El cuerpo viajero
Primera parte
El cuerpo viajero
Ya la espada apartó al cuerpo de la cabeza y al alma de su cuerpo. Ya la sangre santificó la tierra y los coros de ángeles cantaron el triunfo del Testigo.
Por encima de la carne derribada, un halo esplendoroso proclama la victoria del martirio. Las palmas y los laureles se doblan sobre el despojo, haciendo bóveda a su gloria, y toda la creación se conmueve agradecida.
Pero hay que llevar el cuerpo y entregarlo a la tierra, donde espere la Voz que ha de decir: «Yo soy el Alfa y la Omega, el primero y el último, el principio y el fin».
Eso hacen los discípulos: hurtar el cuerpo. Y para que no sea profanado, o para que se cumpla la voluntad del Apóstol, o para que se cumpla la voluntad de Dios, lo conducen secretamente fuera de Jerusalén, ayudados de los fieles, y en un puerto vecino —Jaffa— lo meten en una barca.
Cruzar la mar es peligroso, y ellos no saben de navegaciones; pero no importa: la nave lleva pilotos angélicos, y la guardia de cofa la hacen los serafines. Potestades de alas cuádruples, con señorío sobre los vientos y los mares, consumen turnos de serviola, y el que maneja el timón es un querube cuya mano, segura, guarda los rumbos irreprochablemente.
Al paso de la nave, los seres mitológicos, sirenas, nereidas y tritones, se sumen en las aguas abisales, de donde no volverán a surgir, y el carro de Neptuno se lo traga un remolino inesperado. Pero antes han dirigido contra la nao viajera los estertores de su poder.
En el Infierno se reciben con pesadumbre las nuevas de cada derrota, porque el Infierno espera que nada pueda el cuerpo viajero contra su señorío de las olas y de las tempestades.
Así consumen, en pocas singladuras, la primera etapa del viaje. La proa dice adiós a las aguas azules del Mare Nostrum, y enfila las verdes aguas sospechosas del Mar Mayor, que llamarán «Tenebroso».
Nada más que tocarlas, y en el Atlántico sobreviene un enorme revuelo. Allí sí que pululan los seres espantables, que en otro tiempo socavaron los cimientos de la Atlántida y ahora ejercen su furor contra los navegantes apartados de la costa. Allí sí que el Infierno tiene el reino, y las leyes del reino, y hasta sus llaves. Allí sus emisarios asoman las cabezas por encima de la mar, algo asombrados. Son monstruos indescriptibles y diabólicos, y tan absurdos en su estructura biológica, que no cupieron en las racionales cabezas grecolatinas.
Cuando la nave que lleva el cuerpo rompe las aguas del Atlántico, los monstruos se conmueven de terror porque en la nave va la Cruz, y se alejan atemorizados muchas millas mar adentro. No desaparecerán del todo hasta que pasen muchos años y la Cruz, llevada hazañosamente por todos los meridianos, esclarezca para siempre los caminos marítimos. Entonces, ellos también buscarán las frías aguas profundas donde la luz no llega, dejando sólo un recuerdo de ornatos cartográficos, en que se les ve sumariamente representados.
Ya han rebasado Gades, y su golfo, y el cabo extremo de Lusitania, y el estuario del Tajo. Las tierras de la orilla se van tornando verdes, y verdes, frondosas, suavísimas son las colinas que, a lo lejos, limitan con el cielo. Por encima de ellas se levanta cada mañana el sol, que no ha cambiado mucho a pesar de tantos viajes.
Por último, dejando el Miño a estribor, han llegado a Galicia. Es una tierra antigua y gastada. Grandes peñascos sobresalen por encima de los bosques escaladores de montañas, y otros, agudos, asoman su cumbre sobre las olas, entre espuma, como restos de navíos. Islas como dientes vigilan a la entrada de las rías, islas de antiguo conocidas, de donde siglos ha arrancaron el estaño.
Es una tierra civilizada. Los dioses romanos han ahuyentado los viejos cultos druídicos, y si algún nombre de villa recuerda la olvidada Celtia, como Brigantium, otros, más poderosos, acusan la presencia de Roma, madre de pueblos: Aurea, Iria Flavia, Lucus Augusta, Tudis sobre el Miño.
Se lleva la mies en célticas carretas, pero se labra la tierra con el arado romano, y la ley de Roma rige en pueblos y en aldeas. Los soldados del Emperador vigilan los puntos estratégicos, y para la defensa han levantado murallas perennes. Galicia es la última tierra de Romania, pero es Romania todavía; y en sus campos ya se habla latín, un latín popular que las mujeres cantan, y del que toman prestados los nombres que han de dar a sus hijos.
¿Por qué hemos de decir que allí acaba la Romania? Viniendo de Occidente, son las gallegas las tierras donde empieza el orbe y adonde llega el influjo lejano de la Urbe.
Sí. Estas tierras saben ya de un emperador lejano, de nombre Augusto, de nombre Tiberio, de nombre Calígula. Poco más que el nombre ha llegado de ellos, pero los jueces y los soldados traen su autoridad y con ella las vidas de los hombres se ordenan. ¡Qué remedio!
Aunque hay también un orden de las almas a la autoridad de Dios, y ése lo ignoran los jueces y las cohortes. Es el que, años atrás, ha traído Iacob, a quienes los convertidos recuerdan y llaman «Iago». En ellos, en los cristianos de esta tierra de Dios, judíos, latinos o celtas, confía la esperanza de los discípulos navegantes: que ellos ayudarán al hallazgo de un lugar idóneo para sepulcro.
Se supone que en Iria Flavia, al fondo de una ría, donde se estrecha y convierte en río, hay una exigua comunidad creyente, que se reúne los días de fiesta para el ágape ritual y entona los viejos salmos sobre melodías hebraicas, un poco modificadas; que concluyen la acción de gracias cantada por la asamblea con el «Maran Atha. Amen» litúrgico, que vale tanto como decir: «Viene el Señor. Así sea».
En busca de su ayuda se dirige la barca. La amplia ría está sembrada de bajíos, pero se trata de embarcación escasa de calado. Llegan a la orilla, donde las calles enlosadas de Iria Flavia se pierden en el río. Hay una columna de piedra, y a ella amarran. Al desembarcar el cuerpo santo, lo dejan sobre una roca, y la roca, dura hasta entonces, plástica y blanda en aquel momento, cede a la santa pesadumbre de los despojos y les hace nicho en su dureza: primer prodigio de Santiago, muerto, en las tierras de Galicia, que los discípulos viajeros interpretan como final de su viaje. De rodillas, cantan un salmo de alabanza porque el viaje ha concluido feliz.
En Iria Flavia, junto al río, se conserva la columna donde la barca amarró: vieja piedra gastada por la lluvia, que no arrebataron las dos mil inundaciones acaecidas desde entonces, y una capillita conmemora el suceso y señala el lugar de la llegada y primer milagro de Santiago.
El creyente que pasa por estos lugares se descubre con veneración ante el hito inicial del Apóstol en estas tierras.