CAPITULO 11
Caradoc y los jefes catuvelaunos desanduvieron el camino. Muchas de las mujeres que habían viajado a la costa con los carros habían decidido unirse a Eurgain en la defensa de la aldea y regresaron con sus hijos. Pero Gladys volvió y los alcanzó poco antes de que cruzaran el Tamesa. Acamparon por unas horas en el lado más alejado del río, fuera del alcance inexorable de la marea, luego avanzaron con rapidez y al mediodía del día siguiente llegaron al Medway. Los exploradores entraban y salían del campamento trayendo a Caradoc informes detallados con respecto a cada movimiento del enemigo.
En mitad de esa noche, Togodumno llegó con sus hombres, cansados y hambrientos; habían dormido poco, acurrucados en sus capas junto al sendero, y no se habían detenido para encender un fuego. Togodumno no se disculpó por sus flagrantes malos modales de los días anteriores, pero se paseó con descaro por el campamento, saludó a su hermano y pidió la comida.
Llyn se alejó de Fearachar, corrió hacia su tío y le rodeó la cintura delgada y musculosa con sus brazos. Pero Caradoc le ordenó con vehemencia que volviera a su sitio y permaneciera allí bajo la amenaza de recibir una buena tunda. No deseaba que su hijo siguiera por descuido a Tog al corazón de la batalla, y sabia que eso era lo que Llyn quería hacer. Más tarde, instruyó a Fearachar, permitiéndole usar la fuerza en caso necesario, para que Llyn no siguiera a Togodumno.
Al amanecer, vino un explorador y les advirtió que las legiones, que habían desembarcado en tres sitios diferentes a lo largo de la costa como medida de precaución, habían aunado sus fuerzas y se habían puesto en marcha. Caradoc dejó de comer de inmediato y se confundió en la blanca neblina matinal con Cinnamo y Caelte a su lado. Pronto, el ejército catuvelauno le siguió y comenzó a dispersarse a lo largo de las orillas desnudas y llanas del ancho río, moviéndose como fantasmas grises y lánguidos, silenciosos en la bruma persistente. Caradoc recorría las filas e iba de jefe en jefe, aconsejando y previniéndoles. Los carros rodaban entre ellos y el agua, sus guerreros y conductores se mecían, pero curiosamente, los sonidos eran suaves. El frío húmedo de la mañana los envolvía, embotaba las mentes y los sentidos, y los guerreros y hombres libres permanecían de pie o acuclillados, absortos en sus sueños particulares y anestésicos. Cinnamo había informado a Caradoc de que vendrían los cantios; se abrirían y buscarían los vados al sur para evitar la columna romana, por lo que no era probable que llegaran antes del mediodía. Caradoc escuchó, lo consideró y se encogió de hombros. Sin duda, él y sus hombres podrían defender con éxito su posición en el río hasta el mediodía. Regresó con Fearachar y Llyn.
—Lleva al muchacho —le indicó— y retroceded hacia las colinas. Trepad un poco antes de volveros para observar, pero asegúrate de escoger una buena salida de escape antes de instalaros, amigo mio. Y tú, Llyn —añadió con voz dura y tomó las manos de su hijo—, si te alejas de Fearachar te quitaré tu libertad en el Consejo y te convertirás en un esclavo para siempre. ¿Está claro? —Llyn palideció y asintió con solemnidad; sabía que su padre no hablaba en vano. Caradoc le besó y los despachó, luego fue a sentarse en la hierba húmeda junto a sus jefes, agazapado en su capa tibia.
La bruma ya se estaba diluyendo, se disipaba con lentitud y su gris pálido dejaba paso a un tenue color dorado. Sentado con la cabeza gacha, Caradoc pensaba en Eurgain y en su hogar acogedor y colmado de risas, y en Cunobelin, que en todas las redes invisibles de su ambición nunca se había atrevido a tender una trampa a un ejército romano. Pero también pensaba en su propio momento de temor, en el sentimiento que le sobrecogería pronto cuando hiciera sonar la trompeta y su carro comenzara a rodar. Ya lo sentía acercarse, hormiguear en sus miembros y llenar su boca con un gusto de acidez metálica. Se puso de pie con brusquedad para recorrer las filas de nuevo y sintió los hechizos mascullados, las maldiciones débiles y guturales, y las promesas y ruegos a Camulos. Habían hecho los sacrificios el día anterior. Muchos habían reclamado una víctima humana, pero Caradoc, aún no liberado del todo de los años de influencia romana, aunque lo ignoraba, prohibió los cuchillos sagrados. Además, no había un druida.
Encontró a Togodumno entre sus propios jefes, apoyado en los radios de su carro y canturreando en voz baja, pero no había nada que decir, nada en absoluto. Se miraron sin rencor, luego se abrazaron con afecto y Caradoc regresó a su puesto. Se ató el cabello, se colocó el casco ceñido, alzó su lanza y aflojó su espada en la vaina. Se quitó los brazaletes de plata y bronce, y los guardó en la bolsita en su cinto. Sus dedos lentos y nerviosos encontraron la torques de oro en su cuello y la acariciaron un instante; el orgullo le hizo enderezarse. «¡Lobo catuvelauno! Sentirán mis colmillos hoy», pensó. Después levantó su escudo y mientras deslizaba el brazo por las tiras de cuero, la bruma se agitó de repente, se disolvió y se alejó. Un suave sol matinal brilló sobre ellos e iluminó el agua.
Entonces los vio. Eran como piedras negras o una gran pared de diamante hundida con mala intención detrás de la capa protectora de bruma por los golpes de martillo de algún gigante furioso o... —su corazón se detuvo una fracción de segundo y luego comenzó a palpitar con violencia— como miles y miles de rígidos e inmóviles dioses de la muerte tallados en piedra esperando la palabra mágica que los liberara del hechizo paralizador. Los catuvelaunos cobraron vida. Sus gritos e imprecaciones rasgaron el aire. Bramaron, chillaron, desenfundaron las espadas y golpearon en sus escudos, pero las fuerzas romanas continuaron sin moverse. Sólo los penachos de crin de caballo en los cascos de los oficiales montados bailaban alegres en la brisa.
—¡Por Júpiter! —exclamó Pudens—. ¡Jamás he visto un espectáculo igual! ¡Y escuchadlos! ¿Están borrachos?
—Algunos, tal vez —respondió Plautio—, pero el ruido es ritual, Rufo. Con él alejan a los demonios de la muerte e intentan asustarnos. —Escrutó a través del río la turba llamativa y aullante. «¿A qué distancia?», pensó con rapidez—. ¿Cuatrocientos metros?
A su lado, Vespasiano gruñó con desdén.
—¡Bárbaros! Y son tan pocos... Julio César tenía razón. La guerra los vuelve locos.
Plautio se volvió hacia el rostro pesado y rojo.
—Recuerda lo que expliqué anoche —dijo—. La primera carga es la que más se debe temer. Ponen todo su esfuerzo en ella. ¡Y no olvides lo que dije acerca de las mujeres!
Vespasiano emitió una risa ronca.
—No creo que a nuestros hombres les importe mucho el sexo de sus contrincantes. Y en cuanto a una carga, hoy no habrá ninguna, pobres tontos.
Plautio dirigió una última y amplia mirada al llano y pacifico valle del río donde el sol se derramaba con abundancia para mezclar sus rayos cálidos con el agua y, más allá, a los árboles que se vislumbraban en la distancia.
Luego se enderezó.
—Vespasiano, que los tracios entren en el agua. Haz sonar la trompeta.
Los hombres a su alrededor saludaron y se dispersaron. Las notas severas y estridentes de la trompeta rompieron la quietud de ensueño de la mañana de verano.
Sobresaltado por el repentino sonido, Caradoc subió a su carro y Cinnamo recogió las riendas. Avanzaron con presteza; los jefes corrían detrás con lanzas alzadas y espadas desenfundadas. El vocerío era una batahola constante y aterradora, pero cuando llegaron a la orilla se detuvieron con incredulidad. Soldados con armaduras nadaban con vigor en el río y, detrás, las tropas avanzaban y en los bajos cientos de hombres chapoteaban. El río estaba abarrotado de cabezas con cascos.
—¡No podrán cruzar, los muy idiotas! —oyó Caradoc gritar a Caelte—. ¡El río es demasiado profundo y las corrientes son fuertes!
Pero a Caradoc le dio un vuelco el corazón. Los hombres que estaban casi en mitad del río no eran romanos. Eran tropas auxiliares, bátavos o tracios, tribus conocidas por su habilidad en las aguas.
—¡Al río! —chilló. La trompeta de bronce brilló de pronto en su brazo levantado, las garras de lobo aferradas a la boca abierta y los colmillos expuestos para unirse a los de él cuando se la llevó a los labios. Sopló y la compañia gritó y comenzó a correr—. ¡Camulos y los catuvelaunos! —bramó, y su voz se elevó con fuerza sobre el caos—. ¡La muerte o la victoria! —Arrojó la trompeta al suelo del carro y galopó en línea recta a través de los bajos de barro seco y crujiente con el viento penetrante silbando en sus oídos.
Las tropas auxiliares llegaron a la orilla y salieron del agua para encontrarse con la carga del primer ataque furioso. Cayeron como jabalíes heridos. De repente, la sangre fluyó y se desparramó en el agua, pero los de la segunda y la tercera oleada ganaron la orilla y se incorporaron a la lucha. Caradoc, fuera de su carro y blandiendo su espada con Cinnamo a su lado, percibía una extraña desgana en los rostros sombríos e impasibles que se alzaban frente a él. Los soldados no querían presentar batalla. Esquivaban golpes, corrían de un lado a otro y retrocedían. De pronto supo por qué. Un chillido de terror cortó el aire, y luego otro, el alarido agudo y estúpido de animales que sufrían. Caradoc se volvió con una maldición y un grito hondo. Los legionarios estaban desjarretando a los caballos de los carros, se escabullían bajo las espadas de los jefes para cortar con rapidez y huir. Una por una, las bestias se desplomaron de rodillas con los ojos en blanco en sus cabezas castañas y el sonido espeluznante e inhumano de su agonía aturdía los oídos de sus dueños. Pero Caradoc no tenía tiempo para sentir indignación por ese ataque cobarde. Los bajos bullían con soldados, seguían llegando más y salían del río chorreando agua. Caradoc apartó la vista de los carros inútiles con una sed de sangre feroz en su interior. Vio a Gladys junto a Caelte, aferrando con ambas manos el puño de su espada enlodada y los pies separados plantados con tenacidad. Gladys meneó su espada, pero Caradoc se había zambullido con un gruñido en la confusión de cuerpos romanos empapados y cubiertos de cuero y no vio el golpe que cortó el aire caliente con un silbido.
Los legionarios nadaban a través del río como hormigas negras y Plautio observaba sentado en su caballo. La resistencia había sido más perseverante de lo que había esperado, y en consecuencia se preparó para un día largo. Pronto sus soldados se encontraron en la otra orilla en cantidades suficientes para poder alinearse, y hora tras hora, las cuñas sólidas y casi impenetrables hicieron retroceder a los enfurecidos catuvelaunos con su táctica simple pero devastadoramente efectiva.
Caradoc, sudoroso y sucio, en un repentino y oportuno intervalo de calma, observó a la línea del frente enemiga retirarse y a la segunda ocupar su lugar, cada hombre avanzando con energía mientras la línea del frente descansaba más atrás. Los romanos peleaban sin sentimiento, sin emoción. Sus rostros permanecían inexpresivos y movían los brazos con la precisión justa, mientras que los jefes catuvelaunos se arrojaban una y otra vez contra sus escudos de cuero tachonados, con un heroísmo temerario. Caradoc se volvió dentro de la confusión y entonces vio algo que le cortó la respiración y llevó un grito de júbilo incrédulo a sus labios. El remolino de la batalla se había alejado de él y había dejado abierta una avenida despejada que conducía derecha a Hosidio Geta, sentado tranquilo en su caballo rodeado de sus cohortes protectoras. Caradoc miró a su alrededor con desesperación.
—¡Banda Guerrera Real! ¡A mi! —gritó con tono de apremio, y su séquito salió corriendo de entre la masa de hombres que forcejeaban. Otros jefes habían advertido la oportunidad que jamás se repetiría y se alinearon detrás de Caradoc para apresurase por el sendero suave y abierto. Togodumno se les unió, ensangrentado y sonriendo, y atacaron juntos—. ¡Muerto no! —bramó Caradoc—. ¡Agarradlo vivo! —Y las cohortes sorprendidas cerraron filas alrededor del general.
Plautio, que observaba desde su posición ventajosa, vio que el centro de la acción se disolvía y giraba en otra dirección. Estupefacto, divisó a Geta como una isla en un mar de jefes alborozados y de vestimentas brillantes, y a sus cohortes confundidas.
—¡Júpiter todopoderoso! —exclamó—. ¡Rufo, da la señal de giro a la izquierda, y pronto!
Las trompetas sonaron, dos centurias formadas en orden de batalla contestaron al instante, dieron media vuelta con precisión y los desilusionados jefes se vieron apartados más y más de su blanco casi indefenso.
—¡Buen intento pero mala suerte! —gritó Togodumno. El y Caradoc se saludaron con pesar y se separaron. Plautio vio a su amigo acercarse galopando por la orilla del río, con la capa volando y el penacho danzando.
Geta sujetó el caballo y resopló.
—¡Un momento dificil, Aulo! Qué botín habría sido para ellos. ¡Me habrían usado para negociar nuestra salida de la isla!
Plautio rió.
—Te estás volviendo viejo, Hosidio.
Por fin llegaron los cantios y se precipitaron al centro del combate, alentando a los acosados guerreros catuvelaunos. El sol se movía con lentitud en el oeste y finalmente se puso detrás del humo y del olor de la batalla. Y entonces, cuando ya estaba demasiado oscuro para distinguir amigo de enemigo, los ejércitos interrumpieron la lucha y se retiraron junto a los fuegos que ardían en los campamentos, tambaleándose por el cansancio. No todas las legiones habían cruzado el río. Los soldados de la Segunda todavía esperaban en la orilla lejana con su comandante, Vespasiano, paseándose frente a ellos.
Cuando ya no se podía ver nada más que el titilar rojo de las hogueras, Plautio lo mandó llamar.
—Toma a tus hombres, a todos —le ordenó—. Ve al sur y trata de encontrar un vado. Tal vez podamos cercar a los bárbaros y acabar con esta indecisión. Pelean bien, ¿no?
—¡Por Mitra! —replicó Vespasiano con un dejo de admiración renuente en la voz—. Pelean como si estuvieran poseidos. Ya no me inclino a compadecerlos. —Hizo un saludo y se alejó cabalgando.
Plautio se volvió con cansancio a Pudens. Necesitaba dormir. La tensión le consumía y acentuaba aún más las líneas alrededor de su boca fina, pero sabía por experiencia que yacería despierto hasta el amanecer, con las estrategias dando vueltas y vueltas en su cabeza en tanto las analizaba y buscaba el posible fallo, la equivocación que yace oculta.
—Rufo, tráeme al bárbaro —dijo—. Es hora de que demuestre su valía.
Pudens asintió y desapareció para regresar unos minutos más tarde con su reacio compañero. Adminio parecía arisco y asustado. Las lineas definidas y atractivas de su rostro, la barbilla hendida de la Casa Catuvelauna, los ojos muy abiertos y la nariz ancha que compartía con sus hermanos, estaban desapareciendo, suavizándose con la edad, y su aspecto era disoluto y enfermizo. Los años en Roma le habían engordado, y la ociosidad y frustración de su vida habían agriado su carácter.
Plautio no le miró a los ojos. Temía que se notara la aversión que sentía por él.
—Ahora, señor —comenzó con tono tajante—, quiero que crucéis el río y os mováis en silencio entre vuestra gente. Sabéis qué decir. Esta noche estarán cansados y desanimados, y vuestras palabras deberán dar fruto.
—¿Y si me atrapan y me matan? —inquirió Adminio con voz quejumbrosa.
Plautio sonrió.
—No creo que lo hagan. No si escogéis los oídos adecuados para vuestra... sedición.
—Es inútil —se quejó Adminio con tono malhumorado—. Me odian, todos ellos, y ahora me odiarán más por haber abatido el poder de Roma sobre sus cabezas.
—Pero Adminio, hicisteis creer al emperador que vuestra tribu no veía la hora de estrechar las manos con Roma y daros la bienvenida de vuelta a casa —acotó Plautio amablemente. Estaba demasiado oscuro para que Adminio pudiera ver el brillo sarcástico en aquellos ojos grises.
—Es cierto —protestó con vehemencia—, ¡pero no en mitad de una batalla, señor!
—Si tenéis éxito, la batalla acabará —le recordó Plautio—. Sabéis qué decir, Adminio. Ahora, id. —Las palabras terminaron pesadamente y Adminio hizo un saludo breve y desapareció.
Caradoc estaba tendido junto al fuego, demasiado cansado para lavarse o comer, aunque Fearachar le había ofrecido carne de cabra y pan de centeno. Cinnamo, sentado junto a él, se había envuelto en su capa púrpura. Lustraba su gran espada con una copa y una jarra de vino en las rodillas, y sus trenzas doradas brillaban en el tibio resplandor. Llyn se acurrucaba cerca del fuego, con una mano sucia debajo de su mejilla morena y la capa doblada sobre él.
Más allá, estaba Gladys, sentada con la cabeza gacha y los brazos cruzados sobre el pecho. No había hablado desde el crepúsculo y Caradoc sabía que sufría, arrollada por la añoranza de la quietud curativa del océano solitario.
Pero estaba demasiado agotado para que le importara. Togodumno se le había aproximado para jactarse de su participación, pero Caradoc, acostado, con la hierba debajo de su cabello sucio y sudado, los músculos que le ardían, y el brazo derecho casi entumecido, lo despachó con palabras rudas.
El ruido de las voces que subían y bajaban amortiguadas, se filtraba a través de los árboles oscuros a su alrededor, y Caradoc se sacudió y se sentó.
—¿A cuántos hemos perdido, Cin?
Cinnamo habló sin alzar la vista y con las manos ocupadas.
—No lo sé, señor.
—¿No puedes calcular? ¿Cien? ¿Mil?
—¡Oh, madre, madre, no lo sé! —replicó—. Todo lo que sé es que los jefes están muertos de cansancio, los romanos frescos como margaritas de primavera y que la mañana traerá un destino incierto.
Caradoc guardó silencio. Necesitaba dormir, aunque no fuera más que una hora, pero algo resonaba en su mente..., un latido de advertencia continuo y que no deseaba oír. No tenía forma, ni coherencia, pero presentía que había algo que debía saber, algo que había pasado por alto. La legión intacta al otro lado del río, esperando en la oscuridad, lo perturbaba. ¿Por qué Plautio la había retenido? ¿Qué nuevo horror planeaba? Los alaridos de los caballos torturados resonaron de nuevo en sus oídos. Pensó en Eurgain, dulce, juiciosa, Eurgain con sus ojos azules, y en sus hijitas, hoyuelos y rizos al viento, pero las imágenes en su mente carecían de sustancia, como los fantasmas de un sueño. Suspiró preocupado, se tendió de costado y durmió.
Despertó una hora antes del amanecer, frío y tieso. Su capa estaba empapada de rocío y se puso de pie, la llevó al fuego y se quedó temblando mientras se secaba. Los sonidos matinales colmaban el bosque; los primeros gorjeos soñolientos de los pájaros y los murmullos malhumorados y espasmódicos de hombres amodorrados y hambrientos. Llyn estaba despierto, sentado con las piernas cruzadas al otro lado del fuego. Masticaba carne de res seca con aire pensativo y con una copa de agua junto a la rodilla. Caradoc le saludó y Fearachar dejó su sitio en la rama sobresaliente más baja del roble y fue a buscarle carne y cerveza.
—¿Qué te pareció la batalla de ayer? —preguntó Caradoc a su hijo—. ¿Tuviste miedo?
Los ojos redondos y oscuros le miraron con menosprecio.
—¡Por supuesto que no! Los catuvelaunos no temen a nada ni a nadie. Pero no pude ver mucho, padre. Fearachar me obligó a estirarme y a espiar por encima del borde de una colina.
—Fue prudente de su parte.
—¿Derrotaremos a los romanos hoy?
Caradoc entregó su capa a Fearachar y aceptó la comida que éste le tendió. Seguía sin hambre, pero se obligó a tragar los bocados desagradables y poco apetitosos.
—No lo sé, Llyn. Tal vez. Ahora, tú y Fearachar debéis iros; está amaneciendo y hay trabajo que hacer.
—Si no los vences hoy, padre, creo que volveré a casa —declaró y se incorporó obedientemente—. El tiempo es propicio para cazar y mis perros deben de andar buscándome.
De pronto, la carne le supo a Caradoc como la corteza de un árbol viejo y enfermo, y la escupió.
—Es una gran idea, Llyn —respondió con seriedad—. ¿Por qué no te vas ahora? Si te das prisa, podrás estar con tu madre en tres días.
Llyn sacudió la cabeza.
—Todavía no, padre.
—Adiós, entonces. Obedece a Fearachar.
El hombre y el niño se aleejaron caminando en la neblina y Caradoc se puso la capa que Fearachar le había dado. El sol ya había salido. La bruma yacía en el suelo, y arriba, a través de las ramas temblorosas y adornadas de verde, se divisaba un cielo diáfano. Tiempo propicio para la caza. Sonrió con una mueca de dolor y bebió su cerveza. Luego avanzó a través del bosque, moviéndose en silencio, agazapado y sin alejarse del refugio de los árboles más grandes. Por fin llegó al borde y se dejó caer al suelo. Se deslizó con facilidad por la hierba, se detuvo y fijó la mirada delante.
Al otro lado del río, los bajos de lodo marrón estaban desiertos. La legión se había ido. El pánico se apoderó de él. ¿Dónde estaban? Se le erizaron los pelos de la nuca. Entre él y su propio lado del agua, los romanos estaban levantados; formaban filas y se aprestaban para otro día de matanza. Habían apilado los muertos en montones lejos de las fogatas, pero no había señales de ningún herido. Caradoc retrocedió enseguida por donde había venido y apretó los talones, corriendo entre las zarzas y los brezos blancos tupidos. ¿Adónde han ido, adónde? Se ató el cabello mientras corría e irrumpió en su campamento; Mocuxsoma y Cinnamo le buscaban malhumorados y los jefes estaban poniendo los arneses a los caballos de sus carros.
—¿Dónde habéis estado? —jadeó Cinnamo—. Hay noticias.
Mocuxsoma se abrió paso entre ellos.
—Señor, vuestro hermano ha estado aquí durante la noche. Se escabulló de los guardias y estuvo con algunos jefes y sus hombres libres. La mitad de nuestra fuerza se ha ido.
—¿Qué quieres decir con que se ha ido? ¿Ido adónde? ¿Qué ha estado tramando Tog? —Su corazón todavía latía con violencia y tenía la garganta seca.
Mocuxsoma pateó el suelo.
—¡No Togodumno, Adminio! Ha convencido a los hombres para que le siguieran. ¡Ahora pelean del lado de Roma!
Las palabras llegaron a lo más profundo del alma de Caradoc y encendieron su cuerpo entero en una súbita explosión abrasadora. Echó la cabeza hacia atrás y rugió como un jabalí herido, con los ojos cerrados, y comenzó a gritar:
—¡Que Camulos abra su vientre y desparrame sus entrañas ante sus ojos! ¡Que Epona pisotee su cerebro! ¡Lo maldigo! ¡Maldigo su sueño y su comida, su caza y sus fiestas! ¡Que Taran lo queme! ¡Que Bel lo ahogue! ¡Que Esus lo estrangule!
Cinnamo se acercó y le tocó un brazo, pero Caradoc lo apartó; el dolor de la traición le desgarraba y se convertía en un torrente de desesperanza. La tribu estaba deshonrada para siempre y toda la preocupación, las noches sin dormir y los planes cuidadosamente trazados, todo el sufrimiento..., todo, todo para nada.
Roma triunfaría. Era el fin.
Se estremeció ante la creencia de que sus vidas en libertad habían sido destrozadas, pero después de un instante, el dolor se alejó y una nueva obstinación despiadada comenzó a endurecerse en su interior. Algo de su persona, algún vestigio de su juventud, cierta inocencia infantil que todavía creía que el honor lo era todo, había desaparecido con su aullido de angustia. Podía sentir dentro de él el orificio rojo y sangrante que había dejado a su paso.
—Decidme —susurró; su voz temblaba con intensidad—. ¿Cuáles fueron las palabras mágicas que ese animal usó para arrastrar a hombres buenos a la esclavitud?
—Les dijo que no teníamos ninguna posibilidad. Que la Segunda Legión nos rodeaba, adentrada en los bosques, y que por la manana seríamos destruidos. Dijo que si se rendían podrían regresar a casa a cultivar la tierra y criar ganado, y que el comercio volvería a ser bueno como antes.
—Madre. —Pronunció esa palabra con un desprecio absoluto, que vaciaba el alma. Caradoc se sentó con brusquedad y los dos jefes le imitaron. El resto de los carros debía de estar avanzando hacia el agua, pero Caradoc aguardó un momento en su infierno, fuera del tiempo, incapaz de pensar o sentir.
—Señor —intervino Cinnamo—. Lo siento, pero hay más. ¿Lo escucharéis o debo sellar mi boca?
¿Más? ¿Qué más podía haber? El cuchillo ya no se podía clavar. No quedaba sangre. Sin embargo, contestó:
—Escucharé.
—Durante la noche, vinieron los dobunnos. A Boduoco le prometieron sus antiguas fronteras y peleará contra nosotros, al lado de Plautio. Los atrebates también están aquí. Tienen un nuevo rey, aprobado por el emperador, un tal Cogidumno. Lo hemos perdido todo. —Cinnamo habló en tono monótono, sin que su voz delatara emoción alguna, pero las manos fuertes ocultas bajo su capa se apretaban como aferrándose a la vida.
«Y yo dormía —pensó Caradoc con la mente más tranquila, escondiéndose de su ira y su amargura—. Por la Gran Madre, dormía. La tierra se ha partido bajo mis pies, el cielo se ha derrumbado a mi alrededor y...» Se volvió con rapidez hacia Mocuxsoma.
—¿Togodumno sabe todas estas cosas? —preguntó.
—No lo sé, señor —replicó Mocuxsoma y sacudió la cabeza.
—Bueno, búscalo, cuéntaselo y tráelo aquí. ¡Corre!
El y Cinnamo se quedaron sentados en silencio.
«Tog y yo hemos sembrado estas semillas y la planta ha brotado con más fuerza de la que hubiéramos deseado —pensó Caradoc—. Incursiones, insultos, asesinatos y siempre el avance constante.., hacia fuera, siempre hacia fuera. Si yo hubiera sido rey de los atrebates, ¿qué habría hecho?» La respuesta surgió sin vacilación. «Jamás habría vendido mi pueblo a la esclavitud. Habría preferido ofrecerme a las flechas sagradas.»
Togodumno venía saltando por el sendero, su carro tras él. Estaba pálido.
—¡No digas nada, hermano mio! —gritó—. ¡Primero debemos matar a Plautio, luego a Adminio y a ese Cogidumno, y después a Boduoco!
Caradoc emitió una risa intensa y ruda. Se incorporó despacio y con cansancio, se colocó el casco y caminó hacia su carro. Recogió la trompeta.
—Te quiero, pobre tonto loco —dijo.
Sopló un trompetazo largo y agudo y el resto de los jefes salieron de entre los árboles. Sus rostros estaban sombríos y sus ojos, llenos de la proximidad de la muerte, se fijaron en Caradoc con expresión de reproche.
—¡Una mañana roja! —exclamó. El dolor lo asfixiaba—. ¡Una mañana de sangre! ¡Marchemos con honor, hermanos míos!
Tomaron velocidad y se precipitaron con estruendo fuera del bosque, hacia la tierra llana que se abría más adelante, mientras la trompeta romana sonaba y los estandartes de Roma se agitaban a su encuentro. No había esperanza. Las legiones estaban frente a ellos, y los dobunnos y atrebates, a derecha e izquierda; se lanzaron de cabeza a la muerte, gritando, aullando, y con las espadas en alto. Los valientes cantios avanzaban detrás. Caradoc desmontó y corrió; un guerrero alto se volvió hacia él..., un catuvelauno de cabello castaño y ojos azules en ese momento inyectados en sangre. Las lágrimas rodaron por las mejillas de Caradoc mientras entrechocaban sus espadas y el guerrero caía al suelo.
«¿Quién me purificará de la sangre de mi gente?», pensó y se volvió. De repente, un profundo grito de terror se elevó de sus hombres. Caradoc miró. Detrás de ellos, un ejército de legionarios con armaduras, frescos y vigorosos, fluía fuera de los bosques, y el gemido de temor creció y se convirtió en pánico. Era Vespasiano y la Segunda, enlodados, mojados, triunfantes.
Por todas partes, los catuvelaunos comenzaron a arrojar sus armas y a correr de un lado a otro, mientras los romanos y sus propios compatriotas los desbordaban y los mataban como conejos.
—¡Deteneos y pelead! —chilló Caradoc, pero los hombres eran presa del terror animal de la muerte y no le prestaron atención.
Cinnamo corrió hacia él, esquivando la estocada amplia de un dobunno.
—¡Corred, corred, Caradoc! —gritó—. ¡De regreso a Camalodúnum!
De pronto, Caradoc se encontró agazapado y corriendo, corriendo, tropezando, atrapado en el alboroto confuso y con sus jefes escapando a su lado. Ganaron el refugio de los árboles pero prosiguieron, jadeando y con los costados doloridos. A su alrededor, en la modorra salpicada de sol de la mañana de verano, todos los catuvelaunos huían.
—¡Llyn! —exclamó Caradoc con brusquedad, pero Cinnamo le urgió a continuar—. Él y Fearachar se han ido —logró explicar y siguieron corriendo con las piernas doloridas, los pulmones ardiendo, calientes y secos, los miembros latiendo cada vez con menos fuerza, agitados y balanceándose, hasta que el ruido de la matanza disminuyó gradualmente, los árboles se irguieron altos en el silencio y por fin cayeron sobre la hierba húmeda y yacieron con los ojos cerrados, ya sin importarles vivir o morir.
Durante dos días, dieron vueltas por el bosque. Uno por uno, otros jefes se les unieron, conmocionados y harapientos, sin caballos, comida ni armas, desconcertados e incapaces de hablar. Juntos marcharon trabajosamente por los senderos que antes los habían visto pasar acicalados con adornos vistosos, arneses tintineantes y el mejor de los ánimos.
Poco antes del crepúsculo del segundo día rodearon una curva y vieron otro grupo, cinco o seis jefes sentados en una loma, con las cabezas y manos colgando y una camilla tosca tendida frente a ellos en el sendero: dos ramas y una capa que pendía entre ellas. De repente, a Caradoc le dio un vuelco el corazón y corrió hacia el lugar donde se hallaba el grupo; las piernas le temblaron por el esfuerzo. Se aproximó a la camilla y se arrodilló. Togodumno volvió la cabeza despacio. La sangre endurecía su largo cabello castaño y se cuajaba alrededor de la boca. Uno de sus hombros era un revoltijo de hueso y carne, y al levantar con dedos nerviosos la capa que lo cubría, Caradoc vio heridas profundas alrededor del pecho y la cadera. Yacía en sangre, sangre que manaba sin cesar salpicando el suelo como coral brillante y que manchó la mano de Caradoc cuando dejó caer la capa. El rostro de Tog estaba gris y viejo. Las risueñas patas de gallo que circundaban sus ojos y boca se habían transformado en los caprichos de un cuchillo desenvainado con rapidez, hondo y despiadado. Abrió la boca para hablar y una burbuja lenta de sangre se infló entre sus dientes, se rompió y bajó por la mejilla.
—Caradoc —susurró—. ¿Quién hubiera dicho que era tan duro morir? Ah, Madre, duele, duele. —Los dedos negros y magullados hallaron el borde roto de la camisa de Caradoc—. Desprecio la muerte. —Intentó reír pero otro coágulo de sangre oscura escapó de sus labios—. Los poderosos catuvelaunos ya no existen. Me alegra..., me alegra... morir ahora. Que el fuego de mi cuerpo se eleve alto, hermano mio, quémame bien. —Un gran espasmo de agonía contrajo su rostro, los músculos se tensaron con lentitud y los ojos se abrieron, llenos de un terror solitario—. No creo poder soportarlo.
Caradoc no pudo responder. La luz del sol bañaba el sendero con haces de magnificencia dorada, y los pájaros silbaban y cantaban en los vastos corredores verdes que les circundaban, pero Caradoc sólo podía pensar en aquel espíritu libre, bailarin e impetuoso que se hallaba encogido ante él, tullido y destrozado. Los ojos que intentaban enfocarle estaban teñidos de una tristeza incoherente y de un nuevo y oscuro conocimiento, pero la chispa de vida indomable y ardiente seguía luchando. Tog trató de hablar otra vez, pero las fuerzas le fallaron y abrió la boca pugnando por inhalar el aire. Caradoc se incorporó.
—Levantadlo —ordenó, sin avergonzarse de las lágrimas que resbalaban copiosamente por su rostro.
Continuaron andando. Caradoc caminaba junto a la camilla, Cinnamo detrás y los otros jefes cerraban la marcha en silencio.
Cuando el sol se hubo puesto y el frío de la noche se elevó del suelo, se detuvieron; el hambre roía sus vientres vacíos. Caradoc increpó a los que transportaban la camilla, ya bastante debilitados, pero Cinnamo se interpuso:
—Da igual, señor. Está muerto.
Caradoc cayó junto a la figura en sombras y tomó la mano fláccida. La cubrió con la suya y se inclinó sobre el cuerpo ensangrentado. Con una sonrisa tenue y serena en los labios, Togodumno contemplaba más allá de él el cielo moteado de estrellas y Caradoc le tapó el rostro con la capa y se desplomó en el suelo llorando. Los jefes, sentados o acostados en silencio junto al sendero, observaron al último rey de la Casa Catuvelauna llorar por su deudo.
Ya avanzado el cuarto día, llegaron a Camalodúnum, transportando su carga. Las primeras puertas habían sido abandonadas a su suerte y permanecían abiertas, pero el guardia de las segundas los vio venir, dispersos como ganado enfermo a través del foso y corrió en busca de ayuda. Hombres y mujeres se apresuraron fuera de sus chozas y de las puertas. Los recibieron con gritos y lágrimas y les arrancaron la camilla de sus brazos agotados. Al oír la conmoción, Eurgain abandonó el Gran Salón junto a Gladys. El grupo de hombres sucios y extenuados subió despacio hacia ella. Sus ojos buscaron desesperados con las manos apretadas. Entonces lo vio. Tenía el cabello enmarañado alrededor del rostro delgado y sus ojos eran pozos negros de sufrimiento. Con un grito, fue hacia él y cayó de rodillas, lo abrazó y sintió las manos temblorosas en su cabello.
—Eurgain —musitó. Y entonces sus piernas ya no pudieron seguir sosteniéndole, se desplomó frente a ella y la envolvió en sus brazos. Se abrazaron con los ojos cerrados mientras se alzaban los primeros gemidos por la muerte de Togodumno y las puertas eran cerradas y atrancadas con rapidez.
Por fin descansaron en el Gran Salón, sentados y apoyados contra las paredes, con las cabezas echadas hacia atrás con indiferencia, y observando a los esclavos apresurarse a avivar el fuego y cortar carne del pernil de una res asada. Caradoc también reposaba contra la pared, pero sus ojos se habían cerrado en el instante mismo en que se hubo sentado; junto a él, Eurgain se mantenía callada, con los brazos cruzados sobre las rodillas. Gladys se acuclilló frente a su hermano, pero ninguna de las mujeres habló. Hacía calor en el Salón. El sol lo azotaba y el fuego lanzaba al aire seco una mezcla sofocante de humo y grasa. De tanto en tanto, Caradoc se estremecía y se ceñía la capa. Al cabo de un momento, Fearachar le acercó un plato repleto de carne y pan, gachas, guisantes hervidos y una jarra de cerveza. Caradoc se despertó, abrió los ojos y se sentó derecho con esfuerzo mientras Fearachar colocaba el plato frente a él. Empezó a comer despacio, a pesar de que tenía mucha hambre, pero yació la jarra de un solo trago y Fearachar se alejó de nuevo para volverla a llenar. Una conversación intermitente y vacilante se inició alrededor de ellos mientras los jefes, reanimados por la comida y la bebida, hablaban a sus hombres libres. Caradoc sintió que su sangre volvía a fluir con pereza y renuencia y su cabeza comenzó a despejarse. Sorbió lo último del jugo en su plato, se aflojó la capa y se volvió hacia Eurgain.
—¿Llyn? —inquirió con mirada ansiosa y voz todavía débil.
—Regresó anoche con Fearachar. Él y las niñas están en la casa con Tallia.
Caradoc asintió con gratitud y luego sus ojos demacrados y hundidos se desviaron hacia Gladys.
—¿Y tú? ¿Cómo volviste?
—Encontré un soldado de la caballería en los bosques, Caradoc —explicó en voz baja—. Estaba herido. Lo maté y tomé su caballo. ¿Qué ocurrió junto al río? ¿Cómo fue que nos deshonramos? —Su tono era el de la curiosidad y no el del rencor. El tiempo para las recriminaciones, los arrepentimientos o la cólera había quedado atrás, y ella, al igual que los restos de la perpleja y acobardada tribu catuvelauna, pendía suspendida en una desesperanza aletargada. Caradoc contestó de inmediato, apenas consciente de lo que decía; su cabeza zumbaba por la falta de sueño.
—Fuimos traicionados por uno de nuestro propio clan, engañados por el enemigo, atacados por nuestros propios compatriotas. No me extrañaría que incluso Camulos y la diosa nos hubieran abandonado. No hemos sido deshonrados, sólo sobrepasados en número y atacados por sorpresa. Seguiremos peleando. —Desde fuera, llegaban los gemidos y lamentos funebres por Togodumno, un llanto espasmódico y de dolor. La mente de Caradoc le apremió con los planes que había que hacer y las decisiones que había que tomar.
Eurgain se lanzó a hablar, a expresar su desacuerdo de forma airada, pero él levantó un dedo y lo posó en sus labios, y se puso de pie, apoyándose con un hombro en la pared. Todavía sentía las piernas como si fueran de paja.
—Llamo a Consejo —anunció, y la conversación se extinguió—. Esclavos, retiraos; los demás, acercaos. No tengo fuerza para levantar la voz.
Todos se reunieron a su alrededor y Caradoc los escudriñó con severidad. La pena y la furia le sobrecogieron. Parecían una manada de lobos enfermos, enflaquecidos y sucios, amansados por el hambre y las penurias, pero los ojos se clavaban en su rostro con confianza. Experimentó una ráfaga de debilidad, pero la combatió; la nueva y dura insensibilidad calculadora estaba bien arraigada en su pecho.
—No hablaré de lo irremediable —comenzó—, ni de la muerte de mi hermano. Somos los catuvelaunos. No nos rendimos. La tribu luchará hasta que caiga el último de nosotros. Si alguien desea abandonar Camalodúnum, todavía está a tiempo para escapar al Oeste o ir con los druidas a Mona; no le despojaré de su precio de honor ni le declararé esclavo. ¿Alguno quiere marcharse? —Calló para recobrar energía, pero nadie se movió. Ninguna mirada bajó por el peso de la culpabilidad, ninguna mano tembló por la traición súbita. Caradoc sintió una débil y patética oleada de orgullo renovado flotar hacia él desde aquellos ojos cavernosos y desolados.
Y reanudó el discurso con la voz cargada de fría decisión.
—Entonces nos prepararemos para otra pelea. Quiero que las puertas sean derribadas y el agujero llenado con tierra y piedras. ¿Está Alan aquí? —Su granjero libre se levantó—. Alan, ocúpate de que todo el ganado, el de los demás y el mio, sea llevado a los bosques del norte. Pon a un par de campesinos para que lo vigile. De ser necesario, todas las reses serán sacrificadas. No quiero que ningún romano se sacie con mi precio de honor. —Alan asintió y se sentó—. Vocorio, tú y tus hombres libres buscad a todos los granjeros y campesinos que podáis y traedlos dentro de las defensas. La mayoría debe de haberse escondido en los bosques, pero reunid a los que quieran venir. Hay muchas chozas vacías. —Imágenes de los jefes que jamás regresarían pasaron rápidamente por su mente, pero ya nada podía ayudarlos y no deseaba que los que habían sobrevivido pensaran en ellos ni en su destino, así que desechó las penosas imágenes sin mencionarlas—. Mocuxsoma —llamó, recuperando la visión de lo que había que hacer—. Quema el puente que cruza el foso. Hazlo de inmediato. Los campesinos pueden cruzar con la ayuda de troncos. Y todos vosotros, registrad la aldea en busca de armas. Cualquier cosa servirá siempre que pueda utilizarse para matar ro manos. Pero por ahora, id a vuestras casas y descansad esta noche.
Quería decir más, hablar de la gloria y el honor, pero incluso sus pensamientos poseían un matiz vacio y burlón, y los descartó. Se sentó de nuevo sobre las pieles. La fatiga y la tragedia insoportable de los últimos días le producían náuseas.
«Que el fuego de mi cuerpo se eleve alto —había dicho Tog—. Quémame bien.» El dolor lo traspasó al recordar las palabras con la propia voz titubeante de Tog. «Fuiste un irresponsable, un hombre desenfrenado que hundía sus manos ansiosas y voraces en el abundante cesto de la vida. Sin embargo, yo te quería. Estabas unido a las estrellas en lo alto, volabas gloriosa e impulsivamente en los vientos de los cielos mientras que yo... —se miró los dedos sucios y temblorosos—, yo estoy encadenado a la tierra y mis manos jamás tocarán una estrella. Sólo una espada. Sólo una espada amarga y cruel.» Resistió su emoción, acrecentada por el agotamiento. Por fin, alzó la vista. El Salón estaba vacío. Se forzó a mirar a las dos mujeres que esperaban.
—No hay esperanza, ¿verdad? —aventuró Eurgain.
—Ninguna —sentenció con brutalidad—. Estamos acabados como tribu y como pueblo libre. Eurgain, quiero que tú y los niños vayáis al oeste. Enviaré a Caelte y a sus hombres libres con vosotros; creo que nunca más volveremos a sentarnos aquí en las noches y a escuchar sus canciones.
Ella sabía que su esposo le haría esta petición y replicó con énfasis:
—No, Caradoc. Esta vez no me agazaparé detrás de mis hijos. No quiero ir al oeste sabiendo que mi familia y yo somos los únicos supervivientes de los grandes catuvelaunos. No podría soportar esa soledad. —Le tomó la mano y se la besó. Gladys desvió la vista y por primera vez en su vida, un intenso aislamiento la envolvió—. Si hemos de morir, esposo mio, entonces moriremos juntos. Te amo y no viviré el resto de mi vida sin ti y entre extraños. —Caradoc la besó, demasiado cansado para discutir, pero reconfortado por las palabras. Se pusieron de pie juntos y dejaron el Salón. Gladys quedó sentada en la oscuridad, con la pesada espada aún en la cintura y lágrimas saladas y calientes quemando sus mejillas morenas.
De manera que los últimos guerreros de Camalodúnum se aprestaban para el fin. Trabajaban con rapidez y los rostros sombríos, en una aldea cuyas chozas, en otros tiempos alegres y rebosantes de luz, se alzaban silenciosas y expectantes, cuyos senderos y espacios abiertos se extendían solitarios y callados bajo el calor sofocante de las tardes de verano. Los ritos por Togodumno se celebraron en la misma quietud soporífera, y el crepitar de su pira fue el único ruido que se escuchó durante todo un día y toda una noche; entre tanto, el cielo se nublaba, grandes masas de nubes se movían desde la costa para hincharse opresivamente sobre la aldea, y los rayos de sol llameaban intermitentes sobre los campos sembrados. Caradoc no sintió nada cuando arrojó la antorcha a las ramas secas sobre las que descansaba su hermano. No había lugar en él para la pena ni el dolor, y no podía hablar de la juventud pasada, porque los días de incursiones y robos despreocupados, de travesuras y prácticas poco serias con la espada pertenecían a otra época.
Una vez habían existido dos hermanos que crecían bajo un rey poderoso, con amigos y ganado, con amores y odios, pero no eran reales, pertenecían a una de las canciones de Caelte, formaban parte de un viejo y dulce sueño.
Nadie lloró cuando las llamas prendieron y comenzaron a ser alimentadas. Todos, los jefes, sus mujeres, y los hoscos campesinos trinobantes, oyeron en el rugido del fuego las palabras violentas y desalmadas de sus propias muertes venideras y permanecieron de pie, callados y quietos, como si vieran consumirse sus propios cuerpos.
Las puertas fueron bloqueadas, el ganado internado en los bosques y los campesinos se instalaron de mala gana en los hogares de hombres muertos. La campiña y el río estaban desiertos. Pero los romanos no venían. Un día, Gladys tomó un bote y desapareció, sola, sin dejar aviso. Llyn entraba y salía del Gran Salón, subía y bajaba los senderos, malhumorado y arrastrando los pies en la tierra seca; las niñitas jugaban con las conchas de Gladys mientras Tallia se sentaba a la sombra. Eurgain y Caradoc recorrían los muros día tras día..., el cabello rubio y el oscuro mezclados con los vientos calientes..., ahogados con palabras que no podían pronunciar. Cinnamo se acuclillaba en el refugio del santuario de Camulos, lustraba su espada ya fulgurante y murmuraba conjuros una y otra vez dirigidos al dios. Caelte, con su rostro amable, gracioso y sereno, se sentaba fuera de su choza y rasgueaba su arpa, inventando nuevas canciones mientras el sol se adormecía con su música y contemplaba los dedos largos y elásticos moverse bajo su luz.
Gladys regresó unos días después, acompañada de un explorador, uno de los pocos que quedaban para vigilar a las legiones. Caradoc y Eurgain, que estaban encima del valle, los vieron llegar y se apresuraron a bajar para recibirlos mientras pasaban a través de la rendija que habían dejado en uno de los muros.
—Están esperando al emperador, al mismo Claudio —informó el explorador sin preámbulos—. Están acampados en los bosques a menos de ocho kilómetros de distancia y Plautio está furioso por el retraso pero no se atreve a moverse hasta que llegue el destacamento de Roma. Mientras tanto, ha enviado a Vespasiano y a la Segunda contra los durotriges.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Caradoc.
El hombre se encogió de hombros.
—¿Cómo podría saberlo, señor? Han pasado dos semanas desde que se envió el mensaje. Quizás otras dos.
—¿Y entonces?
El explorador los estudió con curiosidad. Había algo tan fatalista, tan inmutable en sus rostros que a duras penas los reconocía. Caradoc apoyaba una mano en el hombro de su esposa, pero con ligereza, casi confiadamente, y ella miraba con ojos claros y tranquilos. El hombre experimentó un extraño respeto, como si ambos fueran dioses que se hallaran por encima de todo temor e incertidumbre, y se movió con torpeza, consciente de su propia mortalidad.
—Entonces, el emperador mismo guiará las tropas a una victoria fácil y segura, y las águilas de las legiones rodearán el Gran Salón.
Cuando el explorador hubo terminado, Caradoc y Eurgain se quedaron quietos, todavía impasibles. Gladys los dejó y se alejó a su choza espartana. Por fin, Caradoc sonrió, una sonrisa cálida y extraña que iluminó su rostro compasivamente.
—Ve al Salón y come. No tenemos mucho que ofrecer, pero al menos debe de haber carne. Luego duerme y regresa al bosque. Si eres inteligente, no volverás. —El hombre asintió lacónicamente y se marchó, subiendo el escarpado sendero con pies fatigados. Caradoc se volvió hacia su esposa—. La noticia no me alarma —dijo—. De hecho, Eurgain, no siento nada. En dos semanas estaremos muertos y Camalodúnum en llamas; no obstante, te miro y mi corazón ríe. ¿Por qué?
Ella se volvió, le tomó la delgada barbilla entre las manos, lo besó en la boca con labios fríos y después se puso de puntillas para tocarle los ojos.
—Porque no queda nada por enfrentar, nada desconocido —respondió con suavidad—. Sólo quedamos tú y yo, el sol y la muerte.
Permanecieron de pie largo rato con los ojos cerrados, abrazados el uno al otro bajo la sombra profunda del muro de tierra. Sobre ellos, los vencejos volaban con rapidez y gritaban alborozados en el cielo azul libre.