¿Qué somos nosotros sino lo mejor y lo más inglés que tiene el país? Gente que camina —¡y cabalga!— erguida, que realiza de manera desinteresada los trabajos más difíciles e ingratos, que se ocupa de sus asuntos y espera que los demás se ocupen de los suyos. —Le quiso revelar así la verdad oronda, por decirlo así, e imaginaba que quizá el impacto consiguiente la dejaría aturdida—. Tú y yo, hija mía, y tus dos hermanos, benditos sean, y también los míos, y todos los demás, es decir, todos y cada uno de nosotros somos ya lo bastante numerosos como para no necesitar mezclarnos con gente extraña, ¡si es que es a eso a lo que te referías!
—Está claro que no me comprende en absoluto y, lo que es más importante, ¡me doy cuenta de que no quiere comprenderme! —Y tuvo el valor de añadir—: Cuando hablo de nuestra idea de lo que se debe hacer por el país en este caso, me refiero a la que tenemos el señor Crimble y yo... y absolutamente nadie más, ya que, como le he dicho antes, él es la única persona con la que he hablado.
Resultaba obvio, si uno observaba a Lord Theign, que estas palabras de su hija le habían ofrecido una visión total y hasta exagerada del escándalo al que se enfrentaba.
—¿De modo que el señor Crimble y tú debéis representar para mí, en tu opinión, un modelo de decoro y de las demás virtudes que se le suponen a nuestra familia?
Lady Grace se tomaba lo que decía demasiado en serio —y así se lo quería hacer ver a su padre, sin duda— como para que le importara el hecho de que él lo tergiversase.
—Yo me limito a expresarle lo que sentimos.
—Qué duda cabe de que es muy chocante lo que expresas —dijo él casi sin poder contener la risa—, y al referirte a él usas ese insoportable ‘nosotros’, como si lo quisieras presentar como... ¡Dios sabe qué! Imagino que habréis tenido un intercambio muy intenso de ideas para llegar a una conformidad tan perfecta. —Su hija, como para evitar caer en ninguna trampa que él pudiera estar en cierto modo tendiéndole, depuso todo su ardor y no quiso contradecirle en nada—. Debes de tratar mucho a tu compañero de críticas para ser incapaz de hablar de ti sin referirte a él.
—¡Sí, padre, somos compañeros de críticas! Acepto de buena gana esa expresión. —Guardó silencio unos instantes antes de proseguir—. He visto aquí al señor Crimble hace media hora.
—¿Le has visto aquí? —preguntó estupefacto Lord Theign—. ¿Ha venido aquí buscándote y Amy Sandgate no me ha dicho nada?
—No estaba obligada a contárselo, porque, como comprenderá, eso podía hacerlo yo. Y es bastante probable que regrese —reveló Lady Grace—.
Esto hizo que se manifestara como con un estampido la autoridad de su padre:
—Entonces te conmino a que no le veas.
Lady Grace dejó pasar unos instantes antes de hablar, como por respeto a las palabras de su padre; su silencio era una copa rebosante.
—¿Es eso lo que ha querido usted decir en realidad al hablar hace un rato de la condición que debía cumplir? ¿Que no puedo dirigirle la palabra cuando le vea?
—Lo que he querido decir en realidad es lo que quiero decir en realidad: que debes someterte a la ley que he establecido y olvidarte por completo de ese tipo.
—¿Cortar toda relación con él?
—Cortar toda relación con él.
—En realidad —dijo Lady Grace, captándolo ya—, renunciar del todo a él.
Lord Theign hizo un gesto de impaciencia.
—¡Da la impresión al escucharte de que te hubiera pedido renunciar a una fortuna! —Aunque su hija no había dicho aquello con aire consternado —de hecho parecía que aún tuviese dudas sobre si él iba en serio—, a Lord Theign tal vez le conmovió advertir en ese momento cierta expresión que se había ido instalando en sus ojos—. ¿Tan cautivada estás por él que tu sacrificio viene a ser algo así?
Lady Grace meditó sus palabras antes de hablar.
—Me gusta mucho el señor Crimble, padre; me parece listo, inteligente y bueno; además quiero lo mismo que él quiere, y creo que lo quiero con tanto ahínco como él; en todo caso, no niego en absoluto que él me ha influido para ello. Pero eso no importa ahora. ¡Lo perderé totalmente de vista, renunciaré a él para siempre, si... si...! —Pero Lady Grace se mostró indecisa; vaciló con una sonrisa que parecía una súplica ansiosa. Entonces prosiguió y volvió a interrumpirse—: ¡Si... si...!
Su padre se dirigió a ella irritado:
—¿Si qué, señorita? Haz el favor de decírmelo.
—Si retira usted la oferta del cuadro que le ha hecho al señor Bender... ¡y nunca más le vuelve a hacer ninguna a nadie!
Lord Theign se quedó mirándola fijamente, como asombrado de la enormidad que acababa de oír, y después la tradujo a sus propios términos:
—Es decir, si te complazco anunciándole al mundo que he hecho el imbécil vosotros —esa encantadora pareja que formáis— cejaréis en vuestro empeño común por mostrar que lo soy.
Lady Grace, como si hubiese decidido no intentar responder a las palabras de su padre, dejó pasar el tiempo suficiente para que se extinguiera la primera llamarada de su reprobación. Al cabo de unos instantes dijo:
—¿No está usted de acuerdo con el compromiso que le he ofrecido?
La pregunta exacerbó de inmediato y fatalmente la dureza de espíritu de Lord Theign.
—Santo cielo, ¿para colmo tengo que avenirme a un compromiso? Se supone entonces que debo dejar que me presiones, me hostigues e intimides con respecto a un asunto que tengo perfecto derecho a resolver como siempre se han dirimido las cosas entre nosotros: pronunciando yo la última palabra, la palabra paterna.
—¿Entonces no le importa en realidad que se cumpla o no su condición? —Apenas parecía haber prestado atención a las palabras de su padre.
—¿Que no me importa poner fin a tus odiosos tratos...? Al contrario, te daré una idea —dijo Lord Theign— de hasta qué punto me importa, lo mismo que tú me has dado —de la forma más extraña, según me ha parecido— una idea de lo que a ti te cuesta... —Se interrumpió para dedicarle una mirada larga y severa de la cual terminó por cansarse, como dominado por el asco.
Lady Grace quiso intercalar sus propias palabras, lo que vino a proporcionarle cierta protección: la idea que había quedado inexpresada era demasiado obvia.
—¿De lo que me cuesta salvar el cuadro?
—No, perder a ese amigo de poca monta que tienes. —Lord Theign hablaba ya sin miramientos.
Su hija adoptó al instante un tono de intensa desaprobación, teñida a la vez de súplica y de advertencia:
—¡Oh, padre, padre...! El asunto está en tus manos.
—¿Entonces mis órdenes te traen sin cuidado?
Lady Grace se mantuvo inflexible, y los dos permanecieron cara a cara, en actitud de acusación recíproca y sin que ninguno hiciese el menor ademán apaciguador. No obstante, la joven por lo menos le había tendido, a su manera, una rama de olivo, mientras que Lord Theign no había hecho otra cosa que reafirmar su voluntad. El padre escrutó el rostro de la hija en busca de algún gesto que indicara si finalmente aceptaba o no esa voluntad, ya que a fin de cuentas ella aún no había pronunciado su última palabra. Sin embargo, antes de que pudiera hacerlo se abrió la puerta del vestíbulo y apareció el señor Gotch, lo que dio la impresión de hacer comprender a Lady Grace la importancia de aplazar las cosas. Así se lo indicó a su padre con un «Bueno... ¡Lo tengo que pensar!». Retumbó la voz del mayordomo: Hugh ya estaba allí.
—¡El señor Crimble! —proclamó Gotch al tiempo que cometía la extravagancia de dar paso al visitante sin apenas dejar tiempo a Lord Theign para reaccionar.