CAPITULO OCHO
Cazaron, comieron, rieron y bebieron; después marcharon a la guerra. La amenaza de Roma había sido como la cólera inofensiva de una ráfaga de viento de verano. Roma lo había intentado una vez más y había fracasado, y los señores catuvelaunos abandonaron su encierro. Togodumno y sus jefes juntaron a sus esposas, hijos y equipaje y partieron para Verulamio, acompañados de música y canciones estridentes. Caradoc delineó los últimos planes de su ataque a Verica y, entonces, a principios de la primavera, cuando los brotes de los manzanos se abrieron en flores blancas y aromáticas que perfumaban los pasillos del bosque y el sol tanteaba la tierra con dedos suaves y cálidos, Togodumno y él entraron en acción. Como una marea alta de fuerza y audacia juvenil, y con una seguridad desbordante, se lanzaron a través de las fronteras con sus hordas aullantes y embriagadas de sangre tras ellos. Los coritanos vacilaron, se dispersaron y huyeron. Verica, después de una lucha salvaje y desesperada al norte de la costa este, se embarcó y escapó furioso y derrotado a la Galia. Era sólo el comienzo. Durante el verano, los coritanos, acorralados en sus fortalezas del norte, se volvieron y combatieron a Togodumno con ferocidad y constancia, pero Caradoc pasó los meses de calor yendo de un lado a otro, tratando de encontrar los restos del clan de Verica que habían desaparecido en los bosques como copos de nieve.
En otoño, cuando los árboles se iluminaron de súbito con una magnificencia ardiente y ostentosa, ambos regresaron a Camalodúnum, bronceados, saludables y cansados, con los carros y las carretas rodando tras ellos, cargados con el botín, y las manadas y rebaños de animales robados antecediéndoles. Allí, en el Gran Salón, Togodumno y Caradoc se encontraron y se confundieron en un abrazo.
—¡Qué verano! —declaró Tog mientras se sentaban con las piernas cruzadas junto al fuego—. ¡Ah, Caradoc, ojalá nos hubieras visto! Esos coritanos saben pelear, después de todo. Los atacamos, los hicimos retroceder, cortamos a sus jefes en pedazos y luego los perseguimos en las colinas, pero se volvieron contra nosotros y ofrecieron una resistencia firme. Casi perdí la cabeza, ¿lo sabias? Un jefe enorme con cuernos de toro en su casco se me abalanzó desde su carro cuando yo estaba peleando en un foso. Me tiró al suelo pero logré zafarme. Meneó su espada en dirección a mi cuello mientras gruñía todo el tiempo como un oso, pero ¡ah! —Se echó el pelo hacia atrás y su brazo con brazaletes de bronce cortó el aire abarrotado de humo—. ¡Un golpe de espada y lo partí casi por la mitad! —Suspiró contento—. ¡Qué verano!
Los jefes se arremolinaron a su alrededor para contar sus propias historias y las mujeres parloteaban contentas, felices de estar de vuelta en sus hogares. Los niños corrían alrededor del Salón, perseguían a los perros o luchaban entre ellos. Los bardos afinaban sus arpas con expresiones pensativas y los ojos en las profundidades cavernosas del techo, mientras las canciones nuevas tomaban forma en sus mentes. Fearachar trajo vino y carne de cerdo caliente y reinó un silencio breve mientras los señores y sus asistentes comían.
—Dime, Tog —dijo Caradoc, y bebió un trago de vino caliente—, ¿crees que derrotaremos a los coritanos para la próxima estación? ¿Podremos mudar algunas de nuestras gentes allí el verano que viene, o los coritanos firmarán un tratado con los brigantes y se enfrentarán a nosotros la próxima primavera, mil veces más numerosos?
Togodumno masticó mientras reflexionaba.
—No lo sé. Los coritanos y los brigantes no se tienen simpatía y se pasan el día asaltándose mutuamente, pero quizás Aricia promueva un tratado sabiendo que planeo atacarla en cuanto haya dominado a los coritanos. Haría mejor en firmar un tratado con nosotros —sonrió—. Entonces podremos tomar Brigantia mientras ella sigue discutiendo sobre sus principios.
—Aricia lo sabe —respondió Caradoc—. Así que no firmará un tratado con nosotros. Creo que se sentará en un Consejo con los jueces de los coritanos y se enfrentarán a nosotros unidos.
Tog tragó lo que tenía en la boca.
—Entonces son estúpidos. Según lo que hemos oído, Aricia ha desechado cualquier principio que pudiera haber tenido, que no eran muchos, como tú mejor que nadie debería saber. Hablará con dulzura a los jueces y después, si tú y yo caemos derrotados..., ¡bang! —batió las palmas—, ella y ese salvaje marido suyo, Venutio, se abatirán sobre los coritanos como rayos y éstos lamentarán no haber aceptado nuestra dominación. —Levantó su copa y bebió mucho. Se secó la boca con la manga—. ¿Y qué hay de los atrebates? —inquirió—. ¿Cómo te fue con ellos?
—Verica huyó a Roma, como sabes —replicó Caradoc—, y su pueblo es inteligente. Se ocultan en los bosques y eluden la batalla. Para serte sincero —añadió con pesar—, me pasé el verano persiguiendo sombras. Pero creo que en la primavera mudaré algunas de las familias de los hombres libres al territorio de Verica y nombraré jefes a los hombres. La resistencia es tan dispersa y débil que podrán manejarla con facilidad.., en especial con el aliciente de enormes precios de honor. Entonces... —sonrío—. Entonces les llegará la hora a los dobunnos. Ya se pelean entre ellos; Boduoco aferrado al sur y los jefes renegados al norte. Debería ser fácil convertirlos a todos en catuvelaunos. —Togodumno y él se miraron con presunción—. Un imperio —añadió Caradoc en voz baja—. Hemos tenido un buen comienzo, Tog.
Algún día, toda Albion será regida por jefes catuvelaunos y tú y yo seremos más ricos que Séneca.
—Dicen que ni siquiera el césar es tan rico como Séneca —comentó Tog—. ¿Y los comerciantes, Caradoc? Muchos de ellos regresaron a su casa este verano porque el comercio no era bueno estando todos nosotros fuera. Tendremos que hacer algo al respecto.
Caradoc se encogió de hombros.
—Que se vayan. Cuanto más grandes seamos, menos tendremos que depender de Roma para aprovisionamos. Y cuando seamos lo bastante grandes, los comerciantes volverán atraídos por botines cien veces más valiosos.
—¡Cunobelin se reiría mucho si nos viera ahora! —Tog apuró el vino y se reclinó contra la pared. El grupo comenzó a acomodarse en el suelo—. Nuestros nombres serán temidos de una punta a la otra de la tierra. ¿Y qué hay de los durotriges, Caradoc, y los hombres del oeste? ¿Los reservamos para el final?
Caradoc se estremeció.
—Los dejaremos. Ni siquiera Cunobelin se atrevía a enfurecer a los hombres del Oeste; luchan como si el Cuervo de la Batalla viviera en cada uno de ellos. En cuanto a los durotriges... —frunció el entrecejo—, primero los cornovios, Tog, y después ya veremos. Tenemos que ser mucho más poderosos si queremos trabar combate con ellos.
La conversación había decaído en un murmullo débil. Las copas se volvieron a llenar, los niños fueron llevados a la cama, y Eurgain se acercó y se sentó entre Caradoc y Cinnamo. Caradoc le pasó un brazo por los hombros y la besó en la mejilla.
—Ahora oiremos las historias del verano —le dijo—. ¿Te alegra estar de nuevo en casa, Eurgain? —Ella asintió y apoyó la cabeza en su hombro.
Caradoc llamó a Caelte. El bardo se levantó y descolgó el arpa; se hizo silencio. Había recibido una lanzada en el hombro y todavía lo cuidaba moviéndose con delicadeza, pero sus dedos, capaces de arrancar música de su pequeño instrumento como el paso raudo del viento entre las copas de los árboles, estaban intactos. Tiró de las cuerdas, tensó una, sonrió al público y se aclaró la garganta.
—Gente de la tribu —dijo en voz baja—. Esta noche os cantaré sobre Caradoc el Magnifico y la deshonra de Verica.
—Mi bardo me ha compuesto una canción que dura una hora —susurró Togodumno a Eurgain, pero ella no le miró. Mostraba una sonrisa distante y cortés mientras la voz dulce y aguda de Caelte se alzaba como una alondra al levantar el vuelo de los prados de verano.
Caelte, el bardo de Togodumno y la gente cantaron toda la noche. Después de que el verano hubo desfilado frente a ellos y flotado por sus mentes en el aliento tibio de Caelte, pidieron las canciones de Cunobelin y de Tasciovano, y aún querían más. La historia de Julio César y Cassivellauno los hizo reír. Las canciones inquietantes y olvidadas de sus antepasados, apenas entendidas, los colmaron de una nostalgia apasionada, y lloraron. Un sentimiento intenso y conmovedor palpitaba en el Salón, una nube ondulante que se curvaba con el humo de la leña alrededor de todos, impregnaba las almas. El fuego fue alimentado una y otra vez y las llamas rojas se elevaban en las alas de la melodía, dulce o amarga, melancólica o dura. Los toneles de vino se vaciaron. El sudor se deslizaba por los rostros de los bardos y sus dedos se calentaron; pero la música adquirió su propio poder y los dejó mudos al final, sólo capaces de seguirla vacilando adonde su manto multicolor los rozaba a su paso. Luego Togodumno gritó:
—El barco, Caelte, El barco.
Y los demás hicieron suya la petición:
—¡El barco, oh, por favor, maestro, El barco!
Caelte sacudió la cabeza. Le dolía la garganta y tenía el rostro mojado, pero la petición persistió y finalmente esgrimió una sonrisa torcida. Un profundo silencio descendió al instante.
—El barco —anunció con voz ronca y comenzó. Después de las primeras notas ásperas, su voz cobró fuerza en una inhumana y hermosa cadencia de dolor.
Había un barco de velas rojas y sedosas,
descansaba tranquilo en un mar dorado
y en derredor, las gaviotas, ágiles, planeaban, graznaban...
Él se erguía como piedra sobre la cubierta,
como dioses de antaño, el viento de la tarde
jugaba en su cabello, y el sol en su rostro.
Contemplaba la orilla cubierta de algas marinas,
el ondulante sendero de plata que bajaba del bosque
ya salpicado de estanques de luz líquida.
Ella no venía, no venia,
yacía bajo los robles, soñaba,
entre sus dedos crecían las celidonias amarillas.
El sol se apagó, las estrellas pendían blancas,
y él todavía esperaba, muriendo en la oscuridad,
y ella todavía yacía, piernas blancas sobre la hierba,
hasta que los vientos del mar inflaron las velas crujientes,
y el océano se lo llevó en su marea susurrante.
Togodumno abrió los ojos mientras Caelte inclinaba la cabeza, se secaba la frente y se dejaba caer al suelo.
—Ah —suspiró—. Es bueno estar vivo, ¿no, Caradoc? De haber sido Cerdic, habría abandonado el barco con mis jefes, luego habría atacado la aldea y cortado al miserable padre de ella en mil pedacitos. Después me habría llevado el cuerpo de ella y la habría sumergido conmigo en el océano.
—Pero Cerdic no sabia que ella estaba muerta —contestó Caradoc con un oído dirigido a su hermano mientras Aricia se retorcía en sus entrañas: tendida bajo los robles, con el cabello negro desplegado sobre la hierba y la boca roja abierta bajo la de él. Eurgain se movió, se sentó derecha y bostezó.
La gente comenzó a salir.
—Podría dormir un día entero —murmuró—. Pero fue una bonita bienvenida. —Ella y Caradoc desearon las buenas noches y se marcharon, acompañados de Fearachar, Cinnamo y un Caelte rezagado y cansado. Pero Togodumno siguió acostado en las pieles junto al fuego; observaba soñoliento las brasas que se oscurecían y apagaban, y pensaba en Aricia y en las batallas futuras.