Feria III
Cuarta parte
Feria III
Ad primam. Puesto en la plaza del Hospital, en esta hora matutina, llénensele los ojos de la contradictoria y, sin embargo, unitaria Compostela. Al frente, el milagro barroco del Obradoiro; a la derecha, la portada románica de la Escuela Normal; detrás, el Palacio de Rajoy, regular, casi frío en su neoclasicismo; a la siniestra mano, el plateresco Hospital, con sus reyes encerrados en medallones, sus yugos y sus flechas, y el resumen de miserias humanas que encerraron sus paredes.
La fachada del Obradoiro fue construida entre 1738 y 1750, y es una enorme decoración: sin las torres fronteras, poco más sería que un juego pétreo, como la entrada de Santa Clara; pero las torres dan profundidad a su doble dimensión, la complican, la conjugan con los cielos próximos, la invitan al ascenso, a la agonía. Por virtud de las torres, estas líneas, que descenderían hasta perderse en las decoraciones más próximas al suelo, levantan su empuje hacia lo alto, se mueven, se entrelazan y pelean hasta el paroxismo del color y de la forma que constituye su ser. Los grandes arquitectos que colaboraron en el conjunto —Casas y Andrade— tuvieron muy presente, no sólo los efectos de la luz y del sol iluminándola de lleno, sino la colaboración secular del aire y de la lluvia, que la hace distinta según el día y la hora, según el cielo. Así, vista en una seca y fresca mañana del estío —esta que hemos elegido—, predominan los grises y los pardos; pero en la tarde del mismo día, con sol poniente, un festín de oros, carmesíes y voluptuosos verdes añade su zarabanda a la piedra en movimiento. Si es de lluvia el momento, se ennegrece la color; y si ha llovido seguido durante varios días, entonces parece dibujo de carbón con leves manchas de ocre aquí y allá, y algún casual reflejo verde oscuro.
Cuando ya la retina se halla empapada de color, y el vértigo ascendente le contagie, debe el visitante volver a la siniestra mano y después de sosegar la mirada en la fachada del Hospital continuar el giro hasta enfrentar el Palacio de Rajoy, la más moderna de las grandes construcciones compostelanas dotadas de verdadero valor arquitectónico. Fue levantado sobre planos del ingeniero francés Carlos Lemaur, entre 1766 y 1772. Así como el Obradoiro busca en la elevación, a veces violenta, de sus líneas, la mayor fuerza expresiva, el Palacio de Rajoy tiende las suyas en alargada estructura, regular, casi estática en el trazado, de gusto marcadamente neoclásico, sin más alegría colorista que el oro del Apóstol que corona el edificio. Su composición regular, correcta, se dispone en tres cuerpos, rematado el centro en un frontón triangular, los laterales en frontones curvos; una gran balconada, dos series simétricas de soportales y otras dos de columnas en los cuerpos extremos y una fila de ventanas, forma la totalidad de los elementos constructivos y decorativos de esta majestuosa fachada.
La del Gran Hospital consta de dos cuerpos laterales, con balconadas, y en el centro, la portada plateresca, cuya variada decoración se reparte en figuras de santos, retratos de reyes, ángeles y pináculos. La cornisa del edificio está subrayada por una pétrea cadena que la recorre, monótona. La vista, al levantarse, tropieza con las desvergonzadas gárgolas, «mingentes en el espacio», todo alrededor del edificio. Queda atrás la plaza, y penetra el peregrino en el Santo Hospital, cuya gracia arquitectónica se distribuye en cuatro patios distintos en ornamentación y estilo; contemporáneos los dos primeros de la primera fábrica, posteriores los segundos. Entre los primeros, se levanta la iglesia hospitalaria, finamente ojival, del último período, con una famosa reja obra de Juan Francés. Saliendo a los patios, de variada traza, observará el viajero, aquí y allá, la intromisión barroca de varias puertas manueliñas. La gracia de los patios, más que en su arquitectura, reside en el chorro musical de sus fuentes, que en esta hora matutina emerge del silencio —un silencio dolorido, ciertamente, en otro tiempo, en cuyos límites lejanos el rumor de las fuentes se mezclaba y confundía con el quejido de los enfermos.
Y como todavía la hora es joven, y lo es la mañana, puede el peregrino prolongar su viaje. De regreso a la plaza, debe evitar la tentación de subir por el arco de Gelmírez, que le llevaría a San Martín Pinario, cuya hora canónica es otra. Siguiendo la calle de San Francisco, debe llegarse al convento de este nombre, no porque su arquitectura pueda suscitarle emoción alguna, sino porque la importancia del convento lo merezca. Ya se habló de la parte habida por San Francisco en su fundación. El zaguán conserva la piedra donde se habla del Santo y de Cotolay, el carbonero que le dio posada. Los claustros, el cementerio son lugares de paz. La gran biblioteca del convento es la base intelectual de una empresa a la vez de sabiduría y de apostolicidad, pues el convento es seminario de misioneros.
En su atrio, mal colocada, está la estatua de San Francisco que esculpió y policromó Francisco Asorey. Se quiere ver en ella un renacimiento de cierto hipotético estilo céltico en combinación con el románico. Se verá inmediatamente que no es ni una cosa ni otra. Su pequeñez queda abrumada por la grandeza de la iglesia frontera. Acaso sea una buena estatua. Pero el Santo Francisco fue de otra manera, y en su espíritu no había nada de románico, menos aún de céltico, porque era gótico por los cuatro costados, del gótico sentimental y naturalista que lleva el nombre de franciscanismo. Siento defraudar, acaso molestar, con estas frases, a los admiradores de Asorey.
Ad sextam. Toda la enorme masa del Obradoiro y el Pórtico glorioso que sus muros encubren se sostienen sobre la cripta o catedral vieja, a la que se llega por una puerta incluida en la gran escalinata de la catedral.
Técnicamente, la catedral vieja es la solución al desnivel existente entre los planos anterior y posterior de la basílica. Dos naves, cruzándose, forman su planta latina. Los machones, los arcos y las bóvedas abundan en interesante decoración. Interesante para el arqueólogo. La cripta o catedral vieja, a pesar de su mérito arquitectónico y de su importante función, carece de encanto. Ni la fantasía popular acumuló leyendas sobre sus piedras, ni la Historia les presta particular sabor. La locura anarquista pretendió usarla como lugar a propósito para la bomba que había de hundir la catedral entera. Pero como la cosa no pasó de proyecto, la cripta espera el acontecimiento que la redima de la vulgaridad y la ascienda al rango que por su belleza merece.
Vecino está el Palacio de Gelmírez. Como si su suerte fuese pareja a la de los apostólicos huesos, también permaneció enterrado e inédito durante siglos, hasta que la diligencia de un arzobispo reciente, el cardenal Martín de Herrera, lo desembarazó de escombros. Repásense curiosamente las ménsulas del llamado comedor o salón de fiestas, pequeñas y graciosas muestras de la escultura románica entregada a motivos amables y familiares, ni exaltadamente religiosos ni cruelmente satíricos. Son ilustraciones en piedra de la vida cotidiana.
Por estas estancias palaciegas puede el soñador dar rienda suelta a su fantasía e imaginar aparatosas escenas del pasado: a Gelmírez, glorioso y triunfante, presidiendo un banquete o recibiendo a un legado pontificio, o al mismo prelado huyendo de las turbas enfurecidas, mientras se oyen por las crujías los gritos histéricos de doña Urraca. Hay para todos los gustos. El uso actual que se hace de las estancias palaciegas no es propicio, ciertamente, a románticas imaginaciones.
Ad nonam. La visita a San Martín Pinario exige el sacrificio de la siesta, no ya de la sobremesa, porque para gozar de la iglesia monacal en toda su esplendidez se hace imprescindible visitarla cuando recibe el sol poniente en las altas ventanas de su cúpula.
Debe, pues, elegirse la hora nona, si es verano, para empezar el recorrido, y entonces se comenzará por la fachada del monasterio, la más amplia y majestuosa de Compostela, sin más rival que alguna fachada de palacio romano. El edificio actual es del siglo XVII, y fue levantado sobre planos del padre Manuel Casas, monje benedictino. Fray Manuel de los Mártires y Casas y Novoa trabajaron en diversas partes del conjunto. Dispuesto alrededor de tres claustros diferentes y emplazados a distinta altura, acoge en uno de los ángulos la iglesia del mismo nombre, cuya visita vendrá inmediatamente.
Por el tiempo en que San Martín Pinario fue edificado, las viejas órdenes monásticas —benedictinos, cistercienses— renovaban en España la fábrica de sus cenobios. No lejos de Compostela, en la misma provincia, Monfero y Sobrado de los Monjes se desmoronan día tras día. En la misma ciudad santiaguesa, al otro lado de la catedral, San Payo de Antealtares alza su enorme mole construida más o menos por el mismo tiempo. Estos enormes monasterios —San Martín es eminente entre los otros por su riqueza y magnitud— han perdido el soplo cluniacense que les dio en pasados siglos su esplendor espiritual. Cuando se edifica San Martín, la orden benedictina no participa apenas en la historia. Es el tiempo glorioso de jesuitas y otras órdenes nuevas, nacidas al empuje imperioso de la Contrarreforma, con nuevas maneras de culto y de piedad. Sin embargo, los monjes negros no han perdido sus esencias, sino que las conservan esperando que el azar de los tiempos les traiga nueva vigencia. Así, este monasterio de San Martín, si grandioso, no es desmesurado. Sus proporciones exceden, es cierto, la medida humana, pero conservan la medida de la comunidad. Pudiera haber hecho el barroco, con tanta labrada piedra, mayores excesos de energía. Aquí se ha sosegado —relativamente— en sus escaleras y fachadas, en claustros y pasillos, en bolas y pináculos decorativos. El monasterio ha perdido el aire monacal, pero no se ha mundanizado.
Y ahora que el sol declina es la hora de entrar en la iglesia. Que se define, en el primer momento, por una fiesta de luz venida de lo alto; luz que inunda la claridad del recinto, resbala por el oro de los altares y se reparte, múltiple ya en el color, por todos los rincones, ahuyentando las penumbras. Pero no es conveniente entregarse a la fastuosa embriaguez luminosa. El himno que cantaban los benedictinos reclama —en verso latino— sobriedad hasta en la embriaguez. Y aquí, sobriedad quiere decir, por lo menos, orden y método.
Se desciende a la iglesia —más baja que el nivel de la plaza vecina— por una escalinata de complicada traza. En la fachada crecen anchamente plantas espontáneas que matizan su verdoso color. Espera el ánimo, al entrar, el hallazgo de un pequeño recinto. La primera sorpresa —superada la ofuscación luminosa— es la de su vastedad. La iglesia de San Martín Pinario es, de todas las compostelanas, la que más impresiona por sus dimensiones. Carece de emoción religiosa, pero sus piedras levantadas hasta la cúpula sorprenden por su fuerza. No existe en Compostela un solo edificio, religioso o civil, donde los valores espaciales hayan sido expresados con mayor energía y resolución.
Pero el altar mayor, instalado en el crucero, disuelve inmediatamente este inicial sentimiento, este sobrecogimiento un poco abrumador de la primera mirada. Los dos altares laterales colaboran. En todos tres, la línea se regocija en volutas complicadas, la decoración floral rompe la línea multiplicando las vides y los pámpanos barrocos. Vanos abiertos al coro amplían sus dimensiones con teatrales efectos. Todo es alegre, todo se enciende, todo respira mundanidad. Aquí sí que ha desbordado sus límites la antigua contención benedictina. ¿Con qué matices extraños resonarían las salmodias gregorianas, tan severas en su línea melódica? No gregoriana, sino barroca polifonía exigen estos altares, en que tanto oro indiano se consumió. La piedad benedictina en esta iglesia encierra una contradicción. Es aquí, precisamente aquí, donde fracasa la feliz alianza compostelana de lo románico y lo barroco. Puede el color unánime unificar en exteriores —como en la Torre Berenguela— estilos íntimamente contradictorios. Pero cuando la palabra, cerrada en sobria melodía, es uno de los términos, el otro se manifiesta en toda su absurdidez. La Regla de San Benito resulta demasiado clásica, demasiado romana, para realizarse entre columnas salomónicas.
Conviene, pues, si se quiere gozar íntegramente de los verdaderos valores estéticos de esta iglesia, olvidar que fue benedictina y monacal. Entonces no sorprenderán las puertas de pintado cuero, ni la coral sillería, ni los púlpitos, ni los altares. Pero entonces hay que alejar del espíritu la esperanza de toda religiosa emoción. Éntrese en la iglesia como en un museo. Y entréguese resueltamente el visitante a la luminosa embriaguez aludida, único modo de olvidar que estamos en un recinto sagrado.