IX
Cuando se hubo marchado Lord John, su anfitrión, quizá nervioso, se puso a dar vueltas por la sala; sin embargo no tardó en acometer el asunto.
—Te ha dicho, según tengo entendido, que he prometido hablarte bien de él. Pero también tengo entendido que ya ha empezado a hacerlo él mismo.
—Sí, hemos hablado un poco desde que le prometió aquello —dijo la joven—. Al menos ha hablado él.
—Entonces espero que le escucharas de buena gana.
—Oh, él habla muy bien, y además nunca me ha caído mal.
Estas palabras hicieron detenerse a su padre.
—¿Eso es todo lo que puedes decir? Con el excelente concepto que tengo de él...
Lady Grace parecía dar a entender que creía haber sido generosa —quizá incluso demasiado— en su apreciación; sin embargo quiso aguardar un poco.
—¿Tiene usted de veras tan buen concepto de él?
—¡Pero si te he dejado muy clara mi opinión!
Lady Grace hizo de nuevo una pausa antes de hablar.
—Oh, sí, he comprobado lo bien que le cae a usted y lo mucho que cree en él. A mí me parece un hombre listo y agradable.
—No ha tenido nunca —indicó Lord Theign de forma más o menos aguda— una verdadera oportunidad para, digamos, lucirse—. A fin de cuentas, se podía sin embargo prescindir de un análisis minucioso y resumir fácilmente la personalidad objeto de discusión—. Pero aun así me parece que tiene muchas cosas buenas.
Se trataba de una afirmación prudente; Lady Grace podía acaso compartirla.
—Yo le encuentro esencialmente listo y... bueno, simpático. Pero estoy de acuerdo con usted en que no ha tenido la ocasión de lucirse.
—Si tú se la ofreces, movida por la benevolencia y también por la confianza que te pueda inspirar, me atrevo a decir que te verás recompensada.
Se quedó pensativa por tercera vez, como si la ligera aspereza que cabía advertir en la actitud de Lord Theign entorpeciese las cosas más que facilitarlas. ¿No estaba su padre simplificando demasiado el asunto?, parecía preguntarse, y su evidente deseo de que la discusión fuese lo más breve posible ¿no indicaba acaso que era consciente de no estar haciendo un papel demasiado airoso, y que eso lo incomodaba y hasta irritaba?
—¿Está usted particularmente interesado en que se la ofrezca? —Esto es lo único que, al fin, supo decirle.
—Me encantaría que lo hicieras... siempre que estuvieses convencida de que es lo bueno para ti. Sólo en ese caso, naturalmente. De todos modos hay algo que yo mismo sé con seguridad, y es lo que piensa sobre ti y lo que siente por ti.
—¿Entonces no le importaría que yo esperase un poco? —preguntó Lady Grace—. Quiero decir hasta que pueda estar totalmente segura. —En vista de que su padre tardaba en asentir, y como para reforzar su posición, añadió con franqueza—: Le aseguro, padre, que me gustaría hacer lo que fuese necesario para complacerle a usted.
Pero estas palabras no hicieron sino agudizar la impaciencia de Lord Theign.
—Ah..., ¡lo necesario para complacerme! ¡No me endoses el asunto a mí! Juzga por ti misma —dijo moderándose un poco— teniendo en cuenta que he accedido a hacer por él lo que siempre he odiado hacer, y es apartarme de la norma de no entrometerme jamás. Una vez que me he apartado de ella, estás en condiciones de juzgar. Pero para hacerlo como es debido debes, naturalmente, tomarte el tiempo que necesites ¡dentro de lo razonable!
—¿Puedo entonces pedir un poco más de tiempo? —dijo Lady Grace.
Lord Theign entendía, al parecer, que aquello estaba fuera de lo razonable.
—Sabes bien cómo lo interpretará él —respondió.
—Bueno, ya le explicaré cómo hay que interpretarlo.
—Entonces le diré que venga a verte.
Miró su reloj y estaba a punto de marcharse, pero su hija, después de un «Gracias, padre», lo hizo detenerse:
—Hay algo más. —Había un cierto embarazo en su actitud, pero se sobrepuso a él a costa de parecer algo adusta—. ¿Qué es lo que quiere su americano, el señor Bender?
Lord Theign percibió claramente el desafío.
—¿Mi americano? ¡No es mi americano ni mucho menos!
—Entonces el americano de Lord John.
—Tampoco lo es suyo; quiero decir que no es más suyo de lo que pueda serlo de ninguna otra persona. Parece literalmente el americano de todos y cada uno de nosotros. Por lo demás, sabes de sobra la facilidad con la que entra y sale la gente de esta casa; qué te voy a contar, con la libertad que tienes para invitar a quien quieras.
—Desde luego, padre —dijo Lady Grace—. Es usted enormemente generoso.
Los ojos de Lord Theign parecieron preguntarle con cierta severidad qué podía hacer para llegar a ser mejor que ‘generoso’; sin embargo, y como si bastase de momento con serlo, dijo:
—En este momento, lo que debe de querer ese tipo, más que ninguna otra cosa, es su coche.
—¿Entonces no quiere nada nuestro? —insistió Lady Grace.
—¿Nuestro? —dijo Lord Theign frunciendo el ceño—. ¿Acaso temes que ande detrás de algo tuyo?
—Bueno, si tenemos un nuevo tesoro, y desde luego que lo tenemos si efectivamente poseemos un Mantovano, ¿no es lógico que estemos todos, incluida yo, enormemente interesados en preservarlo? —Antes de que su padre pudiera contestar, preguntó—: ¿Corre peligro?
Lord Theign, quien aún no sabía bien qué responder, paseó la mirada por las salas, tan saturadas de historia, de su mansión: era obvio que le desagradaba la idea, por muy irreal que pareciese, de que los objetos admirablemente resguardados allí pudieran estar expuestos a algún peligro. Pero entonces encontró de golpe un motivo por el cual tanto él como su hija podían sentirse tranquilos:
—¿Cómo va a estar en peligro si no quiere más que cuadros de Sir Joshua?
—¡¿Quiere el nuestro?! —exclamó sofocada la joven.
—Absolutamente, a toda costa.
—¿Pero no estará usted tratando el asunto con él?
Dudó entre reprenderla y complacerla, pero terminó por tomar la elección más agradable.
—¿Por quién me tomas, hija de mi alma? —Dicho esto se encaminó impaciente hacia el salón a través del dilatado y espléndido paisaje que ofrecían las estancias intermedias.
Cuando se hubo marchado Lord Theign, su hija se dejó caer en un sillón; permaneció sentada allí unos instantes cavilando, visiblemente intranquila, las manos entrelazadas sobre el regazo y la mirada baja y abstraída. Entonces dio un respingo: Hugh Crimble, quien había estado buscándola, apareció de pronto ante ella, como si llevara sandalias aladas.
—¡Qué suerte tengo de encontrarla! Debo marcharme ya.
—¿Ha podido usted verlo todo tal como deseaba?
—Oh, he visto maravillas —dijo sonriente.
Lady Grace se mostró complacida.
—Sí, tenemos algunas cosas.
—¡Eso dice el señor Bender! —dijo riendo Crimble—. Tienen ustedes cinco o seis...
—¿Solamente cinco o seis? —exclamó, alegremente alarmada, Lady Grace.
—¿Solamente? —Crimble siguió riendo—. ¡Pero si eso es muchísimo! ¡Cinco o seis cosas del máximo valor! Pero creo que debo hacerle notar —añadió— que hay también en la biblioteca una imitación de Rubens de lo más descarada.
—¿No es de Rubens?
—Tiene tanto de Rubens como yo de Ruskin.
—¿Entonces piensa estigmatizarnos destapando el asunto?
—No, les perdono... No diré nada mientras actúen ustedes como es debido. Lo guardaré como posible amenaza. Nunca se sabe en esta época terrible, eso conviene recordarlo siempre; de manera que si no se portan bien lo utilizaré contra ustedes. Sin embargo, y para compensar esta amenaza —prosiguió—, he hecho un hallazgo verdaderamente formidable. ¡Al menos eso creo!
Lady Grace aguzó su atención ante esta noticia.
—¿Se refiere al Mantovano que se esconde en ese otro cuadro?
Hugh se quedó perplejo; parecía que se le hubiese anticipado su amiga.
—¿No irá a decirme que se le ha ocurrido a usted?
—No, me lo ha contado mi padre.
—¿Y está realmente satisfecho su padre? —preguntó ansioso Hugh.
La joven pensó un instante en Lord Theign; no había duda de que podía fijar intensamente su conciencia en él.
—Mi padre siempre prefiere las viejas apariencias y asociaciones mentales a las nuevas, pero si usted llega al convencimiento de que es un Mantovano él lo aceptará con resignación.
—Bueno, todo dependerá del peso que tenga la opinión experta que pienso invocar. Pero no siento ningún temor —afirmó decidido Hugh—, y debido a su magnífica rareza, creo que convertiré ese cuadro en la cima de su gloria.
Un sentimiento de gratitud ante su suerte iluminó el rostro serio de Lady Grace.
—Es maravilloso lo que ha hecho. Es maravilloso que nos haya traído así de golpe, como descendiendo de un carro de fuego, tanta luz y tanto renombre, como usted y yo creemos.
—Ah, ¡lo maravilloso es que usted lo haya hecho posible! —respondió Hugh, abandonándose al puro júbilo que suscitaba aquella situación—. Puede que les haya traído la luz y lo demás —es decir esa información tan útil—, ¿pero quién me ha traído a mí?
Lady Grace hizo un gesto de protesta.
—Habría llegado a conocernos de una forma u otra.
—¡No estoy tan seguro de eso! Aunque no lo parezca soy terriblemente tímido, excepto cuando hay que pelear por una causa importante: entonces soy tremendamente osado y hasta impertinente. En cualquier caso, ahora ya sólo sé que lo hecho, hecho está. —Lady Grace se apartó de él al oír estas palabras, como si fuera consciente de varias cosas que, combinadas, provocaban desasosiego; esto hizo, a su vez, que Hugh adoptara al instante un aire grave—. ¿Hay algo que le preocupe? —preguntó.
La mirada de Lady Grace recorrió la sala. Sus palabras, cuando habló, tuvieron un tono distinto al acostumbrado.
—No sé qué me impulsa a contarle estas cosas.
—¿Contarme? ¡Lo más terrible que me ha contado es que están satisfechos de que haya venido!
—Bueno, en cualquier caso, ¿qué es lo que quiso decir hace un momento cuando habló de la posibilidad de que no actuásemos como es debido? Cuando dijo que, en el caso de que surgiera cierto peligro, destaparía nuestro falso Rubens.
—Oh, ¡en el caso de que alguien los sobornara! —Hugh rió de nuevo como aliviado. Y ante el rechazo a esa última palabra que pareció expresar el rostro de Lady Grace, añadió—: Quiero decir de que ustedes permitiesen que alguno de sus cuadros, ¡de sus mejores cuadros!, abandonase Dedborough. Lo que de hecho significaría, claro, que abandonase el país. —La joven pareció desaprobar también lo que acababa de decir; por lo demás, algo en su actitud dio que pensar a Hugh—. ¿No creerá que existe ese peligro? Me dio a entender hace media hora que era algo impensable.
—Bueno, eso creía yo hace media hora —dijo Lady Grace mientras se acercaba—. ¿Pero qué ocurre si entretanto se ha hecho real ese peligro?
—¿Si se ha hecho real? ¿Pero acaso es así? ¿Ha surgido el peligro en forma del monstruo ése? Lo que quiere el señor Bender es la duquesa.
—¿No irá a venderla mi padre? No, no creo que venda la duquesa; en ese aspecto estoy tranquila. Sin embargo es verdad que necesita cierta cantidad de dinero, o al menos cree necesitarla; acabo de tener una charla con él.
—¿Y le ha contado a usted justamente eso?
—No me ha contado nada —dijo Lady Grace— o, mejor dicho, me contó cosas que nada tenían que ver con ese asunto. Pero cuanto más lo pienso más sospecho que se siente apremiado o tentado...
—¿A desnudar estas paredes? —interrumpió Hugh mientras miraba a su alrededor, dominado por un temor más intenso.
—Sí, para complacer a mi hermana, para salvarla. ¿Sigue creyendo que nuestra situación es tan idílica? —preguntó Lady Grace sin el menor asomo de entusiasmo por el hecho de que pareciese llevar razón.
Hugh sólo supo responder lo siguiente:
—Cuánto me interesa eso que cuenta. ¿Puedo preguntarle qué ocurre con su hermana?
Lady Grace estaba ya decidida a contarlo todo.
—Lo que ocurre, en primer lugar, es que es deslumbrantemente, espantosamente bella.
—¿Más bella que usted? —se atrevió fácilmente a preguntar Hugh, de puro sincero.
—Millones de veces más. —Triste, casi lúgubre, Lady Grace no tenía ni sombra de coquetería—. Kitty tiene deudas, enormes deudas de juego que se han ido acumulando.
—¿Pero hasta esas cantidades?
—Cantidades increíbles al parecer. Y acude a nuestro padre para que le saque de apuros.
—¿Y es él quien tiene que pagarlas? ¿No hay nadie más? —preguntó Hugh.
Lady Grace guardó silencio, como si aguardara a que Hugh se contestase a sí mismo; en vista de que éste no lo hacía, dijo lo siguiente:
—Él tiene miedo de que pueda haber otra persona... y así consigue Kitty que él la ayude. ¿Sigue usted pensando que no le cuento cosas?
Dio vueltas en la cabeza, guiado por su juvenil capacidad de discernimiento y por su conmiseración, a las cosas que ella le había contado.
—¡Oh, oh, oh! —Y entonces, mientras ella, extenuada por el esfuerzo que le había costado hacer semejante revelación, se apartaba de él una vez más, Hugh lo comprendió todo—. Ésa es la situación que puede, como dice usted, forzarle a ayudarla sin él de veras quererlo.
—Le fuerza del todo, creo yo. —El renovado atractivo de Lady Grace le hizo ver las cosas de otra forma—. ¿No es maravilloso?
La respuesta de Hugh estuvo dictada por una repulsión sincera.
—¡Es despreciable!
—Y una ironía del destino ha hecho que sea usted quien le haya ayudado a él —dijo Lady Grace con una sonrisa maliciosa.
Hugh se golpeó a sí mismo en la cabeza.
—¿Gracias al Mantovano?
—Gracias al posible Mantovano... como sustituto del imposible Sir Joshua. Le ha hecho ver lo mucho que vale uno de sus cuadros.
—¡Pero el valor debe ser fijado!
—¡Será el señor Bender quien lo fije!
—Oh, ¡yo mismo me encargaré del señor Bender! —dijo Hugh—. Y no le darán gato por liebre.
Estas palabras disiparon las tensiones mientras los dos se miraban.
—¿Qué diablos puede usted hacer, y cómo diablos va a hacerlo?
Hugh estaba, de momento, demasiado excitado para saberlo.
—Ahora mismo no sabría decirle, pero debe darme algo de tiempo. —Sacó su reloj como si pretendiese calcular ya el tiempo que le haría falta—. ¿No cree que debería hablar un rato con Lord Theign antes de marcharme?
—¿Piensa interponerse como un león en su camino?
—Bueno, digamos más bien como un cachorro. ¡Me temo que es así como me va a llamar Lord Theign! En todo caso creo que debo hablar con él.
De estas palabras sacó Lady Grace, de momento, una conclusión sombría.
—Entonces va a enterarse de que le he comunicado a usted mis temores.
—¿Y hay algún buen motivo por el cual no debería enterarse?
Lady Grace mantuvo la mirada fija en él. La oscuridad pareció disiparse.
—¡No! —respondió al fin. Se alejó un instante para pulsar un timbre y luego volvió a su lado—. Pero creo que me da usted un poco de lástima.
—¿Debería por esa razón sentir yo lástima de usted?
Tras guardar silencio unos instantes, Lady Grace exclamó:
—¡Ni muchísimo menos!
—¿De modo que la hermana de la que habla es Lady Imber?
Lady Grace levantó entonces la mano para avisarle de la llegada del mayordomo, quien acudía así, con la debida circunspección, a la llamada de aquélla.
—Vaya usted por favor al salón o dondequiera que se encuentre Lord Theign y comuníquele que el señor Crimble debe marcharse.
Banks aceptó la responsabilidad inherente a una misión así; cuando se hubo ido, Lady Grace respondió a la pregunta de su amigo:
—La hermana de la que hablo es Lady Imber.
—¿Pierde tanto dinero al bridge?
—Pierde más de lo que gana.
Hugh pareció interesarse por las excentricidades de los nobles.
—¿Y sin embargo sigue jugando?
—¿Qué otra cosa podría hacer en su círculo?
No sabía en absoluto qué responder, pero tras mostrar durante unos instantes hasta qué punto era ajeno a todo ese mundo pudo al menos hacer una pregunta a su amiga:
—¿De modo que no forma usted parte de su círculo?
—No formo parte de él.
—Entonces no deseo salvarla, decididamente —dijo Hugh—. Sólo deseo...
—¡Sé lo que usted desea! —le atajó Lady Grace.
Se quedó mirándola hasta que estuvo totalmente seguro: había algo hermoso en la comunicación profunda que se estaba desarrollando entre ellos.
—¿De modo que está usted conmigo?
—¡Estoy con usted!
—Entonces démonos la mano —dijo Hugh.
Le tendió la mano y ella la estrechó; la expresión de sus jóvenes rostros confirmó que con ese apretón de manos venían a sellar una promesa, y en ella quisieron permanecer enlazados unos instantes. Entonces apareció Lord Theign, quien venía del salón, y se separaron de inmediato, dando la impresión con su actitud de que no habían estado haciendo otra cosa que despedirse. En todo caso, y a juzgar por la forma en que se dirigió a Hugh, Lord Theign había interpretado aquello, en efecto, como un simple gesto de civilidad.
—Lamento que mi hija ya no pueda entretenerlo más; de todos modos le agradezco su interesante opinión sobre mi cuadro.
Hugh indicó brevemente su gratitud por estas palabras con un gesto callado y lleno de gravedad, y luego, al hablar, dio la impresión de haber tomado cierta determinación sabiendo que posiblemente traería consecuencias embarazosas.
—Antes de que sepa usted con seguridad si me debe algo, ¿podría hacerle una pregunta algo directa, Lord Theign? —Ciertamente, estas palabras, dichas así, de improviso, sonaron un poco siniestras, como lo demostró el hecho de que Lord Theign le lanzara al instante una mirada fría y llena de estupor ante semejante muestra de espontaneidad. Pero la misión misma que había asumido infundía arrojo a Hugh—. Si contribuyo, en la modesta medida de mis posibilidades, a establecer la verdadera autoría de la obra a la que se refiere, ¿puede usted darme garantías de que no hay ninguna posibilidad o peligro de que el cuadro abandone el país a causa de haber yo acertado?
Lord Theign estaba visiblemente asombrado; sin embargo, y por razones ajenas al comportamiento de Hugh, también se había puesto algo pálido.
—¿Me pide usted garantías?
La firmeza de Hugh, y su sonrisa forzada, hacían suponer que había medido ya las consecuencias de dar un paso así.
—Me temo que debo hacerlo.
Estas palabras activaron en su anfitrión un resorte que lo llevó a adoptar de inmediato un aire de dignidad orgullosa.
—¿Y puede saberse con qué derecho me pide usted semejante cosa?
—El derecho que asiste a una persona de la que usted ha aceptado que le preste cierto servicio.
No había duda de que Hugh había hecho asomar el temperamento (así se lo suele llamar) de su oponente.
—Un servicio que me ha impuesto usted hace media hora y del cual, téngalo por seguro, estoy ya más que dispuesto a prescindir.
—Lamento haber parecido indiscreto —respondió el joven—. Lamento si le he enojado de alguna forma. Pero no puedo evitar sentir cierta inquietud...
Lord Theign no le dejó terminar.
—¿Y por eso me invita usted, ¡cuando no lleva más de media hora en esta casa!, a rendirle cuentas de mis intenciones particulares y de mis asuntos privados, y a entregarle mi libertad?
Hugh permaneció con la mirada fija en el suelo de mármol que se extendía a su alrededor, y que se hallaba recubierto por losetas romboidales blancas y negras: era tal vez, de todos los elementos de su campo visual, el único que se había decidido a mirar largamente.
—Soy incapaz de ver el asunto de otra forma, y me sentiría avergonzado si no hubiese aprovechado cualquier oportunidad para transmitirle mi súplica. —Todas las dificultades, cualesquiera que fuesen, a las que había tenido que enfrentarse a causa de su timidez habían dejado de existir para él—. Le ruego que lo piense bien antes de privarnos de aquello que constituye para nosotros un motivo justificado de envidia.
—¿Y cree usted que puede hacer más eficaz su súplica acompañándola con una amenaza tan bonita como la que ha tenido la gentileza de proferir? —Y mientras Hugh cambiaba una mirada penetrante con Lady Grace, cuyo rostro evidenciaba lo doloroso que le estaba resultando todo el asunto, y que se había apartado de los dos hombres como suelen hacerlo instintivamente las mujeres cuando una situación deriva hacia la violencia de forma tan brusca como a ella le parecía que lo había hecho ésta, Lord Theign añadió—: Me gustaría saber a quién se refiere cuando dice que he privado a alguien de algo que da la casualidad de que es mío... ¡y lo es por razones que supongo no impugnará usted también!
—Bueno, yo no entiendo de amenazas, Lord Theign —dijo Hugh—, pero hablo en nombre de todos nosotros, de todo el pueblo inglés, que deploraría profundamente el que se produjera ese acto de enajenación; le ruego, dado el aprecio que este pueblo siente por usted, que tenga la misericordia de pensar en él.
—¿El aprecio que sienten por mí? —El señor de Dedborough no salía de su asombro—. ¿Y puede saberse cómo diablos lo demuestran?
—Creo que lo demuestran de muchísimas formas —dijo Hugh, y con su sonrisa desaprobatoria, que estaba a punto de parecer insegura, dio a entender que se refería a múltiples cosas.
—Sepa usted entonces —dijo Lord Theign, totalmente imbuido de su autoridad— que la mejor forma que tienen de demostrármelo es ocupándose de sus asuntos mientras yo me ocupo de los míos.
—Dicho de otro modo, usted hace simplemente lo que le conviene —dijo Hugh sin rodeos, a modo de conclusión.
—¡Lo cual es muy preferible a hacer lo que le conviene a usted! Por tanto no tengo por qué entretenerlo más —añadió Lord Theign, mostrándose seco por última vez y dando al parecer por terminada su relación —breve e ingrata— con Hugh.
El joven aceptó, al no tener otra alternativa, el que Lord Theign lo despidiera así; insatisfecho, apesadumbrado, se puso entonces a buscar maquinalmente la gorra de montar en bicicleta que había depositado a su llegada en algún lugar de la sala.
—Discúlpeme, señor, si cree que no he sabido corresponder a su hospitalidad. —Y recuperando de pronto ese buen ánimo que molestaba a algunos, prosiguió—: Pero me sigue importando su cuadro.
Lady Grace, quien hasta ese momento no había pasado de ser una testigo atenta, escuchando la conversación y apartándose cada cierto tiempo de los dos hombres, se acercó ahora a ellos para romper su silencio por primera vez:
—Y permítame decirle, padre, que a mí me importa cada vez más.
Era obvio que su padre, sorprendido y hasta desconcertado por el tono que había empleado, juzgaba sin embargo superflua su intervención.
—Me alegra saberlo, Grace, pero el tuyo es un asunto distinto.
—Por el contrario: creo que es exactamente el mismo —replicó Lady Grace—, ya que el señor Crimble no le habría dicho a usted lo que le ha dicho de no habérselo sugerido yo. —En el momento mismo en que hablaba, sus encantadores ojos, en los que era fácil leer la determinación de la cual había conseguido armarse mientras aguardaba su oportunidad para intervenir, se encontraron con la feroz mirada paterna—. Le dije que sospechaba que usted tenía la intención de sacar provecho de la importante visita del señor Bender.
—Podrías haberte ahorrado, hija mía, esa conjetura, supongo y espero que bienintencionada, acerca de lo que pienso hacer. —Lord Theign demostró en este momento su maestría en el bello arte de rectificar aun dando la impresión de que uno no está equivocado—. La visita del señor Bender va a concluir —una vez que éste deje libre a Lord John— sin que yo haya sacado el más mínimo provecho de ella.
Hugh, por su parte, quería evidentemente defender a su amiga.
—Se trata de la conclusión inquietante que Lady Grace, quien sin duda me permitirá hablar por ella, sacó del hecho de que mi idea sobre el Moretto aumentaría su capacidad... bueno —prosiguió no sin cierto embarazo—, para convertir en efectivo el presumible incremento del valor del cuadro.
Lord Theigh miró a Hugh definitivamente por última vez, pero fue a Lady Grace a quien se dirigió.
—Deben comprender que en la medida en que me he desentendido de las ideas de este caballero, ya versen sobre el Moretto, ya sobre cualquier otra cosa, la aplicación que pueda hacerse de ellas deja de ser asunto nuestro, ya no nos importa.
La respuesta de la joven consistió en dirigirse directamente a Hugh, ignorando así a su padre.
—¿Entonces querrá usted llevar a cabo la investigación a instancias mías?
Esto encendió de nuevo el entusiasmo de Hugh.
—¡Lo haré con el mayor placer! —Había encontrado su gorra, y tras inclinarse ante los dos de forma muy ceremoniosa, se marchó por donde había llegado.
Lord Theign casi no aguardó a que desapareciera para volverse furioso hacia Lady Grace.
—Maldita niña, debo decir que ha sido indigno de tu parte el desafiarme en público de esa manera.
Lady Grace, a quien en ese momento separaba una gran distancia de Lord Theign, afrontó esta reprimenda con el suficiente aplomo, quizá, como para justificar los términos en que se había expresado su padre; sin embargo descubrió entonces una buena razón para que éste no prosiguiera con sus recriminaciones: con un apresurado «¡Lord John!» le avisó de que su amigo acababa de regresar de ver los cuadros y se encontraba ya en la sala.
En cuanto notaron su presencia, Lord John se dirigió directamente a su anfitrión:
—Por fin se ha marchado Bender, aunque —dijo señalando hacia donde se encontraba el jardín frontal— todavía puede encontrarlo allí fuera, prolongando su agonía en compañía de Lady Sandgate.
Lord Theign, cuyo rencor aún no se había extinguido, permaneció allí unos instantes, consciente de su limitada autonomía, carcomido por la indecisión, mirando alternativamente al pretendiente de su hija —y candidato avalado por él— y a la contumaz joven. Luego tomo su elección sin decir nada, hizo un gesto de indiferencia casi desesperada y desapareció rápidamente por la puerta que daba a la terraza.
Su actitud había dejado boquiabierto a Lord John.
—¿Qué diablos le ocurre a su padre?
—Eso mismo me pregunto yo-dijo Lady Grace—. ¿Acaso está negociando con ese horrible tipo?
—¿El viejo Bender? ¿De verdad le parece horrible? —Lord John se mostró sorprendido, aunque habría podido parecer que estaba divirtiéndose de forma inofensiva; en todo caso, un interés más acuciante le hizo olvidarse de todo el asunto: dio la impresión de desechar de pronto al viejo Bender.
—Mi querida Lady Grace, ¿qué puede importarnos...?
—A mi me importa muchísimo, se lo aseguro —le interrumpió la joven—, ¡y le pido por favor que me cuente lo que está pasando!
La terquedad de Lady Grace, con la que no había contado en modo alguno, le obligó a retroceder: de ahí la mirada sombría que le lanzó.
—Ah, no es por ese asunto por el que he venido, Lady Grace, sino por aquel otro asunto mío personal —dijo Lord John, y mientras ella se alejaba, suscitando en él un vehemente ademán de protesta, añadió—: He venido confiando en obtener de usted una respuesta favorable... la respuesta con la que su padre me indicó que podía contar.
—¡No tengo ninguna respuesta favorable que darle! —Lady Grace levantó las manos en un gesto malhumorado—. Le ruego que me deje en paz.
Fue tal su energía que Lord John se sobresaltó, como si hubiese sufrido un acto de violencia inesperado.
—Por el amor de Dios, ¿qué es lo que ha ocurrido? Si casi me había dado usted su palabra.
—Lo que ha ocurrido es que se me ha hecho imposible escucharle. —Lady Grace echó a andar por la sala, como si huyese de él sin saber bien adónde dirigirse.
Sin embargo Lord John ya se había precipitado hacia ella, tratando de frenarla en su rápido ir y venir.
—¿No tiene nada más que decirme después de lo que ha pasado entre nosotros?
De este modo consiguió detenerla, pero entonces ella consiguió igualmente, con su ardiente rechazo, detenerlo a él:
—Aun sintiéndolo mucho, debo decirle que si de veras quiere una contestación sólo puede ser ésta: que nunca, Lord John, nunca podrá haber nada más entre nosotros. —El gesto que hizo le permitió abrirse paso y consumar así la huida—. ¡Nunca, nunca, nunca, nunca, nunca! —repitió mientras se marchaba. Por fin franqueó la puerta que desde hacía un rato había estado tratando de alcanzar y se encaminó hacia algún lugar propio en el que poder refugiarse. A Lord John, sobrecogido, derrotado ya, no le quedaba sino apechugar con la situación, y al cabo de unos instantes se dejó caer en un sillón, donde permaneció mirando fijamente delante de sí con aire lastimero, buscando consuelo en el vacuo esplendor circundante.