Invierno del año 40 d. de C.

CAPITULO 5

Fearachar les quitó las correas y los perros se lanzaron hacia los matorrales, sus roncos y excitados ladridos se convirtieron en una ensordecedora cacofonía de sonidos confusos.

—¡Encontraron el rastro! —gritó Cinnamo—. ¡Tras ellos!

—¡No los pierdas, Fearachar! —chilló Sholto—. ¡Tenlos controlados!

Pero los perros no respondieron a los frenéticos silbidos de Fearachar y el grupo se lanzó sobre sus huellas. Era otra mañana de invierno, tranquila y fría. Durante la noche había helado pero la escarcha ya se había derretido con el sol; no obstante, allí, bajo los árboles, aún había zonas en que el suelo estaba congelado y los pies de los hombres hacían crujir la hierba quebradiza. El aliento de sus bocas se elevaba como vapor sobre las ramas y los rostros estaban rojos y contraídos por el frío. Togodumno saltó un pequeño arbusto y desapareció por el sendero tras dejar atrás a Fearachar. Caradoc, su hijo Llyn, y Cinnamo le siguieron. Caelte se detuvo para ajustarse la capa alrededor de los hombros; después recogió su lanza y corrió entre los árboles.

Ya no era necesario guardar silencio. Los perros habían encontrado la pista y el jabalí debía de estar muy cerca, yendo con torpeza de un lado a otro, precipitándose furiosamente en busca de un arroyo o un matorral denso donde esconderse. Fearachar volvió a silbar, pero los perros no le obedecieron. Alcanzaba a oír los ladridos alborotados en algún punto a su derecha, y prosiguió tras el destello escarlata de Togodumno que avanzaba. Caradoc, Llyn y Cinnamo pronto le alcanzaron y juntos continuaron con Caelte sin aliento en la retaguardia. De pronto, los árboles se espaciaron y oyeron que Togodumno lanzaba un potente grito.

—¡Allí está! ¡Es enorme! ¿Dónde están las redes?

Caradoc señaló más allá del jabalí, que se quedó inmóvil un momento, resoplando.

—Vocorio y Mocuxsoma las tienen. Deberían estar allí, un poco a la izquierda. ¿Dónde están esos malditos perros? —Fearachar silbó otra vez, enfurecido, y por fin los perros aparecieron, con las lenguas rojas colgando. Al verlos, el jabalí volvió a la carga, lejos de los hombres y en dirección a los arbustos. Los perros lo siguieron, desplegándose en respuesta a un nuevo silbido.

—Tog, quédate donde estás —ordenó Caradoc—. Fearachar, tomad la derecha. Caelte, tú y yo avanzaremos. Si las redes están donde deberían, lo tenemos atrapado.

—¡Mi presa, mi presa! —rogó Llyn y sus ojos castaños suplicaron a su padre, pero Caradoc sacudió levemente la cabeza.

—Todavía no, Llyn. Tu madre no me perdonaría si resultaras herido. No tienes edad suficiente. —Los ojos perdieron la chispa, pero Llyn se encogió de hombros con resignación y Caradoc sonrió a esa cabeza revuelta—. Lleva mi lanza —le ofreció— y si lo mato yo, te daré un colmillo.

—No se puede comparar un colmillo con mi cuchillo clavado en su cogote —protestó Llyn, pero tomó la lanza con orgullo y Caradoc siguió corriendo.

De repente, se oyó un chillido salvaje y animal, un estallido de furia pura seguido de una sucesión de alaridos. Togodumno tiraba como un loco de su lanza, atrapada en una enredadera que trepaba detrás de él, y Vocorio y Mocuxsoma luchaban para sujetar la red mientras el jabalí se retorcía y sacudía la cabeza con los colmillos y una pata enganchados en el cuero resistente. Los perros ladraban y corrían frenéticamente de un lado a otro y los diminutos ojos rojos del jabalí echaban chispas mientras se liberaba.

—¡Cuidado! —exclamó Cinnamo—. ¡Vocorio, arroja la red! —El hombre corrió hacia delante al tiempo que el jabalí movía la cabeza y se abalanzaba sobre el perro más cercano con las cortas patas martilleando el suelo. La red cayó sobre él y el animal rodó de espaldas, retorciéndose y chillando en una espantosa agonía. Llyn empujó la lanza hacia su padre y corrió hacia delante mientras buscaba su cuchillo, pero Caradoc le sujetó con firmeza.

—No, Llyn. Compórtate.

—Es mi presa —declaró Togodumno. Recuperó su lanza de entre la enredadera y avanzó, pero Caelte le cortó el paso.

—No, señor, es mi presa —replicó, y el jabalí, de pronto, se quedó quieto bajo la red, como muerto.

—Tú ya mataste uno hace tres días —se quejó Togodumno.

—Y vos lo hicisteis ayer —insistió Caelte, pero Togodumno se negaba a ceder.

—No fue más que un ciervo —explicó en tono ofendido.

—A pesar de eso, este jabalí es mío. ¿Deseáis pelear? —Caelte contempló con calma el rostro malhumorado de Togodumno, y éste soltó su lanza. Le dio la espalda como un niño malcriado y meneó la cabeza.

—En realidad —intervino Llyn en voz alta—, el jabalí es mío, pero mi padre no me deja matarlo.

Togodumno se volvió.

—¡Por supuesto que no! —se adelantó—. Observa, Llyn, y verás lo sabio que es tu padre. —Se adelantó despacio hacia el animal y Caelte lo estudió con ansiedad para cerciorarse de que no sacara el cuchillo y le robara la presa. Pero Togodumno no tocó siquiera su cinto. El jabalí continuaba tendido, como inerte, pero los pequeños ojos seguían cada movimiento. Tog se detuvo, levantó una mano como si tuviera un cuchillo y se agachó. De repente, el animal saltó con un gruñido. Se lanzó hacia Togodumno; los colmillos contenidos por el cuero se asomaron furiosamente y tres de las gruesas cintas de cuero se rompieron. Togodumno se apartó de un salto y el jabalí forcejeó con desesperación. Uno de los colmillos se clavó en el suelo donde Tog había estado un momento antes—. ¿Ves? —aventuró con una sonrisa—. Si te hubieras acercado para cortarle el pescuezo, te habría atrapado, Llyn. Y ahora yacerías en el suelo con la pierna abierta hasta el hueso.

Llyn le devolvió la sonrisa. Quería mucho a su tío, atraído por el brillo de su afabilidad y su encanto radiante. También quería a su padre pero a los seis años todavía le respetaba y le temía demasiado como para sentirse cómodo en su presencia. En cuanto a su abuelo..., arrugó la nariz y guardó su cuchillo. Cunobelin era como una vieja araña gorda y maloliente, encerrado en su Salón todo el día. Llyn lo evitaba cuanto podía.

—Bueno, Caelte, hazlo de una vez —le urgió Togodumno y Caelte extrajo su cuchillo y rodeó al jabalí, a la espera del momento en que los ojos rojos se distrajeran. Luego se acercó deprisa al animal, lo tomó de un colmillo y deslizó el cuchillo por el cogote gris y áspero. La sangre humeó al caer al suelo y derritió al instante un charco diminuto de escarcha que dejó ver las hojas verdes de debajo.

—Buena cacería —aprobó Caradoc. Vocorio y Mocuxsoma esperaron a que la bestia agonizante dejara de retorcerse y después comenzaron a atarle las patas al palo que habían traído. Caradoc se volvió hacia Fearachar—. Los perros son ingobernables —precisó—. Habrá que entrenarlos mucho más si deseamos que estén listos para embarcarlos en un mes. El negro con el hocico gris debería ser adiestrado aparte. Se queda rezagado hasta que los demás han cumplido la tarea; entonces se adelanta y comparte la gloria.

—Como alguien que yo conozco —masculló Fearachar con un ojo en Togodumno mientras se dirigía a Llyn—. Bueno, será mejor que hable con los adiestradores. —Se desperezó—. Una buena mañana de cacería. Ahora, a beber vino y caldo caliente.

Vocorio y Mocuixsoma cargaron el palo en los hombros y echaron a andar de regreso al sendero donde estaban atados los caballos y un carro aguardaba para llevar la presa. Cinnamo, Llyn, Caradoc y Togodumno los siguieron juntos, y Sholto y Caelte cerraron la marcha. Fearachar se quedó atrás para juntar los perros y colocarles las correas. El sonido de sus silbidos y golpes se fue extinguiendo despacio.

—¿De veras era tu presa, Caelte? —preguntó Llyn y Sholto le dio una palmada en la oreja en un gesto juguetón.

—Ten paciencia, cachorro. Todavía tendrás que esperar un año más y es posible que ni siquiera entonces tu padre lo permita.

—En ese caso, tendré que salir solo y cazar en secreto.

Caradoc rió, pero había un dejo de advertencia en su carcajada. Pasó un brazo alrededor de los hombros fuertes y sintió una oleada de orgullo, contento de que el niño diera muestras de salir a él y no a Eurgain, aunque la quería. Llyn tenía el cabello castaño oscuro, con algunos destellos rojizos cuando el sol se abatía sobre su cabeza. La barbilla cuadrada, todavía enmarcada por los suaves rasgos de la niñez, era bastante hendida, un signo inconfundible de los miembros de la Casa Catuvelauna, y el cuerpo bien formado ya era musculoso. Caminaba con el mismo paso parejo y tenaz de su padre, pisando con entusiasmo y confianza, pero poseía la risa profunda y contagiosa de Togodumno, plena de alegría. En ocasiones, cuando Llyn estaba inmerso en sus pensamientos, Caradoc creía ver a Cunobelin en los ojos velados y la sonrisa secreta, pero Llyn no solía quedarse quieto el tiempo suficiente como para dedicarse a la introspección. Corría por toda Camalodúnum y sus alrededores con tres o cuatro de sus amigos y pasaba mucho tiempo en las cuadras esperando que se le concediera permiso para montar los caballos grandes. Había renunciado hacía un año a los ponis de los carros, pero algunas veces montaba uno a regañadientes para acompañar a sus hermanas.

La pequeña Eurgain tenía cinco años; era rubia y testaruda, y ya insistía en montar algún animal más inquieto. Gladys tenía cuatro, era morena como su tía y jamás lloraba. Se parecía de una manera perturbadora a Aricia; miraba el extraño mundo de los catuvelaunos con ojos altaneros y cautelosos y más de una vez, al trepar a las rodillas de Caradoc, había abierto las puertas de sus recuerdos. Por un momento, la dolorosa y punzante carencia le asediaba con toda su imposible dulzura, paralizándole con la fuerza de los aromas y colores recordados. Incluso entonces, siete años después de que se hubiera alejado en la niebla con lágrimas en los ojos y los labios apretados para refrenar la angustia de la partida, Aricia era capaz de reducirle casi a la impotencia fisica. En el tiempo que tardaba en levantar a su hija, revivía cada ardiente encuentro, cada palabra susurrada, cada acto de repudio violento; finalmente, se obligaba a descartar los persistentes recuerdos en un acto de voluntad. Era muy feliz con Eurgain y sabía que había tomado la decisión correcta. Preferiría perder su honor que perderla a ella. Ya casi habían pasado el séptimo año juntos y él le había hecho una broma al preguntarle si tomaría su ganado y sus hijos y regresaría con su padre, cansada ya de la vida de casada. Según la costumbre, podía hacerlo después del séptimo año, pero ella se había limitado a reír.

—Le he echado el ojo a Cinnamo —había contestado mientras intentaba mantenerse seria—. Me interesa mucho, pero creo que prefiero ser tu primera esposa antes que la segunda de Cinnamo.

—A Cinnamo le gustan las mujeres feroces y luchadoras —había respondido él con una pizca de celos—. No sabría qué hacer contigo.

Ella se le había acercado, todavía con una expresión alegre en los ojos azules.

—El otro día me dijo que los hombres necesitan variedad. Tal vez esté cansado de los dientes y las garras de Vida, y desee un cambio. —Entonces le besó antes de que él explotara, con los labios todavía temblorosos por la risa, en la certeza de que estarían unidos para siempre.

Caradoc se volvió a su hijo mientras se acercaban al borde del bosque.

—Jamás caces solo, Llyn. Si te hieren en el bosque, ¿quién te socorrerá? Es posible que te parezca que no hay gran diferencia entre el valor y la imprudencia, pero ningún hombre respeta a otro que es imprudente.

Llyn no respondió. Cruzaron entre los árboles y hallaron a los caballos que esperaban con paciencia y al sirviente sentado en el suelo. El hombre se levantó para saludarlos y montaron. Llyn saltó desde una raíz elevada para caer a horcajadas sobre el lomo del caballo antes de que echara a trotar sin él. El sol brillaba, pero apenas irradiaba un calor débil e insípido, y los hombres estaban ansiosos por un poco de calor frente al fuego y vino caliente. El carro crujía detrás de ellos, cargado con el jabalí, todo el equipo de caza y con Vocorio y Mocuxsoma sentados atrás; éstos cantaban con las piernas colgando hacia fuera, mientras Llyn trotaba por el sendero entre gritos y chillidos.

Condujeron los caballos bajo la fría sombra de las puertas y Vocorio y Mocuxsoma saltaron del carro para dejarlo junto al muro. Los hombres libres vendrían y despellejarían a la bestia. Guardarían los colmillos para Caelte y llevarían el equipo al armero para su limpieza y reparación. Todos dejaron atrás las cuadras y las perreras, atravesaron sendero arriba el circulo de los hombres libres y llegaron a la tierra llana frente al Gran Salón, donde un viento helado les sacudió las capas y encendió aún más las ya sonrojadas mejillas de Llyn. Una multitud estaba reunida allí, de pie en grupos, conversando o en cuclillas en el suelo. Más allá, oyeron el choque de espadas y se adelantaron para mirar. Llyn tiró de la manga de Caradoc con excitación.

—¡Son mamá y la tía Gladys! —exclamó. Los jefes y hombres libres los dejaron pasar y encontraron un lugar para sentarse. A Llyn lo situaron junto a Sholto y le advirtieron que guardara silencio. Cualquier grito o movimiento repentino podía terminar en una tragedia en el campo de prácticas, donde no había intención alguna de matar. Llyn lo sabia bien y se quedó muy quieto, con los ojos brillantes y la boca abierta.

Su madre y su tía daban vueltas una alrededor de la otra, con las espadas en alto. Ambas mujeres llevaban calzones, túnicas cortas y el cabello trenzado y sujeto a la cintura. Los brazos izquierdos estaban libres. Caradoc prefería que Eurgain practicara con un escudo, pero no solía hacerlo y Gladys tampoco. Sin embargo, ambas eran conscientes de que debían acostumbrarse al peso adicional. Gladys se había limitado a encogerse de hombros cuando Cinnamo la censuró al respecto.

—No es probable que vaya a la guerra —había argumentado—, y he jurado no volver a participar en incursiones. Entonces, ¿para qué debo estar sobrecargada?

Cinnamo no estaba de acuerdo; nadie estaba de acuerdo, pero a las mujeres no les importaba. El entrenador de Gladys gritó algo y las dos se cerraron. Entonces, con la velocidad de una ráfaga de viento, Eurgain se escabulló por debajo del arco ascendente de Gladys y trazó un corte horizontal con su espada que habría cortado en dos a su cuñada si ésta no lo hubiera previsto, pero retrocedió y se apartó con un giro. Ambas estaban cansadas; el sudor bañaba sus rostros y respiraban con agitación. Gladys era la más fuerte de las dos, con un estilo limpio y enérgico, pero Eurgain era más delgada y ligera. Era un buen combate. Eurgain aprovechó su ventaja y persiguió a Gladys con una serie de estocadas rápidas e incesantes y la gente se abrió para quitarse de en medio. Entonces Gladys se volvió y lanzó una estocada. No era una maniobra común. Las espadas estaban diseñadas para movimientos amplios y al sesgo, no para clavar a corta distancia. Las puntas eran romas aunque las hojas estaban afiladas con tal precisión que se podía cortar un manojo de hierba en el aire. No obstante, la punta de la espada de Gladys rozó el cuello de Eurgain y la sangre oscura comenzó a bajar por delante de su túnica manchada de sudor. No le dio importancia y giró para asestar otro golpe, pero el entrenador les ordenó detenerse. De inmediato, ambas mujeres soltaron las espadas y se acercaron tambaleándose y jadeantes para apoyar cada una la cabeza en el hombro de la otra. Caradoc se levantó y fue hacia ellas, seguido de Cinnamo.

—Eurgain debería practicar conmigo —comentó Cinnamo mientras cruzaban el tramo de tierra que los separaba de las puertas del Salón—. Tiene un buen golpe, pero pierde el equilibrio al tirar hacia atrás con la espada.

—No creo que su habilidad le importe tanto como para probar contigo y tal vez perder la cabeza —replicó Caradoc cuando llegaron a donde Gladys y Eurgain estaban sentadas en el suelo. Se acuclillaron y Llyn echó los brazos al cuello de su madre. Eurgain hizo un gesto de dolor.

—Has estado muy bien, madre —afirmó con seriedad—, pero mantienes los pies demasiado juntos para conservar el equilibrio. Un día resbalarás y la tía Gladys te matará por accidente.

Gladys sonrió al tiempo que se limpiaba el rostro con su túnica sucia.

—La tía Gladys no sería tan descuidada —aseguró—. Estoy siempre preparada para un accidente, Llyn, y tu madre y yo hemos practicado juntas desde antes de que tú nacieras. Sabemos qué esperar de la otra. ¿Te he hecho daño, Eurgain?

Caradoc le apartó el cuello de la túnica, pero la herida no era profunda y su esposa meneó la cabeza.

—No mucho. Bueno, Cinnamo, ¿qué opinas?

—Llyn tiene razón —contestó enseguida—. Separad más los pies y no levantéis tanto la espada.

Gladys suspiró.

—Estoy cansada y sedienta. Y muy sucia. —Se incorporó de pronto y se alejó despacio. Eurgain también se levantó, con una mano en el cuello mientras la sangre seguía colándosele entre los dedos.

—Llyn —dijo—, corre a la casa y dile a Tallia que prepare agua caliente. ¿Habéis tenido una buena cacería, Caradoc?

—Bastante buena, pero los perros se han vuelto muy indisciplinados.

Caelte mató a la presa.

—Pensé que era el turno de Sholto.

—En realidad —terció Llyn—, era mi turno, pero papá...

Caradoc le dio una palmada en el trasero.

—Ve a hacer lo que tu madre te ha ordenado —indicó, y Llyn corrió hacia la casa—. Tiene muchos deseos de matar su primera presa —explicó Caradoc— pero, aunque se lo permitiera, no creo que tenga la fuerza necesaria para hacerlo.

—Además quiere pelear con espada de hierro y no de madera —acotó Cinnamo—. Es un niño persistente.

—¡Que siga con la de madera! —dijo Eurgain con tono áspero—. No cedas, Cin.

—No tengo intención de dejar que se mate —declaró Cinnamo. Caradoc besó a Eurgain en la mejilla caliente y se volvió.

—Necesitamos comida y bebida —dijo— y tú necesitas agua y ropa limpia.

El y Cinnamo se dirigieron al Salón y Eurgain echó a andar colina arriba hacia su casa. Oyó que Tallia reprendía con tono juguetón a la pequeña Eurgain, que reía con deleite. Llyn salió pero no corrió hacia ella. La saludó con la mano y desapareció en dirección a las perreras al tiempo que ella ascendía los últimos metros con fatiga y el cuerpo acalorado pero cansado.

Cunobelin estaba solo, sentado sobre unas mantas dispuestas en un rincón del Salón. Sostenía una copa en sus manos rígidas e hinchadas y tenía las piernas dobladas bajo el cuerpo. Ninguno de sus hombres le acompañaba, y Caradoc se preguntó con ira dónde estarían. Se suponía que ningún jefe de una tribu debía caminar, sentarse, cazar o pelear sin por lo menos dos de sus jefes a su lado. De repente, tomó conciencia de lo viejo que se había vuelto su padre, del embotamiento de su mente y la inmovilidad de su cuerpo. Cunobelin tenía la mirada perdida y el rostro impávido. Cuando Caradoc hubo comido y conversado un momento más con Cinnamo, Caelte y Sholto, se sirvió más vino, tomó un puñado de guisantes secos del saco situado detrás de la puerta y se acercó a él. Cunobelin volvió un poco la cabeza, pero no dio ninguna otra señal de vida y Caradoc se sentó a su lado con las piernas cruzadas. Vio entrar a Togodumno y a tres de sus jefes, pero se acomodaron en el otro extremo del largo y oscuro salón. Caradoc sabía que estaban charlando sobre la cacería y que Tog la revivía con los gestos y palabras consagrados a través de miles de años de narración de relatos. Se preguntó si Adminio regresaría de su incursión antes del atardecer.

Cunobelin había mantenido una firme presión sobre los coritanos durante los últimos cinco años y Adminio, y en ocasiones el propio Caradoc, habían pasado mucho tiempo con frío y mojados en los bosques, a la espera de que llegara la noche para cruzar la frontera a fin de robar y matar. No había mucho que los coritanos pudieran hacer. Cunobelin los insultaba y enfurecía con sólo deslizarse alrededor de sus abovedados fuertes de las colinas y asestar golpes cada vez más cerca de la capital.

Los coritanos no tenían rey. Los gobernaba un Consejo y dos jueces que jamás lograban decidir si seria mejor declarar la guerra a los catuvelaunos o seguir protestando ante Roma. Mientras dudaban, Adminio, Caradoc y Togodumno los atacaban una y otra vez. Los coritanos esperaban grandes resultados cuando enviaban sus iracundos emisarios a Roma. Tiberio había muerto tras cuarenta y cinco años de reinado. Había sido un hombre justo e inteligente, perspicaz, que había utilizado el ejército y la ley para crear la pax romana. Pero había mantenido una posición firme en cuanto al lugar de Albion, que quedaba excluida de la pax. Albion era buena para el comercio, pero su conquista sería demasiado costosa y Tiberio había manifestado que su frontera occidental era la costa de la Galia. Más allá, estaba el océano y los confines de la tierra. No obstante, Tiberio estaba muerto y Cayo César, un muchacho de diecisiete años y cubierto de granos, se pavoneaba en Roma, ardiendo en deseos de mostrar lo que podía hacer. En ese momento, estaba demasiado cerca, investigando una conspiración en Germania y preparando sus indisciplinadas y desordenadas huestes para una invasión al Rin, pero Cunobelin y sus hijos no le hacían caso del mismo modo que no le habían hecho caso a Tiberio. Roma había probado con Albion y Albion había cerrado la tapa sobre sus dedos. No había nada más que decir y Cayo podía seguir molestando a sus sufridos generales y avergonzando al senado todo el tiempo que quisiera. Los coritanos esperaban un cambio en la política imperial con relación a los depredadores catuvelaunos, pero hasta el momento, sólo era una esperanza, mientras Cayo vacilaba en Germania y sus tropas alborotaban la campiña.

Caradoc bebió un sorbo de vino y mordió los guisantes; Cunobelin parecía no prestarle atención. Podía oír su esforzada respiración: el aire silbaba al salir de los pulmones. Paseó la vista por los dedos azulados y artríticos, desprovistos de anillos puesto que Cunobelin ya no podía pasarlos por los nudillos inflamados. Por fin, Caradoc aventuró con suavidad:

—¿Cómo estás hoy, padre? ¿Dónde están tus jefes?

Cunobelin volvió la cabeza despacio. Los diminutos ojos de cerdo que siempre habían brillado con malicia o ira estaban hundidos, velados, y la carne pesada del rostro le colgaba. El cabello gris despeinado caía en cuerdas grasientas; el cuello estaba tan agrandado y regordete que la torques de oro se hundía en los pliegues de la piel pálida. Cunobelin se tomó un rato antes de sonreír a su hijo, si es que ese gesto podía considerarse una sonrisa. Fue más bien una mueca, y una ráfaga de aliento fétido a vino y estómago revuelto asaltó la nariz de Caradoc.

—¿Cuándo estoy bien últimamente, Caradoc? —repuso el anciano con voz ronca y gran esfuerzo. Caradoc se dio cuenta de que estaba profundamente borracho—. En cuanto a mis jefes, si los encuentras, pregúntales tú mismo qué están haciendo. No dudarán en contártelo a ti. Conspiran en mi contra y por lo tanto, les averguenza mirarme a la cara. —Levantó la copa con ambas manos y bebió un largo trago. Un hilo de vino bajó por la comisura de sus labios hacia el cuello. Luego apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos.

Caradoc no respondió de inmediato. Conocía a los jefes de la tribu, a todos, y sabia que si tuvieran motivos de queja los gritarían en el Consejo y no se escurrirían furtivamente a espaldas de su señor. Lo más probable era que el estado de su padre les preocupara y no supieran qué hacer. Hacía un año que Cunobelin no dejaba el Salón. Comía y dormía allí, envuelto en una pila de mantas viejas. Obligaba a Cathbad a que le cantara horas enteras las canciones sobre su vida, sus amores y conquistas, sus sueños, sus cientos de incursiones, pero no sobre sus fracasos, ni sobre la maraña de ambiciones con que había tejido un tapiz que aún habitaba, con colores ya opacos, en las penumbras de su mente. Sus jefes veían que el fin se aproximaba, todos lo sabían, pero Cunobelin era tan resistente como complejo y seguía viviendo, débil pero firme en su lucha contra la muerte, el último enemigo. Eventualmente, el interés de la tribu había mermado y todos habían seguido con sus asuntos. Los jefes no querían matarle, Caradoc lo sabia. Preferían que muriera por propia voluntad, quizá por su propia mano, pero la situación era grave. Era obvio que la diosa se tambaleaba y que sus poderes de protección menguaban. El verano había sido húmedo y muchos de los cultivos se habían echado a perder en el suelo sin poder ser cosechados. Había habido una helada tardía en la primavera y muchos terneros habían muerto. Sería necesario hacer algo, pero la tribu aguardaba por amor al hombre que los había elevado a todos a un estado de riqueza y poder inimaginable y les había dado un reino. Caradoc meditaba sobre esto mientras escuchaba las conversaciones que brotaban a su alrededor, lejos del invisible círculo de aislamiento que había establecido Cunobelin. Luego le arrebató la copa con firmeza de las manos frías a su padre y la arrojó al otro lado del Salón.

—Ya has bebido bastante —le reprendió—. Si vas a morir, hazlo al menos como lo hicieron nuestros antepasados, ¡con los ojos bien abiertos y fijos en la próxima vida y una carcajada en los labios! ¿Qué te aqueja? ¿Acaso tienes miedo? —Esa palabra fue una estocada profunda, tal como Caradoc esperaba, y atravesó la gruesa capa de embriaguez y desesperanza. Cunobelin gruñó y se levantó apoyándose con las manos en el suelo, cerca de las rodillas.

—No, no tengo miedo —siseó con rencor, con palabras entrecortadas—. He visto la muerte demasiadas veces para tener miedo. Me siento aquí y recuerdo todo lo que no he hecho y la cólera me devora. Mi cuerpo ya no me obedece, pero mi espíritu se alza y baila, se burla de mí. Entonces bebo y espero. Quizá tengan el valor de matarme, después de todo. —Intentó reír y se ahogó, jadeando y temblando. Caradoc desvió la mirada, asqueado. Había visto a Cunobelin borracho y furioso, borracho y agresivo, pero jamás como en ese momento, retorcido y amargado, acurrucado en su rincón como un insecto pestilente.

—Tal vez sea hora de que lo hagan —sentenció, sofocado de pesar y desilusión—. Y si no lo hacen, quizá lo haga yo mismo. Un cuchillo sagrado, padre, arrojado a la luz del sol, una muerte honorable por el bien de la tribu. Sólo te preocupas de ti mismo y te alimentas de tus marchitos sueños de conquistas que jamás se harán realidad, mientras Dagda odia a la diosa por su fealdad y el poder de la tribu se debilita. ¡Suicidate, muere con orgullo! ¿Qué ha ocurrido que te agazapas aquí en la oscuridad y nos destruyes a todos? —Se levantó torpemente y arrojó la copa detrás de su padre mientras los guisantes rodaban por el suelo. Salió, desesperado por respirar aire fresco, por ver hombres caminando y riendo. Los agudos ojos de Togodumno habían visto lo sucedido y siguió a su hermano. Corrió para alcanzarle cuando bajaba la colina.

—¿Qué te ha dicho que te ha hecho enfadar así? —preguntó con curiosidad.

Caradoc se detuvo y Togodumno vio su rostro.

—No morirá —declaró con un dolor que superaba las lágrimas y le quebraba la voz—. Se sienta allí y se consume día tras día. Temo por todos nosotros. Si dura una estación más, los catuvelaunos podrían volver a reducirse a un clan diseminado vagando por los bosques. Y es un hombre fuerte. ¡Podría despertar y volver a cabalgar si lo quisiera!

—Pero no quiere —replicó Togodumno—. Se le ha acabado el tiempo y lo sabe, y eso le irrita tanto que no puede soportarlo. Los jefes quieren matarle, pero no se atreven.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió Caradoc con presteza y Togodumno esbozó una sonrisa torcida.

—Me lo ha contado Gladys. Recurrieron a ella porque le conoce mejor que todos nosotros, pero los despachó y les dijo que tomaran una decisión. Creo que a ella también la ha désilusionado. —Caradoc no se fiaba de sí mismo para seguir hablando. Dejó a su hermano sin mirarle y se encaminó hacia las puertas.

Adminio regresó esa noche con sus jefes, arriando treinta cabezas de ganado de cría coritano. El banquete de la noche había comenzado y el Salón estaba lleno. Se acercó a Cunobelin, que estaba bebiendo otra vez en su rincón, y le relató la incursión con todo detalle, pero Caradoc, que los observaba, notó que su padre no demostraba haber escuchado ni una palabra ni haber reparado en su hijo mayor que se hallaba en cuclillas junto a él. Al cabo de un rato, Adminio se levantó y fue a sentarse entre sus propios jefes. Cunobelin siguió bebiendo.

—Por lo visto la incursión fue todo un éxito —susurró Cinnamo al oído de Caradoc—, pero creo que Cunobelin se equivoca al presionar tan fuerte y tan rápido. Un día de éstos podríamos encontrarnos frente a una enloquecida banda guerrera coritana, y estaríamos sin un señor que nos guíe en la batalla.

Sholto le había oído. Se inclinó sobre Caradoc mirando hacia donde Cinnamo mojaba su pan en la salsa.

—No estoy de acuerdo —objetó—. Tenemos tres señores para conducirnos en la lucha: Adminio, Caradoc y Togodumno. Dejad que vengan los coritanos. Por mi parte, me agradaría una pelea limpia para variar. —Después se retíró para terminar su carne.

Caradoc clavó la mirada en el fuego con la barbilla apoyada en la mano.

«No tenemos señor —pensó—, dado que el hombre que una vez fue mi padre, ese bulto del rincón, ya no es señor, y el Consejo se sienta en silencio noche tras noche, impotente sin un rey. Sin embargo, Adminio es el mayor. Es su deber actuar. ¿Por qué habríamos de asumir esa responsabilidad Tog o yo?» Sabia que Adminio se estremecería de horror ante la idea del parricidio, embebido como estaba de las costumbres romanas. Sus pensamientos dieron vueltas y vueltas y se estrecharon más y más a medida que progresaba la noche. Sus pequeñas hijas dejaron a Eurgain, fueron hasta él y se colgaron de su rodilla. Las alzó y las besó, pero su mente seguía inquieta. Cunobelin no pidió música y Cathbad se sentó junto a Gladys, con el arpa en el regazo. Sin embargo, los ojos de Gladys se desviaban con frecuencia al rincón oscuro de donde emanaba un olor casi visible y la sombra de un poder ya pasado.

Caradoc vio que Tallia merodeaba alrededor de la puerta y envió a las niñas a la cama. También él estaba cansado y le dolía la cabeza. Por fin, se levantó con Cinnamo, y entonces, un repentino y helado silencio descendió sobre la sala. Todas las miradas giraron hacia el rincón a sus espaldas y Caradoc se volvió. La intensidad del silencio le llevó a deslizar la mano a su espada. La sombra en el rincón se movía. Se sacudió, creció en altura y Cunobelin dio un paso inseguro hacia la luz del fuego. En medio del sobresaltado silencio, avanzó haciendo eses y se detuvo tambaleándose frente a Caradoc.

Cinnamo se deslizó más cerca de su señor y Caradoc sintió que Togodumno se aproximaba con sigilo por detrás, puesto que los ojos rojos iracundos y los dientes salidos no pertenecían al padre que había conocido, sino a un viejo y renegado jabalí. Cunobelin se esforzaba por juntar fuerzas para hablar, pero la mano de Caradoc permanecía en el mango de su espada y los hombres que le rodeaban estaban listos para lo que pudiera ocurrir. Todos sabían que el jabalí era capaz de fingirse derrotado y luego atacar al final para herir y destrozar en un arranque de odio malévolo y temerario.

Cunobelin comenzó a hablar; su voz era un rugido crujiente, casi incoherente, y su aliento una nube de olor fétido.

—«Suicídate, muere con orgullo», me dices, hijo mio, con la insensible desenvoltura de la juventud; tú que has matado pero no te has enfrentado con un enemigo que no se dejará vencer. No puedo tomar rehenes de la oscuridad que me espera, y él viene a buscarme sin piedad, el Jefe de la Noche.

Bajó la cabeza sobre el enorme pecho, pero la alzó otra vez haciendo un esfuerzo descomunal. Los presentes, estupefactos, observaban la desintegración final de un hombre otrora poderoso.

—Uno de vosotros—gritó, al tiempo que escudriñaba la penumbra en busca de sus hijos—, uno de vosotros recogerá mi capa y usará la torques de rey y entonces, ¡tened cuidado! Pues la muerte vendrá por vosotros también, aunque viváis con orgullo y desprecio por ella, como he hecho yo. ¡Bestias ambiciosas y despiadadas, venid, asesinadme! —Palpó su cinto en un intento por desenvainar la espada, pero nadie se movió.

Una terrible parálisis pegaba la lengua de Caradoc a su paladar y convertía sus miembros en rocas. Sintió una mano que tomaba una de las suyas.

Era Eurgain, pálida y consternada.

—Haz algo, Caradoc —murmuró—. No dejes que su recuerdo se mancille con esta terrible locura. —Pero él seguía sin poder hacer nada y Cunobelin comenzó a llorar en silencio mientras su mano caía de su cintura. De repente, se arrojó hacia delante y Cinnamo desenfundó su espada ruidosamente, pero el anciano pasó con rapidez junto a ellos y atravesó la puerta con paso vacilante. Gladys le siguió mientras le llamaba, y Cathbad corrió también. Cinnamo guardó su espada, Togodumno se abalanzó hacia la puerta y, de pronto, todos los presentes salieron a la noche. Caradoc, con Cinnamo, Sholto, Vocorio y Caelte, se abrió paso y se lanzó a la carrera tras Gladys, indiferente al viento frío y al cielo diáfano y estrellado. Oían que Cunobelin gritaba en algún sitio más allá del último circulo y Gladys no cesaba de llamarle con un dejo de súplica y temor en la voz. Corrieron; sus pies apenas pisaban la tierra helada. Encontraron a Gladys apoyada contra la pared de la cuadra.

—Se ha marchado —logró articular—. Se ha llevado a Bruto y a su caballo.

Caradoc hizo el ademán de dirigirse hacia las cuadras, pero Togodumno le detuvo al tirar de él hacia atrás.

—Deja que se vaya, Caradoc —le instó con vehemencia—. Ya has oído lo que nos ha dicho. Ahora nos toca a ti, a mí y a Adminio. ¡Deja que el viejo tonto se marche! —Caradoc maldijo y con un salvajismo impensado, se liberó con tal violencia de su hermano que lo dejó dando vueltas.

—¡No de este modo! —gritó—. ¡A tu caballo, Tog! —El criado de las cuadras, acatando la orden gritada por Gladys, ya se acercaba con dos caballos. Caradoc le arrancó las riendas y montó—. ¡Apresúrate, Tog, vamos! —siseó con los ojos fijos en las puertas abiertas.

Togodumno saltó con desgana al lomo de la bestia, consciente de la gente que se había agolpado a su alrededor. Eurgain estaba junto a Gladys.

No llevaba capa y tiritaba, pero no parecía notarlo. También estaba Adminio, con los brazos cruzados sobre su amplio pecho. Ni siquiera había ido en busca de un caballo y Caradoc, que ya galopaba hacia las puertas, sabía que su hermano mayor se iría colina arriba de regreso a su cómoda choza, bebería algo y aguardaría la llegada de las noticias. Saltó al suelo, condujo su caballo con rapidez por el escarpado sendero y a traves del foso, y volvió a montar. Sabia que Togodumno le seguía y juntos espolearon a los animales y se precipitaron hacia la mancha oscura del bosque.

Buscaron durante dos horas; la noche obstaculizaba el rastreo. Mientras Togodumno silbaba llamando a Bruto, Caradoc se bajaba del caballo con frecuencia y se arrodillaba en la hierba quebradiza en busca de huellas de los cascos del caballo de Cunobelin, pero la escarcha era dura y la tierra estaba congelada. Había huellas, pero eran viejas, de cuando el lodo era grueso y blando, y se habían helado y convertido en pozos duros como el hierro. No encontró nada, pero ni él ni Tog regresaron sino que se internaron en el bosque que los encerraba en la fría soledad de principios de invierno. Por fin, detuvieron los caballos y se quedaron sentados, mirándose confundidos.

—Quizá no ha tomado este camino —aventuró Togodumno—. Es posible que haya ido hacia el este, al río, y desde allí al mar.

Pero Caradoc meneó la cabeza con lentitud mientras pensaba. Estaba seguro de que Cunobelin se había dirigido al bosque; era la huida insensata de una bestia agonizante en busca de un agujero oscuro donde esconderse y sufrir solo. Si abandonaban en ese momento, era posible que jamás encontraran a su padre y, si regresaban a Camalodúnum y esperaban a que el caballo de Cunobelin volviera con la luz del día, la tarea seria imposible.

—Tendremos que quedarnos aquí y estar atentos para ver si oímos al caballo —dijo con desgana—. ¿Tienes frío, Tog? Podríamos encender... —Pero entonces, Togodumno echó atrás la cabeza al tiempo que hacía un gesto de impaciencia con la mano y Caradoc se calló. Permanecieron sentados, ansiosos, aguzando los oídos, y lo escucharon a lo lejos: el gemido.

—¡Por aquí! —exclamó Togodumno, y ambos partieron, sin sendero que seguir. Desmontaron y guiaron a los caballos, avanzando sin hacer ruido entre la gruesa maraña de brezos muertos y plantas rastreras que colgaban inmóviles en su camino. El suave y confuso gemido se intensificó. Bruto los oyó acercarse y corrió a recibirlos, con la cola entre las patas y su oreja medio partida agitándose en la noche. Ataron los caballos con rapidez y sacaron las espadas como por un tácito y mutuo acuerdo, sin saber por qué.

La atmósfera estaba cargada de peligro; una nueva y extraña frialdad se cernía para atraparlos en su hechizo y se mantuvieron juntos mientras Bruto iba a sentarse junto a los caballos y se negaba a obedecer cuando Togodumno lo llamaba suavemente.

Entonces lo vieron. Caradoc divisó un pálido brillo en el suelo y con una exclamación, echó a correr. Togodumno le siguió con la espada firmemente cogida en la mano. Cunobelin yacía acurrucado contra el tronco de un roble, la cabeza doblada bajo un hombro y las piernas extendidas. Cuando sus hijos se agacharon a su lado, un ínfimo susurro atravesó las ramas desnudas por encima de sus cabezas, un suspiro del viento a la vez burlón y acongojado. En la creciente luz de la luna, las barras negras de sombra cruzaron el rostro y se mecieron de un lado a otro, pero los ojos no se movieron. Miraban fijamente a los dos jóvenes, vacíos e indefensos, despojados de todos los intrincados y entrelazados mantos de engaño, secretos y conspiraciones en que se habían ocultado tanto tiempo. El cabello gris se apoyaba en la hierba.

—Tiene el cuello roto —precisó Togodumno—. Mira la huella que ha dejado.

Caradoc escrutó la penumbra y vio las ramas cortadas que colgaban sobre el suelo del bosque y los montones de zarzas arrancadas con violencia. Luego se volvió maravillado hacia la silueta inmóvil.

—¡Qué golpe! El caballo debe de haber tropezado o haberlo tirado. Debe de haber muerto al instante. Será mejor que lo llevemos a casa, Tog. Lo pondremos en mi caballo y yo cabalgaré contigo.

Vacilaron un momento, todavía incapaces de ponerle las manos encima, de admitir, ante ese cuerpo indefenso y pesado, el final. Pero estaban cansados, tenían frío y sabían que el resto de la tribu estaría en el Salón, junto al fuego, esperando noticias. Por fin, Caradoc se dobló y tomó a Cunobelin con suavidad por debajo de los hombros y Togodumno envolvió con sus brazos fuertes los muslos que pesaban como dos trozos de piedra. Fueron tambaleándose con su carga hasta donde estaban los caballos, con los tendones tensos y el aliento formando nubes blancas sobre sus cabezas. De alguna manera, lograron levantarle y colocarle encima del lomo amplio y tibio del caballo. La cabeza no se había movido, tan repentina y completa había sido la fractura. Después, Caradoc, apesadumbrado, montó detrás de su hermano y partieron con lentitud mientras Bruto seguía con aire ausente los pies de su amo.

Condujeron los caballos hasta las puertas mismas del Salón y desmontaron. Gladys apareció corriendo, pálida y tensa. Al ver la carga, se detuvo y el estupor borró toda expresión de su rostro. Caradoc se acercó y le habló con voz queda.

—No, Gladys, no lo encontramos en el bosque y lo matamos, aunque lo habríamos hecho de haber sido necesario, lo sabes. Se cayó y se rompió el cuello. No fue el fin más honorable, pero mejor que muchos otros. —Gladys pareció calmarse y suspiró. Se aproximó al cadáver y tocó con ternura la cabeza ensangrentada. Detrás de ella, comenzaron a congregarse los miembros de la tribu y Caradoc percibió alivio, no pena. Cunobelin había sobrevivido a su valor tribal, y a pesar de que lo recordarían con respeto y hasta admiración, y escucharían una y otra vez las canciones y poemas de su reinado, estaban contentos de que los gobernara sangre nueva y de que se iniciara una nueva era. Togodumno entró en el Salón pensando en el vino y el fuego, pero Gladys, Caradoc y Eurgain acompañaron al caballo que llevó a unobelin a la choza de huéspedes y tres de los jefes de Cunobelin fueron con ellos para ocuparse del cadáver. Lo lavarían y vestirían con una túnica bordada en oro y con calzones. Lo peinarían y le colocarían el casco y la espada en la mano. Gladys los dejó y Eurgain y Caradoc siguieron su camino despacio hasta su pequeña casa. Llyn estaba en la puerta; su cabeza resplandeciente formaba un halo en el resplandor de la luz a sus espaldas. Al ver a su padre, bajó corriendo la colina para recibirle.

—Padre, ¿qué ha ocurrido? ¿Habéis encontrado a Cunobelin?

Caradoc, obedeciendo a un instinto que le impelía a abrazar a su hijo, se agachó, besó y estrechó al niño. Podía sentir el calor del cuerpo joven y fuerte, la sangre caliente, cómo latía ese corazón sano.

—Ha muerto, Llyn. Galopó hasta el bosque y la diosa se lo llevó. Fue una muerte correcta y apropiada.

—Oh. —Llyn se liberó del abrazo de su padre y se volvió hacia la puerta—. Creo que hubiera preferido morir en batalla, pero ya no tenía fuerzas para ello. Esperó demasiado. Bueno, me voy a la cama.

Bostezó hasta que le sonó la mandíbula, apartó las pieles y se metió en su cama. Caradoc y Eurgain le siguieron. La habitación estaba caldeada y en penumbra, llena de los suaves sonidos de niños dormidos. Llyn murmuró un saludo de buenas noches, listo para sumergirse en sus sueños de cacerías y aventuras, y las niñas se movieron, sus rostros estaban encendidos y tranquilos. Caradoc echó leña al fuego y después pasó con Eurgain al cuarto contiguo, donde la cortina descorrida dejaba ver la cama grande y el fuego ardía con intensidad, avivado por la corriente de aire que se filtraba por la ventana de Eurgain, clavada firmemente. Caradoc se dejó caer en una silla y se reclinó con los ojos cerrados. En silencio y con cuidado, Eurgain le quitó la capa, la torques y las botas de los pies húmedos. Extendió la mano para tomar los brazaletes, pero él la cogió de la muñeca y la sentó sobre su rodilla.

Se quedaron así un rato, quietos y abrazados, el mentón de Caradoc apoyado en la cabeza dorada y tibia de ella. Era una noche silenciosa. A lo lejos, oyeron un búho que ululaba dos veces y Eurgain creyó captar el eco del aullido de un lobo, tan distante que podría haber provenido de otro mundo donde Cunobelin se paseaba, joven y libre otra vez.

Se movió, pero no se apartó de los brazos de su marido.

—¿Qué ocurrirá ahora? —preguntó—. ¿Qué hará el Consejo, Caradoc? ¿Elegirán a Adminio? —Estaba intranquila y notó que su pregunta había despertado ansiedad también en Caradoc. El la ciñó con más fuerza y sacudió la cabeza.

—No lo sé. Adminio está muy seguro del voto y se ha estado pavoneando como un rey desde hace mucho tiempo. Pero si yo fuera un jefe, creo que me lo pensaría dos veces antes de poner mi espada a sus pies.

—¿Por qué?

—Es demasiado intelectual, Eurgain, y poco guerrero. Además, pasa demasiado tiempo con los comerciantes.

Eurgain se enderezó y él la soltó.

—¿Qué temes? ¿Que Adminio haga algo más por Roma que enviarle cueros, esclavos y perros?

—Tal vez. Y los jefes quieren guerra. Están intranquilos y pendencieros. Votarán por Tog.

—¡No! —Eurgain se puso de pie y lo estudió, presa de una oleada de amor y celo protector. El rostro cuadrado enmarcado por el cabello oscuro, la boca tibia y sonriente, los ojos pardos y seguros: lo conocía tan bien..., mejor incluso que él mismo. Le costaba creer que los rumores y alusiones que inundaban la aldea no hubieran llegado a sus oídos. Comenzó a desvestirse con lentitud, dejando caer las ajorcas al suelo junto a la cama. Se quitó la túnica azul pasándosela por encima de la cabeza y se soltó el cabello. Caradoc la contemplaba con satisfacción, aguardando a que volviera a hablar. Eurgain siempre se tomaba su tiempo. Jamás se ponía nerviosa y siempre valía la pena escuchar sus palabras. Se sentó en el banco con el peine en la mano y él se incorporó y lo tomó para deslizarlo por los pesados mechones con movimientos lentos y prolongados. Eurgain cerró los ojos y sonrió—.Eres tan terco, Caradoc... —manifestó—. ¿En qué piensas todo el tiempo? —Abrió los ojos y cogió el espejo de bronce para colocarlo de tal manera que pudiera observar el rostro de su esposo mientras la peinaba—. La tribu está dividida en facciones. Algunos prefieren a Tog, unos pocos a Adminio, pero la mayoría de los jefes están declarando que votarán por ti. —Las manos de Caradoc se detuvieron y sus ojos buscaron los de ella en el espejo. Luego continuó con su tarea. El pelo bajo sus dedos brillaba con el resplandor del fuego; lo alzó y lo dejó caer despacio con aire pensativo.

—Si me eligen, Tog luchará contra mí—contestó—, y pase lo que pase, me negaré a matarle. Adminio no peleará. Se dedicará enseguida a conspirar y a buscar problemas. ¿Y qué hay de Gladys? Su derecho es tan legítimo como el mio. —Continuó peinándola aunque el cabello estaba lacio y desenredado. Sentía que la tranquila fuerza de su mujer fluía hacia él. Entonces, Eurgain alejó la cabeza, dejó el espejo, se volvió, le cogió las manos y le miró a la cara. El peine cayó sobre las pieles del suelo.

—No elegirán a Gladys mientras haya hombres en el clan que puedan llevar la torques de rey —replicó—. Lo sabes, Caradoc. Creo que deberías prepararte para una reñida reunión del Consejo.

Él comenzó a desvestirse y Eurgain se dirigió hacia la cama. Se introdujo bajo las mantas y se acomodó de costado, con la cabeza apoyada en un brazo. Caradoc se acercó y ella apartó el cobertor para recibirle. En el otro cuarto, Llyn empezó a roncar y la pequeña Gladys gritó entre sueños. Caradoc se acostó de espaldas, con un brazo alrededor de su esposa, y ella se acurrucó en su hombro. Se volvió y la besó en la frente, pero permanecieron despiertos y sus pensamientos se buscaron, se encontraron y se fundieron en uno. Por fin, Eurgain susurró:

—Caradoc, hay una forma de llegar a un acuerdo.

—Lo sé —dijo secamente.

Mucho después de que ella se hubo relajado, y con su lenta respiración entibiándole el pecho, clavó la mirada en la oscuridad de las cortinas y meditó.

El día siguiente transcurrió con lentitud. Caradoc llevó a algunos de sus jefes a inspeccionar el ganado para analizar la siguiente temporada con Alan. Cinnamo, Vocorio y Mocuxsoma fueron al río a conversar con los comerciantes y Llyn los acompañó. Se pasó el día corriendo por la orilla y subiéndose a las barcazas mientras los hombres hablaban, intercambiaban noticias y contemplaban el fluir del agua. Eurgain y Tallia llevaron a las pequeñas a cabalgar pues, aunque las nubes de lluvia habían llegado durante la noche para cernirse negras y pesadas sobre la aldea, todavía no llovía y la temperatura había subido. Togodumno y Adminio se instalaron en la choza de este último para contar colmillos de jabalíes, reír con las historias de antiguos ataques, beber cerveza y vigilarse mutuamente. Sus mentes estaban muy lejos de las cacerías y las incursiones, y sus ojos trataban de formular las preguntas que revelarían el inicio de una nueva hostilidad entre ambos, como si temieran hablar con claridad. Sólo Gladys permaneció sentada fuera de la choza donde yacía el cuerpo de Cunobelin custodiado por sus envejecidos jefes. Tenía las rodillas recogidas bajo su capa negra, el mentón apoyado en las rodillas y los ojos en blanco mientras su mente bullía con preguntas y proyectos, considerando todas las posibilidades que el futuro podría deparar. Se dio cuenta de que le habría gustado contar con un vidente y un druida; el primero para que le anunciara las profecías y calmara sus temores, y el segundo para que se hiciera cargo del Consejo. Sin embargo, sabia que el Salón estaría lleno de romanos inquisitivos, de comerciantes y de los artesanos de su padre, ansiosos por escuchar cómo seria el futuro, y que ningún druida se atrevía a cruzar territorio catuvelauno a menos que actuara como guía de algún jefe. En la superficie llana que se extendía ante las puertas, junto a la hilera de montículos donde descansaban sus antepasados, la pira funeraria de Cunobelin crecía y el día avanzaba.

El banquete nocturno fue breve. Sólo los niños y unos pocos hombres libres se sentían de humor para reír. El resto de la gente, los jefes y los hombres y mujeres libres comieron rápidamente y se marcharon. Adminio ni siquiera se presentó y tampoco lo hizo Gladys. Togodumno pídio música, pero ni Cathbad ni su propio bardo quisieron cantar. Caelte se negó también, controlándose con dificultad. Caradoc lo despachó a fin de evitar una escena y Togodumno se acercó y se acuclilló a su lado con una sonrisa alegre. Cinnamo le miró con furia, pero Caradoc se limitó a indicarle que tomara su lugar y se mantuviera alerta en un idioma de señas que sólo sus jefes conocían. La sonrisa de Togodumno se ensanchó. Parecía muy feliz por algo y sus ojos castaños claros destellaban mientras sus manos inquietas tocaban una música inaudible. El Salón estaba casi vacio, el fuego se consumía y las largas sombras atravesaban el suelo. La cabeza arrugada colgaba silenciosa en su pilar, rodeada de misteriosos zarcillos de hojas y de enredaderas fúnebres. Togodumno se acercó aún más a Caradoc, se sentó y cruzó las piernas. Observó a Cinnamo por el rabillo del ojo, pero Cinnamo mantuvo fija la mirada en sus pies.

—Ahora nos toca a ti y a mi, Caradoc, como te dije —declaró Togodumno—. No elegirán a Adminio. Los jefes de Cunobelin me lo han dicho. —Se aproximó más y Cinnamo se puso rígido. Caradoc, con la mirada fija en los ojos brillantes y febriles de su hermano, vio algo que no había visto antes: una llama de ambición ardiente y desnuda cuya luz no podía ocultarse—. Sólo deseo saber lo siguiente —continuó Tog—. Si me eligen, ¿pelearás contra mi?

Caradoc siguió sondeando los ojos malignos de su hermano en busca de alegría y buen humor, pero sólo halló la fuerza impulsora de un egoísmo temerario. ¿Se trataba de un ataque momentáneo, uno de los estados de ánimo que de vez en cuando le embargaban, o acaso su carácter frágil e inestable había cambiado bajo la presión de su proximidad al poder? Caradoc desvió la mirada.

—Si te eligen como corresponde, por supuesto que no —contestó—. ¿Por qué habría de hacerlo? De todos modos, una vez realizada la votación, está prohibido.

—Lo sé, pero ha ocurrido antes. —Togodumno parpadeó, ocultando sus ojos, y la llama pareció apagarse, pero cuando volvió a mirarle, Caradoc divisó las brasas todavía ardientes.

—¿Y si me eligen a mi? —replicó—. ¿Aceptarás la decisión con calma, Tog, o tendré que matarte? —Sabia que no lo mataría y creía que el acuerdo que había ocupado su mente todo el día funcionaría, siempre y cuando quedara algo de dignidad en Tog.

Togodumno emitió una risita, cerró un puño y lo apoyó en la barbilla de Caradoc.

—¿Qué te hace pensar que te elegirán? —preguntó—. Pero si lo hacen, pelearé. Quiero a los catuvelaunos para mí, Caradoc.

Cinnamo contestó enseguida. Había escuchado la conversación con fastidio creciente y ya no podía contenerse.

—¡No pertenecemos a nadie! —siseó—. No tenemos dueño, Togodumno, hijo de Cunobelin, pero dejamos que nuestra realeza nos gobierne. Eso es todo. Si lucháis y matáis a mi señor, tendréis que luchar conmigo y matarme. Y después a Vocorio y a Mocuxsoma y a todos los demás jefes que no seremos esclavos vuestros ni de nadie. Sólo tendréis éxito con hombres como Sholto, pues es menos que un hombre. —La alusión hizo que Togodumno se sonrojara de inmediato. Trató de levantarse con la mano en el mango de la espada, pero Caradoc le sujetó y le obligó a acuclillarse otra vez.

—¿Sholto? —inquirió con agudeza—. ¿Qué has estado tramando, Tog?

Togodumno liberó su brazo y se sacudió la manga para bajarla con una mirada de desprecio dirigida a Cinnamo.

—Nada —bramó—. Pregúntale a Mano de Hierro, cuya nariz larga siempre está metida en los asuntos de los demás. Pero preguntas demasiado tarde. Seré rey, Caradoc, y no trates de detenerme. —Se puso en pie con un salto ágil y se alejó con la espada tintineando en la vaina.

Caradoc se volvió hacia Cinnamo.

—Te tomas demasiadas libertades —le regañó con frialdad—. No deberías intervenir entre dos señores y, además, no permitiré que incites deliberadamente a Tog a otra pelea.

Cinnamo le miró con serenidad y una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios.

—Señor —respondió con voz queda—, si le incito lo suficiente, tendré el placer de matarle. Se está avinagrando y las travesuras de su juventud ya no le bastan para liberar su energía. Vuestro hermano se está convirtiendo en un jabalí bravo y sus malos humores son cada vez más frecuentes y prolongados. Cuidaos de él, señor.

Caradoc calló, consciente de que Cinnamo no sólo hablaba por lo que había observado, sino por una profunda animosidad personal, y por lo tanto, tal vez sus palabras fueran exageradas. Tog siempre había sido una criatura de humor errático, que pasaba de la euforia a la tristeza y de vuelta a la euforia, un espíritu trastornado y cambiante que vivía de impulso en impulso. Pero ¿acaso estaba cambiando?

—¿Qué hay de Sholto? —quiso saber, y Cinnamo entrecerró los ojos verdes con expresión divertida.

—Sholto está muy satisfecho consigo mismo y no puede controlar esa lengua viperina y odiosa que tiene. Togodumno intentó sobornarle. Ha estado conversando con los jefes, ofreciéndoles ganado y dinero... No abiertamente, señor, sino con indirectas, diciéndoles que podrían obtener riquezas si le votaban. Comenzó a hacerlo mucho antes de que Cunobelin enfermara de muerte y me sorprende que no lo supierais. La mayoría de los jefes no le prestan atención, pero Sholto está muy interesado.

Caradoc no sabia si reír o correr tras Tog para cortarle la cabeza. La risa prevaleció y lanzó una carcajada seca.

—¡Qué infantil es! Seria capaz de perder su precio de honor por unas pocas palabras evasivas. En cuanto a Sholto, deshazte de él, Cin. Me equivoqué cuando tomé su juramento de lealtad. Que se lo quede Tog. —Permanecieron un rato sentados y pensativos.

El Salón estaba vacio, pero en el rincón de Cunobelin, la oscuridad todavía albergaba una presencia pálida y persistente, y los vestigios ocultos de un poder ya desaparecido. Caradoc se preguntó si su padre habría previsto la indecisión del Consejo y la inevitable división de la familia. Era probable. Pero Cunobelin se habría reído de ello y dejado que el destino jugara su carta. Se levantó despacio y Cinnamo le acompañó. Abandonaron el Salón y sus pasos pesados retumbaron en el techo abovedado. Al día siguiente incinerarían a Cunobelin y luego..., luego vendría otro día que traería consigo un viento de cambio que soplaría el pasado y abatiría el futuro sobre ellos como un vendaval aullador. Le deseó buenas noches a Cinnamo y bajó hacia las puertas, pero en lugar de salir, dobló y trepó el muro de tierra para sentarse en la oscuridad sobre el valle del río, cubierto con la capa y con el viento nocturno arremolinando su cabello. Reflexionó mucho, consciente de que su vida y el bienestar de la tribu pendían de un hilo muy fino, y que ese hilo era la capacidad de su hermano de aceptar la única alternativa posible.

Entonces, poco a poco, la sensación de que el destino estaba decidido le invadió y acalló sus pensamientos mientras se esforzaba por anticipar la decisión del Consejo. Dondequiera que mirara con el ojo de su mente, se veía a sí mismo solo. De Togodumno, ni rastro.