CAPITULO 9
A finales del invierno, cuando las bandas guerreras se aprestaban de nuevo para partir, esa vez para atacar por sorpresa a los dobunnos y adentrarse en los pantanos sureños de los icenos, los comerciantes trajeron la noticia de que Cayo César había muerto. Caradoc escuchó con incredulidad una historia de demencia que había arrastrado a los todopoderosos guardias pretorianos a un acto de asesinato brutal, y convertido a Roma en un torbellino peligroso de traiciones y engaños. Togodumno gritó y bailó mientras hacia girar la capa roja sobre su cabeza.
—¿Y qué dijo su precioso caballo, el nuevo cónsul? —exclamó con placer—. ¡Oh, guardias nobles y valientes! ¡Ojalá hubiera estado ahí!
—¿Hay un sucesor? —inquirió Caradoc. Deseaba con irritación que Tog se fuera. El comerciante asintió y parpadeó.
—Oh, si, señor, claro que lo hay. Los pretorianos estaban desesperados porque sabían que si no elegían ellos al próximo césar, podían morir por su atrevimiento. Lo encontraron, creo, agazapado detrás de una cortina y llorando de miedo. Se llama Tiberio Claudio Druso Germánico, nieto de Augusto, un hombre manso y bibliófilo.
Un estremecimiento extraño recorrió a Caradoc. Le hizo cosquillas en los dedos y en el rostro. Cinnamo le miró con expresión inquisitiva.
—¿Es viejo? ¿Joven? ¿Casado? ¿Qué? —Sentía una repentina urgencia por conocer a ese hombre, a ese Claudio, pero el comerciante no pudo decirle más. Caradoc lo despachó y Togodumno se acercó con sus jefes.
—Ahora es el momento —declaró con ansiedad—. ¡Ahora debemos ordenar a Roma que nos envíe de vuelta a Adminio y a Verica!
—¿Para qué? —preguntó Caradoc. Todavía fruncía el entrecejo a causa de la información recibida y Togodumno lo sacudió despacio.
—Para frustrar la última esperanza de los atrebates y deshacernos de Adminio. Con ellos dos en Roma vertiendo sedición en los oídos de quienquiera que desee oírles, no estamos a salvo. Además —añadió con altivez—, éste es un buen momento para hacer saber a Roma que tenemos dignidad, que los catuvelaunos somos una fuerza para tener en cuenta. Pongamos a prueba a ese pobrecito y tímido Claudio. ¡Déjame requerir la vuelta de los traidores!
—Si así lo deseas... —replicó Caradoc con aire ausente. Daría a Tog algo en qué ocupar su mente durante los meses venideros. Caradoc no creía que Roma estuviera en condiciones de ejercer represalias, aun cuando le importaran un rábano dos jefes de tribus desheredados. Cayo había enviado varias protestas formales y enérgicas a los catuvelaunos cuando los comerciantes romanos habían llegado a la Galia y difundido la noticia de un nuevo renacimiento belicoso en Albion. Pero Cayo estaba muerto y eso ya no tenía importancia—. Cuidate de no exigir a Roma, Tog, si de veras quieres ver a Verica y a Adminio aquí en Camalodúnum. Sé discreto en tu solicitud.
—¡Bah! —exclamó Tog, y se marchó. Caradoc se volvió despacio hacia Cinnamo.
—Ven al campo de prácticas y ayúdame a ejercitarme un poco, Cin —pidió—. Mi cuerpo se siente viejo y cansado.
—Está lloviendo, señor —señaló Cinnamo, pero desnudó su espada y dejaron el Salón, se quitaron las capas y se ataron el cabello. Practicaron durante una hora, patinando en el barro, empapados hasta los huesos, completamente solos en el día encapotado y silencioso. Por fin, Cinnamo pidió un descanso. El agua que caía en sus ojos le impedía ver a su oponente y se alejó para secarse. Pero Caradoc permaneció de pie en el campo, apoyado en el escudo y con el aura de irrealidad todavía envolviéndole como una red de muchos hilos.
Togodumno envió su atrevida demanda y esperó con impaciencia una respuesta, pero el invierno dejó paso a la primavera y ni Adminio ni Verica llegaron. Tampoco hubo noticias de Roma. La temporada de guerra comenzó. Esa vez, Caradoc y Togodumno pelearon juntos, puesto que los coritanos habían firmado tratados con Aricia y con Prasutugas, jefe de los icenos.
Cuando los espias catuvelaunos informaron de esto a Caradoc, éste se sorprendió y se preguntó qué habría ocurrido en el lejano país de los pantanos después de la muerte de Subidasto, y por qué la pequeña Boudicca no capitaneaba la tribu. La recordaba vagamente, una chiquilla de ojos castaños, cabello rojo ondulante y tupido, y manos cortas y rechonchas. Trató de imaginarla como la mujer que debía de ser en ese momento, de dieciséis o diecisiete años. Era inteligente, así la recordaba; los había acusado de sufrir la enfermedad romana. Al recordar esto, Caradoc sonrió para si y se preguntó qué diría de ellos en ese momento.
Togodumno y él marcharon hacia el norte; el verano pasó entre fuego y sangre, un verano de calor poco común en que la hierba se marchitó adquiriendo una tonalidad marrón, y los arroyos de los bosques se redujeron a débiles chorros de agua fangosa. Caradoc combatía sin brío, con el temor constante de que un día vería a Aricia, de pie en su carro rodeada de sus jefes. Y allí, tan cerca de los pantanos de las tierras de ella, comenzó a soñar con ella de nuevo en las noches calurosas y secas. Pero una batalla sucedía a otra, un rojo y agotador amanecer a otro, y si ella estaba allí entre los vociferadores y jactanciosos jefes coritanos adornados con bronce, no la vio. Los coritanos, con sus filas engrosadas por icenos callados y brigantes enormes y barbudos, resistían. Incluso sus mujeres, altas y bien armadas, participaban en la acción aullando maldiciones extrañas. Por su parte, Caradoc seguía negándose a permitir que las mujeres libres catuvelaunas lucharan. Gladys le había desobedecido, pero Caradoc pasaba por alto esa flagrante indiferencia a su autoridad. Su hermana siempre hacía lo que le daba la gana y, además, como ella le recordó, no había jurado lealtad a ningún jefe. Cabalgaba sola, se ocupaba de sus cosas, peleaba donde y cuando quería, y él la dejaba en paz.
El otoño se adelantó, como si el verano se hubiera consumido antes de tiempo, y los catuvelaunos regresaron a Camalodúnum poco felices tras esos meses de guerra. Habían perdido demasiados hombres libres y ganado muy poco terreno. Caradoc estaba decidido a presionar a los dobunnos en la primavera siguiente y, día tras día, desde el refugio del Gran Salón, Togodumno y él contemplaban taciturnos la campiña empapada y llena de charcos. Se habían cansado de las disputas menores y del derramamiento de sangre desatado entre sus jefes encerrados en las chozas sin nada que hacer, de la lluvia ininterrumpida que impedía cazar o desplazarse en carro, y de sí mismos y de los demás. A medida que el invierno se prolongaba tediosamente, Togodumno se volvía más hosco y más impredecible. Se esforzaba por provocar un altercado con Caradoc, le insultaba y le desafiaba con comentarios punzantes de su ingenio sarcástico. Al final, Caradoc, azuzado más allá de lo tolerable, le gritó:
—¡Maldición, Tog! ¿Por qué no coges a tus jefes inútiles y te vas a Verulamio como convinimos? Estoy harto de ti. ¡No te quiero más aquí! —Togodumno consideró la idea con la cabeza ladeada, impasible ante el rostro lívido de su hermano.
—¡Bien! —manifestó un momento después—. Creo que lo haré. El clima no es bueno para hacer incursiones, pero es preferible eso a esta inactividad desagradable y húmeda. —Caminó hacia él con aíres de grandeza—. Y tal vez no vuelva. Piensa en eso, hermano mio. Nos has estado mandando a todos como si tú solo fueras el rey, y no nos gusta. Además, este año no nos has guiado demasiado bien y los jefes empiezan a decir que ya es hora de que yo empiece a protegerlos.
Caradoc se había quedado sin habla. Buscó las palabras con frenesí, ahogado por la ira, pero Togodumno salió a toda prisa a la lluvia y el escudero y el bardo le siguieron trotando.
Seguía enfadado cuando Eurgain le entregó el peine esa noche, sentada frente al espejo. Lo empujó por el pelo de ella con golpes rápidos y bruscos, lo que la hizo dar uno que otro respingo. Tog se había ido. En poco tiempo, había reunido a sus jefes, hombres libres y mujeres, y se había marchado sin despedirse, con los caballos salpicando lodo y las ruedas de los carros resbalando aquí y allá. Por un momento, Eurgain retiró con delicadeza el peine de los dedos fríos de Caradoc y lo arrojó sobre la mesa.
Luego se volvió.
—¿Por qué estás furioso, esposo mío? —inquirió—. Sabes que volverá.
Caradoc no se movió.
—No pienso lo mismo. Al menos no creo que esté de regreso para la próxima temporada de lucha. El muy tonto pretende enfrentarse solo a los coritanos. Arruinará todos los planes que hemos hecho juntos.
—Bueno, entonces déjale ir. ¡Deja que pierda el respeto de sus jefes por estropear las campañas, y luego le verás correr de vuelta a casa! —Temía decirle lo que realmente pensaba, pero ese pequeño temor se transmitió entre ellos cuando sus miradas se toparon y Caradoc sonrió con desgana. Levantó el peine y lo pasó con más suavidad por la lustrosa cabellera de su esposa.
—Lo siento, Eurgain —murmuró—. Es el clima. Y sabes, por supuesto que sabes, que la ambición de Tog me asusta. Una vez que se independice allí en Verulamio y triunfe en sus batallas la próxima primavera donde yo fracasé, le será muy fácil convencer a los jefes de su nuevo Consejo de emprender un ataque contra mí.
Ella inclinó la cabeza, contempló sus largas manos entrelazadas con firmeza en su regazo y el peine que continuaba moviéndose, lenta e hipnóticamente, a través del cabello. Quería reír, decir: «¡Ah, Caradoc, no Tog!», aventurar algún comentario, pero el momento se alargó y el significado de las palabras de su esposo caló hondo en su mente. Tenía razón. Togodumno era peligroso. Caradoc lo había mantenido ocupado, pero en la época de las lluvias el aburrimiento llevaría a la desintegración de una mente impredecible.
Eurgain ya había visto los síntomas. Todos le conocían. Alargó una mano, tomó los brazos de su marido y le obligó a inclinarse. Le besó con nerviosismo, como si con ello pudiera arrojar los pensamientos amargos y solitarios de él a un lugar más allá de la memoria. Caradoc se arrodilló junto a la silla y la abrazó. Apoyó la cabeza en sus generosos pechos, pero bajo la afirmación callada de la pasión entre ellos, podía oir el corazón de Eurgain latiendo como las alas de un pájaro asustado.
Dos semanas después de que Togodumno se marchara, Fearachar fue en busca de Caradoc, que se hallaba sentado junto al fuego en su choza. La lluvia había cesado. El cielo estaba bajo, pero con más humedad, y las nubes se dispersaban. De vez en cuando, un sol débil y tímido bañaba Camalodúnum con un brillo momentáneo. A la primera señal de mejoría del tiempo, los niños se dispersaban. Llyn a los bosques en su caballo y las niñas al césped frente a la choza de Gladys para jugar con sus conchas. Pero Caradoc, aburrido y deprimido, bebía sentado mientras Eurgain canturreaba doblada sobre la mesa lustrando los objetos de vidrio.
Fearachar movió la cabeza sombríamente.
—Disculpadme, señor —anunció—, pero hay un animal extraño que espera para veros.
—¿Eh? —Caradoc ni siquiera sonrió. La preocupación aún le angustiaba—. ¿Qué clase de animal?
Fearachar estaba desilusionado por la falta de reacción.
—La clase de animal que dice ser un comerciante y no lo es. Esa clase de animal.
Eurgain dejó de canturrear aunque sus manos siguieron moviéndose entre sus tesoros. Caradoc advirtió que su cansancio disminuía.
—Cuéntame, viejo amigo —le instó con suavidad. Fearachar clavó su mirada vaga y entornada en el techo.
—Viste como un comerciante, pero parece un patricio. Es demasiado estúpido para siquiera disimular la finura de sus manos. Y no es un espía común. Tampoco puede disimular sus ojos. —Rió de su propia agudeza—. Dice que quiere hablaros acerca del comercio deficiente de los últimos tiempos, pero por supuesto, está mintiendo. Hasta yo lo haría mejor.
Caradoc se enderezó en la silla y se olvidó del vino. Sintió que su cuerpo se tensaba con lentitud, como solía hacerlo antes de que se llevara la trompeta a los labios para dar la señal de la primera carga de batalla. Fearachar y él se miraron con perfecto entendimiento.
—¿Dónde están Cinnamo y Caelte? —se apresuró a preguntar.
—Los mandé llamar y también están esperando. Forman un trío simpático y amistoso ahí fuera: el comerciante tiritando de frío y los jefes insultándole con la mirada. No le recibiréis a solas, ¿verdad, señor? Es probable que vaya armado con una aguja venenosa o alguna otra diabólica invención romana por el estilo.
El rostro lastimoso se volvió aún más lúgubre, pero Caradoc no necesitaba del humor torpe de los hombres libres.
—¡Por supuesto que no! —replicó. Se levantó y empujó el talabarte hacia delante—. Que Cin y Caelte entren primero y después el comerciante. —Fearachar hizo una reverencia y se deslizó a través de la puerta de pieles. Caradoc habló con rapidez por encima del hombro—. Sigue lustrando sin hacer ruido, Eurgain, y pon a trabajar tu memoria. Recuerda cada palabra que se diga aquí. —Ella no respondió, pero él supo que había escuchado.
Sus hombres se abrieron paso dentro de la habitación—. Apostaos junto a mí —les ordenó—. Y escuchad. Tengo un presentimiento.
Era más que un presentimiento. Algo le sobrecogió, una premonición, una ráfaga que le congeló la mente. Mientras el hombre alto y delgado se acercaba despacio hacia él, dejando caer la puerta de pieles en silencio, vio un orificio que se abría en la vorágine demente de sus pensamientos aterrados. Luego su mente se aclaró. Fearachar tenía razón. No se trataba de un tosco comerciante de perros y vino: los ojos eran serenos, llenos de una tranquila astucia, y tenía un rostro largo y delgado, nariz recta y boca suave pero capaz de expresar dureza. Vestía de manera burda; una túnica gris y sucia colgaba de su cuerpo enjuto, bajo una capa marrón deshilachada. El cinto era de cuero sencillo y liso, y un cuchillo simple pendía de él. Los calzones abultados estaban manchados de barro. Y las manos. Al mirarlas, Caradoc supo la identidad de ese animal extraño. Se adelantó con el brazo extendido y el hombre lo tomó con sus dedos elegantes y su muñeca fina y flexible.
—Bienvenido a la tribu —dijo Caradoc con tranquilidad—. Que vuestra estancia aquí os depare descanso y paz. Hay vino y tortas de cebada. ¿Comeréis y beberéis antes de compartir vuestras noticias? —Los ojos sorprendidos del visitante se encontraron con los de él; luego rió, un sonido amistoso y cordial.
—He subestimado la inteligencia de los jefes catuvelaunos —dijo con frialdad—. ¿A qué comerciante se le ha concedido jamás una bienvenida tribal? Bueno, Caradoc, vuestros jefes tienen razón. No soy un comerciante, pero no quería morir con una espada clavada en mi vientre, de modo que me he hecho pasar por uno de ellos. —Se tocó la barbilla, pero sus ojos nunca se apartaron de los de Caradoc—. Será muy grato comer y beber con vos —prosiguió—. Es un largo viaje desde el río si uno no tiene un caballo.
Cinnamo empujó una silla hacia él, pero el hombre no tomó asiento hasta que Caradoc lo hubo hecho, entonces se sentó lentamente y empezó a comer. Caradoc le sirvió vino y los ojos fríos del hombre titilaron sobre la copa de plata decorada antes de llevársela a los labios.
«Desde luego, la copa proviene de Roma, como todo lo tuyo —pensó Caradoc—. ¿Qué esperabas, una horda voraz de bárbaros?» Volvió a llenar su propia copa y bebió despacio. Sus jefes permanecían de pie muy quietos, observando. Cuando el romano hubo terminado la última miga de torta de cebada, se volvió hacia Caradoc con una sonrisa. Caradoc supo que cada detalle de la habitación y de ellos mismos había quedado registrado.
—No os haré perder el tiempo —comenzó—. Quiero que hablemos a solas.
Cinnamo rió, una expresión áspera y grosera de desdén, pero el hombre no pareció ofenderse cuando Caradoc meneó la cabeza.
—Ningún jefe recibe a un visitante a solas. Y ningún jefe discute un asunto solo. Todo asunto pertenece a la tribu y al Consejo.
El extraño se encogió de hombros, un movimiento casi de desprecio.
—En ese caso, me gustaría que vuestra mujer se retirara. Las mujeres tienen lenguas inquietas, ¿verdad? —La sonrisa cordial y comprensiva se encontró con miradas gélidas. Eurgain no dio señales de haber oído nada y Caradoc se alegró de que no fuera Vida la que se hallara en el lugar de su esposa.
—Es mi esposa —contestó con frialdad—. Es miembro del Consejo, con su propio precio de honor. Exponed vuestro asunto.
—Muy bien. Os traigo un ofrecimiento y una advertencia. —Esperaron, y las manos de Eurgain no se movieron mientras se concentraba con intensidad, descartando todo pensamiento de su mente, como el druida le había enseñado a su padre hacía años—. En Roma sabemos de vuestras actividades, Caradoc —prosiguió con amabilidad—. Hemos seguido vuestro ascenso al poder dentro de la tribu y vuestra rápida expansión. No os negamos el derecho de vivir a vuestro gusto —se apresuró a explicar al ver el gesto de fastidio en el rostro de Caradoc—, pero no se nos puede culpar por preocuparnos cuando vemos que nuestros comerciantes están ociosos y que el buen comercio que una vez hubo entre Cunobelin y nosotros va camino de la ruina. Aun así, con vuestra presencia aquí en Camalodúnum, no había motivo para temer. Pero ahora... —hizo una pausa, bebió lentamente y volvió a tocarse la barbilla—, ahora vuestro hermano está en Verulamio, planeando vuestra caída, y es hora de que os ofrezcamos nuestra ayuda.
Estas palabras cayeron entre los presentes como flechas arrojadas por las ballestas de una legión, y Cinnamo y Caelte emitieron exclamaciones de consternación. Caradoc se puso de pie de un salto. Sólo Eurgain se mantenía inmóvil, sin inmutarse siquiera, registrando las palabras con habilidad automática y serena.
—¡Explicaos! —gruñó Caradoc—. ¿Cuál es vuestra fuente de información? —El hombre agitó los brazos con suavidad.
—Oh, vamos, señor —le increpó—. Somos hombres de mundo. No todos los comerciantes son comerciantes. Algunos son espías y lo sabéis bien. ¿Por qué habría yo de negarlo? Mis hombres volvieron ayer de Verulamio mientras yo esperaba en mi barco en la desembocadura de vuestro río. Me informaron de que Togodumno, vuestro hermano, no tiene intenciones de atacar a los icenos o a los dobunnos en la primavera. Piensa atacaros a vos.
Con un esfuerzo monumental de voluntad, Caradoc se mantuvo impasible. Se reclinó en la silla, cruzó las piernas y bajó los ojos de manera que el hombre no pudiera ver su dolor. Estaba escuchando la verdad, lo sabía. La presencia de aquel hombre era la única prueba que necesitaba. La corriente de aire de la puerta golpeó sus piernas y, de pronto, tiritó de frío.
—¿Y vuestro ofrecimiento? —aventuró. El romano vació su copa y se inclinó hacia delante, entrelazando los dedos.
—Permitidnos ayudaros, Caradoc. Sois un hombre honrado, un buen guerrero, un líder respetable. Vuestro hermano es veleidoso, inestable y por completo indigno de confianza. Ni vos ni yo queremos verle como rey aquí en Camalodúnum. Si eso sucediera, Roma tendría que despedirse de su comercio y eso sería una gran pérdida. Estoy facultado para ofreceros nuestra colaboración. Tendréis oro, todo el que necesitéis para comprar la ayuda de otras tribus. Y podréis llamar a cualquier legión que escojáis de la Galia para incrementar vuestras filas. Las legiones y vos trabajaréis y pelearéis juntos hasta que Togodumno sea derrotado y el comercio restablecido de nuevo.
Caradoc sintió que comenzaba a esbozar una sonrisa ancha y estúpida, mientras sus músculos se tensaban en un nudo angustioso y cataléptico. Por supuesto, por supuesto. «Oh, Camulos, ¿qué hago? ¿Qué digo?», pensó. Forzó a su boca a obedecerle y poco a poco, dejó de sonreír.
—¿Cómo sería el acuerdo? —inquirió. La mano del hombre se posó de nuevo en la barbilla.
—Habría un tratado, naturalmente. Incluso los amigos firman tratados para evitar cualquier disputa. Habría un papel, Caradoc. Nosotros os prometeríamos oro y soldados. Y vos prometeríais fomentar el comercio todo lo posible cuando Togodumno esté... derrotado. —Se puso de pie, alargó una mano y Caradoc le tomó la muñeca, seguro de que la aversión que sentía se transmitiría a través de sus dedos—. Pensadlo —añadió el hombre—. Y hacedme llegar vuestra respuesta. Mi barco está anclado en el estuario y aguardaré allí. Pero no tardéis demasiado. Vuestro hermano atacará antes de que los árboles se cubran de hojas.
No esperó a oír ningún comentario. Sonrió de nuevo con cierta arrogancia, inspeccionó por segunda vez la habitación, y se marchó. Caradoc se quedó quieto en su silla y ni Cinnamo ni Caelte se movieron tampoco. Eurgain dejó el paño en la mesa y fue a sentarse frente a su marido; su rostro era aún inexpresivo y las manos flojas. Caradoc le habló.
—Ahora, Eurgain —musitó—, repiteme la conversación, palabra por palabra. —Ella cerró los ojos y empezó a recitar con voz grave y monótona, un sonido seco y sin pausa. Mientras escuchaba, Caradoc se cruzó de brazos y se apoyó sobre la mesa con los ojos fijos en la jarra de vino. Cuando Eurgain hubo terminado, le pidió que lo repitiera de nuevo. Después extendió una mano y le acarició la mejilla—. Ahora, medita las palabras, Eurgain. ¿Cómo interpretas lo que ha dicho ese hombre? —Cinnamo se puso en cuclillas sobre las pieles marrones frente al fuego, con la vista en las llamas y las manos unidas con flojedad. Caelte se apoyó contra la pared con los pulgares en el cinto y aire solemne.
—No es un équite —declaró ella con franqueza—, ya que los équites no hacen este tipo de trabajos. Es un patricio. También es un hombre que dice la verdad y un mentiroso. —Cinnamo asintió una vez y ella continuó—: Habla con la verdad cuando dice que Tog planea cortar tu cabeza y convertirse en rey esta primavera. Y miente cuando dice que sólo nos ofrece ayuda.
—¿Qué más intuyes?
Eurgain titubeó y contempló a los hombres.
—Intuyo que apenas nos mostró el tronco de una vasta red de raíces profundas y ocultas.
Cinnamo rió.
—Eurgain, vuestras palabras parecen las de un druida. Pero estoy de acuerdo. No es un espía común. Es un emisario de Roma. ¿Pero cuál es su verdadero propósito?
Caradoc los mandó callar y se quedó mirando al frente con el entrecejo fruncido. Tenía miedo... de Tog, de Roma, de la decisión que debía tomar. Si aceptaba el ofrecimiento, a finales del verano Tog estaría muerto y él seria el único rey y gobernaría sin rival. Pero ¿por qué enviaría Roma buenos soldados a morir en nombre de un pequeño jefe en un remoto rincón de la tierra?
Había desechado de inmediato la excusa del empeoramiento de la situación comercial. ¿Por qué? ¿Por qué?
—Sí, ¿cuál es la razón? —dijo Caelte como si leyera la pregunta en la mente de Caradoc—. No tiene lógica, sobre todo si se piensa que Calígula no se atrevió a cruzar el mar y oponerse a nosotros. ¿Es ésta una nueva forma de conquista, una forma más engañosa?
Había puesto el dedo en la haga abierta por el miedo de Caradoc. Caradoc se levantó.
—Cinnamo, corre a las cuadras y consigue caballos. Eurgain, ve en busca de Gladys. Cuéntale lo que ha pasado aquí y recurre a su sabiduría. Caelte, tú, Cinnamo y yo iremos ahora mismo a Verulamio a hablar con mi hermano.
Eurgain protestó espantada.
—¡No, Caradoc! Si vas sin un druida, Tog aprovechará la oportunidad para matarte y ahorrarse mucho derramamiento de sangre. ¡Si tienes que ir, al menos envía a los hombres en busca de un druida!
—No podemos quedarnos aquí sentados mientras los hombres libres andan por el bosque buscando a esos seres que nos eluden como si algún mal nos aquejara —replicó.
—Entonces déjame ir contigo. Tog no te matará en mi presencia.
—Eurgain —dijo pacientemente mientras Cinnamo salía corriendo y Caelte iba a llamar a Fearachar—. Si Tog tiene intenciones de matarme, lo hará sin miramientos. Pero no creo estar en peligro, al menos no una vez que haya escuchado mi historia. —La besó con ligereza, distraído.
Eurgain no contestó, pero cuando él llegó a la puerta, dijo con serenidad:
—No olvides una cosa.
—¿Qué?
—Ese hombre no mencionó a Adminio.
Así era. Caradoc se sintió como el joyero que engarza las diminutas piezas de esmalte en un collar de plata. Las tenía todas, pero había sido incapaz de montarlas, hasta que Eurgain no le ayudó a reordenarías. Ella sabía lo que había dicho. Las implicaciones estaban ahí, detrás de sus serenos ojos azules. Las había hecho casar y ocultado bajo el manto de su aplomo, pero en ese momento volaron hacia Caradoc como el granizo de una tormenta.
—No puede ser —susurró al cabo de un momento y ella rió escépticamente.
—Oh, claro que si. ¿Cuántas veces ha fracasado Roma en su intento de conquistar Albion? Demasiadas para su jactancioso orgullo.
Caradoc no se volvió a mirarla. Atravesó la puerta corriendo, se detuvo para decirle a Fearachar que vigilara a Llyn y luego se apresuró a las puertas donde sus jefes y los caballos le esperaban, embozados contra el frío.
Pasaron dos noches durmiendo bajo los aleros del gran bosque de robles que se extendía hasta más allá de Verulamio y dentro de las tierras de los atrebates, propiciando a la diosa del lugar antes de acurrucarse en sus mantas. Al atardecer del día siguiente, cuando una lluvia tímida y vacilante comenzaba a golpear sus capas, cabalgaron hasta los muros de tierra de Verulamio. Las puertas todavía estaban abiertas, pero el guardia saltó afuera con su espada desenvainada y se negó a franquearles la entrada hasta que Caradoc gritó con exasperación:
—¡Mírame, hombre! ¡Me conoces bien! ¡Soy Caradoc, tu señor!
—Togodumno es mi señor —replicó el guardia, malhumorado y con una expresión de recelo en su rostro hosco; no obstante, se hizo a un lado y el grupo desmontó. Guiaron los caballos debajo del portal y subieron el sendero serpenteante y empinado.
—Los hombres libres han estado ocupados —acotó Caelte en voz baja al ver que las grietas del muro habían sido reparadas a toda prisa con tierra fresca, y las grandes piedras amontonadas que esperaban ser colocadas donde el borde de las defensas se presentaba ante ellos de forma amenazante.
Sus compañeros no contestaron, pero Caradoc desenfundó su espada. La aldea estaba silenciosa. El humo se escapaba de los techos de paja y la luz de los fuegos arrojaba manchas doradas a través de sus pies al pasar por los vanos de las puertas. Por fin, recorrieron la última curva y encontraron a Togodumno. Estaba de pie, sin capa, a pesar de la lluvia creciente, con las manos en sus delgadas caderas y sus asistentes detrás. Observaban a dos jefes que gruñían y peleaban con espadas en la luz menguante. Togodumno les oyó llegar y volvió la cabeza, pero no sonrió. Sus jefes desenvainaron las espadas y se arremolinaron en torno suyo mascullando murmullos amenazadores. Caradoc y Cinnamo se miraron con desconcierto. Ese extraño recelo les sorprendió. En respuesta a una palabra, los caballos fueron retirados y Togodumno caminó hacia Caradoc con un brazo extendido y palabras de bienvenida rápidas y frías. Caradoc le apartó el brazo de un golpe.
—¿Cómo te atreves a recibirme en mi propio territorio como si fuera un invitado o un emisario extraño, Tog? ¿Qué te pasa? ¿Por qué toda esta hostilidad? Estuve a punto de matar al guardia de las puertas por su descortesia.
Detrás de Togodumno, los dos jefes seguían luchando, hasta que uno de ellos dio un salto hacia atrás con un rugido y los espectadores gritaron excitados.
—¡Primera sangre! —bramó Togodumno con el entrecejo fruncido—. ¿Y por qué te adentras en mis senderos con la espada desenvainada, Caradoc? ¿Qué estás haciendo aquí? —Sus ojos se apartaron del rostro de su hermano y se posaron un instante en sus jefes. Caradoc se puso tenso al notar que una docena de pensamientos calculadores atravesaba la mente ágil de su hermano.
—Debo hablar contigo a solas, Tog. No me provoques hasta que hayas oído mis palabras. —De repente, Togodumno rió y le abrazó—. Escucharé, pero tal vez te mate igual —precisó—. Pero no estaremos solos, desde luego. Las noticias son asunto de todos.
—Esta vez no —replicó Caradoc, y la sonrisa abandonó el rostro de Tog para ser reemplazada por una expresión de resentimiento—. Necesito que hablemos a solas, Tog. Mis jefes esperarán fuera con los tuyos y todas las espadas se dejarán en el lugar que acordemos. No traigo noticias para la tribu.
—¿Qué traes, entonces? —saltó Togodumno. Los hombres gritaron: «¡segunda sangre!», y Tog se volvió. Se acercó a los jefes jadeantes y manchados de sangre que descansaban en sus escudos—. El perro es tuyo, Gwyllog —afirmó con voz severa—. El asunto queda zanjado. No más sangre. —Luego se volvió a su hermano—. Dile a tus hombres que dejen sus armas aquí. —Señaló el suelo—. Pero mis hombres no lo harán. Verulamio es mi fuerte. Y además, os registraremos.
—¿Ha perdido el juicio? —susurró Cinnamo con enfado al oído de Caradoc—. ¡Cualquiera diría que somos icenos o brigantes!
—Manténte lejos, Mano de Hierro —gritó Togodumno—. Nada de secretos. —Movió la cabeza hacia uno de sus jefes y el hombre se acercó con rapidez a Caradoc, envainando su espada.
—Aléjate, Cin —ordenó Caradoc y Cinnamo dio dos pasos atrás, rígida y lentamente.
—Regístrale —ordenó Togodumno y el hombre se dobló con el rostro sereno e indiferente. Las manos exploraron el cinto de Caradoc, la túnica y el cabello. Después, el jefe meneó la cabeza y volvió a su lugar. Caradoc sintió que el color se le subía a la cara, pero se aferró a su compostura y apretó los dientes, deseando no haber venido. Togodumno le hizo un gesto ligero con la mano y desapareció a través de la puerta de pieles a sus espaldas. Caradoc le siguió, sintiéndose muy indefenso. Una palabra de Tog, y Cinnamo y Caelte morirían y él se convertiría en un rehén.
La habitación estaba seca y caldeada, pero muy sucia. Las armas y ropas de Tog yacían diseminadas por el suelo y la cama. Las llamas de una lámpara de aceite vacilaban enviando una columna de humo negro al techo; pues nadie se había molestado en limpiarla. Un trozo de carne de cerdo a medio comer descansaba en un charco de grasa sobre la mesa con una jarra de vino llena a su lado. Togodumno se acercó rápidamente a la mesa y sirvió dos copas, pero no le ofreció la bebida a Caradoc que tuvo que acercarse y tomar la suya. No brindaron. Vaciaron las copas en silencio, vertieron las heces en el suelo en honor al dios de Verulamio y luego las volvieron a llenar sin mirarse. Togodumno se dejó caer en una silla a la vez que le indicaba con irritación a su hermano:
—Oh, siéntate, Caradoc, y deja de espiarme por el rabillo del ojo. Cuéntame tu asunto y luego vete.
Pero Caradoc permaneció de pie, con la puerta a su derecha y el fuego a su izquierda. Sostenía la copa con firmeza en ambas manos y escrutaba el rostro apuesto y delgado frente a él. Sólo veía irritación y un destello de locura en los ojos castaños claros.
—Tuve un visitante extraño —comenzó al cabo de un momento. Tog no se movió. Seguía con la mirada fija y Caradoc supo que sus pensamientos se centraban en sus jefes armados fuera y en una matanza rápida y fácil. Decidió explicar la historia deprisa antes de que el cuerpo inquieto de Togodumno demandara acción—. Un espía romano vino a verme, Tog, un hombre vestido como un comerciante. Me dijo que tú planeas hacerme la guerra esta primavera. Me ofreció soldados y dinero para derrotarte. —Los ojos claros se oscurecieron con sorpresa. Togodumno parpadeó y se enderezó en la silla—. Me explicó que Roma está preocupada por el comercio con nosotros, y que si tú y yo peleáramos, y me vencieras, dejaría de haber comercio en esta zona. Dijo... dijo que tú eras veleidoso e indigno de confianza y que serías un rey de dudosa autoridad, desde el punto de vista de Roma.
Las últimas palabras irrumpieron precipitadamente en la habitación y revolotearon, luego se extinguieron con rapidez. Hubo una pausa larga y significativa. Entonces, Togodumno sonrió; los labios finos se abrieron y los dientes blancos destellaron hacia Caradoc. Empezó a reír. Se puso de pie y se tambaleó alrededor de la estancia, sosteniéndose el vientre. Se acercó, cayó sobre Caradoc y le envolvió con sus largos brazos, sofocándole con el cabello castaño y sin dejar de reír. Por fin, logró controlarse. Sirvió más vino y se sentó otra vez, con lágrimas de alegría en las mejillas. Caradoc lo contemplaba sin asombro. Conocía cada estado de ánimo de Tog, cada arranque de risa o de ira, uno a menudo seguía al otro, y sabía que lo único permanente que podía hallarse bajo las danzas erráticas y deslumbrantes del temperamento de su hermano era una inestabilidad total. Nadie estaba a salvo cerca de él. Su sensación de peligro se intensificó.
—¿Y por qué vienes corriendo a mi? —inquirió Tog, todavía agitado—. ¿Por qué no aceptar la oferta, Caradoc, y librarte de esta pesada carga? Es cierto, planeaba deshacerme de ti. Hasta he elegido el lugar donde colgará tu cabeza. Allí. —Señaló la puerta—. Junto a las pieles, así la podré tocar todos los días.
—¡Sabes por qué vine! —replicó Caradoc. Se sentó, apretando la copa con las manos—. Porque creo que a Roma le importa un comino quién sea rey en Camalodúnum. No creo que le preocupe tanto el comercio como para enviar a un maestro de espías a mis puertas. Hay otro motivo, pero quiero oírlo de tus labios para convencerme de que no estoy loco.
—Desde luego que no estás loco —convino Togodumno con sorpresa—. Y tienes toda la razón. ¿Quieres saber cómo lo sé? —Empezó a reír de nuevo y Caradoc suspiró, pero los sonidos chisporroteantes concluyeron y Togodumno bebió su vino con avidez—. Hace dos semanas, yo también tuve una visita, hermano mio. Un sujeto alto y delgado, con dedos largos que no paraban de acariciarse la mandíbula y con unos ojos como el granizo. Me dijo que estabas celoso de mi popularidad entre los jefes, y que habías decidido deshacerte de mi en la primavera. Me ofreció oro y soldados y un papel para firmar. Lo firmé sin vacilar.
—¡Tog! —La intuición de un destino fatal y amenazador volvió a sobrecogerle y llenó su mente de un temor aprensivo. O sea que estaba en lo cierto. Eurgain estaba en lo cierto. Al fin Roma volvía de nuevo hacia Albion su mirada de hierro—. ¿Por qué firmaste?
Tog se encogió de hombros alegremente.
—Necesito el oro. A los jefes les gusta que se les pague en oro por una guerra como la nuestra. En cuanto al resto, bien, ¿qué importancia tiene un pedazo de papel?
—Y después fue a verme a mí —murmuró Caradoc para sí. «¡Oh, qué astucia cruel! ¡Qué simple y perfecto!»
El regocijo abandonó el rostro de Tog y fue sustituido por una reflexión fría y seria.
—Los romanos esperaban enemistarnos, eso es obvio —dedujo—. Pero ¿por qué de esta manera? ¿Por qué no simplemente esperar y dejar que nos matáramos el uno al otro?
—Porque en lugar de eso podríamos firmar un tratado y luego pelear de nuevo y después firmar otro tratado —explicó Caradoc—. Y Roma no tiene tiempo para esperar. Tiene prisa.
Se miraron con la certeza común nacida entre ellos.
—¿Es posible? —aventuró Tog con suavidad—. ¿Y Adminio?
Caradoc le clavó una mirada fulminante. Su hermano no era ningún tonto, aunque ocultaba su sagacidad animal con cuidado.
—Supongo lo siguiente —dijo—. Las legiones vendrán en nombre de Adminio y nos conquistarán en nombre de Adminio, pero el césar también vendrá y reclamará Albion para sí. Roma está irritada, Tog. Ha resuelto que esta vez no habrá derrota ni marcha atrás.
—Fracasarán como lo hicieron antes todos esos tontos augustos —se mofó Tog—. Julio César fracasó, el loco Cayo fracasó... Han fracasado uno tras otro, Caradoc. Y este Claudio, este títere dócil y bibliófilo de los pretorianos, también fracasará. Somos invencibles. Que vengan. Y luego que huyan, diezmados y sin líder.
Caradoc sacudió la cabeza con lentitud y vigor.
—No se irán, Tog, esta vez, no. No pueden permitirse otra retirada.
—Entonces nos enfrentamos a la guerra. Qué lástima. Me moría de ganas de clavar tu cabeza en la pared.
Se sonrieron, alzaron las copas y bebieron.
—Vuelve a Camalodúnum, Tog —sugirió Caradoc—. Trae a tus jefes. Enviaremos emisarios, congregaremos a los señores. Debemos enviar espías a la costa.
Togodumno lo consideró con la cabeza ladeada.
—¿De veras planeabas hacerme la guerra, Caradoc? —preguntó con la quejumbrosa afectación de un niño. Caradoc lo negó con una sonrisa.
—No, Tog. El romano te mintió. Vuelve a casa.
—Entonces iré. Mañana mismo. ¿Cuánto tiempo tendremos que esperar?
Caradoc escudriñó el oscilante liquido rojo en su copa mientras la lluvia tamborileaba insolentemente en las paredes. Cuánto tiempo. ¿Una semana? ¿Una estación?
—No lo sé. Todo lo que sé es que vendrán.
Él, Cinnamo y Caelte cabalgaron de regreso a Camalodúnum y durmieron una vez más bajo los brazos negros, retorcidos y mojados de los robles. Cinnamo había iniciado una discusión acalorada mientras avanzaban pesada y lúgubremente por el sendero enfangado. Insistía en que Togodumno no iría a Camalodúnum. Togodumno había jurado lealtad a Roma y no tenía intenciones de ayudar a Caradoc. Conocedor de la aversión de Cinnamo por Tog, Caradoc lo refutó con paciencia, pero luego Cin añadió:
—Si llega a venir, señor, matadle mientras duerma, y estad en paz. Enfrentad a Roma sin el temor de que el cuchillo de Togodumno encuentre vuestra espalda.
Al oir su propio deseo expresado en toda su crudeza, en tono prosaico, Caradoc gritó:
—¡Mi honor vale más que mi vida! ¿Seguirían los jefes a un asesino sin precio de honor?
—Al menos deberíais tenerlo en cuenta. Yo lo haría por vos, si lo quisiérais.
La ira enmudecía a Caradoc, porque era demasiado fuerte y demasiado débil para librarse de su hermano.
—Tog conoce el riesgo —afirmó—. Estará preparado. Quiero que confie en mí o estaremos todos perdidos. ¿Dónde está tu juicio, Cin?
—Fuera, buscando el vuestro —replicó con acritud el joven de ojos verdes. Siguieron cabalgando en compañía del canto silencioso de Caelte y del murmullo de la lluvia.
De regreso en la fría y nublada aldea de Camalodúnum, antes de quitarse la ropa mojada, Caradoc mandó llamar a Vocorio y a Mocuxsoma.
Eurgain había salido a recibirle, tapada y encapuchada para protegerse de la humedad, y Gladys esperaba oir las noticias en el Gran Salón. Caradoc habló a sus hombres en voz baja, con Eurgain a su lado.
—Tomad cinco guerreros —ordenó—. id a la desembocadura del río y buscad al comerciante romano que estuvo aquí. Fearachar irá con vosotros. Él le reconocerá.
—¿Y cuando lo encontremos? —rugió Vocorio.
Caradoc alzó la vista al interminable cielo gris y el techo mojado y brillante del Gran Salón. Sentía la mano de Eurgain bajo su codo, el pulso en la garganta, la espada pesada contra su pierna. Entonces esbozó una sonrisa lenta, la mueca de un lobo al olfatear sangre, y sus hombres se encontraron mirando a los ojos taimados y rasgados de Cunobelin.
—Matadlo —respondió.