VI

Asolas con su visitante, el señor de Dedborough confirmó con su actitud la impresión que de él parecía haber dado su hija.

—¿Es que ella no quería irse? —Antes de que pudiera contestar Lord John añadió—: ¿Qué diablos le ocurre?

Lord John se tomó su tiempo.

—Quizá tenga que ver con un tal señor Crimble.

—¿Y quién diablos es ese tal señor Crimble?

—Un joven que acaba de estar con ella... y a quien al parecer ha invitado.

—¿Dónde está entonces? —exigió saber Lord Theign.

—Por allí, mirando los cuadros; parece ser que ha venido en parte por ellos.

—¡Oh! —La respuesta de Lord John le tranquilizó—. Entonces estará a gusto... en un día como éste.

No obstante, Lord John no pudo por menos de preguntarse algunas cosas.

—¿No se lo había contado Lady Grace?

—¿Que él iba a venir? No que yo recuerde. —Sin embargo Lord Theign, visiblemente preocupado, quitó importancia al hecho de que hubiera sido así—. Hemos tenido aquí otros peces para freír, y además ya sabe usted la libertad que le doy.

Su amigo hizo un gesto vehemente.

—Mi querido Lord Theign, ¡yo sólo pido beneficiarme de esa libertad! —Al decir esto Lord John, su rostro pareció sugerir un juicio acerca de la pretensión de otorgar semejante libertad a Lady Grace.

Pero Lord Theign no quería renunciar a esta pretensión: quizá se trataba de mostrarse alejado de la estrechez de miras propia de los burgueses.

—Ella suele tener cerca a muchísimos amigos a esta hora del día. Por cierto, y hablando de amigos, ¿dónde está ese amigo de usted del que he oído hablar hace un rato?

—Oh, anda también por ahí, echando una ojeada a los cuadros; de manera que los dos deben de haberse encontrado y seguramente estarán entreteniéndose el uno al otro. —Dar cuenta de las acciones de su amigo era sin duda la menor de las dificultades a las que habría de enfrentarse Lord John—. No debo dar a Bender la impresión de que lo he dejado tirado, pero antes de volver con él debo comunicarle a usted sin más dilación que he aprovechado la oportunidad que se me ha presentado para hablar sin rodeos, y hasta de manera muy perentoria, con su hija. Quizá he forzado un poco la situación —prosiguió—, pero es que la oportunidad no parecía llegar nunca. En todo caso, y si no me engaño, Lady Grace me ha escuchado sin mostrar un gran rechazo. Sin embargo la he convencido de que usted será lo bastante amable como para decirle sin perder más tiempo las palabras decisivas.

—¿Quiere decir sin hacer perder más tiempo a mi hija?

Lord Theign había escuchado el anuncio del joven con amable interés —así se lo había querido hacer ver—, y a la vez con ese desapego que lo hacía inaccesible a las presiones y le impedía olvidar que gozaba del privilegio permanente de la crítica. Había regresado unos minutos antes, tras cumplir con su deber cívico, jadeando un poco y con la cara algo enrojecida, pero estas señales de fatiga habían desaparecido de inmediato, confiriéndole a ojos de Lord John, suponemos, el aspecto sereno que requería la ocasión. Su apariencia resultaba encantadora en todos los sentidos, siendo su cualidad más notable la insistencia casi suspicaz con la que una amalgama de sentimientos y atributos profundos —su orgullo, su timidez, su conciencia, su gusto y su temperamento— parecía retarle a uno a que negase su condición de tipo admirablemente sencillo. Era evidente que tenía pasión por la sencillez, principalmente en su trato con los demás, y acostumbraba a impacientarse y a manifestar del modo más sutil su irritación cuando uno trataba de dar un carácter diferente a su relación con él. Era ese ideal de noble llaneza lo que le impulsaba a anular otros cien atributos —o por lo menos el reconocimiento y expresión de los mismos— que uno acaso podría, de la forma más infame, dar por supuesto que él poseía: se trataba simplemente de demostrar que en una época escandalosamente vulgar no era nada extraño que uno adoleciese de una imaginación que también lo era. De modo que para desafiar esa vulgaridad tan atosigante anulaba además, hasta cierto punto, la conciencia de sus privilegios, y se halagaba a sí mismo creyendo que uno sólo percibiría la desenvoltura y la campechanía, y que cabía así suprimir de forma cabal, efectiva, perfecta, cualquier tentación de pensar en nada que pudiese complicar las cosas. Forzarse a ignorar, en su relación con los demás, toda oportunidad que se le presentara para valerse de una ventaja injusta, por muy beneficiosa que le pudiese resultar: ésta era, según cabía deducir de su actitud, una máxima que observaba religiosamente. Y quizá fuera el hábito de observarla lo que le había revestido de una especie de luminosidad madura que resultaba encantadora, si se nos permite atribuir una apariencia tan radiante a un aristócrata de cincuenta y tres años de edad y figura más bien imprecisa que rotunda, de cabeza no demasiado grande y cubierta por un cabello escaso y bien peinado, rostro adornado por una o dos hermosas arrugas y una expresión meramente simpática, y que daba una impresión de vitalidad casi banal. Cabía suponer que la personalidad así revelada respondía en cierto modo a la aspiración íntima de disponer, en el solemne jardín de una grandeza que sobrellevaba resignadamente, asientos cómodos y senderos serpenteantes y fuentes de agua en apariencia natural, elementos todos ellos destinados a aliviar la impresión de monumentalidad.

Estas observaciones acerca de Lord Theign no deben hacernos olvidar que éste había formulado una pregunta a Lord John.

—Bueno, sí, eso sería lo justo —había entretanto respondido su amigo—. Pero yo estaba pensando un poco, como comprenderá, en lo valioso de nuestro tiempo.

Era fácil de adivinar que Lord Theign había de tomarse menos molestias, por así decir, con aquellos que frecuentaban de manera natural su jardín que con aquellos otros que, aun estando hasta cierto punto acreditados para visitarlo, no dejaban de ser intrusos. Es por ello por lo que no pareció esforzarse lo más mínimo por “comprender” el asunto en cuestión: evidentemente, había de ser su amigo Lord John quien, con esa amenidad a la cual le tenía ya acostumbrado, hiciese la mayor parte del trabajo por él.

—¿‘Nuestro tiempo’ quiere decir el de usted y el mío?

—El de usted y el mío, en efecto, y también el de Lady Imber... y en gran medida el de mi madre, que está expectante y no deja de observar lo que sucede. —Este comentario no pareció infundir una instantánea inquietud a Lord Theign, por lo que prosiguió—: Lo último que ha hecho esta mañana ha sido recordarme, con su admirable franqueza habitual, que le gustaría saber lo antes posible cómo anda todo este asunto en lo que a ella respecta. Lo que me preguntó en concreto —el joven vaciló un poco, luego prosiguió—, lo que me preguntó, con esa forma espléndida que tiene de mirar todas las cosas de frente, fue lo siguiente: ¿Estamos o no estamos decididos a aceptar en la práctica su suculenta oferta? Suculenta es como ella la llama, pero lo cierto, ¿sabe usted?, es que a mí también me parece bastante generosa.

Llegados a este punto, Lord Theign se resignó a enterarse de todo.

—Naturalmente, Kitty me ha hecho saber de todas las formas posibles lo generosa que le parece la oferta. Recurre a mí una vez más para todo, ¡y se sale con la suya! Todo este asunto le conviene muchísimo. Consigue pagar la deuda espantosa que tiene... quiero decir —y suavizó de manera mecánica sus palabras— que se libera de su obligación con la gran ayuda de su hermana; por no hablar de otras naderías que como es natural yo mismo le proporciono.

Lord John había pasado a la defensiva de forma algo inesperada para él; las palabras de Lord Theign lo sumieron momentáneamente en el desconcierto.

—Por supuesto que tomamos en consideración, ¿verdad?, no sólo el deseo de mi madre —que debería halagarles, se lo aseguro— de que Lady Grace ingrese en nuestra familia con todos los honores, sino el hecho de que se haya declarado dispuesta a facilitar las cosas más allá de...

—¿Más allá de exonerar a Kitty de su dichosa deuda? —Lord Theign abordó así con decisión aquello que su invitado había dejado un poco en el aire—. Desde luego que lo tomamos todo en consideración, mi querido amigo; de lo contrario no estaría ni por asomo discutiendo con usted un asunto en el cual hay uno o dos aspectos que me agradan muy poco. Por otra parte, como le será fácil comprender, no hay nada que una hija mía pudiese ganar ingresando en una familia, ni siquiera la de usted, que no fuera a disfrutar igualmente si se quedase en la suya. En cualquier caso, y si no le he entendido mal, la idea de la duquesa es ofrecer doce mil —ella estaría de acuerdo en esa cifra—, suponiendo que Grace le acepte a usted, y con la condición añadida...

Lord John ya había llegado a donde se proponía.

—De que usted ofrezca como dote una cantidad equivalente, sin duda.

—¿Y cuál sería para usted el equivalente a las doce mil?

—Bueno, puesto que habría que sumarle el valor tan grande que ya de por sí representa la encantadora Lady Grace, supongo que nueve o diez sería una cantidad suficiente.

—¿Y le importa decirme dónde diablos puedo conseguir nueve o diez mil en un momento tan inadecuado como éste?

Lord John, quien no dejaba de pensar con irritante complacencia en los recursos de los cuales disponía, en conjunto, su amigo, rehusó tomar en serio la pregunta.

—¡Seguro que no le costará ningún trabajo...!

—¿Por qué no habría de costarme trabajo? Cualquiera le puede confirmar que este año me he visto obligado a alquilar la vieja casa de Hill Street, que tanto significa para mí. ¿Acaso cree que en un momento como éste me puede agradar el que traten de engatusarme para que apoquine de golpe aunque sólo sea la cantidad muy inferior que debe Kitty, y que se ha convertido en una pesadilla horrible?

—¡Ah, pero en el asunto que nos ocupa el aliciente que tiene usted, o el quid pro quo, es mucho mayor! —indicó risueño Lord John—. En el caso al que usted se refiere no habrá logrado más que terminar con la pesadilla, aunque admito que ésta debe de resultarle horrible tanto a ella como a usted. En el otro caso usted habrá conseguido apaciguar a Lady Imber y casar a Lady Grace; casarla con un hombre que se ha prendado de ella y a quien acaba de expresar la excelente opinión que tiene de él.

—¿Ella ha expresado una excelente opinión de usted? —Lord Theign se mostró poco crédulo.

Pero el joven se mantuvo en sus trece.

—Me ha dicho que le caigo muy bien y que me encuentra absolutamente encantador, aunque uno se siente idiota repitiendo estas cosas.

—Un tipo magnífico en todos los sentidos, ¿no? —dijo Lord Theign—. ¿Entonces qué más quiere ella?

—Es muy probable que no quiera nada más... pero verá: lo cierto es que —explicó con paciencia Lord John— estoy sometido casi del todo a las pretensiones de mi madre, que es una mujer terriblemente enérgica. Ésas son sus ‘condiciones’, y no me importa admitir que me desagradan profundamente... las detesto: ¡ya lo he dicho! Ahora bien, lo de veras importante, creo, es que no estaría discutiéndolas ahora si no fuera porque mis sentimientos personales —con respecto a Lady Grace— intervienen mucho en todo este asunto.

—Le aseguro, mi querido amigo, que yo mismo las tiraría por la ventana si no creyese que usted iba a ser verdaderamente bueno con mi hija —respondió, lleno de dignidad, Lord Theign.

Estas palabras no hicieron sino alentar a su amigo.

—¿De modo que le va usted a decir, aquí y ahora, lo bueno que cree honestamente que seré con ella?

Este ruego obligó a Lord Theign a reflexionar un instante, mientras le dirigía una mirada más prolongada de lo normal.

—¿Piensa de veras que un aval semejante, respaldado por la autoridad paterna, le ahorrará todo el trabajo?

—Tengo esa convicción.

Lord Theign reflexionó de nuevo.

—Está bien, pero aunque su convicción sea acertada, sigo sin saber en cuál de mis bolsillos vacíos me sería más inútil revolver.

—Oh —Lord John se echó a reír—, ¡cuando se tiene una colección tan extraordinaria de pantalones...! —Hizo una pausa: su mirada se había visto atraída, al parecer, hacia el espléndido panorama que ofrecían las salas abiertas—. Si es una cuestión de bolsillos, de lo que hay en ellos, ¡he aquí, precisamente, el hombre indicado! —El personaje en cuestión acababa de regresar de su recorrido de inspección, y ahora, enmarcado en el umbral, se encontraba, él también, expuesto ante Lord Theign. El recibimiento de Lord John fue caluroso.

—Le he fallado de manera imperdonable, señor Bender, pero estaba a punto de ir a buscarle. Permítame, no obstante, que le presente a nuestro anfitrión.