La reina Lupa
Primera parte
La reina Lupa
¿Por qué Lupa su nombre, y por qué reina? Lupa, quizá; reina, de ningún modo; que no quedaban ya reinas en Galicia, avasalladas todas, si las hubo, ante la enseña del Emperador.
Sería una gran señora de aquellos tiempos, habitante de su Castro Lupario, entre montaraz y romana, como su nombre, traducido al latín, lo indica. Rubia probablemente, con unas trenzas ásperas y largas y unos modales bruscos. Cultivadora aparente de la religión de Zeus, entregada en secreto a la antigua druídica. Sus manos, que no segaban el trigo, habrán movido a veces la segur dorada para cortar, en la noche de plenilunio, el muérdago mágico enredado en los troncos de las encinas.
Es un decir; puede suponerse esto o cualquier otra cosa. De Lupa sólo se sabe el nombre, pero el nombre es incitante: Loba. ¿Era aquella mujer, por ventura, desatada furia femenina?
En todo caso era una loba razonable, como animal de fábula. Cuando los discípulos de Iago se dirigieron a ella, pidiéndole un pedazo de tierra para santificar con el santo cuerpo, ella se recordó de las leyes romanas sobre el particular, y dijo que nada podía hacerse sin una consulta previa a las autoridades competentes.
Y entonces los discípulos desconfiaron, porque la autoridad competente de Jerusalén, que era la de Herodes, se había ejercido cruelmente sobre el Apóstol del Señor, degollándolo.
Tenían razón en su desconfianza. El Legado Imperial, como medida preventiva, los metió en un calabozo, del que sólo salieron por mediación angélica. El milagro de Pedro se repitió con aquellos secuaces de Iago. Y no sólo el milagro de Pedro. Cuando, salidos de la cárcel, se vieron perseguidos, la protección divina se les manifestó con la mayor evidencia, sumiendo a sus perseguidores en las aguas del Tambre.
Volvieron a Lupa, pero Lupa había tomado sus precauciones. La Historia, tan puntual y detallada en este aspecto del acontecimiento, no advierte de los tratos habidos entre la sedicente reina y las potencias infernales; pero es indudable que los hubo. Porque, ¿qué otra cosa, sino el diablo, podía ser aquella espantosa sierpe que les salió al paso? Sierpe normal no era, pues que reconoció la Cruz y a su vista cayó fulminada. Y los bueyes fogosos y furiosos, mejor toros, que acomodaron al yugo su cerviz tan blandamente, si no diablos, porque vinieron a razones, ¿qué otra cosa sino animales endiablados serían?
Aquellos varones de fe los sometieron a la tiranía del carro, y sólo entonces hallaron los toros redención de su inútil bravura. Allá fueron, bajas las cabezas, como si carga llevasen de mies, heno o vendimiadas vides; toros agrícolas, arrullando su paso demorado con el chirriar de la carreta, igual en esto a otra cualquiera de la tierra.
Lupa lo contempló. Supo muerta la sierpe y domados los toros. Entonces creyó en la religiosa misión de aquellos hombres y en el misterio que el cuerpo del Apóstol encerraba. No es imposible que allí mismo haya recibido la primera lección de cristianismo. En cualquier caso, aunque montaraz, se portó noblemente: hizo el regalo de la tierra pedida para el sepulcro, y dio a la donación el estado jurídico que las leyes exigían: con lo cual el apóstol San Iago vino a tener en la tierra gallega su lugar de reposo.
Quedaba por señalar el sitio cabal para el enterramiento, porque Lupa daba la tierra, pero la tierra no estaba determinada. Para ello, entregados una vez más a la voluntad de Dios, que esta vez se valió para mostrarse de las dulcificadas bestias cornúpetas, pusieron sobre el carro los restos de Iacobo y dejaron que los bueyes caminasen. Y allí donde ellos pararon hicieron elección, y Lupa, donativo. Se le llamó al lugar «el bosque de Libredón», porque, olvidada la tradición, creció, como se verá, un bosque sobre el sepulcro.
Las últimas precauciones fueron de diferente estilo. Había que purificar la comarca, arrebatarle los nombres tradicionales y bautizar los montes y los oteros con cristianas nominaciones. Se hicieron exorcismos, que ahuyentaron a los diablos, antiguos habitantes del contorno, y así quedó el santo cuerpo en un remanso de paz.
Pero los hombres son olvidadizos. Algunos siglos después, nadie sabía del tesoro encerrado en aquel bosque, donde el sepulcro levantado por los devotos discípulos había venido abajo.
Los hombres, sin embargo, conservan los misterios. ¡Cómo lo saben los filólogos, exprimiendo palabras para sacar las almas en ellas encerradas, almas sucesivas y sobrepuestas, que ignora quien inocentemente habla!
Así, cuando el olvido cayó sobre el sepulcro, fuesen guerras, invasiones o flojedad piadosa las que empujaron el olvido, es indudable que, indiferente a la Historia, eso que llaman Naturaleza tomó revancha sobre el mármol funerario. Véase en Galicia cómo, al primer descuido, un sinfín de especies vegetales se apoderan de la piedra trabajada por el hombre y, descuidadas, acaban por englutirla bajo su verde silencio. Años enteros de olvido o de terror favorecieron el botánico triunfo sobre el sepulcro. Quedaron sólo los nombres y, ya se sabe: los nombres se pronuncian muchas veces sin conocer el significado.
Llamaban al lugar «el Libredón», que quería decir «Liberum donum», referente al regalo hecho por Lupa, y también «Arca marmórica», porque el cuerpo del Apóstol había sido guardado en una caja de mármol. Pero es de suponer que aquellas gentes, menos dadas que nosotros a la investigación, no se preguntasen por el secreto metido en las palabras, ni siquiera sospechasen que encerraba un secreto.
¿Se guardaba una tradición? Entonces fue tradición oculta, transmitida sigilosamente de padres a hijos, o de prestes a prestes, como quien señala el lugar de un tesoro que es, sin embargo, inaccesible.
En todo caso, sobre el lugar pesaba algún misterio. Las gentes del contorno lo sabían, y pasaban con temblor por sus aledaños. No obstante, ¡había tantos lugares donde el paso rozaba los contornos del misterio! De los cultos antiguos se guardaban recuerdos, y ¿cuántas piedras, cuántos bosques, cuántos remansos de ríos tenían el renombre de sagrados? Aún hoy, con dos mil años de cristianismo por encima, se miran con recelo los restos de los dólmenes y no hay quien se atreva a acercárseles a medianoche.
Libredón, Arca Marmórica: lo que significaban no debía revelarse hasta más tarde, cuando las necesidades de la Cristiandad escindida lo hiciese necesario, para que los hombres recordasen la comunión de todos los cristianos en el mismo cuerpo: el Cuerpo Místico de Cristo.
Aquel momento lo llamamos Edad Media. Es un momento hermoso en la historia del hombre, y, como hermoso, mal entendido. Para unos, bárbaro sobre toda barbarie. Para otros, perfecto con la suma de todas las perfecciones. Quizá se acerque un poco a la verdad pensar que esa Edad fue un momento profundamente humano, y que por su profundidad estuvo más próximo al Señor que otros momentos.