El pío latrocinio
Segunda parte
El pío latrocinio
Santiago de Compostela mantenía ciertos derechos sobre algunas iglesias bracarenses, y el Santo Padre, poco después de consagrado Gelmírez, los había confirmado. Éste fue el motivo que justificó su visita pastoral de 1102, acompañado de algunos distinguidos clérigos de su iglesia.
Pontificaba en la de Braga San Giraldo, hombre a no dudar cortés, amén de virtuoso, por el recibimiento que hizo a su colega compostelano, por los honores que le discernió y la amistad con que le tuvo a su lado. Es de suponer que Gelmírez, menos virtuoso y más político, con ideas muy claras de lo que pensaba hacer, multiplicase las ceremonias y redoblase la cortesía con el santo arzobispo bracarense.
Las ideas de Gelmírez, evolucionadas ya hasta esa etapa psicológica que las convierte en propósitos decididos, consistían en arrebatar a la ciudad de Braga un cierto número de reliquias que allí se conservaban, para llevarlas a Compostela, quizá con la muy artística mira de construir para el Sepulcro Apostólico una corona de restos, si no tan distinguidos y universalmente venerados, no menos santos que ellos: San Cucufate y San Fructuoso, Santa Susana y San Silvestre, la cabeza de San Víctor y ciertos objetos que se decían tocados por Jesucristo Nuestro Señor, verdadero tesoro capaz de despertar la piadosa codicia de cualquiera, mucho más la de Gelmírez, ávido de glorias para su iglesia.
Si las hubiese pedido a San Giraldo, San Giraldo se las hubiera lógicamente negado; y aunque el arzobispo se hubiese sentido generoso de reliquias hasta desprenderse de ellas, el pueblo bracarense hubiera protestado del despojo. Podía Gelmírez aducir ciertos derechos no muy claros, pero que aunque fuesen como la luz de transparentes, y contundentes como golpes, ni el prelado ni el pueblo de Braga los hubiesen atendido. Era como si al pueblo compostelano le viniesen con galimatías jurídicas para arrebatarle el cuerpo del Apóstol. Gelmírez lo sabía perfectamente. Por eso no hizo petición oficial alguna, ni al pueblo ni al arzobispo, sino que se dispuso al traslado de las reliquias con todas las sigilosas agravantes de premeditación y nocturnidad. Como se valió de colaboradores, un abogado moderno hubiese añadido la de robo en cuadrilla.
Es uno de esos momentos propicios a la fantasía literaria. ¡Buen capítulo de una novela, de imaginarlo con todos sus detalles, sustos, dubitaciones, sobresaltos y temores! Le hubiera gustado a Víctor Hugo para narrarlo de romántica manera, y ¡cómo había salido de sus manos el arriscado obispo! Pero las variaciones del gusto impiden a nuestra imaginación el estilo victorhuguesco. Preferimos suponer a don Diego entregado a su tarea con eficacia de hombre pragmático, planeando la sustracción de clarividencia de estratega, eligiendo las horas más propicias y los colaboradores más discretos, acudiendo a los desfallecimientos y tranquilizando escrúpulos de conciencia. Nuestra tendencia al humor nos llevaría a destacar, concebidos como contraste, los momentos en que, primero en una iglesia, luego en otra, quizá más tarde en una tercera, rozaban las piquetas un cuerpo duro y de la excavación surgía el sarcófago buscado, en cuya etapa una inscripción garantizaba que allí se guardaba el cuerpo mortal de San Fructuoso o de San Cucufate, y entonces se detendrá la enfebrecida tarea y todos los presentes, el obispo a la cabeza, mezclarían a la emoción la fervorosa piedad, y acaso llegasen a cantar en medio de la iglesia, oscura y tenebrosa, salmos de alabanza y alegría. Un detalle se olvida la historia compostelana donde se narra el peregrino acontecimiento, y es si acompañaron al obispo algunos técnicos de la pala y el pico; porque si prescindió de estos utilísimos auxiliares, tenemos que admitir la intervención personal de los ilustres canónigos Hugo y Diego y de algún otro prebendado de la basílica, quienes forzosamente habrán acreditado su pericia, no en teología y cánones, sino en mazonería, para que las cosas quedasen de tal modo arregladas que nadie sospechase nada al día siguiente de las excavaciones.
No obstante, y por si el sigilo no había sido suficiente, o por si algún detalle mal calculado despertaba sospechas, o por si algún curioso hubiera espiado las episcopales actividades, don Diego ordenó el traslado secreto de su tesoro más allá del Miño, y sólo cuando lo supo en seguridad, abandonó la ciudad de Braga y se encaminó nuevamente a Galicia. Nuevas suposiciones sobre el momento de su despedida: nerviosidad disimulada al besar el anillo de San Giraldo y un extraordinario temblor de voz a agradecerle las cortesías y regalos; no sospechaba el arzobispo santo que su huésped le había arrebatado, acogido a la amistad y a sus dudosos derechos y más dudosas conveniencias, lo más ilustre de su necrópolis venerable.
Cerca de Santiago se abandonó el disimulo, y el clero y el pueblo compostelanos salieron a una legua de la ciudad a recibir con los debidos honores las santas reliquias sustraídas. La alegría fue general, y a todo el mundo pareció muy bien lo que el obispo había hecho. Diose a los cuerpos honorable sepultura, y allí quedaron, en Compostela ilustre, incorporados a sus muchas maravillas. El arcediano Hugo, que refiere el asunto, le llama el pío latrocinio.