CAPITULO 34
El día era fresco y soleado. Boudicca, Prasutugas y su séquito de jefes con capas brillantes cruzaron la frontera que separaba Icenia de las extensiones norteñas de lo que había sido territorio catuvelauno. Allí se encontraron con una escolta militar que los esperaba. Camalodúnum y el nuevo gobernador se hallaban a tres días de viaje, dos si apresuraban la marcha, pero no tenían prisa. El gobernador les había invitado a cenar y a visitar la aldea para que pudieran conocerle. La invitación, enviada a través de un mensajero especial, había sido muy cortés, pero cuando Boudicca la escuchó de pie en el salón del Consejo, supo que no podían elegir y que ese Suetonio Paulino, que sólo hacía un mes que estaba en Albion, deseaba estudiarlos.
—Me pregunto si estará muerto antes de que lleguemos allí —había comentado con malicia esa noche a su esposo. Prasutugas sonrió a su pesar.
—¿Por qué habría de estarlo? ¿Crees que los espías de Venutio se han vuelto tan eficientes que pueden asesinar a un gobernador en su propia aldea? Desde la ejecución de ese hombre que había sido un empleado de confianza de la administración durante años, el que escuchaba los secretos de cada secretario empleado en Camalodúnum, los romanos han estrechado la seguridad. ¡Qué golpe debió de haber sido su muerte para los rebeldes!
—Para Roma también. ¡Cómo se agitaron al descubrir sedición dentro de los sagrados recintos del pretorio! Pero no estaba pensando en un asesinato, Prasutugas. —Se sentó en la cama y recogió su peine—. Mira lo que le ocurrió a Nepos. El emperador lo elige con el mayor de los cuidados y él promete a Nerón un éxito total en Albion al cabo de tres años. Es joven, capaz, el favorito de la plebe romana; y está lleno de ambición. Desembarca en Londinium para reemplazar a Galo con toda la confianza del mundo. —Empezó a pasar el peine por sus rebeldes mechones rizados—. Pero entonces cae enfermo en Albion. Un año después, está muerto como un carnero. ¡Qué alboroto en Camalodúnum! ¡Cuánto desconcierto en Roma! Con un poco de suerte, el nuevo gobernador también contraerá las fiebres.
—Pero no antes de que hayamos tenido el placer de ser observados por él.
Boudicca sacudió su cabello hacia atrás y dejó el peine. El tono de voz de su marido la hizo sonreír.
—¡Prasutugas! ¡No me digas que quieres quedarte en casa!
Para su sorpresa, él asintió.
—Sí. —El tranquilo reconocimiento hizo descender una sombra entre ellos y la conocida ansiedad surgió para borrar la sonrisa de Boudicca.
—Es tu herida, ¿verdad?
—A veces pienso que no podré aguantar más este dolor —contestó—. Solía sentirlo cuando el clima era frío o húmedo, pero ahora parece que me duele todo el tiempo, como un diente podrido. No puedo recordar los días en que podía cazar o correr con los perros. Debo hacerme a la idea, Boudicca. Creo que esta herida me matará.
«Yo ya me hice a la idea hace mucho —pensó ella, sentada y con la vista baja. No sabía qué decirle—. Hubo un tiempo en que me valía de esa certeza para reñir contigo, pero ya no. Sólo alguien sin piedad sería tan cruel, puesto que veo que la muerte te ronda todos los días.»
—¿Quieres que vaya sola y presente tus disculpas a Paulino? —aventuró en voz alta.
—Gracias —repuso él con suavidad—. Gracias, querida. ¡Cómo te cuesta disimular tus sentimientos! Te molestaría mucho ir a Camalodúnum sola y, sin embargo, sé que lo harías por mí. No, Boudicca, debo realizar el viaje. No quiero que el gobernador diga que asumo con ligereza mi lealtad a Roma. —Ella no había dicho nada más, pero al observarle, pálido y encorvado en el caballo y con los ojos en la escolta romana que se acercaba, se maldijo a sí misma por no haber insistido en que se quedara en la comodidad soleada de la aldea. Parecía estar a punto de derrumbarse, pero Boudicca sabía que no le convenía intervenir hasta que él reclamara su ayuda. El oficial y la caballería se aproximaron y les saludaron.
—Soy Julio Agrícola, el segundo del gobernador —anunció con tono alegre—. El gobernador os saluda y yo también. —Sostuvo un momento las miradas de ambos, pero no los escudriñó como hubiera deseado. Había estado de pie junto a Paulino mientras Cato Deciano, el procurador, mostraba al gobernador las cifras que revelaban la seguridad y prosperidad de Icenia. Ninguna otra tribu pagaba impuestos tan elevados cada año, pero ninguna otra tribu podía jactarse de que sus hombres libres vivieran como jefes y que hasta sus campesinos pudieran costearse vino importado y artículos de cerámica. Había leído los informes sobre la casa gobernante de Icenia. El rey era sabio y amable y estaba comprometido de lleno con la paz; su esposa era impetuosa, descortés y abiertamente hostil a todo, desde el vino romano hasta la moneda romana. No obstante, el matrimonio había funcionado durante dieciséis años y Agrícola estaba intrigado. Había recibido con beneplácito la sugerencia del comandante de que sería beneficioso que la pareja fuera a Colchester y se preguntó si Paulino también estaría interesado en esa extraña unión, pero luego rechazó la idea. La especulación, a menos que fuera una reflexión militar práctica, no era uno de los pasatiempos del gobernador.
La reina brigante, Cartimandua, ya había sido huésped del gobernador.
Después del lenguaje ambiguo y las incesantes indirectas de Aricia, Agrícola esperaba con ansiedad el famoso ingenio abrasivo y varonil de la dama icena. Lo que veía le desilusionó, y la respuesta de ella a su saludo intensificó la decepción. No parecía un hombre vestido de mujer. Era ciertamente alta y corpulenta, pero el movimiento de sus muñecas era grácil y los rizos ondulados de cabello rojo que escapaban de las cuatro trenzas se agitaban contra un rostro que no era áspero ni severo. Los ojos castaños, castigados por la edad en las comisuras, le miraban con cortesía pero también con indiferencia, y la boca grande sonreía con cordialidad en tanto ella le agradecía sus palabras. Su esposo parecía enfermo. Las facciones hermosas y serenas estaban deslucidas, y las arrugas alrededor de la boca eran producto del dolor.
Parecía mucho más viejo que ella, aunque Agrícola sabía que no era así. Su cabello rubio suelto era demasiado gris para un hombre que apenas comenzaba a acercarse a la edad madura.
«Habéis tenido una vida dura —pensó el romano con sorpresa—. Los años os han deparado más sufrimiento que a vuestra esposa. Qué extraño.»
Cabalgaron juntos durante varias horas. Se detuvieron y comieron bajo los árboles y luego prosiguieron la marcha, intercambiando trivialidades. La desilusión inicial que Agrícola había experimentado con respecto a Boudicca comenzó a desaparecer de forma gradual. Mantener una conversación con ella era como probar con cautela el agua puesta a hervir..., uno nunca sabía si se quemaría los dedos. Boudicca respondía a cada pregunta con decisión y franqueza, su voz grave ronroneaba o chirriaba, y expresaba sus pensamientos sin subterfugios femeninos o intentos de evasión. Agrícola comenzó a entender por qué se la solía describir como varonil. Lo era, pero no de un modo desagradable. No se sentía cautivado, y ella no era el tipo de mujer que cautivaría a un hombre. Pero si estaba muy impresionado. Notó que cabalgaba muy cerca de su esposo y que tanto sus ojos como los de sus jefes silenciosos se posaban en él todo el tiempo. Prasutugas no hablaba mucho. Parecía que le costaba mucho esfuerzo pronunciar las palabras y, en una ocasión, cuando su caballo tropezó y lo sobresaltó, se quedó sin aliento.
Agrícola decidió acampar durante la noche y ordenó que se montaran las tiendas. El otoño se tornaría pronto en invierno y aunque los mediodías eran cálidos, las mañanas y los atardeceres transformaban el aliento en vapor y enrojecían las narices y los nudillos. Se encendió una gran fogata. Los criados prepararon comida caliente y entibiaron el vino. Prasutugas lo bebió agradecido y con los ojos cerrados, pero Boudicca lo rechazó con rudeza y permaneció sentada con las piernas cruzadas sobre el suelo, atragantándose con aguamiel helada con un placer tan evidente que rayaba en el descaro.
Cuando cayó la noche y la compañía se retiró a sus tiendas, Agrícola se quedó junto al fuego con su asistente, observando el haz de luz de la lámpara de la pareja icena que se filtraba por debajo de la entrada de la tienda. A media mañana, llegaron a un destacamento de trabajo. El camino se había acabado al pie de una colina muy arbolada, pero había esclavos trinobantes semidesnudos, con argollas rodeándoles el cuello, gruñendo bajo el peso de grandes bloques de piedra. El supervisor estaba de pie junto a ellos, látigo en mano.
—El sendero original pasaba por encima de la colina —les explicó Agrícola— y nuestro camino terminaba al pie y continuaba al otro lado. Pero como podéis ver, hemos decidido unirlo. Se han talado los árboles para despejar el terreno, luego se ha levantado el terraplén y se han cavado las zanjas. Pero me temo que tendremos que desviarnos, aunque no demasiado.
Giró el caballo bajo los árboles que marcaban el camino y Prasutugas le siguió. Pero Boudicca y Lovernio se quedaron; no podían moverse. Tenían la vista clavada en las espaldas morenas sudadas y dobladas bajo pesos que ningún hombre libre tocaría. Los esclavos subían el terraplén con paso vacilante, de dos en dos, y arrastraban, empujaban y acarreaban las planchas entre ellos. Los músculos de sus piernas se hinchaban con el esfuerzo y los tendones de sus espaldas anchas sobresalían como sogas. Una mata de cabello negro enredado ocultaba cada rostro. Las cabezas de los trinobantes estaban tan inclinadas como sus espaldas desgarradas y Boudicca, al examinarlos despacio, vio a tres o cuatro catuvelaunos entre ellos, el cabello rubio y castaño atado con descuido detrás y la piel dorada como la miel. La compasión y la ira florecieron en su estómago; aunque hubiera querido seguir andando, no habría podido. Por fin, su presencia fue advertida. Uno de los esclavos levantó la cabeza para enjugarse el rostro y los vio. Se quedó quieto al instante y su compañero alzó la cabeza también. Pronto, cinco o seis de ellos escudriñaban con fijeza a la dama vestida de verde y a su bardo. Había tanto odio en sus ojos, tanto desprecio feroz, que Boudicca se paralizó. El centurión se acercó de inmediato y el látigo silbó y cayó. Pero los hombres no se movieron y su rencor mudo y ardiente azotaba a los icenos. Finalmente, Boudicca logró hablar.
—Decidme, centurión —manifestó—. ¿Estos hombres cavaron las zanjas y levantaron el terraplén?
—Así es —contestó el hombre con desgana.
—¿Y qué están haciendo con las rocas?
El romano la fulminó con una mirada airada y le contestó como si fuera tonta.
—Están tendiendo el lecho para el camino.
—¿Y qué sucederá después?
El hombre suspiró pero decidió responder.
—El lecho se recubre con más roca, que se tritura muy pequeña, y con pedernal y escoria de las viejas minas de los catuvelaunos.
—Entiendo. ¿Estos hombres triturarán la piedra y desparramarán la grava sobre el camino?
—¡Por supuesto! —replicó el soldado—. ¡Avanzad, señora!
—Entiendo —repitió Boudicca, consciente todo el tiempo de los ojos devoradores y los oídos atentos—. ¿Seríais tan amable de decirme quién usará el camino?
El centurión rugió con exasperacion.
—Los correos, los comerciantes, los legionarios, los...
—Ah, sí, sí —le interrumpió con voz clara e inconfundible—. Comprendo. Gracias. —El soldado hizo un ademán para que prosiguiera su camino y ella hizo girar el caballo para entrar bajo los árboles, pero no antes de que un murmullo de alegría se extendiera de boca en boca entre los trinobantes encadenados. El látigo cortó el aire. El centurión maldijo y los hombres se agacharon de mala gana para continuar su trabajo. Pero muchos de ellos sonreían y ya trataban de recordar la broma para propagarla entre sus compañeros cuando regresaran al poblado a beber la sopa de la noche. Boudicca se apresuró para alcanzar a Prasutugas y a Agrícola. Permaneció callada de una manera notable durante el resto del día.
Poco antes del atardecer del tercer día, detuvieron los caballos y contemplaron Camalodúnum. Boudicca intentó encajar el recuerdo de su última visita a la aldea, con ocasión de la consagración del templo de Claudio, con la escena tranquila debajo de ella, pero por algún motivo no logró hacerlo.
—Ha cambiado —dijo casi para sus adentros—. La aldea ha crecido, por supuesto, y sin embargo...
—Tal vez la visteis cuando el bosque se erguía cerca de ella —aventuró Agrícola— Hemos despejado mucho terreno o, mejor dicho, los nativos han despejado mucho terreno, y hay más hectáreas cultivadas.
—Sí —convino ella con lentitud, y la mirada todavía fija en la luz del sol larga y suave que se derramaba de soslayo sobre las praderas cubiertas de tocones—. Hay más espacio alrededor de la aldea. ¡Pero los campos sembrados son tan grandes!
—Nuestros arados son más grandes y más pesados que los vuestros —contestó el romano con cortesía—. Por lo tanto, los campos deben ser más largos. Pueden trabajar el suelo arcilloso, mientras que los vuestros no.
Boudicca volvió la cabeza y le sonrió con malicia en los ojos.
—Por supuesto que los campos han de ser más largos —repuso—. Por supuesto que la tierra debe ser despejada. Más tierra cultivada significa cosechas más abundantes, más grano para Roma y las legiones, más dinero en el bolsillo del procurador.
—Muy cierto, señora —replicó Agrícola, rápido como el rayo—. Pero lo que es bueno para Roma es inevitablemente bueno para sus súbditos nativos. Más granos para llenar los vientres de todos.
—Más granos que sin duda aseguran una provisión ilimitada de nativos saludables para trabajar encadenados en los caminos —replicó Boudicca, y por primera vez sintió furia.
Agrícola dejó de sonreír.
—Prosigamos —sugirió lacónicamente—. El gobernador nos espera a cenar después de la puesta del sol. —Espoleó su caballo y se alejó delante de ella por el camino. Prasutugas lanzó una mirada entre divertida y amonestadora a su esposa y ella arrugó la nariz, alzó la cabeza y trotó detrás de él hacia las puertas custodiadas.
Se hospedaron en una casa espaciosa detrás del foro y un Agrícola exasperado tuvo que observar a los jefes levantar sus tiendas en el jardín ordenado y lleno de árboles. Les había ofrecido alojamiento en otro sitio, pero se negaron a abandonar a su rey. Cuando se despidió del señor y su esposa, ya estaban esparciendo sus pertenencias sobre la hierba seca, y pisoteando los parterres de rosas bien cuidados.
—Un asistente vendrá dentro de una hora para escoltaros al comedor —les informó—. Mientras tanto, los criados se encargarán de que estéis cómodos. —Arrojó una mirada desconsolada en dirección al jardín y se marchó. Prasutugas dejó la puerta y caminó por el suelo de baldosas rojas y blancas hasta donde Boudicca estudiaba el diminuto estanque que se abría en el suelo con las manos en las caderas.
—Es demasiado grande para cocinar, demasiado pequeño para nadar y jamás se podrían criar en él peces lo suficientemente grandes para podérselos comer —comentó—. Por lo tanto, no sirve para nada.
—Es simplemente para contemplarlo —respondió su esposo—. Me gusta, Boudicca. Tus collares tampoco sirven para nada, pero son hermosos y deleitan el alma con sus diseños intrincados. Este estanque es lo mismo.
—Preferiría sentarme junto a agua que fluyera viva, con el sol sobre ella. Mi voz resuena en este lugar, Prasutugas, como si estuviera en un templo al que no pertenezco. Lo odio. ¿De quién supones que será esta casa? La calle entera se debió de construir después de que nosotros viniéramos aquí la última vez. ¡Y las fuentes! Las vislumbré a través del arco cuando pasamos por el foro. ¡Fuentes en Camalodúnum!
—Colchester. Ahora es Colchester, Boudicca, y no lo olvides. Creo que la han embellecido mucho y que será más hermosa aún con el correr de los años. Algún día, nuestra propia aldea se verá así.
—¡Andrasta! —Un comentario mordaz subió a su lengua, pero al notar la preocupación de él, abandonó el estanque y le condujo debajo de las pequeñas columnas donde un criado estaba encendiendo las lámparas—. Estás cansado. Se nota. ¿Dónde se supone que uno debe sentarse?
La habitación estaba en penumbra. Carecía casi por completo de muebles y tenía tapices de brocado y lino cuyos estampados se tornaban indefinidos bajo la luz mortecina. Una mesa de roble oscuro ocupaba el centro de la estancia. Había varios taburetes plegables dispersos y un silloncito de mimbre lleno de almohadones y con una funda de lana suntuosa que colgaba hasta el suelo. Boudicca se aproximó y lo arrastró hasta la luz de la lámpara, decidida a no permitir que la inmensa sala con sus sombras largas e indistintas la intimidara. Pero cuando su esposo se dejó caer en el triclinio, de pronto añoró la comodidad de su pequeña casa de madera y su hospitalidad sencilla.
—¿De quién es esta casa? —inquirió al criado.
—De un comerciante y constructor de barcos —respondió—. Está en Roma en este momento, señora, y autorizó al gobernador a alojar huéspedes aquí.
—Muy generoso de su parte. ¿Y vive solo en este lugar? ¡Qué egoísta! Ve a buscar a los jefes. Quiero que se queden aquí hasta que mi esposo y yo regresemos. —El criado hizo una reverencia rígida y un tanto despectiva. Prasutugas dijo:
—No seas tonta, Boudicca. Nadie va a escabullirse aquí dentro y ocultarse mientras cenamos.
Ella no le hizo caso. Con una seña al otro criado, se marchó.
—Ayúdale a vestirse —le ordenó—. Me cambiaré de ropa, Prasutugas. Enseguida vuelvo. Mis pies están calientes y las paredes despiden calor. ¡Priscila estaría encantada con este lujo!
El dormitorio también estaba iluminado. Las lámparas resplandecían con suavidad sobre sus bases de madera y sobre una mesa junto a la cama, había unos botes pequeños y frágiles. Boudicca cogió uno y le quitó el tapón. Un perfume penetrante y persistente invadió su nariz. Estornudó y lo volvió a poner en su sitio para tomar otro. Un bote ancho de mármol verde y blanco con un aceite espeso que también flotó intensa y empalagosamente en el aire. Sonrió. «El comerciante no tendrá familia —pensó con humor—, pero no vive solo.» Se desvistió con rapidez y luego apareció una muchacha joven, como si la hubieran llamado.
—¿Deseáis tomar un baño, señora? —preguntó, pero Boudicca, de pronto cansada y desanimada, se limitó a pedir una palangana de agua caliente.
«Quiero irme a casa —pensó, y no se refería a los pantanos húmedos y poblados de pájaros de Icenia—. ¿Qué tiene que ver con mi Albion esta forma de vida extraña y ajena?» Oyó a los jefes que cruzaban la galería cerrada.
Sus voces sonaban fuertes y excitadas y sus pies torpes y pesados en el ambiente exquisitamente refinado de la casa. «Somos como caballos salvajes... desgreñados, feos, tímidos, orgullosos e ingenuos en nuestra simplicidad. Nos acicalan y entrenan para ponernos en las cuadras de un rey opulento cuyos caballos son criados con delicadeza y adornados en extremo. No entendemos qué nos está ocurriendo, ni siquiera Prasutugas, que es capaz de inclinarse con cualquier viento.» Le trajeron el agua, humeante y mezclada con otra fragancia extraña y, cuando la muchacha se movió para lavarla, Boudicca le ordenó que se retirara. Una vez que se hubo quitado la suciedad del viaje, se vistió deprisa. Escuchaba las carcajadas masculinas en torno a Prasutugas y el susurro apagado del arpa de Lovernio. Mientras tomaba sus joyas y dejaba la habitación, tuvo que admitir que nunca antes había estado tan cerca de sentir timidez.
Una hora después, un joven oficial se presentó en la puerta con una escolta de cuatro centuriones, y Prasutugas y Boudicca abandonaron la casa y caminaron con él en la noche ventosa. Las hojas arrancadas de los árboles que se alineaban a lo largo de la calle flotaban alrededor de ellos, secas y curvadas. Boudicca alzó la vista y se ciñó la capa. La luna pendía hinchada en la negrura como si su peso fuera a derribarla y nubes raudas la atravesaban, pero ella sabía que no llovería. El aire olía tan seco como las hojas que se enredaban en su cabello. Al final de la calle, el grupo viró a la izquierda y siguió la pared de piedra que rodeaba el foro. Pasaron bajo el arco que los invitó a entrar a una plaza pavimentada que se abría en tres de sus lados a edificios de piedra sólida y madera. La fuente en el centro arrojaba agua oscura en su pequeña pila y la lluvia de hojas otoñales se elevaba sobre las paredes para chirriar y susurrar sobre el patio y apilarse en los escalones del templo cuyas columnas de mármol plateado se alzaban altas y rectas. Los ojos de Boudicca las siguieron hasta el techo en ángulo y, de repente, se estremeció. La luna se elevaba sobre el techo, pero entre la luna y la sombra compacta del techo, las nubes se disiparon y éste pareció inclinarse hacia ella. Se doblaba, caía pero no caía, y Boudicca se tambaleó, avasallada por aquel dominio descendente. La mano del oficial se extendió de inmediato y ella se lo agradeció con aire ausente. Los centinelas que estaban frente al templo no se movieron.
—No hemos podido encender las antorchas en el foro por culpa del viento —se disculpó el joven—, pero mañana lo veréis mejor, a la luz del día. Aquélla es la oficina del alcalde —señaló—. Es un nativo, un catuvelauno, aunque ahora es un ciudadano romano, por supuesto, y desempeña bien su tarea. Las oficinas de la administración civil se encuentran en el mismo edificio. Al lado —continuó, y su brazo giró hacia la izquierda— están los tribunales de justicia donde se llevan a cabo los juicios civiles. Las legiones poseen su propio sistema de justicia. El gobernador y el procurador comparten el edificio contiguo, el pretorio. El templo no necesita explicación. Aquel edificio todavía en obras está siendo construido por los comerciantes, ya que necesitan un lugar donde reunirse.
—¿Dónde estuvo prisionero Caradoc? —Boudicca casi tuvo que gritar sobre el sonido lastimoso del viento.
El oficial la miró con indecisión.
—Eh...
—Caradoc, el arvirago —le preguntó con impaciencia, y oyó que Prasutugas suspiraba a su lado.
—Ese grupo de celdas fue demolido —respondió el hombre con frialdad—. Ahora, la prisión está dentro del muro de la aldea, pero hay tres celdas en los tribunales de justicia para los prisioneros importantes.
—¿Dónde quedan los baños públicos? —se apresuró a intervenir Prasutugas.
—Todavía están en construcción, fuera del muro y cerca del río. También se planea construir un anfiteatro, pero aún no se ha preparado el terreno.
«¿No hay suficientes esclavos nativos?» iba a preguntar Boudicca, pero se lo pensó mejor; pasaron por delante de los escalones del templo, arrastrando los pies entre las hojas quebradizas, y después giraron detrás del pretorio. Allí había más casas, todavía resguardadas por el muro del foro, donde vivían el gobernador, el procurador y el personal militar y civil de mayor rango. Era un sitio tranquilo de noche, pero de día debía de ser muy bullicioso, pensó ella. Llegaron a una puerta de roble maciza flanqueada por guardias. Éstos la abrieron y el grupo ingresó en una atmósfera caldeada e iluminada por lámparas. Criados callados y discretos como las baldosas azules y grises bajo sus pies tomaron sus capas y el joven oficial les deseó las buenas noches con un murmullo y desapareció. Agrícola se acercó. Tenía los brazos desnudos y los dedos llenos de anillos. Su toga crujía al rozar con sus sandalias.
—¡No era mi intención que volarais con el viento! —declaró con alegría—. ¡Vaya recibimiento! Pero venid. El gobernador os espera.
Boudicca se quitó una hoja muerta del cabello y en el instante en que Agrícola se volvió, le susurró a Prasutugas:
—¿Cuándo debo empezar a gruñir y a maldecir? ¿Tengo que esperar a que todos estemos semiatontados por el vino? No quiero desilusionar a nuestro nuevo gobernador.
A modo de respuesta, recibió un beso rápido.
—Nadie podría desilusionarse de ti, no importa lo que hagas —masculló. Ella le tomó del brazo y avanzaron juntos detrás de Agrícola.
La casa no era un palacio pero, al igual que la vivienda del comerciante, estaba diseñada de manera que al cerrar la puerta se dejaban fuera las penurias y peligros de una provincia lejana y extraña. Pequeñas columnas de madera bien espaciadas se erguían desde los suelos de baldosas azules, grises, amarillas y del color del ante. Varias sillas plegables cubiertas con un género rojo cálido resaltaban contra un trasfondo de cortinajes verdes. Cabezas esculpidas ocupaban discretamente pequeños nichos que fueron dejando atrás y Boudicca no sabía si eran dioses o los antepasados del gobernador.
Baúles de madera lisa se apoyaban contra las paredes y patas de animales innombrables sostenían mesas bajas y pesadas. Una profusión de almohadones y tapices convertía la casa apenas amueblada y casi austera en un sitio alegre y cómodo. Los criados entraban y salían de las sombras y llevaban consigo un olor a comida caliente y a aceite perfumado de las lámparas. Los ojos de Boudicca estudiaron aquellas paredes donde Paulino ya había estampado su personalidad. Allí colgaban recuerdos de su gobierno en Mauritania: espadas raras y curvas enfundadas en vainas de oro adornadas con filigranas, armaduras hechas con cueros de caballo, cuchillos cuyos mangos destellaban con gemas color rojo sangre que ella nunca había visto antes.
Sus dedos experimentaron un anhelo profundo. Se acercaron al atrio donde un estanque yacía plácidamente en la oscuridad y el viento los azotó desde su sombra antes de que lo atravesaran y se detuvieran por fin en una sala muy iluminada y colmada de esclavos. La mesa estaba puesta y la vajilla de plata refulgía. Los triclinios que la rodeaban eran de damasco y más brocado, con almohadones suaves azul y escarlata. Pero Boudicca apenas tuvo tiempo de detenerse, un hombre se aproximaba a ellos, extendía un brazo cargado de oro y llevaba una toga ribeteada de púrpura que flotaba con su cuerpo grueso y poderoso y sandalias en sus pies grandes que golpeaban sobre las baldosas. Su sonrisa apareció y desapareció, una señal frugal de cortesía, pero cuando Boudicca tomó su muñeca, supo que la pequeña concesión a los buenos modales no era una afrenta deliberada. Ese romano no era un animal social. No realizaba su trabajo en las habitaciones saturadas de vino y perfume donde las ambiciones se realizaban con sutileza y, aunque pudiera ser el anfitrión perfecto, aunque la sangre azul de la aristocracia romana fluyera por sus venas, era un soldado de carrera.
—Bienvenidos, bienvenidos —manifestó y, antes de que desviara la vista de Boudicca a Prasutugas, un destello de humor en sus ojos advirtió a Boudicca que no había mucho sobre ella que él ignorara—. He aguardado con ansiedad esta oportunidad que me brindáis para hablar con vosotros, y es un alivio para mí hacer a un lado las obligaciones y permitirme este placer. Espero que vuestro alojamiento os resulte confortable.
Prasutugas respondió con serenidad, preguntó por sus impresiones sobre Albion y alguien colocó una copa con delicadeza en la mano de Boudicca. Agrícola la escoltó al interior de la habitación.
—Estáis temblando —comentó—. ¿Tenéis frío, Boudicca? Acercaos a la pared.
—No, no —repuso ella con una sonrisa ausente—. No tengo frío; de hecho, vuestra calefacción me resulta agobiante. Quizá sólo esté cansada del largo viaje. Y también hambrienta.
—Pronto comeremos. Creo que se servirá cordero iceno y el gobernador está muy orgulloso de haber podido conseguir un barril de aguamiel, sólo para vos.
—¡Qué hombre más detallista! —exclamó ella—. Lástima que no pueda satisfacer mis otros gustos.
—Estoy seguro de que le afligiría mucho que carecierais de algo durante vuestra estancia aquí, señora. Pero supongo que estáis hablando de gustos que ni siquiera un gobernador puede satisfacer, ¿verdad?
Boudicca, sorprendida, le miró a los ojos. Era joven y apuesto, pero por primera vez se dio cuenta de que también era inteligente y que le había quitado el aguijón mucho antes de que ella se preparara para atacar.
«Estos dos hacen un buen equipo —pensó—, combinan a la perfección, tal como lo hacían Aulo Plautio y su segundo, Pudens.» El temor la sobrecogió. Estaba confundida, aunque no sabía por qué. Oyó que Prasutugas reía, no una risa cortés, sino un grito profundo y saludable, y Agrícola le sonrió a los ojos y bebió su vino. «Me han vencido, ya nos han vencido. ¿Serán éstos los hombres que derrotarán al oeste?», pensó. Por fin, respondió con un respeto renuente.
—Sabéis que sí y no tengo duda de que el gobernador conoce bien cada uno de mis pequeños anhelos. Muy bien, no estropearé la velada.
—Ah, señora —protestó él y sus ojos se iluminaron todavía más—. ¿Jamás os sentís tentada a vivir de acuerdo con vuestra temible reputación?
—Tal vez lo haga algún día —convino con ligereza—, pero hasta entonces, me contento con proveeros a vosotros, romanos, de las mejores bromas de Albion. Contadme qué ha hecho el gobernador desde su llegada, además de reponerse de un fuerte resfriado, por supuesto.
—¿Qué os hace pensar que ha estado resfriado?
—El hecho de que muchos de nuestros gobernadores no hayan sido capaces de adaptarse al clima único de Albion.
Agrícola sonrió y después rió con ganas. En respuesta a un movimiento de la cabeza de Paulino, acompañó a Boudicca hasta la mesa.
—La señora ha estado preguntando por vuestra salud, señor—comentó en tanto ella se recogía las mangas del vestido y se reclinaba. Agrícola se instaló en su asiento. Paulino no necesitó que le explicaran más. Lanzó otra sonrisa económica y fugaz a Boudicca y chascó los dedos a los criados, que se pusieron en movimiento.
—Mi salud es excelente —precisó—. Nunca fue mejor. He vivido los últimos quince años en el calor y la aridez, es cierto, pero las montañas de Mauritania pueden ser frías, húmedas y desagradables y ya he tenido suficiente de eso.
—¿Lamentasteis ser transferido a Albion? —inquirió Prasutugas. No se había reclinado. Con un solo brazo, habría sido imposible. Estaba sentado derecho en una silla que le habían proporcionado. Boudicca le observaba con ansiedad, ya que temía que no pudiera cortar la comida y que eso le pusiera en ridículo. Pero notó que la porción que le sirvió el criado ya estaba cortada en trozos pequeños. Contempló su propio plato y no pudo creer lo que veía. Ostras.
«Oh, aquí no, no en la mesa del gobernador —pensó con cierto desaliento—. ¿Qué tienen las ostras que convierten a los romanos en cerdos ávidos?» Pero el gobernador estaba conversando y ella le prestó toda su atención. Recogió la cuchara y tragó el molusco con fastidio.
—No, en realidad, no. Mis primeros años en Mauritania los pasé peleando, pero las batallas ya no eran necesarias últimamente y debo confesar que las actividades rutinarias de la administración me aburrían. Será bueno ver acción de nuevo.
—Aquí tendréis mucha —acotó Boudicca mientras hacía bajar la última pelota grisácea producida por la ostra con la aguamiel fuerte—. El emperador debe de estar desesperado, señor, para enviar al segundo general más popular del imperio a un lugar rudo y salvaje como Albion. Oh, sí —prosiguió, y sonrió al ver la sorpresa momentánea en el rostro de él—. Nos gusta saber todo lo que podamos acerca del hombre que el emperador designa para que nos mande. Y os agradezco la aguamiel. Aprecio vuestra amabilidad.
Paulino hizo caso omiso del agradecimiento sin dejarse engañar por aquellas últimas palabras pronunciadas para desviar la conversación.
—Pero la información de segunda mano nunca puede reemplazar la evaluación personal, ¿verdad, señora? En Roma, he aprendido mucho de Albion de las fuentes más sorprendentes que os podéis imaginar.
Boudicca casi se atragantó. Bajó la cuchara y renunció a toda pretensión de buenos modales.
—Habéis hablado con Caradoc —afirmó sin rodeos—. ¿Seria mucho pedir que nos contarais cómo está?
El gobernador enarcó las cejas.
—Sacáis conclusiones demasiado apresuradas —contestó—. ¿Creéis que intentaría turbar a un hombre cuyas lealtades le prohibirían darme cualquier información pertinente? Si, hablé con él. Me dijo más con sus silencios que con sus palabras, y ambos estuvieron llenos de amor por su tierra y de añoranza por regresar. Eso fue todo. Pasé muchas horas con Plautio y su esposa.
—¿Y qué os contaron? —Boudicca apartó la vista del rostro escabroso de Paulino. La voz era la de su esposo.
—Me contaron que es probable que Albion nunca se rinda del todo. Escuché, pero creo que están equivocados. Yo la haré rendirse.
—Ah, bueno —dijo Agrícola—. Si hay alguien capaz de vaciar al oeste, esa persona sois vos, Suetonio, pero no lo hagamos esta noche. Prefiero vaciar mi plato.
—No, por favor —protestó Boudicca—. No nos sentimos molestos. Ambos conocéis la lealtad de mi esposo a la causa romana y mi propia reticencia, pero también debéis saber que le he prometido mi apoyo. Si hemos de pasar la velada desperdiciando aliento en tonterías sociales, entonces nuestro viaje no habrá valido la pena. Deseamos conoceros y vosotros deseáis tantearnos. ¿Qué tiene de malo? No me gusta hablar por hablar.
—A mí tampoco —admitió el gobernador—, pero tampoco me parece apropiado intercambiar animosidades durante la cena. Me formulasteis una pregunta, Boudicca, y os responderé. Caradoc está bien, aunque parece más viejo de lo que es. Él y su esposa han entablado una gran amistad con mi propio amigo, Aulo Plautio. Sus hijos también están bien. Gladys se casó con el ex subjefe de Plautio, Rufo Pudens, y se ha convertido en una ciudadana romana. Eurgain huyó, y si no se ahogó, vive en Hibernia, la isla que vosotros llamáis Eriu. Y Llyn... —Se interrumpió—. A Llyn no le gusta mucho Roma.
—¡Cuántas cosas no decís! —exclamó ella con voz spera—. Bueno, debo agradeceros por lo que me dais. —Sus ojos se encontraron con los de su esposo y parecían decirle: «Eso fue hace mucho tiempo, pertenece a otra época. El Caradoc que tú conociste sólo vive en tus recuerdos y tus sueños».
«Ojalça pudiera sentir la misma paz —pensó Boudicca con vehemencia—. Ojalá hubiera nacido como Prasutugas, o incluso como Aricia, capaz de transigir, de usar un rostro distinto cada día, de tener un alma diferente cada año que pasa.»
—Aquí viene el cordero iceno —anunció Agrícola—. Decidme, señor, ¿hay cerdos domesticados en vuestra tierra o preferís el sabor del jabalí capturado con vuestras propias manos?
—Por desgracia, ya no puedo cazar —respondió Prasutugas con suavidad—. Pero prefiero el jabalí. Mis jefes cazan todos los días y yo todavía entreno a los perros.
—Los hombres de las tribus de Mauritania cazan leones a caballo, con lanzas —dijo Paulino—. Es muy impresionante. ¿Vos cazáis, señora? ¿Qué presa preferís?
Boudicca volvió a sentir los ojos azules de Prasutugas clavados en ella.
Contestó con calma; su mente, de pronto, se vio sumida en el bosque oscuro, en el hedor a zorro muerto y en el pecho mutilado de un hombre.
—Si, señor, cazo. Cuando era joven, cazaba hombres y ganado. Después, cuando llegó Roma, adopté el hábito de atrapar jabalíes con la red. Ahora creo que prefiero el venado. Se necesita más habilidad para cazarlo que a un hombre o a un jabalí.
Le sonrió, y el gobernador se tomó un momento para pensar en ella mientras las frases del informe sobre los icenos se deslizaban despacio a través de su mente. Agrícola y él habían leído los despachos regulares del comandante de la guarnición icena y Paulino sabía que ella no mentía ni tampoco alardeaba. En efecto, había cazado hombres. Los despachos decían otras cosas también. Ella era toda furia, todo ruido, pero el peligro estaba bien contenido por el amor a su esposo. El comandante de la guarnición desechaba ese peligro. Boudicca era una mujer a quien le gustaba hablar, alborotar, eso era todo. Su belleza llamativa no impresionaba a Paulino. La larga túnica verde ribeteada en plata que resaltaba el cabello rizado y del color del bronce y los ojos castaño claro, los seis o siete brazaletes de plata que tintineaban con flojedad en cada brazo cubierto de cicatrices, la profusión de collares y la diadema incrustada con ámbar lustrado sólo le revelaban la opulencia que Roma le había traído. No le gustaba ni le disgustaba. Ella y su señor eran apenas dos factores más a tener en cuenta en el complicado cuadro de la isla y ya los había colocado en el lugar que les correspondía.
—Coincido con vos —manifestó—. Los venados siguen su instinto, pero los hombres deben templarlo. También deben razonar pero, por desgracia, la razón suele descarriarlos. Durante mis campañas en Mauritania, me encontré muchas veces con este razonamiento imperfecto.
—¿En qué sentido? —Prasutugas estaba interesado.
—La mayor parte de la tierra es desértica —prosiguió Paulino—. Es imposible trazar un mapa definitivo porque la arena está en continuo movimiento. Los hombres de las tribus podrían haber mantenido las hostilidades de manera indefinida si se hubieran comportado con el instinto de un animal, pero no lo hicieron. En vez de variar las rutas que tomaban sus convoyes de bagajes para ir y venir de una fuente de alimentos a otra, fueron incapaces de superar el hábito de cientos de años. Por supuesto, el terreno limitaba la siembra de cultivos a los sitios cercanos al agua, a los oasis que salpican el desierto, y por lo tanto, la gente debía volver una y otra vez a los mismos lugares. No podían vivir de la tierra mientras deambulaban. Fue muy sencillo descubrir los oasis, destruir las fuentes de alimentos y luego sentarse a esperar.
Las palabras calaron con lentitud en la conciencia de Boudicca. La fuente alimenticia. Destruir la fuente alimenticia. Alimentos.., destruir. De repente, el significado total de lo que el gobernador había dicho explotó en su mente y fue como si una mano torpe e inexperta la hubiera despedazado y rearmado. Tenía el estómago revuelto. Sentía los brazos tan débiles que tuvo que usar ambas manos para poner en la mesa la aguamiel. Los hombres no la miraban. Prasutugas había hecho un comentario, Agrícola también, y Paulino estaba ocupado exaltando las virtudes de los caballos de Mauritania. La táctica había sido explicada y descartada por otro tema de conversación más agradable.
«Lo hará de nuevo —pensó Boudicca de modo incoherente—. Lo sabía, lo sabía. Ni bien os vi, Paulino, lo supe.» No podía quitarle los ojos de encima. Todo en él era rudo, poderoso, insensible, desde los dedos de puntas cuadradas hasta las líneas sencillas y finas de su rostro. Había oído decir que era famoso por su crueldad, pero no por la crueldad retorcida de los débiles. Era un gran partidario de la disciplina, de decisiones rápidas, justas y terminantes. Era incorruptible. Todas esas cosas... Se obligó a llevar la copa a sus labios. Los otros habían fracasado, todos ellos, pero él triunfaría. Poseía un aire de estabilidad sólida y tenaz. Sabía quién era y adónde iba y, una vez que se decidía, nada se interpondría en su camino. Ni dioses ni hombres podrían hacerle vacilar. Iría.., iría a Mona. La fuente de alimentos. El origen de la fortaleza del oeste. Granos para sus cuerpos, magia para sus almas. Mona.
Aterrada, luchó contra las náuseas, incapaz de tragar la aguamiel que llenaba su boca. «¿Qué puedo hacer? ¿Qué?» No se percató del silencio hasta que Prasutugas aventuró con ansiedad:
—¿Te ocurre algo, Boudicca?
Los ojos de ella pasaron de uno a otro, desconcertada, herida. Con un esfuerzo inmenso, tragó el liquido espeso y agridulce.
«No lo saben —pensó con estupor—. Quizá Paulino mismo no lo sepa aún. Pero yo lo sé.»
—Me he atragantado con un trozo de carne —explicó sin aliento.
—¿Está malo el cordero? —inquirió el gobernador con tono áspero.
Ella asintió.
—Los romanos no sabéis cocinarlo apropiadamente —bromeó con desesperación—. Todavía está crudo.
Paulino chasqueó los dedos con impaciencia.
—Llévatelo y trae otro pedazo —ordenó—. Lo siento, señora. ¿Deseáis agua?
Boudicca meneó la cabeza en silencio, consciente de la pregunta en los ojos de Prasutugas y de su curiosidad. Le sirvieron un plato nuevo de cordero; cogió el cuchillo y empezó a desgarrar la carne con la hoja y los dedos y a meterla a la fuerza en su boca. Alguien le preguntó algo y contestó sin pensarlo.
«Mona. Debo salir de aquí, debo huir. Venutio, ya acabó todo. ¿Paulino te contó su historia, Caradoc? ¿Qué he de hacer?»
—Un nuevo censo —estaba diciendo Paulino—. Es una molestia, pero no puedo retrasarlo más. Y vuestros impuestos se elevarán, Prasutugas. El procurador está resuelto a aumentarlos.
Prasutugas se encogió de hombros y sonrió, pero sus ojos no se apartaban de la figura abatida de su esposa.
—Se han incrementado todos los años, pero también nuestros ingresos —repuso—. ¡Cuando no podamos pagar los impuestos, os lo haré saber, señor! —Rieron. Apareció el postre y más vino. Se sirvieron frutas con queso de cabra fuerte y marrón, pero el cansancio y el dolor crecientes de Prasutugas eran eclipsados por la preocupación cada vez mayor por su esposa. No había pronunciado ni una sola palabra en la última hora o más. Estaba sentada como una campesina mansa y tonta, con expresión impasible y al parecer cohibida; aunque Prasutugas lo intentó, no logró hallar un motivo para ese repliegue imprevisto. Se alegró cuando la cena terminó y dejaron los triclinios en manos de los sirvientes que ya bostezaban, para encaminarse algo tambaleantes hacia la galería porticada. Cruzaron el atrio devastado por el viento y llegaron a la calidez confortable de la sala de recepciones del gobernador. Hablaron y bebieron durante otra hora. Boudicca se reanimó un poco, pero sus observaciones irónicas sobre el emperador y el gobernador fueron inoportunas y carecieron de su habitual ingenio. Por fin, Prasutugas se incorporó y agradeció a Paulino su hospitalidad. Él y su esposa abandonaron la casa y salieron a la noche azotada por el viento. La escolta de soldados iba delante y detrás de ellos.
—Para ser sincero, no sé de dónde proviene la reputación pintoresca de Boudicca —comentó Paulino a Agrícola. Estaban de pie y contemplaban la noche fría a través de la puerta abierta—. Supongo que, como toda reputación basada en rumores y chismes, ha sido exagerada. Esa mujer no es una amenaza para Roma ni para nadie. Estuvo tan mansa como una oveja icena.
—Algo la alteró esta noche, señor —objetó Agrícola—. Jamás he conocido a una mujer tan enérgica y de verdad creí que esta noche recompensaría todos nuestros esfuerzos. O vos o yo la hemos ofendido.
—Bueno, no fue a propósito —replicó Paulino con irritación—. Mañana, enseñadles la aldea, Julio. Me gustaría poder hacerlo personalmente, pero supongo que debo sentarme en la oficina y soportar otro día de las interminables cifras del procurador. No tolero a ese hombre. Jamás he conocido a un adulador más ávido y codicioso. Si fuera por mí, me libraría de él.
—Tiene que cumplir con su tarea.
—Sí, y gracias a los dioses, no es la mía. Que siga contando dinero. Cuando yo haya acabado con sus informes estúpidos, tal vez pueda continuar también con mi tarea. No podremos hacer mucho durante el invierno, pero creo que en la primavera podremos empezar una campaña que acabará con toda la indecisión desesperanzada en Albion. Ahora ve a la cama. Buenas noches.
—Buenas noches, señor. De todos modos, la cena fue un éxito.
—Hummm. —Se separaron. Paulino se dirigió a su dormitorio y Agrícola a su pequeña casa.
En el umbral de la casa del comerciante, los cuatro soldados los saludaron y se marcharon. Boudicca y Prasutugas cerraron la puerta y dejaron atrás el viento frío e insistente. Los jefes dormían profundamente, tendidos en sus capas sobre el suelo de baldosas alrededor del estanque agitado por el viento. No los despertaron. En el dormitorio, las lámparas que aún ardían despedían una luz amarilla soñolienta. Prasutugas arrojó su capa al suelo. Aunque su muñón supurante le latía sin piedad y la cabeza le daba vueltas por el dolor y la fatiga, se aproximó a su esposa.
—Cuéntame —le ordenó en voz baja.
Boudicca se detuvo en el centro de la habitación. Todavía aferraba la capa a su alrededor y un éxtasis nuevo consumía su rostro.
—Es él —declaró sin tono—. Él tiene la respuesta. Destruir la fuente alimenticia, dijo. ¿Sabes lo que eso significa, Prasutugas? ¿Cómo pudiste pasarlo por alto? Marchará sobre Mona en la primavera. Hará lo que Scapula no hizo por estar demasiado obsesionado con Caradoc, lo que Galo era demasiado anciano para hacer, lo que Nepos no tuvo tiempo de hacer. Quemar los cultivos, salar los campos, y entonces será el fin. Funcionó en los desiertos que él mencionó y funcionará aquí en Albion. ¡Venutio no puede ordenar a las montañas que germinen de nuevo! ¡Ah, Prasutugas! ¡Este hombre acarrea consigo el olor del triunfo militar como un viento del oeste cargado de lluvia! ¡Tengo miedo! ¡Sufro!
Él consideró las palabras con lentitud, forzando su pensamiento a través del dolor que giraba en su cabeza.
—Tienes razón, Boudicca —convino por fin—. Creo que bajo este gobernador, el oeste verá la paz. Ojalá hubiera sido designado al principio, en vez de Aulo Plautio. ¡Cuántas vidas se habrían ahorrado!
Ella le miró estupefacta.
—¡Andrasta! —susurró—. La paz es lo único que te importa, Prasutugas, la paz a cualquier precio, no te importa el precio que sea. ¿No puedes entender que la paz es una ilusión a menos que implique honor para Albion? ¿Qué debo hacer? Oh, ¿qué debo hacer?
Él se le acercó, pero estaba demasiado cansado para algo más que para pasarle un brazo alrededor del cuello.
—Sabes lo que tienes que hacer —afirmó—. Envía un mensaje a Venutio. Transmitele tus sospechas. Dará lo mismo que se entere por ti ahora o por sus propios espías en la primavera, cuando las legiones estén en marcha.
Boudicca empezó a llorar. Sin decir una palabra, le ayudó a desvestirse. Seguía llorando cuando él apoyó su cabeza rubia en la almohada y ella se dispuso a acostarse. Se deslizó junto a él debajo de las mantas y sus lágrimas calientes cayeron sobre la mano de Prasutugas que le alisaba el cabello.
—Por favor, Boudicca —le rogó amablemente. Ella se apartó con violencia.
—¡Incluso contigo me siento sola! —sollozó—. ¡Sola! ¡No puedo irme! ¡Y me atormenta quedarme!
—Una vez me dijiste que nada era más importante que nosotros —le recordó un momento después— y creo que es cierto. Deja que el tiempo borre todo lo demás, Boudicca, y sólo recuerda que te he amado.
Ella se volvió hacia él con los brazos extendidos y le hundió el rostro húmedo en el hombro. Se esforzaba por sofocar la angustia que la estremecía, pero incluso cuando se sumió, exhausta, en un sueño profundo, la desesperanza continuó rondándola.
Agrícola fue a buscarles por la mañana. El viento seguía soplando, pero el sol brillaba con intensidad en tanto ellos y los jefes lo seguían más allá del arco, hacia el foro atestado y ruidoso; luego descendieron hacia las cuadras, una hilera de caballerizas ordenadas y que olían bien justo al otro lado del muro. Agrícola conversaba con jovialidad mientras caminaban, con un interés discreto centrado en Boudicca; ella parecía haber recuperado el aplomo.
Fuera lo que fuese lo que la había turbado, no había alterado el sueño de la noche, aunque parecía algo macilenta. Sacaron los caballos y montaron; Agrícola les mostró Colchester hasta la hora del almuerzo. Si bien la pared, que había sido reducida, todavía se erguía donde se había alzado el muro de tierra de Caradoc, tenía cuatro puertas y la aldea se había extendido más allá de la pared en una confusión desagradable de chozas, cabañas y tiendas donde campesinos sin tierras ni señores probaban suerte con el robo y el engaño.
—Se los expulsa de forma periódica —explicó el romano cuando pasaron trotando junto al desorden apiñado—. Algunos son embarcados a la Galia y a Roma para pelear en los circos o en las legiones, y otros son llevados a los viejos cuarteles de la Vigésima donde se les da de comer a cambio de trabajo. Pero el lugar vuelve a llenarse enseguida con más gente proveniente de la campiña.
—¿Por qué no les dais un poco de tierra para que la cultiven? La mayoría de ellos lo han hecho siempre —preguntó Prasutugas. Agrícola se encogió de hombros.
—Aquí en el sur la tierra escasea mucho. Los veteranos de las legiones tienen derecho a una granja cuando se retiran, y la obtienen. Sin embargo, muchos de ellos prefieren vivir en la aldea y dejar que los nativos trabajen sus granjas. Éste es el taller de cerámica de la Vigésima. El ultimo gobernador lo reabrió y está produciendo piezas buenas y bonitas, aunque la calidad no puede compararse aún con la de los artículos de coral de la Galia. También alentamos a los nativos a que sigan produciendo su propia ropa de lino y lana. Actualmente, hay una demanda interesante por las tinturas y las telas procedentes de Albion y algunos de los nativos se están enriqueciendo bastante con eso. La demanda de botas y sandalias por parte de las legiones es constante, es otro sector que ofrece oportunidades para que la gente emprendedora haga dinero.
Después de atravesar las puertas, anduvieron al paso por los anchos senderos. Sólo la calle que iba desde las puertas al foro estaba pavimentada, pero era otoño, un otoño seco y frío, y los senderos estaban bien apisonados por las pisadas de los hombres libres, los soldados, los carros, los bueyes, los caballos y los comerciantes.
—Lo que me preocupa —comentó Boudicca en voz alta— es que todas estas personas, cada una de ellas, en los talleres de cerámica, las tiendas, las curtidurías, ahora dependan por completo de vosotros para vivir. Si los abandonaseis a su suerte, muchos morirían de hambre. Una generación más y no sabrán sobrevivir. ¿Qué sería de ellos si os llegarais a marchar?
—Pero señora, no tenemos intenciones de irnos —respondió Agrícola con serenidad—. ¿Por qué habríamos de hacerlo? Por cierto, la gente depende de nosotros y se considera afortunada. Si nos marcháramos, Albion se vería inmersa al instante en el mayor baño de sangre jamás visto.
—¿A qué os referís? —inquirió ella.
—Las tribus que cooperan con nosotros serían atacadas por aquellas que no lo hacen. La isla entera se vería involucrada y sería la guerra que acabaría con todas las guerras.
—¿De veras lo creéis así? ¿En serio pensáis que sucedería eso?
—¡Por supuesto que ocurriría!
—A pesar de vuestra conversación amable, tenéis una opinión muy baja de nosotros los salvajes —replicó ásperamente—. Creéis que lo único que sabemos hacer es pelear, que lo único que nos gusta hacer es matar, como si fuéramos una manada de lobos. Vuestro orgullo romano se complace en imaginar que sois los civilizadores del mundo, ¿verdad?
—Sí —contestó con sencillez—. En efecto, así es. Y lo somos. Si no me creéis, preguntad a vuestro esposo y a los hombres de vuestra tribu, Boudicca.
Se quedó callada un largo rato. Luego aventuró con voz débil:
—Eso no ha sido justo. Ha sido un golpe bajo.
—Si los dais, debéis aprender a recibirlos —repuso Agrícola lacónicamente. Ella rió con desprecio.
—¿De vos?
Pasaron despacio junto a una fila de tiendas que vendían de todo, desde cerveza de elaboración local hasta conservas romanas. Los jefes desmontaron y entraron en los diminutos y oscuros recintos para tocar los artículos que se exhibían dentro y lanzar exclamaciones. Salieron cargados de regalos para sus familias en Icenia, ya que contaban con dinero romano, y su placer parecía servir para enfatizar la insistencia de Agrícola en cuanto a que Roma no hacía nada más que traer prosperidad.
«Y así es —pensó Boudicca—. Entonces, ¿de qué me lamento día tras día? ¿Por qué las tribus del oeste prefieren morir antes que pasearse por una calle de Colchester con sus bolsas rebosantes de dinero? La razón es tan profunda, está tan enterrada bajo el sol, la tierra, el aire, la luz... La dignidad de la elección. La libertad de decir sí o no sin temor. Roma nos brinda todo excepto ese derecho precioso de escoger nuestro propio destino.» Durante todos esos años desde la llegada de las legiones, había luchado por poner ese pensamiento en palabras para Prasutugas, pero había fracasado. Sin embargo, ahí estaba, claro, fresco y sensato, con la solidez de la verdad de un druida. «Estamos por encima de los dioses, dado que hasta los dioses pueden estar constreñidos por hechizos. No somos más que animales domesticados a los que no les importa cómo llenar sus vientres. Somos hombres cuya existencia depende única y exclusivamente de la preservación interna de una dignidad unida a la libertad. Debo recordar eso. Debo decírselo.» Pero al observar a su esposo a horcajadas sobre el caballo, con las riendas sostenidas con flojedad en una mano, el brazo que descansaba contra el cuello del animal y la espalda encorvada, se dio cuenta de que había llegado el momento en que no podría decirle nada que le hiciera sufrir. Se estaba muriendo. Se notaba en su rostro. Debía tragarse toda desavenencia y acercarse a él sólo con su fortaleza. Debía hacerle el honor de despojarse de toda defensa aun cuando eso significara que antes de que la dejara, ella no tendría tiempo de reconstruir esa mitad de sí misma que de momento era él, y que más tarde tendría que estar compuesta de algo distinto.
Los jefes montaron de nuevo con las compras guardadas en bolsas o dentro de sus túnicas y Agrícola los guió al final de la calle, a un lugar abierto donde tinas enormes bullían sobre fuegos y el suelo estaba cubierto de armazones de las que colgaban telas recién teñidas. Boudicca desmontó.
—Quiero comprar algo para que Hulda les cosa un traje a las niñas —manifestó. La pequeña procesión se detuvo. El tintorero se acercó. Tenía los brazos manchados de púrpura hasta los codos y su esposa y su hijo rondaban detrás de él. Boudicca inclinó la cabeza—. Te saludo, hombre libre.
El hombre la estudió con rapidez y sonrió.
—¿Sois la reina de Icenia?
—Sí. ¿Cómo lo sabes?
—Colchester es todavía lo bastante pequeña para que los chismes corran como el agua y, además, existe una sola casa gobernante cuya señora es pelirroja y cuyo señor tiene un solo brazo. ¿Os muestro mi mercadería?
Boudicca asintió y se dispuso a seguirle dentro de la choza diminuta, pero la voz de Agrícola los detuvo a ambos.
—Saca tus telas afuera y espárcelas sobre la hierba —gritó—. Quizás algún otro del grupo desee comprar.
Boudicca entendió y obsequió al romano una sonrisa insolente. El hombre se encogió de hombros y entró en la choza.
—¿No estáis yendo demasiado lejos, señor? —exclamó ella—. ¡Podría ofenderme y quejarme al gobernador! —Prasutugas rió. El hombre libre regresó con los brazos llenos de rollos de telas de colores alegres que procedió a desenrollar a los pies de Boudicca—. ¿Estás bajo sospecha? —le susurró mientras el hombre se inclinaba. Luego añadió en voz más alta—: Son muy bonitas. Cuéntame cómo las tiñes.
—Sí —murmuró él con la boca oculta por la cabeza gacha—. Me vigilan todo el tiempo. —Elevó el tono al mismo nivel que el de ella—. Esta tela fue teñida con prímulas. Podéis ver que eran muy frescas cuando se las cortó. El color salió tan brillante y delicado que decidí no estamparlo. Ésta fue sumergida en bayas de saúco, una tintura muy rica y espesa. Da un azul purpúreo que en este momento es muy popular. Para mi gusto, queda demasiado oscuro, así que haré bordar la pieza con plata para aclararla un poco.
Boudicca se inclinó también y deslizó el material entre sus dedos.
—¡Jamás he visto un verde más pálido! —se maravilló—. ¡Y el estampado rojo es tan parejo! ¿Cómo logras un verde así?
—Tendríais que preguntarle a mi hijo —contestó el hombre—. Él hace las tinturas.., y deambula lejos para hallar los ingredientes que necesita. Mi esposa teje la tela y yo me encargo del estampado.
«Deambula lejos.» Boudicca notó el énfasis casi imperceptible en aquellas palabras.
—Prasutugas —llamó—. ¿Crees que a Ethelind le gustaría el amarillo rojizo?
—El verde le sentaría mejor —respondió su esposo—. Compra el amarillo para ti, Boudicca, y aquel rojo para Brigid.
Ella se movió por los ríos de color; tocaba y exclamaba a medida que iba apartando al tintorero de los hombres a caballo. Escogió lo que llevaría, pidió a un jefe que enrollara las telas y las levantara del suelo y luego dijo en voz alta:
—¿Cuánto te debo, hombre libre?
—Diez denarios —repuso él, y añadió en un susurro—: ¿Disfrutasteis anoche de vuestra cena con el gobernador? Oí decir que es un hombre muy reservado.
—¡Lovernio! —gritó Boudicca—. ¡Trae dinero! No lo bastante callado —masculló— No puedo darte un mensaje preciso. Sólo diles que vigilen la isla sagrada. —Alargó una mano y Lovernio depositó las monedas en su palma. Boudicca se las entregó al tintorero y le deseó un descanso seguro.
Luego caminó hasta su caballo—. De veras, señor —regañó a Agrícola—. Si hubiera querido hablar con un espía, podría haber esperado a llegar a casa. Pusisteis en ridículo al pobre hombre libre.
—Lo único que le pedí fue que sacara afuera su mercadería —objetó el romano—. ¿Quién dijo algo sobre espías, señora? Vuestra mente tiende a ser recelosa.
—De todos modos, los tintoreros están todos locos —concluyó ella cuando se alejaban—. De tanto estar todo el día inclinados sobre colores intensos, no ven nada en blanco y negro.
Si Agrícola la oyó, no dio señales de haberlo hecho. Pasaron el resto de la mañana admirando las nuevas casas que se estaban construyendo dentro de lo que antiguamente fuera el primer circulo de chozas de Camalodúnum.
Esa noche, Agrícola los recibió en su casa acompañado de algunos comerciantes y prestamistas prominentes de la aldea. Los hombres se presentaron con sus esposas y Boudicca tuvo que sentarse durante cuatro tormentosas horas a escuchar a las mujeres chismorrear entre ellas y a los hombres discutir los últimos rumores sobre Roma y sus propios negocios florecientes. Se sentía más que nunca como una criatura de otro mundo, aunque se daba cuenta de que esas personas también eran provincianas. Se sentó en un rincón, bien alejada de los círculos de luz de las lámparas, con ambas manos apretadas alrededor de la copa de aguamiel. Tenía la impresión de hallarse fuera del fluir del tiempo. Los vientos turbulentos de Icenia, el crepitar de las fogatas, el contoneo multicolor de sus jefes barbados, todo parecía formar parte de un sueño viejo y olvidado, igual que esa reunión de extraños bañados en perfume.
«Mi lugar está en el oeste —pensó de pronto—, donde el tiempo carece de significado, donde Camalodúnum todavía tiene muros de tierra, donde Cunobelin está de pie frente al enorme salón del Consejo con los puños en las caderas y sus jefes miden sus espadas en el campo de prácticas. Donde, en Icenia, Prasutugas y yo somos jóvenes y estamos muy enamorados y Subidasto, mi padre, se inclina junto a los druidas en los montes de Andrasta. El pasado está allí, en las montañas. El futuro está aquí, a mi alrededor, en esta habitación caldeada y refinada. Y me quedo sentada con una bebida en las manos y sé que estoy desterrada de ambos.»
Prasutugas estaba bebiendo demasiado, sentado con las piernas cruzadas en el suelo como lo hacía en su casa cuando el dolor le atacaba. El cabello rubio trenzado con cuidado caía sobre su pecho negro y escarlata y la diadema de oro resplandecía en su cabeza. Sus ojos también brillaban, despedían un destello azul enfermizo en tanto contemplaba a los presentes y conversaba con aparente soltura. Pero Boudicca vio que se cogía una rodilla con fuerza y que de vez en cuando se movía con discreción para tocar el codo de su escudero. Agrícola debió de haberlo advertido, ya que hacia el fin de la velada, se aproximó a ella y se sentó a su lado.
—No me había dado cuenta de que estaba tan enfermo —comentó—. De haberlo sabido, me habría encargado de que este viaje fuera postergado.
—Bueno, al menos ahora podréis hacer planes para el futuro de mi territorio —replicó Boudicca con rencor—. Debe de ser muy gratificante estar sobre aviso de una muerte real.
—¿Recibe tratamiento? ¿Hay algún médico apostado en la guarnición en Icenia?
—Sí, pero la medicina romana es tosca. Cortar un poquito, quemar otro poco, untar con bálsamo. Necesita la atención de un druida, pero se niega a desobedecer vuestra ley absurda.
Agrícola reflexionó un instante con los ojos puestos en el rostro sonrojado y triste de Boudicca. De repente, apoyó sus manos sobre las de ella en torno a la copa.
—Si hay algo que yo pueda hacer —ofreció con suavidad—, lo que sea, espero que hagáis a un lado vuestros prejuicios y solicitéis mi ayuda.
Ella no se movió y él retiró las manos.
—No se trata de la mera cuestión de mis prejuicios, Agrícola —explicó—. Creo que Prasutugas quiere morir. Todavía queda mucho de jefe en él para sentir vergüenza de su deformidad y sé que le enfurece ser más una carga que una alegría para mí.
—¿Por qué no cicatriza su herida? Fue un corte limpio, ¿verdad?
Boudicca no quería hablar del tema, pero había comprensión en el hombre joven, un momento de interés humano que eclipsaba su identidad de romano y ella respondió sin sarcasmo, desafío ni tensión en sus palabras.
—No lo sé. Tal vez la espada estaba bajo un hechizo de dolor. Los druidas dirían que no cicatriza porque hay una enfermedad profunda en su alma, más profunda que la razón, pero... no lo sé. Sólo sé que a lo largo de los años se ha cerrado y abierto, y que ahora ya no volverá a cerrarse. Tal vez viva para ver otro Samain, pero ninguno más.
—Entiendo. ¿Y ha asegurado su sucesión en Icenia?
El momento de comprensión mutua se esfumó.
—¡Todavía no está muerto! —replicó ella con tono hostil pero sin levantar la voz—. ¡Preguntad al procurador lo que deseéis saber!
Agrícola se puso de pie.
—Sólo quería asegurarme de que había tomado las medidas necesarias para evitar una confusión —declaró con rigidez y se marchó.
Los dos icenos continuaron bebiendo, Prasutugas para mitigar el dolor de su cuerpo y Boudicca para no pensar en el futuro.
Al día siguiente, temprano, iniciaron el largo camino de regreso. Prasutugas había admitido que no tenía fuerzas para enfrentar otro día de visita oficial, de manera que Boudicca, Ian y Lovernio habían ido a ver a Agrícola y requerido su permiso para partir. El permiso fue concedido y el gobernador y su escolta cabalgaron con ellos durante una hora y se despidieron al llegar a los bosques catuvelaunos que entonces no tenían hojas. Luego, los icenos giraron hacia su frontera, a seis días de distancia. Pero Prasutugas no la alcanzó sentado en su caballo. Tres días después de dejar Colchester, se desplomó y fue transportado a Icenia en una camilla improvisada con la hermosa tela que su esposa había comprado.