Urbs cuadrata
Segunda parte
Urbs cuadrata
De dos maneras una mente constructora puede concebir las nonnatas ciudades: la columna y el árbol, a falta de otros mejores, pueden servir de símil para cada una de ellas.
Nace la columna de un propósito unitario, que concibe el conjunto y las relaciones de las partes entre sí, y elige los elementos y las dimensiones, y hasta los materiales en que ha de ser labrada, sin que uno solo pueda dejarse al azar de una solución inesperada y graciosa. Antes de pétrea realidad es dibujado proyecto; antes aún, esquema ideal en el cual ya la columna existe, indiferente a su realización, con abstracta realidad de figura geométrica. Del árbol, sin embargo, ¿qué puede proyectar el que lo siembra si no es lo que cabe dentro de una definición genética? «Quiero plantar una encina», y la planta, ignorando cuáles serán sus dimensiones, cuál la trama de sus hojas, cuál la amplitud de su sombra. El cantero que labra la columna acomoda su ejercicio a forma previa, y lo que hace, dale que tienes al pico, es meter dentro de ella la materia, constreñirla y domarla hasta que llena exactamente los presentidos límites. El árbol brota de un germen enterrado en que no están previstas las deformaciones posteriores: plantado en tierra rica o pobre, ventosa o calma, su tronco y su ramaje serán distintos: subirán hacia el cielo y extenderán sobre la tierra sus brazos, como buscándola otra vez; o bien, encanijado, no podrá con el viento y con el sol. Es la diferencia que hay entre lo geométrico y lo vivo, entre lo que tiene una sola posibilidad y lo que se abre al mundo de las posibilidades infinitas. En uno y en otro cabe la belleza, pero conviene aplicarles distintos cánones: juzgado el árbol con criterio de estilo, juzgada la columna con cánones de vida, el resultado será siempre catastrófico.
Así en las ciudades: las nacidas de una voluntad unitaria, sabedora de su camino, es decir, de su plano, al que acomodan edificios y calles, subordinándolos al conjunto, y las que plantan un germen y lo dejan medrar. En las primeras, todo es consciente y querido, emplazamiento y paisaje, color y perspectiva; en las segundas, el ingrediente azaroso proporciona imprevisibles resultados. La biografía de las primeras se parece a la de esos hombres con una sola idea clara y una fuerte voluntad que la sirve y realiza: hombres de un solo destino posible, armonioso, sin otros conflictos interiores que no sean los resultantes de la lucha entre el querer y el poder; la biografía de las segundas está llena de sorpresas, de vacilaciones, de rectificaciones, incluso de aventuras. Suelen ser las primeras ensueños de un solo hombre, aunque muchos las realicen; las segundas no cuentan un solo padre, sino múltiple abolengo, y cada generación va añadiendo lo suyo, acertado o erróneo, hasta el momento en que se dice: está hecha. Y después de decirlo, como se dice del árbol, la ciudad sigue viviendo y deformándose, con una evolución que sólo concluye con su ruina.
Compostela es de las que nacieron como el árbol, y fue su germen el Sepulcro Apostólico, alimentada por la sangre de los obispos, reyes y peregrinos que siglo a siglo levantaron las piedras sólo de Dios sabidas, como sólo Dios sabe del porvenir del árbol. Se dijo de ella: ya está hecha. Y entonces vinieron los cuidados estatales, las ordenanzas y policías, sin que faltase el deseo de encerrarla en una verja, como si hecha quisiera decir muerta, y como a muerto se la encerrase. Pero se trata de una equivocación. Compostela no está hecha, está viva, y aunque quisieran embalsamarla como cadáver con verjas y funcionarios públicos que cobrasen la entrada a sus calles, no se podría evitar que el aire, y la flora espontánea, y la lluvia, la fuesen modificando cada día, sin que podamos prever cuál será su color dentro de treinta años, cuáles muros se habrán desmoronado y cuáles permanecerán erguidos y victoriosos. La arquitectura combate con el tiempo, y aunque el tiempo, englutidor insaciable, será al final vencedor, ¿quién sabe lo que dilatará la pelea? ¿Años o siglos? ¿Para mejor o para peor? Alfonso el Casto, cuando edificó su pequeña basílica acomodándola al terreno desnivelado, unificando con las antiguas piedras supervivientes su estilo asturiano de construir, creyó que lo mejor posible estaba hecho; y mucho después, cuando Alfonso III edificó la suya sobre las ruinas de la segunda iglesia destruida, quizá pensase que todo estaba hecho. Sin embargo, pocos años después se tenían por humildes sus recintos. Una y otra fueron el germen arquitectónico, y, como gérmenes, contaban en su destino la destrucción o podredumbre fertilísima para que de ella surgiera el árbol.