Capítulo 5

 

Thane se puso la túnica con movimientos calmados, pese a la angustia que sentía. La arpía estaba dormida. Era una suerte que no estuviera al tanto de su estado de ánimo; habría sentido pánico, o le habría pedido una segunda vuelta.

Él no estaba de humor para ninguna de las dos cosas.

¿Cómo se llamaba? En realidad, no le importaba demasiado, puesto que no iba a volver a hablar con ella.

Se habían usado el uno al otro, habían obtenido placer. El problema era que él no estaba satisfecho.

¿Lo había estado alguna vez?

Sí, por supuesto que sí. Al menos, un poco. Durante muchos años, había llevado allí a sus mujeres, a la habitación que estaba frente a su dormitorio. Allí era donde había tenido a Kendra.

Ella era la única mujer que había pasado allí algo más que unas cuantas horas, y él se lo había permitido porque ella no tenía remordimientos después de que sus deseos depravados se hubieran calmado. Por mucho que él la hubiera asustado y la hubiera marcado. Por muy horribles que fueran las cosas que él le había pedido a ella.

Una unión perfecta, al menos en apariencia. Y, sin embargo, nunca habían encajado, nunca se habían proporcionado equilibrio el uno al otro.

Lo mismo le había ocurrido con la arpía. Aunque ella tenía ciertos deseos oscuros, y se lo había demostrado cada vez que le había pasado la hoja del cuchillo por la piel, tal y como él le pedía, y sonreía al ver que él sangraba, aquella fémina no lo había saciado. Ni siquiera cuando la había encadenado y a ella se le habían llenado los ojos de lágrimas de terror, ni cuando le había mostrado todas sus armas y le había explicado lo que iba a hacer con cada una de ellas, y la arpía le había pedido piedad… y le había pedido más.

Sus gemidos no habían sido música celestial, tal y como él esperaba. Su miedo no había apagado las llamas de su pasión, y su dolor no había aplacado a la bestia que él tenía dentro.

Ella no le había dado nada de lo que necesitaba.

¿Y qué necesitaba?

Siempre había pensado que lo sabía.

Podría tomarla de nuevo, con más dureza, con más intensidad, y podría conseguir agotarse a sí mismo. Sin embargo, no quería acostarse dos veces con la misma mujer, para evitar el riesgo de que lo esclavizaran como había hecho Kendra.

Además, ¿para qué iba a tomarla otra vez, cuando deseaba a otra?

A la…

«No, no lo digas. Ignora ese deseo, y se desvanecerá».

A la humana.

Tuvo que contenerse para no gruñir. No podía ignorar el deseo, y no podía olvidarla. Ella se le había quedado grabada en la mente. Estaba desesperado por saber cómo se llamaba. ¿Qué tenía aquella fémina?

En el campamento, lo había mirado con pánico, con terror, y él lo había detestado. Debería haber disfrutado de ello, como disfrutaba cuando lo hacían otras mujeres, pero no. No había disfrutado. Por lo tanto, no debería desearla. Sin embargo, aquella noche, en el club, solo había tenido que mirarla para sentir el apetito más grande de su vida.

Era más bella de lo que recordaba, y había percibido su olor desde el otro lado de la sala. Y había tenido que contenerse para no ir a buscarla, tomarla en brazos y llevársela.

Iba vestida provocativamente, sí, pero eso no tenía ninguna importancia; desde que había abierto el club, sus empleadas llevaban un uniforme muy escueto. Para él era como la música de ambiente; estaba allí, pero no la notaba.

Pese a su fragilidad, tenía un pecho exuberante, y unas curvas hechas para las manos de un hombre. Sus piernas se adaptarían perfectamente a sus caderas y lo sujetarían mientras él se hundía una y otra vez en ella…

¡No!

Al día siguiente iba a obligarla a llevar túnica.

Él ya no se acostaba con las empleadas. Siempre podía encontrar una amante, pero no siempre podía encontrar buenas trabajadoras. Y, si tomaba a aquella delicada humana tal y como quería hacerlo, le provocaría pánico. Le haría un daño irrevocable, en el cuerpo y en la mente.

No le gustaba pensar en que su piel de alabastro sufriera el más mínimo arañazo… ni en que el miedo se reflejara en sus ojos grises.

Qué extraño.

«Podrías ser tierno con ella. Podrías…».

No. No podía. Lo había intentado más veces, pero nunca había funcionado. Ni siquiera había podido terminar. El dolor no era solo un deseo para él; era una necesidad.

Sin embargo, pensó que, tal vez, sí le gustara ver a la humana perdida en la pasión, retorciéndose bajo él, suave, cálida y húmeda. Ella separaría las piernas y no se resistiría, porque lo desearía a él tanto como él la deseaba a ella. Él se deleitaría con la visión de su cuerpo dócil y ansioso. Le besaría todas y cada una de las pecas, y se tendería sobre ella, se hundiría en su cuerpo, y al principio haría las cosas despacio, saborearía cada sensación, antes de aumentar el ritmo.

Su miembro viril latió.

«¿Y qué ocurrirá si pierdes el control y vuelves a las viejas costumbres?».

Se quitó aquel molesto pensamiento de la cabeza, y se concentró en las cosas que había a su alrededor. Aunque aquella habitación era más pequeña que la suya, era mucho más lujosa. Del techo colgaba una araña de cristal, y las paredes estaban revestidas con tela de oro, un oro tan claro que tenía destellos nacarados. La cama era de una delicada forja, digna de una reina… de una reina de la noche. En el cabecero, y en los pies de la cama, había anillos para diferentes tipos de esposas. Para lo que él prefiriera usar durante cualquier aventura.

La arpía suspiró, y el sonido hizo que él se dirigiera a la puerta. Prefería una despedida fría y limpia.

—¿No quieres… dormir conmigo? —le preguntó ella, arrastrando las palabras a causa de la fatiga.

Demasiado tarde.

Miró hacia atrás. Ella estaba desnuda, y atada a la cama.

De repente, Thane se preguntó por qué habría accedido a acompañarlo. Él no se había puesto encantador, como otras veces. Simplemente, había dicho:

—Durante algunas horas, voy a hacerte cosas que te van a hacer llorar, y te voy a pedir que me hagas lo mismo a mí. Pero yo no voy a llorar. Te voy a maldecir, y te voy a tomar con más fuerza de la que crees que puedes soportar. ¿Estás dispuesta?

Y ella había asentido rápidamente.

Con un poco más de insistencia, sus amigas también habrían accedido. Al verla levantarse, habían murmurado:

—Qué suerte.

Tal vez no debería intentar analizar el motivo. Seguramente, se pondría más triste aún.

—Dormir juntos no entraba en nuestro acuerdo.

Nunca había pasado la noche entera con una mujer, y nunca lo haría. En el sueño, uno quedaba vulnerable ante los demás, por un lado. Por el otro, él no podía estar cerca de nadie, porque sus sueños eran demasiado violentos, y podía reaccionar de cualquier forma. Podía matar a su compañera sin darse cuenta.

—Umm… ¿Cadenas?

Volvió junto a la cama, y le desató las cadenas de los tobillos y de las muñecas, tratando de no tocarla. Ella alargó el brazo, temblando, pero él se retiró antes de que pudiera establecer contacto. ¿Cómo iba a darle consuelo a alguien, si ni siquiera podía ofrecérselo a sí mismo?

Con un suspiro, ella se desplomó sobre el colchón.

Él sacó un collar de diamantes de un bolsillo de aire que siempre llevaba consigo. Era una especie de repisa invisible, que flotaba entre el mundo espiritual y el reino natural, y que él sostenía con su energía. Dejó la joya en la mesilla de noche.

—Te doy las gracias por concederme tu tiempo.

—¿Unos pendientes a juego? —preguntó ella, antes de quedarse dormida otra vez.

Él dejó un par de pendientes junto al collar, y salió de la habitación sin decir una palabra más. Bjorn y Xerxes lo estaban esperando en el salón de la suite que compartían. Sus dos amigos estaban en el sofá, tomando una copa de whiskey escocés.

—Thane, amigo mío, no parece que estés muy satisfecho —dijo Bjorn—. De hecho, parece que estás como yo.

Bjorn no disfrutaba del sexo. Solo lo toleraba, y lo usaba para intentar olvidar el pasado. Nunca lo conseguía.

—Lo que quiere decir es que pareces un salvaje —aclaró Xerxes.

Para Xerxes, el sexo era una búsqueda de consuelo que no encontraba nunca. Vomitaba después de sus relaciones sexuales, porque le repugnaba el efecto de la intimidad.

—Por una vez, las apariencias no engañan —dijo él.

Debería tener la cabeza clara y el cuerpo relajado. Debería haberse borrado de la mente a cierta camarera de pelo oscuro y ojos grises.

—Bueno, ¿y alguien se ha fijado en cómo miraba a Merrick nuestra nueva camarera? —preguntó Xerxes, en un tono de astucia.

Thane se puso muy rígido. El cantante de Shame Spiral era un conocido rompecorazones.

—¿Se marchó con él?

—No —respondió Bjorn, en un tono igual de astuto que el de Xerxes—. ¿Por qué? ¿Eso te habría molestado?

Thane se cruzó de brazos y permaneció en silencio.

Entonces, Xerxes se apiadó de él.

—¿Cuál es el plan?

—La reunión con Zacharel —dijo Thane.

El líder había enviado un aviso telepático aquella misma mañana: «En mi nube, a las diez. No lleguéis tarde».

Había llegado el momento de que Thane recibiera el castigo por sus más recientes pecados… o de que lo echaran del cielo. Un sudor frío le cubrió la piel, y tuvo que controlar la respiración.

«No puedo permitir que me echen».

—Tengo que hablar con Adrian antes de que nos vayamos.

Iba a decirle a su jefe de seguridad que no volviera a contratar a Shame Spiral. Su música ya no le gustaba.

Notó un gusto amargo en la boca, y frunció el ceño.

—¿Vas a hablar con Adrian sobre la humana? —le preguntó Bjorn, y se echó a reír por primera vez en mucho tiempo—. He visto cómo la mirabas tú a ella.

Xerxes también se rio.

—Todo el mundo lo ha visto.

—¿Es que vamos a tener que resolver esto a la vieja usanza, chicos? —les preguntó Thane, mostrándoles un puño cerrado.

—¿Quieres decir bailando break-dance y dando puñetazos? —preguntó Bjorn.

Thane asintió.

—Exactamente.

Sus dos amigos se echaron a reír, y su mal humor se desvaneció.

Entonces, salió al pasillo de la zona privada, que protegían tres vampiros a quienes había salvado, hacía siglos, de los asesinos humanos. Los tres seres asintieron a modo de saludo, y él entró en el ascensor. A los pocos segundos, estaba torciendo una esquina en el piso bajo del club, y entrando al bar.

Todos los clientes se habían marchado ya; las luces no estaban a baja intensidad, sino encendidas por completo, e iluminaban los espejos que había en todas las paredes, las sillas de cuero y las mesas de laca brillante.

Adrian el Frenético, un guerrero vikingo a quien los suyos habían expulsado de su clan por ser demasiado feroz, estaba en una esquina, observando algo con fascinación…

Thane siguió su línea de visión, y tuvo que apretar los dientes.

Su jefe de seguridad estaba observando con fascinación a la nueva camarera, que, a su vez, estaba poniéndose un collar de rubíes y mirándose con dulce coquetería en un espejo. Tenía muchos brazaletes de oro y plata en las muñecas, y anillos de diamantes en los dedos. Y, claramente, le gustaba su brillo.

«Es como una niña que se viste de mayor por primera vez».

Era demasiado adorable como para poder describirla con palabras. Sintió un dolor desconocido en el pecho. ¿Acaso Adrian estaba sintiendo lo mismo?

Frunció el ceño; de repente, había sentido la necesidad de romperle la cara.

¿Quién le había dado unas joyas tan caras a la humana? ¿Algún admirador? ¿Merrick?

Se puso delante de Adrian y le bloqueó la vista.

—Llévate a Savy y a Chanel a mi suite para ayudar a la arpía a que se vista y se vaya —le ladró. «Vamos, cálmate. No ha hecho nada malo»—. Pero, primero, dime de dónde han salido las joyas de la humana.

En una fracción de segundo, la expresión de Adrian pasó de ser divertida y tierna a dura y fría. El modo de vida de Thane le parecía deplorable, y nunca lo había disimulado. Claramente, no le gustaba que aquella chica humana estuviera en su radar.

Pues bien, él tampoco quería que Adrian la tuviera en su radar. El vikingo tenía una fuerza sobrenatural, y debía tener mucho cuidado con todo el mundo. Incluso a los inmortales les costaba sobrevivir a una de sus palmaditas en la espalda.

—Las joyas —dijo Thane. Y, si su jefe de seguridad mencionaba a Merrick…

—Bellorie y Savy hicieron una apuesta con la humana —dijo Adrian—. Si ella conseguía más de diez dólares de propina de los fae, ellas le darían todas sus propinas de esta noche. Y, en menos de una hora, la humana consiguió mucho más.

¿Había ganado una apuesta contra dos competidoras tan fuertes? Sintió un orgullo que lo dejó atónito.

¿Orgullo? ¿Por qué orgullo?

—Lleva encima las propinas de tres meses —dijo.

Adrian se encogió de hombros.

—Los clientes han sido muy generosos esta noche.

¿Por qué? ¿Acaso querían ganarse los favores de la humana?

El dolor aumentó.

Adrian echó a andar.

—Las chicas están en la otra dirección —le dijo Thane.

Adrian se detuvo y suspiró.

—Ya lo sé, pero antes tengo que ir a hablar con Xerxes.

—¿Por qué?

—Me pidió que le informara si alguien tocaba a la humana.

A Thane se le convirtió en hielo la sangre de las venas, en menos de un segundo.

—¿Y la han tocado?

—Bueno, la han agarrado.

—¿Dónde? ¿Cómo?

Adrian le explicó quiénes eran los clientes fae que la habían agarrado del brazo y la habían olisqueado.

Aquello era una muestra de lo que las otras camareras tenían que aguantar todos los días, y que él había pasado por alto, y que las chicas habían aprendido a gestionar. Sin embargo, en aquel momento quería cometer un asesinato.

—La próxima vez que esos tres aparezcan por aquí, tíralos por el borde de la nube.

Adrian se quedó sorprendido.

—Te arriesgas a entrar en guerra con sus familias.

—Tengo más estacas.

—Pero… no creo que…

—Esto no es una negociación, Adrian. Tienes tus órdenes.

El vikingo asintió con rigidez.

Ningún otro empleado se habría atrevido a responder, ni a cuestionar una orden suya, pero Adrian tenía más libertades que los demás, y los dos lo sabían.

Después de que Thane y sus chicos se hubieran recuperado físicamente de los horrores de su cautividad, habían vuelto a la mazmorra de los demonios y habían liberado al resto de los prisioneros. Adrian estaba entre ellos; lo habían capturado poco después de que su familia lo repudiara.

Thane rodeó una esquina y se acercó a la humana. Sus miradas se encontraron en el cristal del espejo. Al verlo, ella jadeó y se giró hacia él. Era más guapa de lo que él recordaba. Más guapa, incluso, que hacía unas horas. ¿Cómo era posible?

Su melena de pelo negro y sedoso era perfecta para sujetarla en un puño, y sus ojos grises eran enormes, y estaban llenos de maravilla y miedo a la vez. Tenía los labios carnosos y arqueados, y la piel llena de pecas.

¿Por qué lo atraía de un modo en que ninguna otra podía atraerlo?

Sus mejillas se tiñeron de rojo.

¿Tendría aquel aspecto después de un orgasmo?

Él tuvo que morderse el interior de la mejilla. «Cálmate. Contrólate».

—¿Cómo te llamas? —le preguntó, con más brusquedad de la que hubiera querido.

El pánico apareció en su semblante, antes de que ella mirara hacia abajo. Sin embargo, aquel pánico no sirvió para excitarlo más; por el contrario, apagó su deseo.

—Me llamo Elin.

Elin. Precioso. Delicado. Adecuado para ella.

—¿Y cómo te apellidas?

Ella dio un paso atrás.

—Yo… eh… Bueno, me apellido Vale.

¿Y por qué había vacilado? ¿Porque no quería que él hiciera averiguaciones sobre su familia y la enviara con ellos?

Una idea excelente. De ese modo, terminaría con aquella locura.

Salvo que la idea le provocó furia y miedo. ¿Dejarla a merced del peligro? No. Allí, podía protegerla, tal y como ella había hecho con él en el campamento de los fénix.

Estaba en deuda con ella. Sí, ese era el motivo por el que quería protegerla, cuando nunca lo había hecho con otra mujer.

—¿Por qué me ayudaste? —le preguntó—. ¿Y cómo lo conseguiste?

Ella pestañeó. Parecía que se había sorprendido por aquellas cuestiones.

—Estabas atrapado, como yo, y no me gustaba. Pensé que podíamos salvarnos el uno al otro. Le robé el Frost a Kendra.

—¿El Frost? ¿Qué es eso?

—Una nueva medicina que combate el efecto de los venenos como el suyo.

Iba a pedir un cargamento de Frost para que se lo enviaran aquel mismo día.

—¿Y cómo conseguiste robarlo?

—Me metí a hurtadillas en la tienda de Kendra cuando ella estaba dormida. Y, para que lo sepas, fue algo excepcional. ¡A ti no te voy a robar nada, te lo prometo!

—No me preocupa.

—Ah. Bueno —dijo ella, con alivio.

—No tienes nada que temer de mí. Te estoy muy agradecido, Elin. Lo que hiciste por mí…

Ella se quedó boquiabierta.

—Eh… no te preocupes. De verdad, estamos en paz.

Ojalá le hubiera pedido una recompensa. Él hubiera querido darle algo, cualquier cosa.

—¿Cómo has conseguido que los fae te dieran una propina tan buena? —le preguntó, cambiando de tema, y pasó la yema de un dedo por algunos rubíes de su collar.

Ella volvió a ruborizarse, y eso fascinó a Thane.

«Mi humana es muy sensible a las caricias».

«No. No es mi humana».

—No porque les haya hecho lo mismo que tú, supuestamente, le has hecho a la arpía —murmuró ella, malhumoradamente.

Aquella valentía le gustó. La actitud, no tanto. Thane se pasó la lengua por el filo de los dientes. Alguien le había hablado de sus preferencias sexuales.

Y ese alguien iba a morir.

¿A quién quería engañar? Seguramente, todo el mundo hablaba de ello.

«El hecho de que lo sepa no tiene importancia. Tú no ibas a seducirla. Su repugnancia no tiene importancia».

Cierto, sí, pero le molestaba de todos modos.

—Nadie tiene permiso para cuestionar a las parejas que elijo, ni tampoco mis acciones.

Ella lo miró a los ojos, y entrecerró los párpados.

—Entendido. No volverá a suceder, señor —respondió, y le hizo un saludo marcial.

¿Acaso se estaba burlando de él?

—Además, ¿cómo sabes tú esas cosas, ummm?

—Sé mucho de esas cosas, gracias —dijo ella, remilgadamente—. Pero tienes razón. No es asunto mío con quién te acuestes.

«Con quién», había dicho. No «lo que hagas». Así pues, ella desconocía los detalles. Thane sintió un gran alivio.

Aunque, si vivía allí, iba a enterarse muy pronto.

Y, además, ¿qué significaba que sabía mucho de esas cosas?

—¿Cómo conseguiste que los fae te dieran una propina tan buena? —repitió él.

Ella, con inseguridad, cambió el peso del cuerpo de un pie al otro.

—Bueno… verás… Les dije que tú… bueno, que tenías más estacas, y que la gente más desagradable del bar iba a recibir una invitación para unirse a los fénix que hay en el patio delantero.

De repente, él tuvo ganas de sonreír.

—¿Mentiste?

—¡No! —exclamó ella, y se cruzó de brazos con una actitud desafiante—. Después de todo lo que he visto, hay muchas probabilidades de que tenga razón.

«Además, no se retracta. Fascinante».

—Las chicas han hecho más dinero que nunca —dijo Adrian, desde lejos—. Pero no estoy seguro de que tengamos clientes mañana.

¿Acaso Adrian había tomado a Elin bajo su protección? ¿Quería ahorrarle una reprimenda? ¿O la deseaba, como los hombres normales deseaban a las mujeres?

Aquella idea enfureció a Thane, aunque también lo tranquilizó. Si tenía otro defensor, estaría a salvo. Sin embargo, otro admirador que quisiera llevársela a la cama… eso no iba a permitirlo. Ella tenía que concentrarse en su trabajo.

Sí. Ese era el motivo.

Se ocuparía de Adrian en un minuto.

—Aparte de los fae, ¿alguien más te ha dado problemas? —le preguntó.

Se hizo un silencio, y ella se mordió el labio.

«Yo mismo quiero hacer eso. Quiero morderle también otras partes del cuerpo». ¡No! Se cuadró de hombros y las plumas de sus alas se movieron.

—¿Elin?

Entonces, él se dio cuenta de que ella estaba mirando las alas. ¿Acaso sentía curiosidad por ellas? ¿Quería saber si eran suaves? Todo el mundo quería saberlo. Tuvo que controlar el impulso de abrirlas orgullosamente, para mostrarle lo largas y fuertes que eran. De pavonearse ante ella y tratar de impresionarla. En vez de eso, estiró una de ellas, un poco, hacia Elin.

—Eh… creo que me has hecho una pregunta —dijo ella, mientras seguía el movimiento con los ojos muy abiertos—. Sí. Sí, me has hecho una pregunta. Eh… la mayoría de la gente ha sido amable conmigo.

Mientras hablaba, estiró la mano para tocar una parte dorada del ala. Justo antes de hacerlo, retiró el brazo y lo guardó detrás de la espalda.

Él frunció el ceño. No le había gustado aquella reacción. Era como si, de repente, hubiera pensado que tocarlo era repugnante.

—Toca el ala.

Ella se negó con vehemencia.

—Ni hablar.

—Esto no es un debate.

Él nunca debatía; daba órdenes. Y esperaba. Con los músculos de la espalda, acercó la punta del ala aún más a Elin.

—Vamos, tócala.

Una orden.

Una orden que ella no obedeció.

—¿Es algún truco?

¿Y por qué iba a ser un truco? Ah, sí. Había visto el incidente con el mutante dragón, y pensaba que a ella iba a ocurrirle lo mismo.

—No, nada de eso. Te doy permiso. El mutante no lo tenía. Pero no puedes tocar nunca, a ningún otro Enviado de esta manera. Ni de ninguna otra manera. Ni siquiera a Bjorn ni a Xerxes. ¿Entendido?

—Sí. Perfectamente.

Sin embargo, no lo tocó.

—Vamos, fémina. No voy a hacerte daño. Tócala. Ahora.

—¿Por qué?

Así que continuaba desobedeciendo. Qué extraña mezcla de valentía y temor.

—¿Y bien? —dijo Elin.

Thane quería descubrir cuál era su propia reacción cuando ella le tocara el ala; quería saber si reaccionaría igual que con la arpía. A la arpía, por supuesto, no le había permitido que le tocara las alas; sin embargo, mientras su piel se rozaba contra la de él, él había permanecido distante, aburrido.

—Hazlo —repitió él.

Y, por fin, ella obedeció.

Y su reacción no fue la misma.

Cuando aquellos dedos temblorosos le acariciaron las plumas, brevemente, con inocencia, él se sintió inundado por unas emociones desconocidas. Un calor abrasador se creó en sus alas, y se le extendió por todo el cuerpo. Una satisfacción increíble. Su miembro se llenó, y estuvo a punto de explotar.

Thane se dio cuenta, con asombro, de que aquello era el placer. El placer, sin un solo matiz de dolor.

La primera vez que lo probaba.

No, no podía ser. Tenía que estar equivocado. Ninguna mujer podía afectarlo tanto con tan poco.

—Elin, eres humana, ¿verdad?

Ella se quedó pálida, y se metió varios mechones de pelo detrás de una oreja, con la mano temblorosa.

—Sí. Por supuesto.

Él no saboreó el amargor de la mentira.

—¿Por qué?

—No importa —gruñó él.

Entonces, era ella. Ella era lo que le afectaba tanto.

Se fijó en sus manos. Tenía seis cicatrices cruzadas en los dorsos. Las cicatrices todavía estaban enrojecidas, y la carne levantada, así que eran de heridas recientes. Debían de haber sido cortesía de alguno de los fénix.

Sin darse cuenta, le tomó las manos y las llevó a la luz. No eran seis cicatrices, sino once. Cada una de ellas, larga y gruesa.

Las manos eran muy sensibles, estaban llenas de nervios.

Cuánto debía de haber sufrido.

—¿Quién te ha hecho esto? —preguntó Thane, en voz baja.

Ella tiró de las manos y las guardó nuevamente detrás de la espalda. ¿Acaso se avergonzaba?

Él… acusó de inmediato la pérdida de su calor y su suavidad.

Era irritante. Desconcertante.

Y no podía tolerarlo.

—¿Quién?

Ella se encogió de hombros.

—No es que le deba lealtad, precisamente. Fue Kendra, cuando tú la llevaste al campamento y la dejaste allí

Kendra. Aquella misma noche, él iba a administrarle a la princesa un ojo por ojo, diente por diente.

—¿Y por qué lo hizo?

—Porque respondí mal.

Bien, entonces, después de cortarle las manos, también iba a cortarle las orejas a Kendra.

Tal vez, cuando volvieran a crecerle, tendría el don de saber escuchar a los demás.

«Ya casi es la hora de marcharse», le dijo Xerxes, por medio de la telepatía.

—Tengo que irme —dijo—, pero, cuando vuelva, hablaremos.

Ella lo miró con espanto.

—¿Hablar? ¿De qué?

—De ti.

Ella retrocedió, hasta que la parte trasera de sus muslos tocó una de las mesas.

—¿Vas a clavarme con estacas?

Thane frunció el ceño.

—No. Tengo que hacerte algunas preguntas más.

—¿Qué preguntas?

—Preguntas que me permitirán conocerte mejor. Después de todo, trabajas para mí.

—Ah —dijo ella, y exhaló un suspiro—. Bien.

¿Acaso esperaba que la atacara?

—Ya te lo he dicho, kulta, no voy a hacerte daño. Voy a cuidar de ti.

Aquella admisión les causó asombro a los dos.

¿Él, cuidando de una fémina? Algo que iba más allá de la mera protección.

Sin embargo, aunque le sorprendiera, también le parecía algo tan natural como respirar.

—¿Qué significa «kulta»?

Cariño. Nena. Querida. Preciosa. Cualquiera de esas cosas, y todas a la vez. «Puedes elegir».

No era de extrañar que nunca hubiera usado aquella expresión de cariño. No estaba seguro de por qué la había usado en aquella ocasión.

Se dio la vuelta, sin responder, y, mientras salía del bar, dijo:

—Adrian, no recuerdo haberte dicho que esperaras para cumplir mis órdenes. Vamos, ve ahora mismo.