Sabbato
Cuarta parte
Sabbato
Ad tertiam. Para este día y hora se ha reservado la visita al Sepulcro Apostólico.
Duermen los huesos de Santiago en lugar recogido, al que se llega por unas puertecillas tan exiguas que obligan al visitante al encogimiento. El descenso parece ser a catacumbas, con lo que se consigue la más exacta impresión sepulcral.
Detrás de una reja, en mínimo reducto, está la mesa del altar: simple mesa de piedra sin arrequives ni requilorios, y sobre ella, la urna argentina. Más alta, jugando con las sombras, una estrella de oro, pende sobre el sepulcro, como antaño la estrella avisadora.
La urna de plata, si modesta, es certera. Por la forma recuerda los antiguos relicarios, y su decoración reúne símbolos católicos y compostelanos.
La misa en esta cripta tiene la antigua emoción del Sacrificio sobre la tumba de un mártir reciente; y, en tiempos no remotos, quien se acercaba a esta reja y oraba, parecía hacerlo como si los perseguidores le pisasen los talones, y también como si la amenaza de derribarlo todo a golpes de dinamita fuera a cumplirse de un momento a otro.
La cripta del Apóstol, durante el año, tiene su clientela fija de corazones creyentes que allí, asidos a la reja y mirando la estrella, depositan su humildad y su esperanza. El radio universal de la Edad Media se ha reducido, pero en las comarcas próximas, en la campiña compostelana, los descendientes de aquellos aldeanos que vieron los primeros y presintieron el milagro guardan la fe intacta y la devoción al Apóstol como cosa familiar y suya; llegan al sepulcro con la misma sencillez con que en el cementerio campesino se detienen un momento ante la tumba de los abuelos, como si Santiago fuese un abuelo de todos, más antiguo y famoso, digno, por ende, de mayor honor.
Son los mismos que los años de jubileo mantienen la tradición peregrina, esperando la universal coyuntura que vuelque de nuevo en las calles de Compostela a los hombres de todas las tierras y razas. Entonces ellos, sin perder su fe sencilla, harán, como antaño, su agosto a cuenta de turistas, sin cargo de conciencia, porque es el premio que el cielo concederá a su fidelidad.
El peregrino moderno debe oír una misa en la cripta del Apóstol y retirarse luego.
Ad vesperam. Vuelva a la catedral en esta hora de soledad. Se oye, lejana, la salmodia coral que en la capilla del Pilar canta las horas canónicas. Es momento para reproducir la visita matutina, con otro color en las piedras y otro sosiego en el aire. En el Pórtico, la oscuridad ha disipado los restos de policromía, pero, en cambio, las figuras trascienden a misterio. Siguen hablando, pero no aquellas conversaciones chocarreras que el vulgo les atribuye. La conversación de esta hora es celestial, hecha de cantos de alabanza. Un oído discreto escuchará las palabras del trisagio; un movimiento repentino sorprenderá a los ángeles de piedra escondiendo bajo las alas el rostro ruborizado por la presencia del Señor. Y éste será el momento culminante, la postrera morada, la cima del monte místico. El que tiene la fortuna de oír los cánticos y sorprender el vuelo de los ángeles no necesita más, y como aquel rapaz resucitado cuya historia se contó, pasará por la vida con nostalgia de eternidad.
Para éste, el resto es silencio. Y en el silencio buscará su perfección, sin que las piedras hermosas puedan ayudarle gran cosa. Porque aquel en cuyo corazón se ha posado la caliente mano del Señor, no necesita más en esta vida, ni aún el arte.
Si, pues, prolongamos el periplo en otra hora, es solamente para quienes no han pasado de percibir un aleteo y un rumor lejano, que lo mismo puede ser cántico angélico que rumor del viento en las torres. Salga éste de la catedral, y cumpla fuera de ella la hora postrera.
Ad matutinum. Es el paseo de despedida que se hace por los lugares donde se ha amado mucho, cuyas formas y colores queremos conservar en la retina como un tesoro. Como viaje de amor y de nostalgia, no admite propedéutica. Quien ama, adivina. Y quien no adivina, es que no siente amor. Conocida Compostela, amada Compostela, el amor y el conocimiento conducirán por los caminos improvisados del último viaje.
La prosa de don Ramón del Valle-Inclán, en otra parte nombrada, dejó una página hermosa sobre Santiago de Compostela. De ella se destacó ya la fundamental idea en que el escritor opone Compostela a Toledo como signos arquitectónicos de la eternidad y la muerte. «En Toledo, cada hora arrastró un fantasma distinto. Pero Compostela, inmovilizada en el éxtasis de los peregrinos, junta todas sus piedras en una sola evocación… Allí las horas son una misma hora, eternamente repetida bajo el cielo lluvioso».
Valle-Inclán conoció y amó a Compostela. De su contemplación sacó este lema: «Sólo buscando la suprema inmovilidad de las cosas puede leerse en ellas el enigma bello de su eternidad». Por los tiempos en que se escribía La lámpara maravillosa don Ramón se entretenía con el místico quietismo, y de él pretendía sacar su estética. Sin embargo, habrá adivinado el lector que Compostela no es ciudad propicia para el quietismo; mucho menos para la mística. A quien la visite con los ojos abiertos le habrá entrado esta verdad por los ojos.
Un escritor moderno, Pedro Laín Entralgo, en su primera visita a la ciudad escribió un comentario, del que extraigo esta certera frase: «Tócala un poco más y será rosa». De la que se infiere que a Compostela, para alcanzar esa quietud de eternidad, en que Valle-Inclán se deleitaba, le falta un poco más: le falta un punto. No se piense, sin embargo, en el defecto de la obra inacabada, en la ausencia del toque genial y decisivo. Valle-Inclán amaba la eternidad extática, y la vio en Compostela a través de Compostela. Vio su perfección, su entelequia. Laín Entralgo vio la misma perfección, sin místicas nociones de eternidad y éxtasis, como posible y deseable. Uno y otro dejaron de advertir algo fundamental: que la esencia de la ciudad, como la humana, no es la quietud, sino el movimiento, y que Compostela se mueve perpetuamente en torno a una meta de perfección inalcanzable, con vocación de rosa que no será rosa jamás. La eternidad de Compostela se parece a la eternidad del tiempo, y, como el tiempo, es mutable, si bien tan lentamente que a veces una sola generación sólo alcanza a percibir las variaciones superficiales del color de las piedras.
Hagamos literatura, que a veces es camino del acierto. Quien se acerque al enorme silencio de la noche compostelana, si escucha con afilada atención, alcanzará a oír el íntimo latido de su corazón de piedra. Un latir de ancho ritmo, como de algo majestuoso y enorme que se ha dormido, y en el sueño halla la prolongación de su existencia. Es sólo lo exterior lo que está quieto, lo que aparenta enternidad —y, por lo tanto, muerte—. Pero hay una viva intimidad cuyo pálpito regula todas las mutaciones, cuya última regencia acaso corresponda a las lejanas estrellas.
Se ha olvidado la calidad estelar de Compostela. Empeñados en hacer de ella arqueología y emoción estética, los hombres hemos prescindido del momento feliz del nacimiento en que la ciudad se llamó el campo de la estrella. Y si la estrella fue el hada madrina, no hay duda de que habrá legado lo mejor de sus virtudes. Como la estrella, es luminosa y fría, puede guiar, y, de pronto, oscurecerse. Pero es en el movimiento de las estrellas donde se halla el parangón más exacto de las mutaciones compostelanas. Así como ellas se arrastran perezosamente por el cielo, y para computar sus movimientos hay que cuadricular la bóveda celeste y ver cómo estrellas y nebulosas entran y salen por las cuadrículas, así también habrá que cuadricular el tiempo de la Historia y ver cómo en ella Compostela se pasea.
Quienes afirman la eternidad de Compostela —de ésta actual— parten de la inconsciente idea de que ya dijo su palabra, de que la fe que la construyó ha dejado de crear. Nosotros creemos que está dormida, pero que un día levantará su gigante cuerpo, renovada su fe gigante, y que entonces, como antaño, hecha ascua viva y atracción de creyentes, se renovará su arquitectura al mismo tiempo que la devoción apostólica recaiga en la universidad. Surgirán nuevas torres y nuevas bóvedas; la piedra florecerá en rostros y en símbolos de piedad, y el arte pondrá de nuevo su estremecimiento cálido en la escuadra y el cincel. Cuando todo esto suceda; cuando no sean necesarias prescripciones municipales para que los edificios se mantengan dentro de la belleza, entonces se verá cómo la eternidad de Compostela era sólo una espera hecha de ensueño. Seguramente no el primero de su historia. Porque en los siglos pasados, después de su gloria medieval y antes de su gloria barroca, también Compostela se durmió, esperando. Y acaso alguien entonces haya pensado en su eternidad, en su muerte. Pero en el mismo tiempo se pensaba que también había muerto el espíritu vivificante que la había engendrado y alimentado.
Porque —esto se habrá advertido a lo largo de estas páginas— Compostela no tiene vida propia. Otras ciudades, milenarias y eternas, deben su ser a la geografía y a la economía; son, en cierto modo, productos naturales, tenían que surgir precisamente donde están y ser como son. Aunque luego la cultura las haya revestido de su ornato y hoy alcancen eminencia por motivos distintos de los que les dieron ser. Pero Compostela, en cuya historia tan importante parte cupo y cabe a la economía, es fundamentalmente hija de la cultura en lo que tiene de más delicado y excelso: la religión. Compostela es esencialmente un santuario, y su esplendor depende en el grado más eminente del esplendor de la fe. Si la fe hubiese muerto, muerta estaría Compostela, y la universidad, y el comercio, y las chimeneas industriales que ya comienzan a surgir en su contorno, podrían galvanizar su cadáver, no vivificarlo.
Compostela, en su existencia viva, depende del catolicismo. Cuando el catolicismo fue creador y se expresaba en formas artísticas, dejó su huella en Compostela. Cuando, como en el siglo pasado y en lo que va del presente, el arte y la religión caminan separados, Compostela no se acrecienta, y cuando lo hace es para echarse a temblar.
Puede el lector comprobarlo fácilmente: en el salón del Concejo compostelano están, inteligentemente restauradas, dos antiguas Vírgenes de piedra, hoy rescatadas del olvido. Frente a ellas, rutilantes de rojos y de purpurinas, se exhiben otras dos, modernas e industriales. Pasear la mirada de una a otra pareja es transcurrir por mundos de imposible conciliación: el mundo de la fe y el de la estupidez. Pero no es la presente la única ocasión en que el mundo conoció el triunfo de la mediocridad estólida. Como se levantó de los pasados, se levantará asimismo del presente, y entonces, en nuestra ciudad, se advertirán palpitaciones de carne viva y pujante.
Será el momento en que el catolicismo, saliendo de la prisión en que se encuentra ahora, sitiado por el arte industrial y la cursilería, vuelva de nuevo a su inextinguible y también dormida capacidad artística, cuando se saque de las entrañas un nuevo estilo, el que pueda emparejarse con el románico de Compostela sin que ofenda el contraste. Hora de fe, y también de peregrinaciones. Hora de unanimidad en el mundo, en que una moda de labrar la piedra satisfaga a todos los hombres, Hora, por tanto, de colectividad, de ecclesia, con una palabra común para todos los corazones. En esta renovada Cristiandad están puestas las esperanzas. A ella corresponderá el toque que haga una rosa de Compostela. Y es muy posible que ni siquiera entonces Compostela reciba ese toque que haga de ella una rosa, porque la de la rosa no es precisamente su perfección. ¡No, no, de ningún modo! ¿Hay quien pueda pensar en Compostela como ofrenda floral a una enamorada?