Feria II
Cuarta parte
Feria II
Ad sextam. Por cualquiera de las Algalias y la calle de San Roque, hasta el convento de Santa Clara. Lo fundó la reina doña Violante, mujer que fue de Alfonso el Sabio.
Deténgase el viajero y contemple su fachada, exenta del convento y como diciendo: no tengo nada que ver con él ni con nada del mundo. Cuando el arquitecto Simón Rodríguez la concibió, su ánimo humorístico jugueteaba, y el resultado fue la tomadura de pelo más arquitectónica que puede concebirse. He aquí lo inútil exaltado, lo decorativo reducido a sustancia, la pesantez burlada. He aquí una muestra peregrina del barroco. Jugar con piedra es más difícil que jugar con fuego; juegos acuáticos y pirotécnicos constituyeron siempre apreciada diversión, pero a nadie se le había ocurrido el pensamiento de que la piedra, la dura piedra compostelana, fuese materia prima para un divertimento.
Detrás, sin embargo, se refugia la paz. Pase el viajero la puerta. No espera claustro, sino un jardín o monjil compás descuidado, en que las hierbas crecen, libertinas, en medio del silencio. Tiene el conjunto romántico sabor, y por romántico, no conviene excederse. Salga el viajero cuando su emocional temperatura le ponga el alma al rojo.
Ad vesperam. Por la rúa y la calzada de San Pedro, por la rúa de Belvís a continuación, hasta el convento de este nombre. Visita breve, porque ni el templo ni el convento, edificados por el arzobispo Monroy sobre una antigua fábrica medieval, valen gran cosa. Las monjas dominicanas que aquí se encierran tienen fama de buenas cocineras, y sus postres son de gran aprecio. Cátense los postres.
Cumplida esta visita, regresando por el mismo camino, váyase luego al convento dominicano de Bonaval, cuidando de no entrar a esta hora en el cementerio próximo.
La iglesia de Santo Domingo es de las más hermosas de Santiago, de tres naves y tres ábsides, mezclados en ella elementos románicos y góticos. Bellos sepulcros antiguos, y alguno moderno de sentimental significación, como el de Rosalía de Castro.
El antiguo convento sirve hoy de Hospicio y Escuela de Sordomudos. Pasemos como sobre ascuas por encima de un tema delicado: el uso indebido que se hace de nobles edificios con finalidad concreta y religiosa, para fines distintos en espíritu. De caridad son los actuales de este convento, y esto les preserva de cualquier iracundia de pluma. Pero un convento es un convento, y nada más.
La escalera triple que Domingo de Andrade construyó en Santo Domingo, es atracción para bobalicones. No es más que técnica.
Ad completorium. Elíjase este día y esta hora para la visita al cementerio del Rosario, vecino del convento dominico, y no vaya el viajero dispuesto a macabras emociones, porque en este lugar la muerte sabe a paz de Dios, a fragancia de flores, a silencio y a humildad.
Es un cementerio familiar y doméstico. Las casas vecinas abren sobre él sus balcones, como si pretendieran vigilar perpetuamente los muertos, pero sin dolerse de ellos, como quien los sabe gozando de Dios en la gloria.
Si Compostela meditase sabiamente sobre su cementerio del Rosario, un nuevo sentido de la muerte —más que nuevo, renacido— podría sumarse a la cultura, hecho exclusivamente de cristianas esencias, sin dramatismos, sin contorsiones. La muerte como tránsito, victoria sobre el tiempo, premio de Dios, ocasión de descanso, con ángeles y mártires al otro lado.
Habría que limpiar la historia de este cementerio de influencias románticas. Lo buscaban para suicidarse los «Werther» del diecinueve, pero ni aún los suicidios fueron capaces de manchar su cristiana limpieza. De todas las historias que se cuentan referentes a él, sólo la de Juan Turón —que iba a la horca— y un clamor a la Virgen arrancado a su alma vergonzosa, le trajo inmediata muerte liberadora del oprobio. Vale la pena del recuerdo.